martes, abril 29, 2008
LO QUE DEJAMOS ATRÁS EN EL LABERINTO...
RISA*
Llevamos a lo incierto esa pena,
donde el umbral ha acabado con toda la voz
y la sed de la hora que corre,
ha derretido el párpado de roce que lleva el siempre.
El cuerpo roto a manos ceñidas,
sin engaño y con un sufrimiento arrogante,
se traslada el hundido y surge la verdadera semejanza
a todo aquello que dejamos atrás en el laberinto
del naufragio de otro fantasma.
El derramado crepúsculo circunda la grieta
donde la sombra indirecta es sólo la idea
y la realidad es la verdadera razón del sueño.
Son pocos los segmentos que faltan
para que llegue pronto a la unánime locura,
la ceguera, la puerta cerrada, la imagen oculta,
es solamente ficción, ausencia hecha polvo
y los labios quemados de los Otros.
No falta la pregunta, caída bajo la lengua de los años cumplidos,
las palabras dudosas y ese cálido sonido que calma y se acerca.
Sonríe, ríe a carcajadas. Risa ebria. Sólo lo que nos ayudó a escuchar,
tan sólo con lo oscuro agracia su mente cubierta de palabras.
*De Jenny Levine Goldner. jenny_offline@yahoo.com
LO QUE DEJAMOS ATRÁS EN EL LABERINTO...
Los viajes*
No he oído el reloj esta mañana y cuando me he despertado en el lugar del cuarto de baño había un trastero. La cama era antigua y hacía frío. ¿Por qué no notaba la calefacción?. Mi ropa de Armani, la colección de corbatas Plumkier y los zapatos de Tood's habían desaparecido.
Al bajar por la escalera ya suponía lo que había pasado pero me acerqué a la calle para constatarlo. Hay un camino de tierra donde debía haber una carretera de asfalto. Tampoco hay ningún coche, únicamente un carro al final de la curva. ¡Ya empiezo a estar harto de estos viajes en el tiempo!
*de Joan Mateu. joan@cimat.es
LA PARED*
A jorge
Vi su sombra separada por el jardín oscuro
y el perfume en la desesperación apenas muerta.
Debajo del asfalto estará mi viaje
debajo del viaje, una montaña inconclusa.
Miro la vislumbre y me pesa el vuelo.
La puerta inclinó la sombra
y una imagen descubierta.
Después,
la pared.
*De Jenny Levine Goldner. jenny_offline@yahoo.com
DEMASIADO BUENOS*
“Lo que pasa es que yo soy demasiado bueno y la gente se aprovecha”. Lo dijo el Gringo, lo dijo muchas veces con los ojitos pequeños en medio de la cara roja. Lo dijo, y hablaba muy fuerte, aturdía, hablaba fuerte y con los brazos abiertos. Gesticulaba el gringo. Bondadoso el gringo, sencillo, sin vueltas. Decía que la gente se aprovechaba, lo decía con su voz potente, que la gente se aprovechaba de él.
Otro dijo que todos toman ventaja de su persona porque, mirá vos qué casualidad, es demasiado bueno. Lo usan al pobre, él mismo dice que lo usan material y psicológicamente, para ser más específicos. Y esto lo puso por escrito para que no queden dudas.
Y un tercero escribió que hay muchos que parecen gente pero que no son gente. Este también probablemente sea demasiado bueno. Tiernito, un pan de Dios mire, un gentilhombre entre los animales salvajes, un angelito entre las bestias del Averno. No, no se puede ser tan bueno entre los espantos desencadenados. Al final uno termina sufriendo.
Y el Gringo que era demasiado bueno maltrataba a la mujer y a los amigos; el pobre muchacho utilizado como trapeador se sirvió de todas las mesas y se fue sin saludar; y el que era tan buena gente también se fue sin saludar y ni siquiera ayudó a sacudir el mantel. Los tres dejaron la puerta abierta para que la cierre otro. Y a alguien llorando, claro.
Uno es bueno o no es bueno en diferentes ocasiones y según quién lo cuenta, pero el que dice ser demasiado bueno es peligroso. Hay que escapar a tiempo de los que consideran que su merced es excesiva. Nunca lo es.
El que realmente exagera en su miramiento de las necesidades o deseos de los demás no nos lo dice, no lo resalta en amarillo luminoso. No se da cuenta siquiera.
El que es demasiado bueno no se considera ni demasiado, ni acaso bueno. Sólo hace lo que puede y se culpa por no poder un poco más.
Pocas veces se mensuran las cosas si no es para ponerles precio. Quien mide su bondad por mucha o poca, acaba retaceándola y finaliza en la queja. “Lo que pasa es que soy demasiado bueno” dirá mientras se limpia las manos sucias, “y la gente se aprovecha” concluirá, mientras guarda los productos de sus saqueos en el abultado morral.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
LA OCTAVA MARAVILLA*
*De Vlady Kociancich
A Norberto del Vas.
Nothing of him that doth fade
But doth suffer a sea-change
Into something rich and strange
*Shakespeare, La Tempestad, Acto 1, Esc. 11
1
Me sucedió -el viaje, el cambio de mar o el otro- hace ya un año, en el Berlín de hielo y de llovizna de febrero, y en este Buenos Aires que arde húmedamente mientras escribo, que penetra por mi ventana abierta en vaharadas de calor, me estremece la memoria de aquel frío y la pura conciencia de mi perplejidad.
Los diarios de la mañana, un ejemplar de cada uno (tuve que comprar todos para convencerme de que la noticia era real, no la broma de un enemigo que supiera lo de Berlín), están extendidos y abiertos en la página con la información imposible, sobre el sofá tapizado de rojo que hay en mi estudio.
Hace apenas unos minutos, la muchacha que bajó del tren en la estación de Villa del Parque, ayer, mientras yo aguardaba vaya a saber qué -no a ella, por supuesto, ni al tren- se asomó a la puerta. La vi, alta, desnuda, el largo cabello rubio enmarañado, y me sobresalté, le grité que no entrara.
A pesar de su soñolencia y de esa carnal naturalidad con que una mujer se mueve en casa extraña si ha dormido ahí una noche, unas horas, pareció trastabillar, recibió mi grito como un golpe. Me dolió desbaratar su adormilado aplomo, precisamente hoy, precisamente el suyo, y me disculpé mostrándole el desorden de los diarios abiertos. Sonrió, se inclinó para darme un beso leve en la frente y fue a vestirse.
Escribo con angustia, partido en dos: un hombre que necesita escribir esta historia para entender su historia, su vida, y un hombre que necesita retener a esa muchacha para seguir viviendo. El impulso de correr hacia ella y abrazarla, demostrarle con caricias que mi atención está concentrada violentamente en su presencia aquí, en mi casa, y el impulso de contar lo que me sucedió, a riesgo de que ella crea que prefiero encerrarme en mi trabajo en vez de prolongar el goce de la tarde y de la memorable noche
anterior, tienen una fuerza pareja.
Oigo correr el agua de la ducha. Los minutos de tregua antes de que regrese vestida, ya despierta, esta codiciada extranjera de ondulante cabello rubio y ojos grises, me alcanzan para desear rabiosamente no haber leído la noticia de que Vida y Obra de Francisco Uriaga, la película cuyo
libro escribí durante mi estadía en Berlín, fue premiada en el Festival de Cannes.
No pretendo una reivindicación, no reclamo por noches sin dormir en la pensión de Frieda Preutz. Tampoco debe leerse mi relato como un reproche a Juan Pablo Miller, el joven cineasta argentino que triunfa en Europa, con quien fuimos cálidamente amigos y al que no he vuelto a ver. ¿Por qué no callo entonces? Porque me desborda el azoramiento. Porque mi brusco ingreso en el mundo del cine, un viaje dentro de otro viaje, me convirtió en uno de esos turistas que compadezco, gente que apuesta las ganas de ser otro en la ruleta de circunstancias extranjeras. Porque no sé qué es lo que gané cuando creí haber ganado, qué es lo que perdí cuando me anunciaron la pérdida.
Y porque la única documentación de mi viaje es la película que está dando su triunfal vuelta al mundo y mi nombre no figura en los títulos.
2
Me llamo Alberto Paradella, tengo treinta y dos años, un divorcio, ningún hijo, y hasta que empezaron los viajes como periodista especializado en turismo, mi vida transcurrió sedentariamente entre Villa del Parque, donde nací, me crié y fui a la escuela, y el barrio sur de Buenos Aires, cuyas ruinas apuntaladas a fuerza de literatura y de folklore eligió Victoria, porque esta casa nos ofrecía, además de su prestigiosa vejez, un jardín interior y la única palmera sobreviviente del suburbio. La palmera sigue ahí, marcando una línea ancha y firme en la ventana de mi estudio; de Victoria, mi legítima esposa, me separé hace una eternidad.
Cuando del destino se trata, no hay otro modo de abordarlo que remar río atrás, corriente arriba, en busca de una orilla reconocible de la que se pudiera haber partido. Así viajé toda la noche, un hombre en un bote, solitario e insomne. Para ser franco, no he encontrado nada que explique el viaje, la película, la muchacha rubia. Mi pasado es un pueblo de llanura.
Fui un chico como todos los chicos de Villa del Parque, progenie bien alimentada, correctamente vestida, estatalmente educada, de familias inmigrantes, españolas e italianas en su mayoría, y la sola diferencia que recuerdo -mi condición de hijo único- la disimulaba con irritante exageración el gran número de primos, abominables criaturas menores, que invadían la casa de la calle Jonte. Si a mis amigos les sobraban hermanos, a mí me sobraban parientes.
Tanta convivencia forzada con dos pares de abuelos saludables, con todas las ramas del árbol familiar combadas por el peso de los robustos frutos de su descendencia, invita a la reflexión, empuja al ensueño. Era, cuando podía, un chico solitario, un aplicado soñador. Lo curioso es que aunque anoche recuperé, en el rastreo de la infancia, la imagen del niño que se escapaba de aquel mundo gregario y bullanguero para soñar, no recuerde un solo sueño.
Recuerdo, en cambio, la terraza.
Nuestra casa era de una sola planta, un edificio cuadrangular, con un frente liso y sin revoque y un patio al fondo que protegía la parra de rigor. A la terraza se subía por una escalera de mano, ancha y sólida, a la que le faltaban los primeros peldaños.
Cada vez que mi padre declaraba, con tono firme, que esa misma tarde se ocuparía de reparar la escalera, yo temblaba pensando en los primos, encaprichados y llorosos, retenidos en el patio por la escalera desdentada y la aprensión de sus madres. Pasé momentos de verdadera angustia antes de
comprender que cuando mi padre decía «sin falta», «ahora mismo», no expresaba la decisión que me despojaría de mi refugio, sino el fastidio que le causaba la busca de dos cajones de fruta vacíos para reemplazar los peldaños faltantes. Los cajones desaparecían regularmente el sábado y el domingo. Yo los escondía hasta que mis primos dejaban de interesarse en la escalera, se aburrían de pedir un permiso nunca concedido o los mandaban a aturdir en la vereda.
El panorama que veía desde la terraza no tenía nada de espectacular o misterioso: una laguna de techos planos y terrazas similares a la nuestra, con puntas del tejado a dos aguas de dispersos chalets. se extendía plácidamente hasta donde alcanzaba la vista. A mis pies, entre márgenes de edificios cuadrados, sin gracia alguna, que reflejaban como un espejo la sucinta arquitectura de mi propia casa, corría la calle adoquinada, con pozos que hacían corcovear la bicicleta. Las copas de los paraísos apenas
rozaban la cornisa del techo; en invierno perdían las hojas y me permitían observar a gusto el paso de los vecinos, las mujeres barriendo la vereda; en verano florecían con un olor estruendoso, de una dulzura repugnante que atraía nubes de moscas.
Pero yo no subía a mirar el paisaje.
Anticipando un segundo piso que nunca se construyó, había un gran balcón de curva pretenciosa, que se asomaba a Jonte. Era alto, panzón como la proa de esos pesados galeones españoles que ilustraban mi libro de historia. Las duras rectas de la casa y del damero suburbano de Villa del Parque, la tradicional superposición de cuadraturas ejecutadas por un dibujante torpe entre bostezos, se diluía pesadamente en la media circunferencia del balcón, como un intento grotesco de recordar la forma del mundo. Curiosamente, era la falta de paredes, de ventana, de techo, lo que le daba una absurda pero enfática dignidad: la de una nave construida para surcar mares difíciles, pensada para el transporte de tesoros, no para la exploración ni el combate.
La asociación entre el balcón y el barco corresponde al adulto que escribe. El chico, simplemente, estaba en él. Me gustaría contar que jugaba a los viajes. Pero busco la verdad, no una clave literaria, y la verdad es mi pura presencia en el balcón, sin juegos, sin sueños transmitibles, sentado en unas tablas que mi padre había amontonado ahí y cuyo destino, infinitamente postergado, ni él mismo recordaba. Quieto, paciente, me recuerdo sentado en el balcón como en una playa, de espaldas a la casa, contemplando el mar de casas y de gente. En algún momento de la infancia, quizá porque intuí que hay que dar razones para todo, empecé a llevar libros. Tampoco recuerdo qué leía.
Menciono la terraza porque del resto de la casa de Villa del Parque, que se vendió cuando murieron mis padres, casi no me acuerdo. Hasta el barrio, al que volví ayer después de una larga, deliberada ausencia, me pareció, de tan impreciso, extranjero.
Eso, en cuanto a la infancia y no es mucho. De mis años de adolescente tengo aún menos que decir. Me asombra que la familia me considerara excepcional, sobre todo las mujeres, que se llenaban la boca de elogios. Lo mejor de la existencia del otro es que a uno lo arranca de mirar hacia adentro, lo obliga a verse como lo ven. Pero ni las fotos en el álbum de mi madre, ni los suspiros y sonrojos de prima ya crecidas, ni la fácil conquista de chicas en Argentinos Juniors, éxito que coronó e interrumpió simultáneamente Victoria, me convencen de que yo era tan buen mozo como se declaraba. En lo que se refiere a mis singulares virtudes, no poseo otra certeza que el odio encarnizado que despertaba en mis primos varones.
Una sola vez estuve al borde de la vanidad, cuando una joven vecina, casada y a todas luces feliz con su marido, que acostumbraba tomar sol en la terraza de al lado, cruzó a la mía y me sedujo. Fue hecho en silencio, sin explicación previa. Yo tendría catorce o quince años, ella andaba por los veinticinco.
Durante un largo verano, a la hora de la siesta, todos los días menos sábados, domingos y feriados, yo trepaba la escalera con esos libros que ya no leía, ella se asomaba, callada, puntual, en el hueco de la suya, agitaba una mano y saltaba el muro bajo de la medianera. Nunca dijo que me amaba o que era un chico hermoso. Nunca, en realidad, dijo nada más que una palabra de saludo, alguna orden instructiva al principio, susurrada para no asustarme o para no alertar a posibles testigos. Un día esperé inútilmente
hasta que se hizo noche. Ella no apareció ni ése ni los días que siguieron y yo volví a leer. Después, cuando las tías adulaban a mi madre comentando la suavidad del cabello, la belleza de los ojos castaños, la sonrisa encantadora con sus dientes perfectos, la elegancia natural de ese único producto de los Paradella de Jonte, yo pensaba, desconcertado y triste, que alguna de esas cosas podrían haber gestado el salto de mi hermosa vecina, pero no habían sido suficientes para retenerla otro verano.
Con excepción de este episodio erótico, nada hubo de interesante en aquel período de mi vida, que se deslizó, amable, sin cumbres, sin abismos, por tres angostos cauces: el Colegio Nacional Urquiza, el Club Argentinos Juniors, la casa, en la que ya raleaban los primos y me permitía estar solo sin necesidad de esconderme.
Así llegó el momento de elegir una carrera. ¿Fue ése el punto de encrucijada? ¿Existió alguien, en algún lugar de este mundo tan raro, que apoyó la oreja en el suelo y distinguió mis pasos entre los pasos de millones de muchachos de igual edad y de igual inocencia ante el futuro, y dijo «éste» y me marcó para una fecha y una ciudad, Berlín?
Mis padres me preguntaron cuál era mi vocación. Respondí que quería ser arqueólogo, me convencieron de la prudencia de estudiar antes medicina, me inscribí en la Facultad, aprobé con brillo dos exámenes teóricos, me desmayé ignominiosamente ante el primer cadáver. Siete años después, me recibía de abogado.
(CONTINUARÁ)
*
Nada de él se marchitó
Sino que el mar lo transformó
En algo precioso y extraño
*Shakespeare, La Tempestad, Acto 1, Esc. 11
*Fuente: http://www.literatura.org/Kociancich/vkocta.html
Martes, 29 de Abril de 2008
literatura|entrevista con ilija trojanow, autor de la novela el coleccionista de mundos
"Hoy se está redescubriendo la oralidad"*
El último trabajo del escritor búlgaro narra los viajes por la India, Arabia y Africa del excéntrico Richard Francis Burton, un personaje con el que comparte el sentimiento de "que cuanto más extranjero uno se sienta es mejor".
Ilija Trojanow viajó recientemente a la Antártida para una novela sobre el cambio climático.
*Por Silvina Friera
Acostumbrado a viajar por el mundo -nació en Bulgaria, con su familia se exilió en Alemania, vivió en Kenia, Bombay, Ciudad del Cabo y París-, Ilija Trojanow (su nombre en búlgaro significa el profeta Elías) aterrizó en Buenos Aires literalmente con lo puesto. "Mi valija nunca llegó, estoy feo y sin afeitar", bromea el autor de El coleccionista de mundos (Tusquets), que se presentó el domingo en la Feria del Libro. A partir de la fascinación que le genera la figura de Richard Francis Burton (1821-1890), el escritor búlgaro recrea en la novela los viajes de ese excéntrico personaje, peculiar traductor de clásicos árabes, por la India, Arabia y Africa. "Yo soy un caso burtoniano; mi postura es que cuanto más extranjero mejor", dice Trojanow en la entrevista con Página/12. "Me mudé a Viena hace poco porque no conozco a nadie y no sé nada de esa ciudad. Es sumamente inspirador caminar por un lugar que no conocés. Por eso no entiendo cómo hay personas que leen guías turísticas, porque el sentido del viaje es que uno se sorprenda."
Considerado uno de los más interesantes escritores de la generación intermedia en Alemania, Trojanow tardó siete años en escribir El coleccionista. "Estuve viviendo cinco años en la India y en ese período hice una serie de viajes importantes, como los tres meses que pasé a pie por Tanzania -cuenta el escritor-. Después de investigar tanto tuve la necesidad de olvidar todo para empezar a escribir; lo fundamental es ver qué se toma y qué se deja del material acumulado. Una casa no va a ser más linda porque se meta en ella todo lo que se tiene. En febrero estuve en la Antártida, y cuando veía la punta del iceberg pensaba que la literatura es la punta del iceberg, pero por debajo hay una estructura que la sostiene." Este viaje reciente tuvo un propósito literario: la próxima novela del escritor termina con una cruzada en la Antártida. "Estoy tratando de ver cómo incluir la catástrofe climática en una novela que funcione. Hace como unos treinta años que hablamos del deterioro del clima, pero prácticamente no hay novelas sobre el tema."
-En la novela, Burton contempla a los nativos y dice: 'Mientras yo sea un extranjero jamás voy a enterarme de nada; seguiré siendo un extranjero en tanto ellos me vean como tal'. Cuando se habla en Europa de integración con el Islam, ¿para usted la solución pasaría por, como planteaba Burton, ponerse en lugar del otro en vez de integrar?
-Para empezar a buscar una solución al Islam habría que empezar por aceptar que este problema en Europa es ficticio, construido. No estoy hablando de problemas económicos, de la falta de justicia social respecto de los inmigrantes, me refiero a una cierta histerización del problema de la integración cultural. En realidad lo que es más interesante en materia de integración es que también existe el conflicto, el malentendido y todo esto hace a la evolución cultural. Existe un refrán en alemán que dice que la comida nunca está tan caliente cuando la comemos que como cuando la cocinamos. En la cotidianidad cultural las cosas están mucho más relajadas, se dan desde un lugar de mayor distensión.
-¿El Islam, entonces, no está tan caliente en Europa?
-En la opinión pública el discurso se calienta demasiado cuando se cocina. Burton hubiera tratado de ver qué hay detrás de ese símbolo. En el mundo occidental, uno podría pensar la relación que tenemos con el cuerpo de la mujer, con la explotación y la exhibición de la desnudez, cómo nos relacionamos con la intimidad y con la desnudez.
-¿Por qué decidió comenzar la novela con una escena real, la quema que hizo la mujer de Burton de los diarios en Trieste, en 1890?
-Me pareció que funcionaba porque la novela juega mucho con la relación entre lo escrito y la oralidad, por eso tiene esa estructura tripartita: el capítulo sobre Africa es oral, en el capítulo hindú hay una tensión entre lo oral y lo escrito, y en el capítulo de Arabia son testimonios de un interrogatorio, por lo cual prevalece la forma escrita. En la medida en que comienzo la novela con la quema de todos estos diarios se abre el espacio que va a permitir versiones escritas u orales alternativas.
-Una interpretación posible de esa quema inicial es que más allá de lo que se escribe las historias permanecerán. ¿Hay una recuperación de la importancia de la oralidad?
-Sí, creo que si hay algo que reconocerle a esta época posmoderna es que se están redescubriendo cuestiones que parecían abandonadas u olvidadas, y una de ellas es la oralidad. En el siglo XIX la oralidad había dejado de jugar un rol importante en la medida en que todo se basaba en lo escrito y se
dejaba de lado lo oral. Vivimos en una época en que aparecen nuevos archivos de la memoria y también la oralidad como un archivo inconmensurable.
-¿Cómo hizo para evitar el cliché del exotismo en la novela?
-Todo el tiempo pensé en la poética de la novela mientras la escribía, y justamente lo que hice en todos los niveles, en la estructura, la perspectiva y el lenguaje, fue romper con la mirada unilateral. En el aire de la novela flota una cierta incerteza, esa apariencia de exotismo que siempre está relacionada con una mirada fija. Además, cada personaje es una especie de outsider de su propio mundo; Burton es un oficial británico, pero es un excéntrico o rebelde, el sirviente ha trabajado tanto para los ingleses que tampoco está en su propio mundo, el escribano parece extrañarse de su familia porque descubre la pasión por la literatura. Las figuras no son homogéneas, y esto remite directamente a una convicción propia de que no
existen identidades culturales fijas.
-Después de El coleccionista publicó el ensayo El choque de civilizaciones, en donde refuta las tesis de Samuel Huntington. ¿Fue la figura de Burton como fusionador de culturas la que le permitió prolongar la novela a través del ensayo?
-Sí, la perspectiva del libro es que toda la matriz cultural está integrada por confluencias culturales. Si tomamos los primeros grandes narradores, Boccaccio o Dante, en materia de forma y contenido, tuvieron una importante influencia asiática. Lo curioso es que esta tesis de que Europa es rica porque ha estado abierta a múltiples confluencias generó reacciones negativas y agresivas, como si Europa hubiera salido puramente de sí misma.
-¿Por qué Europa, cuna del humanismo, se cerró tanto en este siglo?
-Todavía los europeos no terminan de desmentirse o de aceptar el error de que son el centro de la evolución de la civilización. Autores como yo lo que hacemos es enfrentar esto de una forma muy frontal, y a muchos no les gusta.
Una crítica en Alemania sostuvo que era una barbaridad que yo planteara que el racionalismo europeo se había inspirado en la cultura árabe, pero nunca se argumentaba por qué era un disparate o si esa relación no existía. En realidad esa crítica estaba motivada por el deseo de un origen puro. Toda la
discusión en la prensa y en la opinión pública europea está teniendo este tinte esencialista. Los alemanes tienen una tendencia particular a pensar en términos categóricos.
*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-9917-2008-04-29.html
*
Queridas amigas, apreciados amigos:
El domingo 27 de abril del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores colombianos Guillermo Gaviria, Luis Pulido Hurtado y Luis Fernando Franco Duque. Las poesías que leeremos pertenecen a Daniel Malatesta (Argentina) y la música de fondo será de Machu Picchu (Andes). ¡Les deseamos una feliz audición!
ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
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Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
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jueves, abril 24, 2008
ESCRIBE PARA VIVIR...
ESCRIBE PARA VIVIR...
*
La esperanza
tiene una sonrisa de oreja a boca.
Es el futuro que viene de costado
asumiendo que viene
y viene.
El futuro era hoy
esperanzado en sonreír
por lo menos
de oreja a boca.
Yo quiero poner un verbo,
amotinarlo
en el centro de un hoja,
para que la esperanza sea
de oreja a oreja.
*de ricardo mastrizzo.
Jueves, 24 de Abril de 2008
Texto íntegro del discurso de Juan Gelman en la entrega del Premio Cervantes*
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señoras y señores:
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, “que es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa” para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en “Viaje del Parnaso”,
“puede pintar en la mitad del día
la noche, y en la noche más escura
el alba bella que las perlas cría...
Es de ingenio tan vivo y admirable
que a veces toca en puntos que suspenden,
por tener no se qué de inescrutable”.
A la poesía hoy se premia, como fuera premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos “Dürftiger Zeite”, estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba Hölderlin preguntándose “Wozu Dichter”, para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de cinco años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que “un agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía”, Mallarmé conoció la desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo el ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me brindaron. Ese es un destino “que no es sino morir muchas veces”, comprobaba Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la palabra “desaparecido” es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre, don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte. Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las Novelas Ejemplares: “Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada”, que nada me decía, salvo la mención de sus “alegres ojos”. Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en “Viaje del Parnaso” y en el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo, encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró. Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características de la novela moderna, éstas: “el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión, la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del sujeto”, uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: “Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos”.
Desde el lugar de presunto caballero andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente: es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata, cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que ya no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños del dolor ajeno? ¿“En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos –dice Sancho–, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”?
He celebrado hace dos años, con ocasión de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad, su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. “¡Iba yo a pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza voluntad de un hombre, fuera el que fuera!”, exclama. Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás: hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque “esto es enriquecer la lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso”. Hace unos años ciertos poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran “lastimándolo” desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice “siempre mañana y nunca mañanamos” agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la palabra que de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su subjetividad, que no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: “[...] lo que finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección”. Ese atrevimiento conduce al poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.
*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/subnotas/103008-32447-2008-04-24.html
Guardapalabra*
A veces, y esto es una conjetura,
puede ser que sea bueno no decir algo.
A veces, muy pocas, claro, deberíamos guardar alguna palabra
como una joya en un relicario.
y sacarla unicamente para las grandes ocasiones.
Prevenirla del desgaste, del mal uso
reservarla para ciertos momentos, escasos,
Hay quienes - ¡ y esos sí: pobres ! - no tienen oportunidad en la vida de mostrar esa palabra guardada.
*de udi, udi.cuatro.catorce@gmail.com
abril de 2008
Jueves, 24 de Abril de 2008
Pantallas*
*Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO
Las pantallas -las grandes y pequeñas pantallas- en las que ya no se proyectan nuestras vidas porque nuestras vidas, ahora, cada vez más, son pantallas. De la pantalla venimos y a la pantalla volveremos. Ser o no ser pantalla, ésa es la cuestión. Y domingos atrás, en la revista dominical de El País, leí una buena entrevista a Philip Roth de Jesús Ruiz Montilla donde habla sobre la extinción y muerte de los lectores de verdad. No encuentro la revista, encuentro la entrevista en pantalla. Comentarios sueltos: "¿Dónde
están los lectores? Mirando las pantallas de sus ordenadores, las pantallas de televisión, de los cines, de los DVD. Distraídos por formatos más divertidos. Las pantallas nos han derrotado". Y refiriéndose al Kindle -la última encarnación de libro electrónico-, Roth dice: "No lo he visto todavía, sé que anda por ahí, pero dudo que reemplace un artefacto como el libro. La clave no es trasladar libros a pantallas electrónicas. No es eso.
No. El problema es que el hábito de la lectura se ha esfumado. Como si para leer necesitáramos una antena y la hubieran cortado. No llega la señal. La concentración, la soledad, la imaginación que requiere el hábito de la lectura. Hemos perdido la guerra. En veinte años, la lectura será un culto... Será un hobby minoritario. Unos criarán perros y peces tropicales, otros leerán".
DOS
Leer es mi hobby y escribir es mi trabajo (o viceversa). Y lo cierto es que a mí todo eso del Kindle -el libro apantallado al que no se le puede voltear las páginas- no me emociona en absoluto. De ahí que, romántico, me alegre cuando un libro -cuando el objeto libro, no importa qué sea o de quién sea-
recupera su dimensión decimonónica ("¡Vamos, corramos a los muelles, que llega la última entrega de Dickens y parece que ha muerto la pequeña Nell!") y se convierte en la estrella de la jornada. Pasó hace unos días, en Barcelona, con el lanzamiento de la nueva novela de Carlos Ruiz Zafón.
Escenografía imponente, cientos de periodistas, gran despliegue para presentar en sociedad al millón de ejemplares de El juego del ángel. ¿Que si me gustaría mucho más que algo similar sucediera con una novela de Roth? Sí, claro. Pero algo es algo. Y aquí vienen los revolucionarios eléctricos preparando sus blogs para denunciar "el mercado" mientras esperan, expectantes, que "el mercado", en alguna de sus muchas encarnaciones, los mencione para, pronto, advertírselo con un link a sus amiguitos (con los que
no demorarán en odiarse a muerte) en las siempre invernales pantallas de su descontento.
TRES
Lo que no es tan grave, porque otros usan la pantallita de su celular para filmar cómo le pegan a un discapacitado y de ahí a colgarlo para alegría y esparcimiento de idiotas. Y el blog -está claro que no muchos, pero sí demasiados- como cloaca. Llamémoslos bloacas. Y blogudos a sus subterráneos habitantes. Esos que opinan e insultan e injurian y agreden --más o menos anónimamente- sobre todo y a todos. Esos que dinamitan la intimidad transcribiendo lo que oyen en la mesa de al lado sintiéndose cronistas cuando en realidad padecen una enfermedad crónica. Esos selectivos exhibicionistas a larga distancia. Esos que nunca dan la cara descubierta y ofrecen, en cambio, la máscara y mascarada de la pantalla.
CUATRO
Hombre pequeño habla de espaldas a una gran pantalla que lo muestra con tamaño de gigante: Berlusconi.
CINCO
Y, de pronto, un recuerdo que me llega desde lejos, desde mi adolescencia venezolana, donde ser pantalla o pantallear significaba "Mandarse la parte".
SEIS
Y cada vez leo más artículos sobre las enfermedades derivadas de la adicción a las pantallas (los millones de años que demoró en pararse el homo erectus yendo a dar a un pasivo homo sentadus) y sobre aquellos que ya no pueden trabajar o pensar sin la ayuda de Google. De eso habla el italiano
Alessandro Baricco en su nuevo libro Los bárbaros: Ensayo sobre la mutación (Anagrama), pero a mí -que, afortunadamente, nací temprano y recuerdo a la perfección mis formativos o deformativos años como unplugged profesional- me preocupa más otro tipo de cuestiones, de pantallas. Y de acuerdo: Buenos Aires ahumada, pero hay cosas peores. Como la pantalla de la central nuclear de Ascó, a una hora de Barcelona, que el pasado noviembre informó de una fuga radiactiva. El problema es que los responsables de leer las pantallas de la central nuclear leyeron pero no informaron y recién ahora -por presión y cortesía de Greenpeace- la noticia salió al aire como todas esas partículas radiactivas flotando en el viento a quien no es lícito pedirle una respuesta. Ahora relevaron al director de la planta y a varios miembros de su elenco pero, claro, el problema son todos esos niños y adolescentes que desde fines del año pasado llegaron al lugar en excursiones educativas para ver (y respirar y ser irradiados por el conocimiento) cómo funciona (mal) todo el asunto. "Desde que fui siento alergia a ir a clase", bromeaba un estudiante de 15 años. Y primero se admitió la fuga, luego se reconoció que la fuga había sido cien veces más grave de lo admitido en principio y hoy son muchos los que hoy esperan, nerviosos, que las pantallas de los televisores informen de una próxima admisión.
SIETE
La madre, nerviosa, ya había aparecido hace unos años en la pantalla de los televisores diciendo que su hijo era muy nervioso y que iba a acabar matándola y que "yo muerta y él en la cárcel y después qué pasa". Lo que pasó fue que, el pasado martes de 16 de abril, el hijo le cortó la cabeza a la madre y sacó la cabeza a pasear por el pueblo de Santomera, Murcia, y todo el tiempo iba por ahí, cabeza en mano, hablándole, diciéndole: "Ahora estás calladita... te quiero mucho", y yo lo vi todo por televisión...
OCHO
... en uno de esos noticieros: ahí estaba el Papa junto a Bush (¡qué fotogénico que es Benedicto XVI! Parece alguien más ligado a las religiones de la Tierra Media que a nuestra Tierra de Cuarta) y un avión se había caído en Africa y ahí estaban las postales del siniestro: pedazos de aeronave y alguien había optado por sacar una foto de una computadora portátil achicharrada. Como si se tratara de una víctima más. Pronto, se consignarán el número de lap-tops muertas en accidentes y afines, pienso.
NUEVE
Y me llega uno de esos e-mails colectivos. Una de esas esporas radiactivas y que, textualmente, transcribo aquí: "Una cosita importante, ayer una de mis compañeras iba en el tren con otras cuatro chicas y se les acercó un hombre con acento árabe, y les dijo que lo del 11-M no es nada con lo que va a
ocurrir. Que van a correr ríos de sangre todavía. Que tuvieran cuidado el 21 de abril en los centros comerciales. Pues bien, mi compañera cuando llegó a casa fue a la comisaría. Contó lo que había ocurrido, y describió al hombre éste. Con la descripción y las fotos lo reconoció y el tío en cuestión es un sirio que está en busca y captura por el 11-M. La policía le dijo que era la primera vez que una persona iba a la comisaría para contar algo así y que le hubiese ocurrido en primera persona. Le comentaron que corriese la voz. Es completamente cierto, así que no se te ocurra ir de compras la semana que viene. ¿De acuerdo? Díselo a todo el que puedas".
Escribo todo esto el lunes 21 de abril, en el café de un centro comercial y vaya uno a saber si faltan segundos para que alguien presione la tecla DELETE. Mientras tanto y hasta entonces, mi pantalla me mira y, ganadora, sonríe a la espera de nuevas cositas importantes.
Yo, ahora, la apago -la soplo como a una vela- y me voy a comprar un libro.
*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-102995-2008-04-24.html
Visibilidad*
Acechada por monstruos
cree que solo ven en movimiento
se queda quieta
como una estatua
respira a gotas
ellos siguen de largo.
Pasó la infancia
quedó la incertidumbre
de cuando habrá que dejar de temer
a esa acechanza monstruosa.
*De Eduardo F.Coiro inventivasocial@hotmail.com
*
Las maravillas y miserias del amor.
Sus oscuros fulgores, sus catastrofes.
Caminar por el filo de la pérdida.
Dar lo que no se tiene.
Recibir lo que no se da.
El amor a la poesia,
a la madre, a la mujer,
a los hijos, a los compañeros
que cayeron por una esperanza,
a la belleza todavía de este mundo.
Como cualquier hombre,
amé y amo todo eso.
Algo de todo eso tal vez
tiemble en los poemas que siguen,
escritos a lo largo de 50 años.
La muerte me enseñó
que no se muere de amor.
Se vive de amor.
*de Juan Gelman
-Enviado para compartir por Maria Bar. mariabarleiva@yahoo.es
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domingo, abril 20, 2008
EDICIÓN ABRIL...
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Edición ABRIL 2008
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40 años después*
Cuando era niño y no me dejaban salir a jugar a la calle, el pasillo de casa se convertía en un campo de fútbol, una pista de jockey o un campo de batalla en el que dos ejércitos de soldados de plomo disputaban interminables batallas.
Dentro de la imaginación infantil, los soldados de plomo resucitaban porque hacían falta más y no había dinero para comprarlos o para alargar la batalla. Un dado de corcho de un rompecabezas gigante era la piedra de la catapulta que se lanzaba contra el otro ejército. Un coche de latón era el "obús" que rodando desmembraba a las huestes del contrario. Horas interminables para colocar los ejércitos. Segundos intensísimos para destruirlos.
Ahora me dedico a comprar y vender pisos. Cuando me dijeron que el piso de la Calle Hospital, donde había vivido tantos años y ganado tantas batallas, había sido captado para la venta me ilusionó la posibilidad de volver a verlo. Había marchado de allí hacia más de 35 años pero los recuerdos infantiles quedaron para siempre en mi mente y de vez en cuando en mis sueños.
Di dos vueltas a la llave de aquella puerta tan conocida y entré. El piso era más pequeño. La cocina era diminuta comparada con mis recuerdos. "¿Cómo es posible que mi madre cocinara tantos años aquí?". El comedor, la galería de cristales emplomados...
Me dirigí a las habitaciones a las que se llegaba a través del pasillo de mis juegos. Este, al contrario que el resto de la casa, seguía siendo enorme y allí, en perfecta formación, estaban esperándome todos mis ejércitos preparados para la gran batalla. Las legiones de romanos, los cowboys, la infantería prusiana, las unidades autotransportadas...
Tomé despacio el dado de corcho y arrojándolo sobre el ejercito contrario grité: "Tuingggg"
*de Joan Mateu. joan@cimat.es
Corredores muertos(*)
Desciendo por los corredores escalonados llenos de pájaros que cayeron y que no se animan a abrir sus alas otra vez y afrontar las navajas con las que el aire corta. Desciendo cada vez más profundo, hacia el centro y principio de sus cuerpos, pero el calor que reinaba se ha congelado. Ahora sólo le buscan
formas al hielo (en vez de derretirlo, cortarlo, eliminarlo) creando un inmenso vacío transparente, una inmensa ciudad fría. Y las plumas han perdido la llave.
*De Valeria Marioni maiden-marion@hotmail.com
(*) Texto hecho con el método surrealista de automatismo psíquico.
MALDICIÓN DE NIÑO*
El pequeño camión verde con capota de lona blanca, comenzó a fallar y marchaba de cuando en cuando, a los tirones, tosiendo, protestando, y mermaba su ya escasa velocidad; aunque por momentos se recuperaba, y por un largo trecho volvía a andar raudamente. En lo mejor, el ronroneo rumoroso se
interrumpía, y volvía la angustia amenazante de quedarnos en el camino, faltándonos todavía la mitad del regreso a casa.
Aquella mañana fleteamos una carga de muebles, enseres y demás pertenencias de una humilde mudanza, hasta la localidad de Romang, no más distante de cincuenta kilómetros, pero que el modesto transporte requería bastante más de una hora de buena marcha.
Era debido a que en aquel tiempo, estábamos en 1948, ya tenía sus buenos veinte años en sus espaldas, pero sobre todo por lo precaria de su ingeniería. Parecía haber sido montado con partes adaptadas, aunque en los orígenes, esos vehículos aún no habían evolucionado lo suficiente; eran pequeños, el motor de cuatro cilindros era el mismo de los autos de calle, y su capacidad de carga era más bien moderada.
Aparte de la capota de lona, tenía amplios guardabarros negros, salientes y acucharados, típicos de las primeras décadas del siglo veinte. Creo que sólo las ruedas eran más reforzadas y rollizas que los autos, y tampoco tenía duales, como ya eran comunes en los camiones más nuevos. Eso lo convertía, en un módico transporte de corta distancia, especial para acarreos y fletes locales, donde tampoco la velocidad era importante.
Era frecuente que lo manejara mi hermano mayor, que ya tenía trece años, y lo acompañara yo, que ya andaba por los ocho; siempre claro, que no fuera en los días ni horarios de clase. A veces en los tramos firmes y llanos, (todos los caminos de entonces en la región, eran de tierra), mi hermano se tentaba, y lo iba acelerando más y más, hasta "pisarlo a fondo", y eso hacía que el velocímetro; temblando, avanzara lenta y penosamente hasta los setenta, e incluso setenta y dos kilómetros por hora. Nadie en su sano
juicio, ni él, se hubiera animado a mantener por mucho rato esa velocidad, ya que todo amenazaba desintegrarse, empezando por el tren delantero y la dirección, que requería toda la fuerza del conductor para mantenerlo en el camino, así como el trepidante motor que parecía zumbar y bufar al
borde del colapso.
Pero tenía fama de guapo, ya que a ese modelo precisamente, lo conocían como "Chevrolet 4, El Campeón". También tenía sus particularidades, como el sistema de alimentación de combustible, conocido domo "Steward", que aspiraba del tanque por vacío de los cilindros, y luego llegaba al carburador por gravedad. Requería un blindaje seguro en todas sus conexiones, para que no hubiera filtraciones de aire. Si esto pasaba, el combustible no llegaba al alimentador y el flujo se interrumpía. El motor podía, como decía papá: "hacernos renegar", e incluso dejarnos en el camino, como amenazaba en esta ocasión.
Tras normalizarse un momento, volvió a fallar, hasta que finalmente, al llegar al principio de la gran arboleda, que bordeaba y cubría el camino, con añosas y gigantescas "tipas," por varios kilómetros a la altura del paraje de "La Lola", el camión dijo; ¡basta! Y tras dos o tres tironeos y sacudidas del motor, se detuvo apagándose, mientras por impulso, y poca eficacia en los frenos, el camión continuó unos cuantos metros antes de detenerse.
Después, todo quedó en el profundo silencio, y la quietud de la siesta del aquel incipiente verano, nos hizo sentir en la mayor soledad e impotencia.
Sólo podía percibirse el arrullo del flamear de la brisa entre las hojas, el aislado arrumaco de alguna paloma en la altísima fronda del boulevard, el apagado roce y el crujido de una rama podrida, que caía y rebotaba sordamente contra el suelo.
Mi hermano y yo descendimos teniendo adelante el frondoso e infinito túnel sombreado, y a nuestras espaldas el camino ya recorrido, ancho y polvoriento, donde el sol daba de lleno, haciendo reverberar el
horizonte y formando algo más cercano, la ilusión de un lago somero de aguas plateadas y temblorosas, como un espejismo. Sobre el campo cercano que se mostraba verdoso y parduzco, por la madurez del girasol temprano, una pareja de "teros" cacareaba amenazante, volando en extensos círculos, ora bajo, ora algo más alto, temerosos y alertas, ante los extraños recién llegados.
Levantamos el "capó", la cubierta del motor, sabiendo que era el bendito tanque de vacío, que estaba chupando aire en el sistema. Probamos a tocar y mover los caños de cobre, ajustando las tuercas y sobre todo rezando para que vuelva arrancar, y aunque tironeando, nos llevara lentamente a casa. Aún
no habíamos almorzado, y esto se sumaba a nuestra angustia. Probamos a darle arranque, una y otra vez. Nada. Teníamos un par de herramientas para estas emergencias; una pinza, un destornillador, una llave "pico loro", alguna de boca, un martillo y casi nada más.
Podía ser el flotante, o la junta de la tapa del tanque; pero era poco conveniente tocar eso, porque podía deteriorarse la junta y empeorar las cosas. Nos quedaba lo que sería lo más probable, revisar las
conexiones.
Mucho no podía hacerse. Lo que casi siempre resultaba era hacer un engaste con hilo de algodón, como una junta entre los terminales y las tuercas que los ajustan. Era una tarea difícil, nunca conseguíamos sellarlos totalmente.
Cuando el vehículo era nuevo, seguramente funcionaba de maravillas; pero desgastado, aflojadas las conexiones por las fuertes vibraciones propias, sin el mantenimiento correcto, esto se convertía en un martirio. A veces se solucionaba, y más adelante fallaba todo de nuevo.
En ese trance, había que reconocer que éramos insuficientes, ¡Qué falta nos haría la ayuda de una persona mayor! En aquellos tiempos, quienes transitaban las rutas, necesariamente eran capaces de solucionar casi todos los inconvenientes, los mecánicos, y los de otra índole. Pero todo era soledad, en aquella aciaga siesta veraniega.
En eso en el horizonte se dibujó un pequeño bulto, que poco a poco fue agrandándose. Mi hermano respiró con alivio. Todo el mundo se paraba a auxiliar a quién sufriera un percance, y estuviera a la vera del camino, detenido y requiriendo ayuda. Era un código sagrado.
Del bulto lejano fue surgiendo un auto, que venía a buen ritmo, trayendo detrás una remolineante nube de polvo, pero no daba señales de detenerse. Mi hermano se corrió más al centro del camino, y ambos hacíamos señas para que se detenga. El auto tuvo que abrirse un poco para esquivar a mi hermano, pero no mermó siquiera la marcha, y pasó sin mirarnos; pensamos que estaría verdaderamente apurado, para no brindarnos la más mínima atención.
Pensar que un momento antes nos creíamos salvados. Ahora mirábamos en silencio como el auto; una rural último modelo, con costados lujosos de cedro lustrado, seguía alejándose, insensible, indiferente.
Mi hermano en su impotencia le lanzó una maldición. Con toda la bronca, como quién tuviera el poder para clamar venganza. Levantó su pequeño puño cargado de nefasta energía.
-¡Hijo de tu madre! ¡Ojalá se te reviente una cubierta!...- y luego en voz más baja, fue agregando aún más condiciones.-¡y que no tengas rueda de auxilio, o esté pinchada!.-, y otras cosas por el estilo.
El fuerte "¡Plooof" nos llegó seguido por el eco de los troncos de las plantas. El auto zigzagueó un instante y se detuvo algo atravesado en el camino. La nube de polvo se fue desvaneciendo. Pudimos ver desde nuestra ubicación, que la rueda delantera izquierda estaba ahora en llanta.
El conductor trabajó arduamente, pero tenía dificultades con el piso algo blando del boulevard, y al parecer no conseguía afirmar el "gato"para levantar el auto.-
Mi hermano saltaba de contento, no entendía cómo había sucedido, pero se sentía ampliamente "resarcido", y pateaba el suelo riéndose mefistofélicamente, quizás en el fondo, tenía "poderes ocultos".
Un buen rato después conseguimos que nuestro "Steward" funcionara, y el motor arrancó lo suficientemente bien como para proseguir viaje.
Cuando pasamos al lado del lujoso automóvil último modelo, ambos contuvimos apenas las ganas de soltar, una estruendosa carcajada.
*de Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
LEEREMOS KAFKA*
Saldrás con alpargatas de suela de yute, es totalmente necesario que tus pies se aplanen contra el suelo, que la tierra debajo del cemento debajo de las baldosas, que la tierra se comunique con tus plantas transpasando cemento, baldosas, porosa suela de yute.
Yo llevaré los brazos descubiertos, el sol se reflejará en mi piel y nos iluminará los rostros. Con luz rosada con luz amarillenta nuestros rostros brillarán en medio de las cabelleras despeinadas.
Por un momento seremos de luz.
Caminaremos juntos de la mano. Sólo caminaremos de la mano por las gastadas veredas; y miraremos los mismos árboles floridos que tiñen el césped de violeta, repitiendo con exactitud la forma de la copa con el color sutil que luego barrerá el viento.
Llegaremos a un parque y nos detendremos a señalar los claveles del aire sobre las ramas. Nos preguntaremos los nombres vegetales, y los desconoceremos minuciosamente, uno por uno. Puede que un perro nos mire de lejos, y sabremos que nuestra imagen se formará quién sabe de qué misteriosa
manera en su incognoscible universo.
Nos sentaremos a permitir que una vaquita de San Antonio busque altura sobre nuestros brazos. Recordaremos algo sobre insectos y territorios, superponiendo otredades sobre esta vaquita que aquí ahora y tan ella misma nos escala.
El delgado libro pasará de una a otra mano, y finalmente yo tomaré el oficio de médium.
Leeré morosamente un cuento de Kafka, oscuro y complejo bajo el cielo brillante, tan espesas las palabras en una atmósfera tan diáfana. Mi voz modulará los sonidos y guiará las evoluciones de otra voz que dijo en otra lengua las perplejidades que nos agobian.
El lapso mágico del cuento desaparecerá el alrededor, apenas un ladrido o voces infantiles penetrarán débilmente el círculo que nos contenga.
Te quedarás en silencio. No hablaré.
Miraremos el humo de Praga permanecer unos instantes, temblar y desvanecerse, dejando un aroma a encierro que durará apenas el segundo anterior al que me des un beso.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Texto de Noviembre del 2005.
La chica del baile*
La conocí en la fiesta de Pedro. Estaba sentada aparte, en una silla junto a la mesita del rincón del comedor, como si intentara pasar desapercibida. Su mirada iba recorriéndolo todo, con una atención que recordaba una niña curiosa descubriendo las cosas por vez primera.
Enseguida me di cuenta que era una mujer especial, que emanaba de ella una aura diferente, misteriosa y lejana.
Tardé una eternidad en decidirme a dirigirle la palabra. Normalmente no soy tímido, pero de esta mujer emanaba algo que te inducía al respeto. En un momento dado me decidí a acercarme y cruzando el salón, tomé una silla sentándome a su lado. Le dirigí una sonrisa, intentando que fuera encantadora y le dije: " Hola, me llamo Luís, ¿Cómo te llamas?" (Siempre había sido muy original).
Me miró lánguidamente y susurró: "Me encantaría bailar".
Estuvimos bailando durante toda la noche. Flotaba entre mis brazos como si de algo incorpóreo se tratara. Era liviana y frágil. Daba la sensación de poder desaparecer en cualquier momento.
Salimos a la calle al acabar la fiesta y sin mediar palabra supe que la estaba acompañando a su casa. La luz de las farolas alargaban nuestras sombras dibujándolas en el asfalto. Al cabo de un rato se detuvo y me miró.
- Es aquí - dijo. Y soltándome la mano, cruzó la calle deslizándose sin mover los pies, atravesó la verja y desapareció en el cementerio.
*de Joan Mateu. joan@cimat.es
Soledades*
Una tarde, mientras íbamos río abajo en un bote de pescadores, mi padre cerró con furia los puños alrededor de la caña y de golpe se echó a llorar. Llevábamos un largo rato en silencio. Yo tenía los remos y trataba de que la corriente no nos alejara demasiado de la orilla. Hasta entonces su pena me había pasado desapercibida porque para mí él era fuerte y sin fallas. Me demoré un largo rato antes de preguntarle qué le pasaba. Confusamente me dijo que había perdido a alguien a quien quería mucho y aunque era muy católico empezó a cagarse soberanamente en Dios. En ese momento no me importaron nada Dios ni los seres queridos. Me irritaba verlo así, aferrado a la caña, con la cabeza hundida en el pecho y el pelo blanco sacudido por el viento.
Hasta entonces su vida había sido ordenada, mediocre, patriotera. Fluía mansa y previsible como el agua que nos llevaba entre islotes y troncos flotadores. Dios era una inteligencia inasible e inapelable que aparecía cada vez que nos faltaba una explicación. Yo creía en El: todavía me veo rezando a oscuras, pequeño y pecador, pidiendo que fueran eternas las cosas que me hacían dichoso. Era tan joven que sólo pensaba en la muerte como algo lejano que quizás tuviera solución. Lo que pesaba era la soledad. No la soledad de estar solo sino esa otra por la que han escrito los mejores libros y cantares del universo. Ese paréntesis que atrapa una palabra para darle entonación subterránea. El agujero negro, infinitamente vacío, en el que aquella tarde había caído mi padre.
En Tierra de sombras un estudiante de letras dice que leemos para saber que no estamos solos. En Bleu, la protagonista intenta ocultar lo evidente bajo una máscara de fortaleza e indiferencia, hasta que algo se rompe. Por fin, en la edad de la inocencia, el hombre que acepta una vida prejuiciosa y previsible se hunde en las contradicciones de una clase incapaz de dar a la soledad otra respuesta que el orden cerrado y la complacencia hedonista. Miré esas películas el fin de semana y al ver llorar a Anthony Hopkins abrazado al hijo de su esposa muerta, me puse a llorar yo también y me vino a la cabeza esa imagen de hace tantos años en el río Limay. Sin duda, también contaba la culpa, pero eso lo comprendí más tarde. Culpa de estar ahí y ser más joven que él. De no tener todavía nada que amortizar o de estar pagando por anticipado.
Durante un paseo por el campo, el profesor enamorado de una mujer agonizante confiesa su dicha efímera y ella le responde: "La felicidad de hoy anticipa el dolor de mañana." Tierra de sombras habla de Dios y del alivio que ofrece la fe para insinuar que no hay tal .Que Dios es el sufrimiento mismo y no su consuelo. Durante siglos el Creador jugó a ser imprevisible, fuente de amor y verdad, juez supremo incomprobable. Desde que lo inventaron, los hombres han tratado de explicarse para qué les sirve. Y como lo suyo es, a los ojos de la mayoría temerosa, sólo castigo, tampoco él sobrevivió a la oferta y la demanda. Mi padre no podía saber que dios iba a morir tan pronto y yo mismo nunca lo imaginé. En esos días lo habían intimado a dejar el cigarrillo. Rechazó las pamplinas de los médicos y apostó a algo superior. Al Ser Supremo que estaba por encima del bien y del mal.
Naturalmente, perdió. Pero eso iba a ocurrir años después. Entre tanto está llorando mientras un bagre tira de su línea y yo no me animo a acercarme para consolarlo. Me digo que en una de ésas el bote se da vuelta y tenemos que volver nadando.
¿Qué tiene que ver el cigarrillo con el Reino de los Cielos? Mucho, me parece: al placer corresponde un castigo de espantosa agonía. Así pasa con todo lo bueno en la tradición de judíos y cristianos. Más allá, el goce y la dicha no prefiguran el paraíso sino el infierno. Eso parece decir Richard Attenborough. El amor, si podemos darlo, nos devolverá lágrimas y castigo.
Palabras más, palabras menos, Scorsese sugiere lo mismo. Sólo que no hay amor en La edad de la inocencia. No lo hubo en la vida de Edith Wharton, no podía haberlo en su novela y no es intención de Scorsese mostrar otra cosa. La película, situada en 1857, habla de hoy y de una aristocracia con códigos propios: ocio, manjares, hipocresías, hasta que el amor aparece como una amenaza. Evitarlo preserva el orden social. Eso sugiere, me parece, el impenetrable mayordomo de Lo que queda del día. La autoridad de mister Stevens es proporcional a la negación de sus sentimientos. El dolor, la alegría, la humillación, resbalan en su alma como gotas de rocío. Todo pasa pero queda la soledad. Para Baruch Spinoza, en su Ética, el control de los sentimientos es la mayor virtud del alma: "A la impotencia humana para gobernar y reprimir los afectos la llamo servidumbre; porque el hombre sometido a los afectos no depende de él, sino de la fortuna." Con Spinoza se pone en claro, desde 1677, que el poder, para ser tal, excluye el amor en cualquiera de sus expresiones. Y que la gente vulgar al mostrar sus afectos los expone a la manipulación y la demagogia.
En sus Diarios, el narrador John Cheever apunta en 1979: "Puedo saborear la soledad. La silla que ocupo, el cuarto, la casa, a todo le falta sustancia (...) Creo que la soledad no es un absoluto, pero su sabor es el más fuerte." El libro comienza con una reflexión bella y perturbadora para mí porque sospecho que así sentía la vida mi padre aquella tarde que salimos de pesca: "En la madurez hay misterio, hay confusión. Lo que más hallo en este momento es una suerte de soledad. La belleza misma del mundo visible parece derrumbarse, sí, incluso el amor. Creo que ha habido un paso en falso, un viraje equivocado, pero no sé cuándo sucedió ni tengo esperanza de encontrarlo."
Y bien, mi padre era más que eso, o ni siquiera eso: "Nada más obsceno y vano que intentar contener la vida y la obra de un hombre en un puñado de líneas invocadas en el tiempo y la distancia", escribe Rodrigo Fresán en Trabajos manuales. Y agrega: "Cuando un hombre se transforma en el único paisaje posible de sí mismo es cuando alcanza la forma de la soledad. La soledad como territorio. La soledad como forma alternativa de la geografía y de lo biográfico."
Estoy tratando de decir, con imágenes y palabras de otros, que lo esencial de una vida brota en el momento en que nos enfrentamos a las formas más puras de la verdad. Amor, dolor, soledad. Ahí estamos solos, sin Dios, sin patria ni sustento. Un paso atrás, un movimiento en falso y todo está perdido. En la serenidad del bote que bajaba por el Limay, mi padre percibió de golpe su tierra de sombras. Nada de este mundo le resultaba ajeno, pero él no era más que una brizna de polen arrastrada por el viento. Cuando tuvo fuerzas para admitirlo dejó de llorar, recogió la línea y devolvió el bagre a la correntada.
*de Osvaldo Soriano,
En "Piratas, fantasmas y dinosaurios" Editorial Norma, Bs. As. 1996.
SABIDURÍA*
Edipo se acercó a la Esfinge.
La Esfinge era hermosa y distante.
Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un
oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".
Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Acueducto*
Cuántas cosas se veían desde el acueducto. Era muy alto, una cinta clara en el cielo, sostenido por una doble hilera de columnas, y cruzaba el valle por encima de las copas de los árboles. Estaba cubierto por planchas de cemento y se lo podía usar como atajo para ir desde la salida del pueblo hasta la base de un cerro. Se ahorraba tiempo yendo por ahí, porque no había que bajar ni subir y se avanzaba siempre en línea recta. Se oía el agua correr bajo los pies.
El día que anduvimos con mi padre por aquel camino aéreo había mucho sol y se veían nítidas las cimas de las montañas. Yo caminaba bien por el medio, con los brazos abiertos, haciendo equilibrio. ¿Qué ancho tenía el acueducto? ¿Un metro? ¿Más de un metro? ¿Menos? Imposible establecerlo. La memoria está condicionada por el recuerdo del vértigo que me provocaba la altura.
Mirando de reojo, descubría abajo los nidos en las ramas, reconocía los sitios donde sabía que crecía el mejor musgo para el pesebre de Navidad, cada pozo de agua profunda en el río correntoso donde iba a pescar, la casa de un pariente, la de un amigo, campanarios, alguna silueta de hombre o mujer en el camino de la otra orilla. Se veían muchas cosas y sin duda aquel paseo hubiese sido un gran placer si el vértigo no me hubiese impedido disfrutar.
Mi padre me precedía. Una mochila vacía le colgaba del hombro. no se daba vuelta. Llevaba las amnos en los bolsillos. De tanto en tanto, sin detenerse, giraba la cabeza hacia un lado y hacia el otro para seguir el vuelo de un pájaro. Tal vez silbara. Íbamos a buscar hongos y a recoger castañas en los bosques.
Yo, unos metros atrás, miraba su espalda y me preguntaba: ¿cómo hace para moverse tan tranquilo acá arriba y con las manos en los bolsillos? ¿cómo hace para caminar sin hacer equilibrio? ¿cómo hace? Y así lo seguía en aquel aire puro, alto sobre el valle, siempre con mis brazos abiertos, cuidadoso, tratando de colocar los pies en las huellas invisibles que dejaban los suyos.
*de Antonio Dal Masetto.
"El padre y otras historias" Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 2002.
“EL PÁJARO DE LA FELICIDAD”*
Hechos
por lo que hacemos
hacemos
hechos
Me restauro
restaurándote
El punto blanco
en tal
abigarrada
oscuridad
da
luna
No me imagino
más
que a un cierto
canto
envolviéndolo
todo.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
-“EL PÁJARO DE LA FELICIDAD” de Pilar Miró.
Estación Rosario*
-La mejor carne del país, amigazo: eso se lo aseguro.
Al escuchar la frase, acompañada por un guiño cómplice, Sergio Cejas pensó que aquel barman del vagón comedor le estaba gastando una broma. ¿Turismo sexual en Rosario? ¿Promovido por el Nuevo Ferrocarril Santafesino-Bonaerense? Era de no creer. Y sin embargo, la otrora “Chicago argentina” gozaba de una fama indiscutida en esos temas. La primera imagen que se le cruzó en aquel momento a Sergio Cejas fue la del gran Alberto Olmedo, improvisando como siempre delante de una cámara de TV, quizá sentado junto al inolvidable Javier Portales, o tal vez con uno de los tantos figurines que inevitablemente se lucían a su lado.
La referencia “olmédica” no era casual. En los últimos meses, todo lo que lo rodeaba le parecía una farsa, algo artificial y paródico. Sus ritmos cotidianos, sus escasos placeres, las monótonas tareas que realizaba en esa oficina bancaria que parecía tragárselo día a día bajo toneladas de trámites acaso banales –simulando ser un personaje kafkiano casi contra su voluntad-, hasta su propia vida, parecían haber perdido todo sentido. En caso de haberlo tenido alguna vez…
¿Desde cuándo había notado que su existencia comenzaba a desbarrancar? La respuesta parecía ser la única certeza con la que contase por el momento: desde aquella traumática separación con Evelina, denuncias policiales mediante, durante el invierno pasado. Una época negra de su vida, que aún le dolía en el recuerdo, y cuyos detalles se desdibujaban en el ayer.
¿Por qué se había decidido a viajar en tren? Ni él lo sabía. Los acontecimientos de las últimas horas se le tornaban borrosos. Sólo podía precisar que su propia desilusión lo había conducido desde un departamento desordenado y con sobras de comida por todos lados, hasta las vías. Y que en vez de acostarse sobre ellas en espera de filosos rieles que acabasen con el motivo de su dolor, se había trepado con un violento impulso al primer tren de larga distancia que partiera desde la piojosa estación en la que se encontraba. Trayecto salvavidas hacia Rosario –pasaje de ida solamente- durante el cual había conocido a Ernesto, un simpático barman que le relatara sus desventuras a bordo, apuntando con especial detalle a la increíble historia del camarote embrujado, ocurrida el año anterior, entre las estaciones de Navarro y de Patricios, durante una noche de tormenta.
Aunque no fuera compañía lo que buscaba, Sergio Cejas agradeció la consoladora presencia de Ernesto
–además de la secreta botella de whisky, fuera de inventario, que ocultaba debajo de la barra-. Y sin embargo, la espontánea oferta de sexo lo sorprendió generosamente. Aunque, ¿para qué trasladarse a Rosario para conseguirlo? Conocía algunas esquinas de Buenos Aires donde podía encontrar decenas de ofertas como ésa; nada de travestis, eso sí, no era su estilo. Además del inexplicable traslado en busca de una triste porción de sexo alquilado, también había hallado una inesperada compañía amistosa junto a varias medidas de whisky, al menos para despejar sus ocasionales pensamientos suicidas… Eso estaba muy bien, aunque sólo fuera por unas horas. Ahora: ¿acaso Sergio Cejas ansiaba encontrar en Rosario algo más que aquello, imposible de precisar?
-Hágame caso, amigo -insistió Ernesto, el barman. –Aproveche. No se va a arrepentir.
Ni bien bajó del tren al llegar a destino -seguido de Ernesto, quien comenzó a hacer señas trepado al estribo en dirección a un borde alejado del andén-, se le acercó presuroso un gordo que lucía una larga y lacia cabellera, junto a una barba candado bastante espesa, que no dejaba de fumar cigarrillos negros.
-González Raúl, para servirle –saludó, parco y en un susurro, mientras le daba un breve estrechón de manos. Y agregó: -“Canalla” de alma, para más datos.
Sergio Cejas consideró que no era momento de esbozar siquiera su leve simpatía por la “lepra” de Newell´s. Su interlocutor no parecía muy afable a las diferencias. Y él no tenía ganas de malgastar la poca energía que sentía bullir en su interior, a pesar de la bruma existencial que lo rodeaba.
-El señor busca servicio especial -le informó Ernesto, aún trepado al estribo, como si la oferta de sexo -ajena en absoluto al contexto ferroviario- fuese un extraño rebusque del barman para hacerse unos pesos extras. –No me hagas quedar mal…
-¿Alguna vez lo hice? –retrucó el gordo, y sin aguardar respuesta alguna le masculló a Cejas cerca del oído: -Sígame.
Sergio Cejas, carente de todo equipaje, llevándose a duras penas a sí mismo, lo siguió sin saber muy bien lo que hacía. Todo le daba lo mismo. O tal vez no…
-¿Tiene plata? –lo interrogó el gordo, ni bien subieron a la vetusta camioneta Ika que los aguardaba en una calle lateral. Sergio Cejas asintió, un tanto trémulo, aunque no estaba muy seguro de la cantidad que llevara encima. El gordo no pareció muy convencido de la respuesta, por lo que disparó: -Revise bien los bolsillos, ¿eh? No lo llevo a ningún lado si no hay efectivo.
Sergio Cejas indagó dentro de su ropa. De manera incierta encontró un total de cuarenta y dos pesos con treinta centavos. ¿Cómo había hecho para salir con tanto dinero a la calle, sabiendo que su idea inicial era tirarse debajo de un tren? ¿Y el dinero para el pasaje? Misterio…
-Por mí está bien –aclaró González Raúl, y puso la Ika en marcha. –Siempre que no se ponga exigente…
Tardaron unos quince minutos en llegar hasta un barrio semi marginal, estacionando junto a una casona bastante antigua, cuya elegancia había conocido épocas mejores. Un par de hombres de proporciones considerables conversaban entre sí junto al portón de entrada. Sergio Cejas se atemorizó, y no supo cómo hacer para declinar la oferta. Pero González Raúl ya había bajado y le indicaba junto a la puerta abierta de la Ika, sosteniendo el cigarrillo negro entre sus labios:
-Vamos; las chicas esperan.
Más que a una tarde de placer, Sergio Cejas parecía encaminarse a paso cansino hacia una ejecución. De pronto, el fugaz ratoneo con la fantasía de un encuentro sexual fuera de Buenos Aires se había disipado, dejando en su lugar una cruel sensación de estar siéndole infiel a Evelina. La imagen se avecinó sobre su alma con el peso mortal de un ataúd.
Sin embargo, siguió adelante, detrás de la espalda de González Raúl.
Los fornidos patovicas se hicieron a un costado al ver llegar al gordo. Ambos cruzaron el umbral para encontrarse con una habitación en penumbras, apenas iluminada por un par de trémulos veladores en los rincones, y con el rumor de fondo de una cumbia proveniente de un cuarto del fondo. Sergio Cejas apenas vislumbró un par de siluetas femeninas caminando entre los sillones del cuarto, ajenas a todo lo que las rodeaba. Casi tanto como se sentía él.
-Venga –masculló el gordo por sobre su hombro, sin despegarse el cigarrillo de entre los labios.
Atravesaron el cuarto, impregnado de perfumes baratos, hasta llegar a una de las mesitas iluminada por el velador. Recién al acercarse descubrió a la obesa mujer sentada a un costado que se limaba las uñas con una indiferencia pasmosa.
-Edith: el señor requiere de los servicios de las chicas –informó el gordo, y mientras se volvía le dijo a Cejas al pasar: -Lo espero afuera. Si no estoy, me espera Ud.
González Raúl salió de la casa, y la masculina voz de la tal Edith retumbó cerca suyo: -¿Qué le gustaría? ¿Bucal… vaginal… anal… completo…?
Sergio Cejas volvió la cabeza hacia la mujer obesa y no supo qué contestar. Una sola idea le cruzó la mente.
-¿Qué puedo hacer con cuarenta pesos? –preguntó.
-No mucho -dijo ella, sin levantar la vista de la indiferente labor de la lima. –A menos que no le importe tratar con Isabel…
Él permaneció en silencio, sin entender a qué venía el comentario.
-Las blanquitas y jóvenes son las más caras –comenzó Edith, casi resignada. -Cuanto más entradas en años, más baratas cotizan. Menores de edad no tenemos; vaya a buscarlas a los bulos de los políticos, si las quiere. –Otro silencio contemplativo hacia la tarea manicura, hasta que por fin, recordando de qué estaba hablando, agregó: -Isabel es la tullida.
-¿P…perdón…? –balbuceó Cejas, incrédulo.
Edith ya parecía molesta por tener que hablar tanto.
-Se cayó del tren hace unos años -informó, siempre sin mirarlo. -Ya se dedicaba al oficio, así que después de la tragedia seguía en lo suyo o pedía limosna en el cordón de la vereda. ¿La quiere o la deja? -terminó por impacientarse la mujer obesa.
Sergio Cejas sintió el impulso de escapar, dueño de un siniestro aire de ajenidad, aunque irse de aquel lugar sin haber cumplido el esperado alquiler de cuerpos era similar a cavar su propia fosa hacia el abismo de la desesperación. Afuera lo aguardaba un tren, impiadoso y veloz, al que ningún ruego podría detener, cuyo objetivo fuera el de lanzarse pujante sobre él……y no precisamente para llevarlo como pasajero…
Le parecía estar escuchando la lúgubre sirena acercándose hasta él, estremecido por el escalofrío, cuando se escuchó decir:
-E-está… bien. Me quedo con la …t-tullida…
-¡Greeeeeetaaa!!! –aulló Edith, sobresaltándolo, siempre sin levantar la vista de sus uñas, más que perfectas. -¡Decile a Isabel que tiene visitas!!!
Sergio Cejas estaba a punto de acercarse a la cortina de cuentas de vidrio que separaba la sala en penumbras del pasillo hacia donde imaginaba que estaban las habitaciones, cuando oyó un chistido que lo detuvo en seco.
-Se paga por adelantado –anunció Edith, terminante. –Son treinta pesos. –Cejas dejó el dinero sobre la mesa, con mano trémula. La mujer obesa aclaró: -Si es de los que se impresionan, lo lamento; no hay devolución.
Manoteó los billetes, mirándolos apenas, se los guardó en el escote, y ya no habló más.
La cortina de cuentas de vidrio cantó al abrirse. Una chica delgada y morochita, vestida con una solera de sarga, luciendo una amplia sonrisa rematada en dos enormes paletas de conejo, le hizo una seña para que pasara. Sergio Cejas la siguió, con paso vacilante. El sonido de la cumbia sonaba cercano. Por debajo del perfume barato había un intenso olor a humedad. Caminaron hasta el fondo de un largo pasillo, donde sobre una ajada puerta de madera la morochita golpeó dos veces.
-Pase. Está abierto -respondió una voz de mujer.
La chica abrió, empujó la puerta, y sin borrarse la estúpida sonrisa de conejo se hizo a un lado para que Sergio Cejas pudiera entrar. Una vez que traspuso el umbral, ella cerró la puerta a sus espaldas.
La imagen de la cama en el centro del cuarto con la mujer recostada sobre ella acaparó toda su atención, salvo por la silla de ruedas, antigua y maltratada, que yacía cerca del colchón, con una bata sobre ella. La bombita desnuda alumbraba desde el techo, develando a una chica de unos treinta y tantos años, de tez trigueña, bonitas facciones, cabello enrulado, hombros sólidos, pechos firmes, vientre un tanto abultado y caderas amplias. Algunas cicatrices le cruzaban el abdomen, producto de varias operaciones. Se la veía bien alimentada, el tronco apoyado sobre varias almohadas, y aunque estuviese desnuda por completo, las sábanas le cubrían las piernas desde el borde superior del muslo hacia abajo. O mejor dicho: donde deberían haber estado sus piernas.
-Hola –lo saludó ella. –Bueno… ¡Qué suerte la mía! Dale, vení… Acercate. No siempre me tocan clientes tan finos como vos.
Sergio Cejas pensó la chica se burlaba de él, considerando la desarrapada imagen que presentaba desde hacía tiempo. Se detuvo a pensar en la clase de hombres que visitarían a esta chica a diario, y contuvo sus ofensas. ¿A diario? Algo le hizo pensar que, dadas sus condiciones, Isabel no debía ser muy requerida por los clientes del lugar. Y sin embargo, alguien con sus características hubiera sido muy solicitada por quienes gozaran de perversiones como éstas. Si hasta parecía bonita…
-Vamos, che. No seas tímido –lo incitó ella, tendiéndole un brazo para que se acercara.
Él avanzó tembloroso, sobrecogido por la imagen que contemplaba, sintiendo una honda vergüenza, como si quien estuviese desnudo fuera él. ¿Llegaría a tener una erección sabiendo lo que había –o no había- debajo de aquella sábana?
De pronto, deslumbrado ante lo inesperado de la sensación, avasalladora como locomotora desbocada, advirtió que lo único que quería obtener de ella era un fuerte y cálido abrazo que lo contuviera. La cruel inermidad que contemplaba sobre aquella mujer le parecía insignificante frente a su propio desvalimiento.
Caminó hasta el brazo extendido, se sentó sobre el colchón, y antes de que Isabel comenzara a quitarle la campera Sergio Cejas se derrumbó sobre ella, sin mirarla, abrazado a esos hombros sólidos y musculosos como un borracho aferrado a un poste de luz, y comenzó a llorar.
Un llanto agónico, profundo, de esos sollozos que emergen desde los abismos del alma y pronto se convierten en una caudalosa catarata, devastando cualquier falsa apariencia de normalidad.
Sorprendida, Isabel le devolvió el abrazo, con una calidez inusual, desconocida para sus cada vez más ocasionales clientes, y comenzó a acariciarle el cabello de la nuca, mientras murmuraba, casi a su pesar:
-Bueno… bueno… ya va a pasar… No te pongas así… Ssshhhhh…
Sergio Cejas se aferró aún más a ella, a su piel, a su calor. Ya no le importó saber dónde se encontraba, ni ante quién estaba, ni cuál era su condición. Sólo le importaba saber que existía ese abrazo, ese afecto momentáneo que desconocía la manera de calmarlo, pero que al menos intentaba hacerlo sentir un poco menos solo. Un oasis en medio del desierto, en el que sólo quería refrescarse y beber, de la manera que fuera…
Sin siquiera secarse las lágrimas, con la mirada enturbiada, comenzó a besarle el cuello, a incorporar a la chica hasta sentarla en la cama, a desplazar lentamente sus manos a lo largo de aquella espalda, descendiendo hacia una cintura donde comenzaba una zona cruzada de marcas, y ascendiendo luego hacia sus pechos, experimentando una ternura insólita, como hacía mucho tiempo no sentía al lado de nadie, olvidando por completo el contrato pactado con la mujer obesa.
Isabel recuperó parte de su integridad profesional, relegando aquel momento de tierna debilidad, cuidando de no caer en el peor de los errores que podía cometer: enamorarse ante los sentimientos de los clientes. Al tipo éste se lo notaba destrozado, aunque su cuerpo estuviese entero. Ella, ignorando cómo, parecía sentirle el alma partida en pedazos dentro del pecho, y sólo atinaba a abrazarlo y acariciarlo, como si con aquel contacto pudiese combatir sus propios temores. Hasta que volvió a intentar quitarle la campera, y esta vez él le ayudó, reaccionando como un autómata, desvistiéndose en busca de una mayor cuota de calor.
Una vez con el torso desnudo, y aún sin verla a través de sus lágrimas, que le bañaban las mejillas, volvió a abrazarla. La suavidad de su piel, junto al vibrante roce de sus pezones, lo estremeció, causándole una erección casi dolorosa que lo obligó a desprenderse violentamente del pantalón.
Tenderse sobre ella y penetrarla fue mucho más que un acto de placer; se convirtió en una desconocida necesidad vital. La prostituta tullida, acaso deforme, se convirtió en la mujer ansiada y amorosa, nutricia de ternura y contención. Y el orgasmo, inexplicable para ambos, los transportó muy, muy lejos, allí donde las palabras carecen de toda significación.
Las lágrimas se secaron sobre la piel y las almohadas. Los jadeos se extinguieron en una serie de acompasados suspiros. Y ninguno de los dos, sostenido de ese abrazo, atinó a quebrar aquel momento con palabras vacías.
Sólo después de un buen rato, ambos se irguieron muy lentamente, consiguieron mirarse a los ojos, y sin premeditarlo, preguntaron a la vez:
-¿Cómo te llamás?
*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
*
¡Cuánto duele pensar, recordar cosas!
Lamentar lo que pudo haber sido
y no fue.
La osadía congelada por el miedo
trocó los anhelos por quimeras.
¡Cuánto soñar, creerse cosas!
Atracarse a la fe, idealizar los tiempos venideros.
¿Para qué volver por el camino andado
y tropezar nuevamente con las culpas
si no puede regresar la circunstancia, el tiempo?
¿Para qué soñar,
cuando falta la fuerza que convierte
en realidad las utopías?
Sin embargo, hasta Hiroshima vive.
*De Miguel Crispín Sotomayor arcomar@cubarte.cult.cu
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*Eduardo F. Coiro. inventivasocial@hotmail.com
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Queridas amigas, apreciados amigos:
El domingo 20 de abril del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor brasilero Edson Zampronha. Las poesías que leeremos pertenecen a Cláudio Fonseca (Brasil) y la música de fondo será de Mario Guacarán (Venezuela). ¡Les deseamos una feliz audición!
ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067
InventivaSocial
"Un invento argentino que se utiliza para escribir"
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