Diosa*
El espacio se
cruza de agua y de sonidos, y el sabor de lo perdido que vuelve. La
lluvia abrillanta el olor de las flores. Hay un sueño a
punto de aparecer y un antiguo color. El fuego irradia
hasta invitar a lo íntimo. Besos errantes, el tiempo y una
casa en el mar con chimenea. El fuego inventa imágenes. Sol que se retira, pero
antes de hacerlo, despliega una revolución en el cielo. La violencia de la
belleza. El crepúsculo, es la última batalla ardiente, chorros rojos. La firma
de un dios que no se rinde en la hoja celeste o será diosa con sus colores
cambiantes. Una diosa todavía inocente con los bolsillos que se abren y
desparraman sus hogueras brillantes. Una diosa si, dios es perfecto, y se
murió por nosotros, me dijeron, pero una diosa vive y saltan sus chispas
vitales a chorros imperfectos.
*De Cristina
Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
A DÓNDE LANZAR LA PIEDRA SIN OÍR EL FONDO…
*
“En mi plato de
pobre está su cielo de hambre"
Blanca Varela
I
Ellos
todas las
mañanas
beben angustias
de pan
juntan restos
de otros,
viven con manos
de papel
y ojos de
cartón
en calles de
plástico
con lenguas
mendigas
golpean la
ciudad.
II
Tu cara herida
por el odio que
te cubre.
En tus manos
el hambre de
cada noche
la vivienda
húmeda
y el frío que
te abraza.
Muerdes los
gritos
en tu almohada
de piedra
mientras
alguien se apiada
y te entrega
pan de ayer.
III
En tus ojos
dos ollas
crujen el hambre,
caminas sucio
por los túneles
de la infancia
obligado a
vivir
expuesto en
la ciudad.
Tus ojos
tristes
frente al plato
vacío,
Ruedan las
noches
sobre tu
espalda
y aguantas.
*De Ivana
Szac. ivapoetisa2012@yahoo.com.ar
-DEL LIBRO:
"GRITOS EN MIS OJOS"
Los pasajeros
del Tren de la Noche*
(1981)
*De Rodolfo
Enrique Fogwill.
(1941 – 2010)
Nadie conoce
bien cómo se inició. La primera noticia se conoció un jueves, pero eso no
demuestra nada: las cosas pudieron empezar días o semanas antes de aquel jueves
de diciembre, cuando el mayorista de cigarrillos y el vendedor de diarios de la
estación dijeron que volvían los soldados y que esa mañana de comienzos verano,
ellos mismos, juntos, habían visto con sus propios ojos a Diego Uriarte bajando
del tren que lleva los tarros de los tambos y trae los diarios del día anterior
y los paquetes con los pedidos de los mayoristas.
Jiménez, del
quiosco de revistas, y el cigarrero Kentros pusieron a correr la noticia esa
misma mañana y por eso en el pueblo creen que fue aquel día que comenzaron a
volver, pero todo bien pudo haber comenzado antes, el día anterior, o el jueves
anterior, en otro tren, o en el mismo tren, que es el que llega de madrugada y
sale de la capital justo cuando oscurece y por eso lo llaman el tren de la
noche.
Que habían
visto a Diego Uriarte bajar del tren de la noche. Que vieron cómo se despedía
deunos soldados con yesos y vendajes que se amontonaban en el segundo vagón y
que saltó al andén desde el furgón postal y que después bajaron otros dos con
ropa de soldados. Que uno de ellos debía ser Miguel Sanders, cree el del kiosco
y que al otro, uno negro y menudo, ninguno de los dos lo reconoció, ni Jiménez
ni Kentros.
Eso contaron y
dijeron haber visto cómo los tres muchachos se despidieron de los que iban en
el vagón y miraron hacia el pueblo ya iluminado por el sol pero con las luces
eléctricas de la plaza de la estación y de algunas vidrieras de los negocios
grandes todavía encendidas.
Los tres
muchachos se separaron en seguida y tomaron cada uno para su lado: Uriarte, por
la calle principal, hacia su casa; el morocho que no era conocido tomó el
camino de la vía para el lado de las quintas, y el otro que Jiménez dijo debía
ser Miguel Sanders, cruzó los terraplenes y enfiló para el lado de la mina de
cal. Kentros a ése no lo reconoció, pero bien pudo ser el muchacho de Sanders,
porque los Sanders viven atrás de la loma blanca, pasando la mina de cal, y
para llegar a la casa de la madre de Sanders es obligado tomar aquella
dirección.
Y esa mañana
comenzó todo. A saberse comenzó todo, pero bien pudo haber comenzado antes,
días atrás o semana atrás. Esa mañana se lo comentó mucho porque los dos que
estaban en la estación esperando la llegada del tren reconocieron al Diego
entre los tres soldados que volvían, y Diego Uriarte era un muchacho muy
querido de todos, porque era el hijo del patrón del buffet del Club Social
donde funcionaba el casino, porque había sido capitán del equipo de basquet y
campeón de pelota y porque en el pueblo se daba por seguro que Diego Uriarte
había muerto en el frente hacía dos años y hasta le hicieron unas misas. Por
eso, más que por otra cosa, corrió la voz y todos se acuerdan del día y suponen
que los soldados comenzaron a volver aquel jueves cinco de diciembre.
Claro que nadie
le iba a contar a Diego que lo estuvieron dando por muerto y que le habían
hecho misas. El ha de haber llegado a la casa del padre, se habrá quitado para
siempre la ropa militar y en medio de la alegría de la familia y de la
impresión por verlo vivo y de vuelta nadie ha de haberle comentado nada y se
habrá ido a dormir, cansado del viaje, contento de acostarse por fin en una
cama limpia después de tanto tiempo.
Por el centro,
a la vereda de la confitería y a las mesas de juego del club social recién se
lo vio aparecer en la tarde del sábado, cuando ya todos conocían que estaba
vuelto al pueblo y se estaban empezando a olvidar los homenajes y las misas.
Aunque después
no pudo haber faltado alguien que por curiosidad, o por hacer un chiste,
hablara de las misas con él, o con los otros que siguieron llegando. Con
Sanders no. Los Sanders viven del otro lado de la sierra, más allá de la mina
de cal, y casi nunca bajan a este pueblo; hacen compras en el almacén de campo
de Santiago Nasar y para fiestas y para bailes se van al otro pueblo, donde la
madre de Sanders tiene las hermanas y los hijos le estudiaron la escuela
primaria. Pero a Diego Uriarte o a cualquiera de los que volvieron después, no
ha de haber faltado algún curioso o un bromista que les hicieran entender que
todos en el pueblo, hasta las propias madres, los habían estado dando por
muertos.
Hay cuestiones
de lógica: la madre de Federico Ortiz consta que recibió telegramas de pésame
mandados del ejército, con los bordes del papel teñidos de negro, y que después
le vino un cheque con la indemnización que le pagaron en el banco Provincia. Si
no todas, bastantes madres han de haber recibido cheques o telegramas por los
parientes muertos. Es algo lógico: tarde o temprano, la madre de Ortiz, o la de
Uriarte –si también ella recibió telegramas o cheques– o cualquier otra madre
que hubiera recibido cheques o telegramas, debió hablar con el hijo de la
cuestión, y más de una habrá andado pensando si a la plata del cheque –unos
pesos miserables– no iría a empezar a reclamárselas el gobierno.
Pero no consta
que la madre de Ortiz ni alguna de las otras lo hayan hablado con los hijos, ni
con las amistades de ellas ni de los hijos. A la cuestión de los telegramas y
los cheques se callaron, tal como se callaron muchas cosas las madres. ¿O fue
que adivinaban todo desde el comienzo...?
Al comienzo fue
el tren del cinco de diciembre, el primer caso que se conoció, aunque todo bien
pudo haber comenzado antes. Después, durante aquel verano, los trenes de la
noche del miércoles, que llegan siempre entre las cinco y media y las seis
menos cuarto de la mañana de los jueves, siguieron dejando soldados de vuelta y
muchas madres de soldados, que sabían que a los hijos los iban licenciando, se
ponían desde temprano en los andenes a esperar y esperaban, y después, cuando
el tren seguía viaje trepando despacito la cuesta de la sierra baja, quedaban
en el andén un montón de mujeres llorando alrededor de unos pocos soldados
muertos de sueño. Todas llorando: unas de emoción porque acababan de recibir al
hijo; otras porque se habían puesto a esperar que de ese tren bajara el hijo
que no le había llegado.
La guerra tiene
esas cosas, y las madres, que son tan resignadas para traer hijos al mundo y
para servir a los hijos de ellas y a los hijos de otras, no saben resignarse
cuando les faltan los hijos, y siguieron yendo al andén de la estación a
esperar y esperar, muchas con los maridos, o con los otros hijos civiles o con
nueras y nietos, y así los jueves desde temprano se producían montones de gente
esperando la llegada del tren de la noche.
Aunque las
últimas semanas, para marzo, o abril, cuando vino la época de las lluvias, muy
pocas madres esperaban.
El último
soldado llegó a fines de abril, solo. Fue Sergio Gebel, hijo de los judíos de
la semillería. En la estación estaban nada más que la madre de él, unas
vecinas, la chica que había sido la novia y Jiménez y Kentros, el cigarrero,
que hablaban de la guerra con el padre de Sergio y contaron que el viejo fumaba
un cigarrillo atrás del otro en el andén, empapado por la lluvia, esperando.
Parece que
Sergio Guebel bajó desde el segundo vagón, besó a la madre que lloraba llorando
también él, no tanto por encontrarse con la familia sino por despedirse de los
soldados que venían en el vagón con él, que habían hecho con él toda la guerra
juntos y seguramente se bajarían en otros pueblos, en los últimos ramales de
este ferrocarril.
A la madre de
Guebel no le habían dado pésame ni cheque. En cambio le había llegado una carta
del Comando con felicitaciones, porque el hijo, decía la carta, había tenido
una acción heroica contra unos tanques. Verlo después a Guebel, con su uniforme
holgado y viejo, los borceguíes deslucidos, sin medallas y sin siquiera una
jineta de cabo o de sargento, hacía pensar que el telegrama decía eso como pudo
haber dicho cualquier otra cosa.
–Con todo lo
que pasó, ¿Quién vas ser tan boludo como para creer lo que digan los
telegramas..? – Pregunta Emilio Renzi, que justo había ganado el Telelotto, y
salía de depositar el cheque en el correo y se lo cruzó a Gebel.
Eran los dias
en que el pobre Sergio andaba como un pavote por el centro, con disfraz de
soldado porque el viejo todavía no le había comprado la ropa nueva ni lo había
puesto a trabajar en la camioneta, donde todavía hoy se lo ve cargando bidones
con herbicida, y bolsas de semillas y de comida balanceada para chanchos.
–Con la bronca
del cheque y de todo lo que me descontaron y de los tres dias que tenía que
esperar para que me lo cambiaran ni me acordaba de la guerra. Salgo del correo,
enfilo para la Municipalidad y lo veo ahí, parado como un muñeco... ¡Casi me
caigo de orto..!
Siempre cuenta
lo mismo el Renzi, que salió del correo, casi se cae de culo, y de que aunque
le hubieran hecho la cara de nuevo y cambiado la voz, ogual lo hubiera
reconocido al ruso por los chistes boludos: afortunado en el juego,
desafortunado en el amor, dice que le dijo Gebel como jactádose de estar al
tanto de todos los chismes del pueblo.
La guerra es
una cosa llena de errores. Por ejemplo En la batalla del 22 de agosto,
artillería necesitaba bombardear una fábrica Dupont clausurada donde los
enemigos almacenaban municiones y remedios y bombardearon otra fábrica, la
Dinam, porque en el plano viejo de la ciudad que estaban tratando de ocupar
figuraban equivocados los nombres de las fábricas. Quién sabe cuántos que
estaban trabajando en la fábrica habrán muerto por el error de un dibujante que
copió mal la guía de la ciudad. ¡Cientos, o miles de personas inútilmente
muertas por un error del plano..! El cañoneo de la fábrica Dinam es un ejemplo:
tanta destreza de los artilleros y tanto estudio para volver escombros una
fábrica equivocada.
Pero la gente
se acostumbra, se amolda. Lo mismo en las ciudades grandes, como en los pueblos
chicos y en los pueblos medianos como éste, se amolda. Cayetano Fain, que hizo
una fortuna como revendedor de flores de las quintas, lo explica así:
–Yo estaba
tratando de dejar de tomar. Tomaba todo lo que quería en las comidas –tomaba
vino– pero no probaba un vermouth ni una gota de alcohol fuera de las comidas.
Un sábado fui a la confitería, a la parte de atrás, y me senté en la mesa de
Jesús Noble, otro de los soldados vueltos. Ya había pasado mucho tiempo de la
época de las llegadas del tren de la noche, pero a Noble no lo había vuelto a
ver. Lo saludé como si nada. El estaba amistoso conmigo, pero también me saludó
como si no hubiésemos pasado más que una semana sin vernos. Quién sabe fue
casualidad, quién sabe él de tanto ver gente en la confitería pensó que me
había vuelto a ver también a mí. Tomaba vino blanco, yo me prendí. A la segunda
vuelta ya estábamos contando cuentos y hablando de pavadas. Creo que tomé como
diez vasos de vino, que no me hicieron nada. El tomaba a la par, igual que yo.
Estaba medio borracho, le costaba levantarse de la mesa y cuando hablaba medio
se le trababa la lengua. Pero para mí fue como sentarme con cualquier otro,
como si hubiera estado mi capataz Rogelio en vez de él en la mesa. Se hace una
cosa natural...
Porque las
costumbres pueden más que cualquier otra cosa. Según Pugliese, el martillero,
las costumbres siempre acaban ganando. Cuenta que un día estaba con su socio
viendo una chacra y que Avelino, el socio, quería ir a visitar a un cliente,
pero él tenía que volver a la ciudad, entonces le dejó el auto porque Quirós,
otro de los soldados vueltos, le ofreció arrimarlo con su camión, un Scania.
Dice Pugliese
que se sentó en el Scania y que no se hubiera acordado de nada si no fuese
porque notó que en el parabrisas, colgada de la visera que en el camión se usa
para tapar el sol, había una medallita de la guerra, esas de níquel con Cristo
Vencedor y la cara del General grabada. Dice que se acordó, y que por un
momento hasta sintió impresión:
–Acuérdense
–dice– que yo era de la comisión del templo, así que estuve en todas las misas,
contando la de él, la de Quirós.
Pero Pugliese
se entretuvo tanto hablando con Quirós sobre radios y cosas de radioaficionados
que se olvidó de todo enseguida y era como si el que manejaba el Scania fuese
su propio socio, Avelino, y no un soldado vuelto.
–Y ojo, que yo
ya sabía por la comisión de la parroquia, de lo que había pasado en los otros
pueblos... –Aclara Pugliese.
Aunque uno sepa
todo, lo que más pesa es lo que hacen los otros: lo que los otros le colocan
frente a los ojos es la verdad y lo demás no cuenta. Hasta Torraga, que no
quería que su hija se casara con Horacio, un soldado vuelto con el que había
ennoviado de chica, lo reconoce:
–No es que
pensara que mi chica no lo quería, o que el muchacho fuera malo. Pero cuando
Horacio, que venía siempre a casa, me pidió de casarse con ella, le dije que lo
necesitábamos pensar, porque yo ya había visto que la hija de Orlando se había
casado con uno de los vueltos hacía tres años y no había tenido hijos. Y la
partera, la viuda del doctor Alvarez, que después se casó con ese otro soldado
vuelto, Márquez, hacía dos años que quería encargar y no quedaba, y eso que era
partera. Era por ese miedo, no por desprecio del muchacho, por lo que le pedí
que lo tenía que pensar. Pero hoy en día nadie puede oponerse a que los jóvenes
se casen, y si el padre se opone, es peor, se encaman en los moteles de la ruta
y los sábados cuando pasa por ahí los ve llenos de gente joven que va en los
autos de los padres y uno mira la fila de coches estacionados y ya sabe quiénes
están ahí revolcándose como perros alzados...
Así son las
costumbres y la gente se amolda, y más que lo que cada uno puede saber importa
lo que los demás le muestran. Ahora se acepta que los jóvenes saquen el auto de
los padres y se vayan con las chicas del pueblo al motel de la ruta, a
medianoche, los viernes y los sábados, y los mismos que cuando estaban de
novios con la que ahora es su mujer ni se les hubiera cruzado la idea de hacer
esas cosas dejando el auto a la vista de todos, frente a la ruta, ahora
permiten que las hijas vayan al motel como si fueran a una kermesse. Y uno como
Pugliese, que estuvo en la misa que le hicieron a Quirós, puede tranquilamente
irse a cazar liebres con Quirós y hasta Avelino sabe perderse las noches
jugando al póquer con Diego Uriarte, que no se casó y se volvió un timbero
empedernido que deja en las mesas de monte todo lo que durante el día se gana atrás
del mostrador, en el buffet del mismo club.
Tampoco ellos
han hecho nada para llamar la atención. Nadie habla de que hayan disimulado,
pero tampoco se ha visto que naciera de ellos algo que llame la atención de la
gente, como si ellos mismos hubiesen sabido –tal vez sabían– que con el tiempo
todo el pueblo daría por natural tenerlos con ellos, a fuerza de amoldarse.
Alguna vez se
los ve juntos, de a dos, de a tres, por esas casualidades que suceden. Marina
Echagüe una vez fue a la carrera de autos para llevar a los alumnos y vio que
en la curva, donde la mayoría de los muchachos jóvenes quiere ponerse para ver
cómo los autos preparados entran a toda máquina, clavan los frenos, rebajan a
segunda y salen derrapando, estaba Federico Ortiz, que cerca suyo estaba
Claudio Uriarte con una barra de hombres del club social, y que a un paso de
allí vio a Juan Molina, que también es uno de ellos. Tal vez fuera casualidad,
pero dice Marina que cuando la gente se adelantó para sacar el coche de
Rubolino que se había ido contra los alambrados, los tres –Diego, Juan y
Rubolino– quedaron juntos hablando entre ellos y que, aunque había pasado tanto
tiempo, eso daba impresión.
Hay veces
–fiestas de bautismos, inauguraciones de negocios, casamientos– en las que en
un lugar cerrado se encuentran dos o más de ellos, y entonces no ha de faltar
quien los mire hablar y divertirse entre ellos y vuelva a pensar. Mucho se
pensó cuando se supo que esto no había pasado en otros pueblos. La noticia
llegó por gente de la parroquia, que fue a una asamblea en Coronel Insúa, habló
el tema y los de Insúa se asombraron, y entonces se pusieron a averiguar y
todos terminaron sabiendo que nada más a este pueblo habían vuelto todos los
soldados. En esos días dio curiosidad de mirar qué hacían ellos, si cabildeaban
juntos, o comentaban entre ellos algo, pero nadie les notó nada diferente. Una
vez más –se ve– confiaron en que con el tiempo también al hecho de que esto
nada más ocurriera en el pueblo se lo iban a olvidar.
Y tuvieron
razón, porque con los años todo se olvidó. En un tiempo en el que muchas
parejas se ponen a edificar casas, a hacer viajes afuera y pasan la noche en
fiestas para copiarse las costumbres y hacerse ver la ropa y mirarle a los
otros la ropa o las cosas nuevas que siempre estrenan, las parejas sin hijos
son cada vez más comunes y no es raro que ellos, que no son más que una parte
de tantas parejas sin hijos que se la pasan mostrándose la ropa, tampoco tengan
hijos. Total, chicos siempre siguen naciendo.
Los que
nacieron el verano cuando la vuelta de soldados comenzó, deben andar ahora por
los diez años de edad y seguro que no saben nada de ellos. Para estos chicos,
todo lo de la guerra es un cuento de viejos y cuando hablan con uno de ellos,
cuando por caso, los sobrinos de Ortiz o de Vigliani se quedan con el tío,
juegan como si estuvieran con cualquier otro y los tíos los alzan en brazos, o
los llevan al circo o al cine cuando hay películas permitidas como cualquier
tío del pueblo se ocupa de los sobrinos chicos. Así, estas criaturas crecen sin
saber nada, iguales que los grandes, que saben, pero que andan por ahí sin
darse por enterados de lo que estuvo pasando pasando todos estos años.
Por eso nadie
los va a enterar, y los chicos van a crecer, van a vivir, van a hacer otros hijos
y se van a morir sin saber estas cosas, aunque muchos se las escriban y las
guarden para ver si pasados los años a alguien le puede interesar. Morizzi es
profesor en el colegio: llegó como suplente por unos meses, se entusiasmó y se
quedó en el pueblo. Tiene diploma de filosofía, le gustan las letras y se pasa
los días libres y las vacaciones juntando escritos de la gente y armando los
concursos de la Secretaría de Cultura del municipio. El puede confirmar esta
impresión de que los chicos de ahora nunca van a saber lo que pasó.
–Es –dijo una
noche en el bar– como con los peces: podrán saber de todo, pero lo último de lo
que un pez se entera es que vive en el agua...
–Hasta que
alguien lo pesca... –razonó el turco.
–Claro
–contestó él– pero entonces ya es un pescado, y poco le va a servir saber que
se pasó la vida en el agua...
Cuando no hay
viento, en las noches sin viento de verano, y también en invierno, antes de las
tormentas, desde cualquier lugar de la ciudad se puede oír el paso de los
trenes. A las doce pasa el Norteño, iluminado, porque siempre va llevando
turistas de lujo que justo en el momento de cruzar por el pueblo están de
sobremesa en el gran coche comedor. A la una y media pasa el Rápido, un tren de
carga que viene vacío y que a pesar del nombre pasa despacito para enganchar
sin riesgo el cambio de las vías. A las cuatro esté el Mixto, que sale a las
seis de la tarde desde la capital, con vagones de carga y otros de pasajeros.
Ese no para en el pueblo, pero el guarda saluda hamacando el farol verde y
colorado cuando cruzan por la casilla del señalero que le hace los cambios.
Todo el pueblo conoce y sabe oír esos trenes y a veces da el temor, al
despertar sobresaltado a medianoche, que un tren que llega de repente no sea el
Norteño, ni el Mixto ni el Carguero de las cuatro, y pueda ser un Tren Nuevo,
viniendo en dirección contraria y se pare en el pueblo dando una larga pitada
triste y vaya arrancando despacito, en dirección hacia la capital, y se los
lleve a todos, otra vez, para siempre.
ENFERMOS DEL
MAL*
La sociedad se
desborda
como una copa
llena de barro
corrupción en
los ojos
manos enfermas
de mal
devorados
por un poder
exquisito.
Poco amor
palpita en las calles
y la paz
es una copa
invisible.
*De Ivana
Szac. ivapoetisa2012@yahoo.com.ar
-DEL LIBRO:
"GRITOS EN MIS OJOS"
El último poema
de Rilke*
*Por Juan
Forn
Rainer Maria
Rilke siempre quiso vivir en Rusia, lo supo desde que pisó Moscú por primera
vez, en 1897, cuando tenía veintiún años y aún no era para el mundo el poeta
supremo que llegaría a ser (para los rusos que lo conocieron en ese viaje sólo
era el atentísimo acompañante de la voluble Lou-Andreas Salomé). Volvió dos
veces más en los cinco años siguientes y buscó en vano un mecenas que se
hiciera cargo de sus espartanos gastos (entre los que se negaron estaba
Suvorin, el magnate de la prensa que apadrinaba a Chéjov). El plan nunca
funcionó. Cuando surgió la posibilidad de instalarse en París como secretario
de Rodin, el curso de su vida adoptó la dirección que todos conocemos: se
convirtió en el poeta en estado puro, el poeta errante que no lograba encontrar
su casa en ninguna parte. Su amor por Rusia se volvió pura añoranza, la misma
que habrían de padecer los rusos que abandonaron en oleadas su país desde 1905
en adelante. Hasta que les fue perdiendo el rastro, Rilke envió ejemplares de
cada libro que publicaba a los rusos que habían sido gentiles con él allá, en
particular al pintor Leonid Ossipovich Pasternak (que lo había llevado a
conocer a Tolstoi).
Con la
Revolución, la familia Pasternak se dividió: Leonid, su esposa y sus hijas
mujeres se fueron a Berlín; el único hijo varón se quedó en Moscú. A comienzos
de 1926, Rilke ya era un recuerdo más de lo perdido para Leonid y su familia,
lo daban por largamente muerto cuando leyeron en un diario berlinés que el
poeta se aprestaba a cumplir cincuenta años en Suiza, honrado desde todos los
rincones de Europa. Leonid le escribió una carta (“¡Celebrado poeta, está usted
vivo! ¿Me recuerda?”), a la que Rilke contestó que no sólo se acordaba, sino
que recientemente había leído en una revista unos poemas singularmente
interesantes, traducidos del ruso, de un joven valor llamado Boris Pasternak.
Todo lo que Rilke amaba de Rusia estaba en esos versos y le daba especial
emoción que quien los hubiera escrito fuera aquel muchachito de nueve años que
en 1899 los había acompañado a Yasnaia Poliana, a ver al conde Tolstoi.
Leonid le mandó
la carta de Rilke a su hijo a la URSS. Boris recibió y leyó esa carta el mismo
día en que llegó a sus manos una copia de “El Poema del Fin”, escrito en el
exilio por una poeta de su edad llamada Martina Tsvietáieva, que se lo mandaba
a través de gente de su confianza. Pasternak idolatraba a Rilke, se regía
poéticamente por él. Y venía sintiendo una empatía cada vez mayor hacia aquella
mujer que en Rusia le era indiferente, pero de la que se había ido enamorando
por los poemas que le mandaba desde Francia, y que en aquel poema en particular
llegaba hasta donde él no había sido capaz de llegar. Pasó la noche en vela,
electrificado, y al amanecer saltó de la cama y se puso a escribir dos cartas
que dudo que otro poeta en el mundo hubiera sido capaz de escribir. Aunque la
información llegara tarde y muchas veces deformada en el camino, los que
estaban en Rusia mal que mal sabían qué hacían y cómo la estaban pasando
aquellos que se habían ido. Pasternak sabía que Tsvietáieva estaba más sola que
nadie en el destierro. Los emigrados la detestaban y en la URSS no la leían por
emigrada. Pasternak moría por los libros que Rilke ofrecía mandarle, pero sabía
que Tsvietáieva los necesitaba más. De manera que le pidió a Rilke que los
mandara a Francia, a la poeta Marina Tsvietáieva, que merecía más que ninguna
otra persona en el mundo estar en diálogo con él (“Yo sólo querría que ella
pueda vivir algo semejante a la alegría que, gracias a usted, se ha adueñado de
mí. Permítame considerar el envío de esos libros como su respuesta a mi
carta”). Rilke cumplió con el pedido. Los libros eran los Sonetos a Orfeo y las
Elegías de Duino, imagínense. Tsvietáieva creyó desfallecer, se entregó a una
correspondencia febril con Rilke, de la que nada dijo a Pasternak, aunque él le
escribía desde Moscú: “Quiere que lo visitemos en Suiza. Nos espera,
¿comprendes? Debemos estar juntos. El lo dice”.
A Rilke, en
cambio, Tsvietáieva le escribía: “Escucha, Rainer, para que lo sepas de
entrada. Boris te regaló a mí y en cuanto te recibí quise tenerte para mí sola.
No amo ni respeto el amor, la bajeza suprema del amor. No quiero ir a verte, no
quiero querer. ¿Qué espero de ti? Nada. Todo. El permiso para elevar la mirada
hacia ti cada instante de mi vida”. Rilke se estaba muriendo. Ocultaba a todos
su enfermedad, porque ningún médico sabía darle nombre (resultó ser una rara
forma de leucemia). A duras penas había resistido los fastos de su
cincuentenario, sabía que con las insuperables Elegías de Duino había concluido
su obra, se estaba yendo del mundo ya cuando apareció Tsvietáieva en su vida,
con su desbocada alma rusa regida por el amor hacia lo inapresable (“No vivo en
mi boca, quien me besa no me alcanza”). A pesar de que ya había dado por
concluida su obra, Rilke reunió fuerzas para escribir una última elegía, se la
dedicó a Tsvietáieva y después se murió, en los últimos días de diciembre de
1926. Tsvietáieva le escribe a Pasternak: “Ha muerto Rilke. Vinieron a
invitarme a una fiesta de año nuevo y me dieron la noticia. Eres el primero a
quien escribo este año que comienza. Oh, Boris, hemos quedado huérfanos, nunca
iremos a verlo. Ese lugar no existe más”. Pero no le dijo una palabra de la
elegía.
Pasternak recién
la leyó en 1959, cuando el hijo de Tsvietáieva se la mostró. Tsvietáieva había
vuelto a la URSS con sus hijos después de que se supiera que su marido
trabajaba para la policía secreta soviética. Cuando empezó la guerra, fue
evacuada junto a su hijo a la región de Elábuga (su marido y su hija mayor
estaban en los gulag, su hijita menor había muerto de hambre en el orfanato
donde la obligaron a dejarla). Un día en Elábuga le dijo a su hijo: “Mur, los
estorbos en el camino habría que eliminarlos”. El le contestó: “No estaría mal
pensarlo”, y se fue a dar una vuelta. Cuando volvió, encontró a su madre
ahorcada con el cinturón con el que cerraba su única valija. Mur había ido a
pedirle a Pasternak que lo ayudara a averiguar dónde habían sepultado a su madre
y recuperar sus restos. Lo único que recuperaron fue esa valija con el poema
manuscrito de Rilke adentro. Los especialistas rilkeanos no saben adónde poner
esa elegía rusa. Los hijos de Pasternak, en cambio, que juntaron todas las
cartas de su padre, de Tsvietáieva y Rilke en un libro, pusieron aquella elegía
al final, junto con el poema que Tsvietáieva empezó a escribir creyendo que era
sobre Pasternak y para Pasternak, y luego descubrió que era sobre Rilke y para
Rilke, a lo largo de aquel verano de 1926. El poema se llama “Carta de Año
Nuevo”. Al terminarlo, Tsvietáieva se lo envió a Pasternak, junto con estas
líneas: “Tú para mí y yo para ti nos volvimos poco a poco el amigo con quien
quejarse: me duele la herida, me quema la herida. Me eres tan necesario como el
precipicio para tener a dónde lanzar la piedra sin oír el fondo. Pero no
tenemos más que palabras. Estamos condenados a ellas”.
*
"Doblado
en sí mismo como un signo de pregunta.”
Luis Barroso
Descubrió la
ciudad
cuando el sol
todavía
goteaba
enfermos.
Injusticias
lo excluían del
mundo
se escondía
debajo del poder
para no ver el
pan.
Inmóvil como
una roca
sufría para
adentro
doblado en sí
mismo
como un signo
de pregunta.
Murió
en el latido
de una nube.
*De Ivana
Szac. ivapoetisa2012@yahoo.com.ar
-DEL LIBRO:
"GRITOS EN MIS OJOS"
-IVANA LORENA SZAC
(ARGENTINA)
Nació en Bs. As
en 1980. Es docente de nivel primario, titiritera y estudiante de la carrera
Bibliotecología. Durante varios años concurrió a distintos talleres de poesía
en la zona de Morón, Moreno y Capital Federal.
Publicó en
las siguientes Antologías:
"Manantial
de los Espejos" (1998).
“Gente de
Lunes”, Ediciones La Luna Que, 2006, 2007
“Antología de
poetas de Morón”. Edicion Pluma Gallo, 2009
"Una joven
maleta llena de hojas”, Editorial La Luna Que, 2012
"Poesía
bajo la autopista", Ediciones Clara Beter ,2012
"Bardos y
desbordes" Editorial Tersites2013
“Puente de
palabras X” Municipalidad de Rosario.
“Mujeres Poetas
del mundo” Tomo II, A cargo de Xabier Zusperregi. Mis poemas en las
páginas 95 y 247. Reseña bibliográfica en la pág.284
http://issuu.com/xjibe/docs/nuestras_poetas_del_mundo_ii.doc
Publicó:
"Gritos en
mis ojos" 2009,
Mujeres y
tabaco para la luna", 2012
Actualmente,
colabora con varias revistas literarias: Diario de los Poetas, La Bota
literaria, Con letras se vive, entre otras. Y coordina eventos
multipli/culturales con el nombre de “Poesía sin límites” en casa
Sic. Floresta.
Publica en
forma virtual en distintas páginas.
http://pablodebiaggio.blogcindario.com/
http://mispoetascontemporaneos2.blogspot.com.ar/
http://artesanosliterarios.blogspot.com.ar/
http://letradigitaluruguay.blogspot.com.ar/
http://con-fabulacion.blogspot.com.ar/2013/03/ivana-l-szac.htm
***
Inventren
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EMILIANO REYNOSO.
-Por Ferrocarril Provincial-
INDACOCHEA
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-Colaboraciones a
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Editor responsable: Lic. Eduardo
Francisco Coiro.
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Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada
con cooperación de escritores y lectores.
Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en
ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los
medios de comunicación.
Cuales son los ejes de la
propuesta?
Proponer el intercambio sensible
desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas
para pensar sin manipulación.