*Dibujo de Erika Kuhn.
Barco quieto*
a un dibujo de Erika
Kuhn
Cabeza abajo
voy,
eco en el eco.
Cabeza abajo el
sol
la luna, el
cieno.
Loca, estoy
loca,
dicen los que
dicen.
Llueven letras
del cielo
y mis espantos.
Prisionera en
la urdimbre,
cabeza
descolgada,
cuento grillos.
Boca adentro me
escurro,
soy el agua.
Por el caudal
que nombra,
que te nombra,
te traigo,
barco quieto,
a mis desvelos.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
COMO UN PEZ QUE CONTEMPLA LO INFINITO…
Una
conversación*
*SERGIO BORAO
LLOP. sbllop@gmail.com
KAFKA PARECIÓ
SORPRENDERSE un poco al verme.
—Creí que
seguías vivo —dijo sin preámbulos. El tuteo le salió natural, como si ya nos
conociéramos de antes, como si, en cualquier otro lugar o tiempo, tal vez
posibles pero inequívocamente teñidos por un aura de irrealidad, hubiésemos
sido amigos.
—Anoche, al
acostarme, lo estaba —respondí sin mucha convicción—. Así lo creo, al menos.
Como sabes, no es tan fácil fijar con precisión los límites entre un estado y
otro.
Se quedó
pensativo unos instantes. Luego sonrió levemente antes de volver a hablar:
—Probablemente
estás durmiendo y esto no es más que un sueño.
—Esa me parece
la explicación más lógica —concedí. Él sabía o sospechaba que no era eso: sólo
trataba de ser amable, permitiéndome a la vez tener algo más de tiempo para
adaptarme a mi nueva circunstancia. Pensé que ese gesto exigía de mí una
respuesta un poco más extensa—. Sin embargo, tampoco me atrevería a asegurar
que sea yo el que sueña. Como ambos sabemos, en este mundo gelatinoso el
cálculo de probabilidades no existe y nada es más cierto que su opuesto. Acaso
en realidad (si es que hay realidad) se trate de tu sueño y no del mío.
—Podría ser...
Aunque no recuerdo muy bien dónde leí, o escuché, que los muertos no soñamos,
luego si es sueño ha de ser por fuerza tuyo, salvo que haya un tercero en todo
esto y ambos no seamos más que meras formas que su delirio ha creado por
motivos que jamás nos serán revelados. Imágenes, sonidos, sombras que danzan en
la imaginación de un desconocido, sin esencia propia. Simples figurantes en un
teatro que nos es ajeno.
—Esa
descripción se asemeja bastante a lo que llamamos vida.
—Cierto. Y no
obstante...
Ambos callamos
durante unos segundos. Me miró sin sonreír, esperando mis palabras. Como si
todo estuviese ya escrito desde mucho tiempo antes. Dije:
—De cualquier
modo, sea sueño o no lo sea, y en el primer caso, sea uno u otro el soñador,
hay dos cosas que siempre quise decirte y éste me parece el mejor momento para
hacerlo. No sé si habrá otro. Quizá, después de todo, el que está soñando sea
un dios sin suerte, un dios anónimo que ve llegar su hora postrera y que, como
un último acto generoso, a modo de despedida, ha querido concederme este
instante y estas palabras.
—Habla pues. Te
escucho.
—Lo primero que
he de decir es que yo, que te he leído, sé cuál fue realmente el motivo por el
que ordenaste quemar tus textos. Mucho se ha escrito sobre ello, pero creo que
nadie hasta ahora ha mencionado lo esencial. Puesto que ambos sabemos de qué
estoy hablando y no hay aquí nadie más a quien pudiera interesar éste, nuestro
pequeño secreto, me parece innecesario dedicarle una palabra más —hice una
breve pausa, quizá algo teatral, para observar la reacción de mi interlocutor.
Kafka enrojeció levemente. Después se encogió de hombros y, adoptando una pose
un tanto patriarcal, dijo:
—No hay
escritor que no crea saberlo. Incluso la mayoría de los lectores silenciosos.
Cada uno tiene su opinión, todas igualmente respetables. Alguna de ellas, sin
duda, se acercará más o menos a la verdad, lo cual tampoco importa; si lo
miramos bien, verdad y mentira pueden ser sinónimas, sólo la perspectiva del
que contempla o escucha o lee cambia. Pero siento curiosidad: ¿Qué es lo otro
que deseas decirme?
—Lo segundo es
que, gracias a tus obras no quemadas, pude finalmente hacer caso al impulso que
desde niño me había estado empujando a escribir. No es probable que alguna vez
sepamos si esto fue algo positivo para mí o, por el contrario, una más de las
causas de mi desgracia, pero en uno u otro caso, así sucedió, y por ello, ahora
que tengo la oportunidad de hacerlo, te doy las gracias.
—Agradécele a
Max. Como ya sabes, yo había condenado a la hoguera hasta la última línea. Pero
no comprendo del todo bien el motivo de tu agradecimiento. Por un lado, me
parece que escribir no es algo que te haga demasiado feliz; por otro, tú mismo
acabas de decir que acaso el hecho de haberte decidido a emprender ese camino
pueda estar ligado a tu propia desdicha.
—Tienes razón.
Escribir no es algo que me cause una especial satisfacción. Si bien tampoco
puede decirse que me resulte detestable, en ocasiones llega a molestarme un
poco tener que hacerlo. Tú sabes a qué me refiero. Me alegra poder hablar de
todo esto contigo, porque a casi todo el mundo le resulta extraña, incluso
incoherente, la idea de que un escritor pueda no disfrutar con lo que hace.
Para la mayoría, esto debería ser una especie de juego o distracción.
—Es
comprensible. Sin duda, ellos no han padecido las pesadillas, la obsesión por
transformar lo indefinible en términos concretos, el irrefrenable impulso de
completar aquello que, aunque no lo sepamos, es, en esencia, incompleto…
Durante un larguísimo
instante escuché. Ni el más leve sonido perturbaba nuestra charla. Luego
respondí:
—Y sin embargo,
aunque intuyamos que hay vacíos que no se pueden llenar, no queda otra opción
que seguir en el empeño.
—El camino en
sí será suficiente... Creo que tú mismo dijiste eso o algo parecido alguna vez,
en un poema.
—Es posible. Ya
no me acuerdo —hice un gesto vago con la mano abierta—. Palabras escritas,
reflejo de palabras leídas u oídas, reflejo al cabo. No tiene importancia...
Pero me alegra que lo hayas leído.
—En realidad ya
no recuerdo si lo leí yo mismo o alguien me habló de él. Como puedes imaginar,
aquí todo resulta un poco confuso. En especial, los nombres. De hecho, no
conozco el tuyo —hizo un leve gesto de impaciencia—. Pero no hace falta que te
molestes en pronunciarlo; lo olvidaría en pocos segundos. Importan las obras,
los nombres son tan sólo una más de las muchas máscaras que solemos usar en
nuestro deambular por el mundo. Aquí carecen de importancia.
—El tuyo, no
obstante, ha perdurado. Incluso ha dado para acuñar un término, kafkiano, que
mucha gente utiliza sin el menor reparo, y en muchos casos de forma arbitraria,
aun desconociendo por completo tu obra.
—Mero
accidente. Reflejo de la superficialidad que gobierna las cosas del mundo de
los vivos. Más acentuada en tu época que en la mía, según he podido escuchar
por ahí.
—Creo que así
es. El culto a la apariencia nos ha llevado a valorar la forma y olvidarnos
casi por completo de lo importante. Somos, en esencia, lo que aparentamos ser.
Lo demás es abstracción, algo que no goza de la simpatía general.
Después de un
corto silencio, Kafka preguntó:
—¿Cuál sería
entonces la razón que te impulsa a escribir contra viento y arena, según tu
propio testimonio?
Uno nunca está
preparado para una pregunta como ésta, pero por alguna razón, no me incomodó.
La respuesta surgió de forma natural, sin siquiera pensar lo que estaba
diciendo.
—No es fácil
saberlo con certeza. Yo mismo me lo he preguntado muchas veces y no me atrevo a
afirmar que conozca la respuesta. Podría inventar algunas explicaciones más o
menos verosímiles, pero ninguna de ellas sería del todo cierta; como mucho
servirían, quizá, para mitigar la incomodidad de algunos lectores y disimular
vagamente la impenetrable verdad. Sólo puedo decir que, mientras escribo, hay
momentos en que estoy fuera del tiempo. Mientras eso dura, presiento que soy
inmortal, invulnerable. Aunque entonces se viniese todo abajo, el verso que
acabo de terminar es único y es mío, y yo suyo. Sólo por un instante, algo trasciende,
va más allá del mero devenir inconsistente de esta parodia que habito o que me
habita; por un instante, o una mera fracción del mismo, hay un resplandor. El
mundo, durante esa millonésima de segundo, parece tener un sentido. Ahora
mismo...
—¿Ahora?
¿Estás, pues, escribiendo en este momento?
—En este sueño,
si sueño es, escribo que tiene lugar esta conversación. Tal vez en otro seas tú
quien dialoga con el fantasma de un oscuro autor no nacido. Si hay alguien más,
tal vez sea ese alguien quien finalmente cuente que tú y yo, en un tiempo
inconcebible, brindamos en algún lóbrego bar de una ciudad que ninguno de los
dos conoció en vida.
—Sea como
dices, pero ahora ¡despierta! Está
amaneciendo.
TRES ESTACIONES
Y UNA MENOS*
Es de noche y
hace frío.
El hombre
mastica escarcha.
En sus manos
tiembla el viento sur.
Es interminable
el camino de la soledad.
Es de día y el
calor es bochornoso.
La boca de la
mujer es un desierto salino.
El viento zonda
se enrosca en sus pies.
El camino de la
soledad termina en el horizonte.
El hombre
entibia su boca en colinas pródigas.
Su cabeza
descansa en valles fértiles.
La mujer
refresca su boca en el pico de un pájaro.
Sus cabellos
mojados se adhieren a su rostro.
El hombre y la
mujer exploran.
Una geografía
de carbón y obsidiana, los alberga.
El camino de la
soledad es una anaconda quieta.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
¿SE MUERE DE
ESO?*
*Por Miriam
Cairo. cairo367@yahoo.com.ar
En esta rodaja
de longitud del planeta el disco se ha acabado. El baile terminó. ¿Se muere de
eso?
Las nubes
femeninas tienen hijos tormentosos. Es un momento difícil, como para salir
huyendo.
Tu mano
escribe, en sueños, palabras que nadie dice. Ensaya un proceso de fragmentación
geométrica, una escritura que se zurce a sí misma y se contempla. Sólo se
necesita tu corazón para entenderlo.
No escuchás
otra cosa. Cuando parece que oyeras algo, no escuchás nada. Ni las risas, ni
los motores de los autos, ni las hojas que caen del árbol, ni el traqueteo de
los tacones en la vereda, ni el golpeteo de la lengua en el placer. No estás
acostado, no lográs hacerlo. Una cama no es siempre una cama. Se puede morir de
eso.
Los edificios
ya no tienen forma de edificios. Sobre ellos hay una nube negra y no se parecen
a nada conocido. Los edificios dejan en sombras todo lo de abajo. Es posible
que recuerdes tu miedo. Como te acordás de la piel y de la suavidad dorada que
todavía no has tocado. Es extraño el recuerdo.
Cada día te
sorprende más esa capacidad de recordar todo lo que sucederá en el futuro. Se
puede vivir por eso.
Dejás que las
palabras lleguen por iniciativa propia. El sexo como una daga que busca muerte
y no encuentra. La daga lustrosa no se atreve a matar.
Tiembla oscura
y sola. Te quedás bocarriba en la cama y soñás fracciones de segundos cortados
hasta el infinito por el puñal infinito.
Aunque parece
que oyeras no escuchás que alguien recita versos de Machado.
Versos que ya
han sido repetidos y no volverán a aparecer por propio impulso. No escuchás
pero sabés que hay tantos versos como personas existen.
Versos pequeños
como un dolor en el corazón. Versos que han transmutado la realidad.
Desde donde
estás, la única banda sonora es la del silencio. La calle tiene comportamientos
nocturnos. Con cualquier pretexto dejás entrar en tu recuerdo el fuerte aroma
de la noche recalentada por la luna. Los que habitan en esa calle, en esa casa,
en ese recuerdo, tienen algo difícil de evitar.
Estiradas
sombras contra un furor posible. No se puede hacer nada sino dejar que el
cuchillo se hunda cada vez más en su recuerdo. No es tu culpa que desees la
muerte y la vida al mismo tiempo, en la misma franja horaria, en esa rodaja del
planeta. El amor podría comenzar allí: en estiradas sombras contra un furor
posible.
Cerrás los ojos
como un ciego. Estás solo en tu imagen. Con tus manos de escribir palabras que
ya nadie escribe sostenés el músculo que tiembla.
Alrededor del
hueso ese sueño que se llama nosotros tiembla. Habrías podido no nombrar el
mundo, ni soñar el sueño, ni extender los brazos bajo una media luna. Incluso
habrías podido no dar pasos en una pista de baile pero la música del recuerdo
es continua, de único flujo, es la inmensidad. Y el corazón está tan abierto
que se escucha el roce continuo de la ciudad contra la ventana, justo ahora que
estás tendido en la cama bocarriba.
En este preciso
instante, sobre esa faz de la tierra decidís no eternizarte solo en este
planeta que gira solo. Te ponés de pie como un árbol y caminás por toda la
habitación dando un paso hacia la luz y otro hacia la sombra, con el puñal
desnudo deseoso de matar y morir.
No existe
ninguna razón para excluirte de muchas cosas inciertas que están por venir.
Luego, de
repente, vuelven los ruidos de la calle a mezclarse con esa música americana y
con la suavidad y con la desesperación de la felicidad de la carne que sueña.
Poco a poco se convierte en algo como una sinfonía, y a la vez en un canto
personal, hecho a la viva imagen de una intemperie.
Tal como siguen
las cosas, todas las películas que has visto no te sirven de nada. Todos los
libros que leíste no te sirven de nada. Todas las canciones que escuchaste no
te sirven de nada. Ese adjetivo donde crecía hierba no sirve de nada. El puñal
desea matar y morir con los ojos abiertos. Se puede morir de eso. Morir hasta
la delgadez atómica y juntar el polvo de los huesos, lejos de la ciudad siempre
invisible, siempre exterior. Sólo se necesita tu corazón para entenderlo.
EN EL CENTRO
DEL MIEDO*
Sabes amor,
creo que ha llegado el olvido
Trae su
carro cargado de estiletes.
No me muevo ni
muestro el centro de mi miedo
Arden los
leños, el ojo piensa y la espalda descansa.
Ninguna
golondrina ha de regresar a su nido.
Se aleja la
rivera y el camaleón se acerca
Y alguien me
musita que es el alba y aun aúllan mastines
Las hojas
lloran, renacidas ante el desvelo de palomas.
Tengo sed. Solo
eso y de ello vivo.
Hay
un llanto gastado y tiene sus luces apagadas.
Y la
lluvia agoniza en las líneas de tus ausentes manos.
La abeja aun no
dice en que orilla está el néctar y donde la cicuta.
Nadie me ha
enseñado cual es el horizonte de tu olvido
Tengo la forma
que me han dado sus manos.
Y el cántaro
esquiva la fuente y el dintel.
Y crece la pena
y renueva el latido.
Temblorosa, se
enciende la latitud del viento.
Y soy lapida y
floresta. Y fabula de arena.
Y otra vez la
insistencia de sal en la garganta.
Países tan
azules y pliegues en la almohada.
Y tus
olores y tus silencios y tus vahos.
Sabes amor,
creo que ha partido el olvido.
Abro los brazos
y en el centro del miedo, te cobijo.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Senos de
tahitianas*
Se diría que
los recuerdo
y que hasta
estuve allí
Me exhibía
entonces al natural
con ellos todo
es más simple
Al ciudadano le
di
el olivo que es
el olvido
Mis
construcciones insistían
en situarme al
fresco
Descalzo, mis
valores de siempre
tendían a
disiparse
Al náufrago le
cabía
pintar y amar
*De Rolando
Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
Pictórica. 4º
Edición. La Luna Que. Buenos Aires 2011
*
en cuanto a mí
no pido nada
una mesa con
libros
un mate
un termo
eso me conforma
me alcanza y
sobra el olor
a página vieja
para quedarme
quieto
como un pez que
contempla
lo infinito/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
*
La locura es el
único tema literario, es decir la desmesura, el lenguaje roto, lo extremo del
Mal-Decir, el quiebre de lo irrisorio que es la costumbre, o como diría Borges:
la inminencia de la revelación que no se produce.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
***
http://inventren.blogspot.com/
El Sur
(Dudignac)*
Podría abrir
los ojos, encogerme de hombros, decir: “no sé qué estoy haciendo aquí”. Y sería
verdad, al menos parcialmente. Toda verdad es incompleta, eso lo sabemos.
Porque el conocimiento de nuestra propia realidad también es parcial. Verdad es
que nunca antes había oído esa palabra, pero no es menos cierto que escucharla
me trajo, de repente, imágenes de un tiempo ya pasado, de un lugar nunca visto,
de una música extraña…
Creo que lo
dijo Urbano Powell, una tarde imposible, mateando. Aunque ya no sé si es
recuerdo o presunción. Evoco la palabra: “Dudignac”, una voz pronunciándola, el
tenue escalofrío que mi cuerpo sintió… Otra voz, no la primera, apuntó: “eso
está en Europa, en Francia, en el sur”, y la primera voz, tranquila, replicó,
“no, ché, eso está aquí mismo, a poco más de 300 kilómetros de Buenos Aires,
cerca de Nueve de Julio. Es un pueblito… y bueno, también es una estación abandonada…”
un silencio expectante, un leve carraspeo “de aquellas del Midland, ya sabés”.
Y yo, que
escuchaba en silencio, con el corazón encogido, no sabía, pero… supe.
Supe que tenía
que ir a esa estación, y no, no me pregunten, porque aun hoy, aquí sentado,
todavía no tengo una respuesta… No podría precisar tampoco los acontecimientos
que siguieron. Todo fue un vértigo de acciones sumidas en la niebla. Sé que
hablé con personas a quienes no conocía, que acumulé datos innecesarios, que
hice preguntas cuya respuesta en realidad no me importaba, porque desde el
primer momento, desde que aquella voz pronunció esa palabra, yo sabía que un
día mis pies se posarían en la antigua estación abandonada, en ésta en la que
ahora me encuentro, viviendo en primera persona esta historia que ni siquiera
yo comprendo…
El verde tiene
muchos tonos, hay muchos verdes, pero el sur francés es otra cosa. No lo sé yo,
yo nunca estuve allí, nunca salí de esta tierra que a veces me resulta
inhóspita, pero a la que, sin saber muy bien el motivo, no puedo dejar de amar…
Yo no lo sé, repito; pero lo sabe él: ese hombre que escribe, ese hombre que
está escribiendo estás líneas, alguna vez estuvo allí, en ese sur plagado de
colinas verdes y valles inmensos que su palabra inhábil no alcanza a describir
de forma precisa…
Pero yo no lo
sé, yo nunca estuve allí. Sin embargo, si cierro estos ojos, testigos de la
infamia de más de medio siglo, que sin querer mirar lo han visto casi todo… Si
aquí sentado cierro los ya cansados ojos y dejo que mi mente vague libre, puedo
sentir el olor de esos viñedos que no son de estas tierras; puedo percibir, sin
ver, esos árboles verdes, ese césped que es casi un resplandor a ras de suelo,
los diminutos pueblos que adornan las laderas. Pero si abro los ojos, si cedo a
la tentación de lo real (pero ¡qué sabemos en el fondo si es, en verdad,
real!), vuelvo a estar aquí en Dudignac, una vieja estación abandonada por la
que ya no pasa el tren; o tal vez sí: un tren fantasma que no conduce a ningún
sitio, sólo al recuerdo de otras gentes que están lejos de aquí, allende el mar
y el tiempo, escribiendo palabras que yo no entendería.
Allí, en ese
otro lado, en ese otro sur que nunca vi, la estación tiene vida. Hay viajeros
que esperan, viajeros que conversan, viajeros solitarios que no saben muy bien
cuál será su destino (si lo miramos bien ¿quién sabe, en realidad?). Hay
funcionarios con sus uniformes un tanto gastados por el uso, hay maletas,
cigarrillos, un viejo reloj, expectativas… Acaso alguna vez, ese hombre que escribe,
estuvo en tal lugar, acaso él escuchó la música que ahora, sentado en este
banco con los ojos cerrados, me parece evocar.
Con los ojos
cerrados se siente un viento fresco, la caricia del sol en pleno rostro, ese
sopor me lleva hacia lejanas fechas, me invaden los recuerdos de aquella
primavera (¿qué primavera? pienso) Aquella primavera que es mi otoño, tal como
siempre fue. Con los ojos cerrados casi puedo sentir el temblor de la tierra,
el sonido lejano de un tren que va acercándose, las voces que resuenan
alrededor de mí…
Y aunque sepa
que por aquí no pasa el tren desde hace más de treinta años, es tan grato
dejarse seducir por esa magia… Tal vez sólo por eso, permanezco sentado en este
banco, con los ojos cerrados, aguardando en secreto la llegada del tren, ese
tren que es tan sólo una esperanza, la inverosímil fantasía de un alma que
dormita.
Y entonces, él
también, ese hombre que escribe, puede cerrar los ojos; allí parapetado tras su
mesa, puede cerrar los ojos, recobrar ese olor casi olvidado, sentir la
emanación de los viñedos, las voces, las campanas, y retornar al día en que
llegaba el tren que no pudo tomar en su lejana Europa (ese tren que había de
conducirle a su destino). Nada importará entonces si el nombre no es el mismo,
si es apenas el eco de una voz junto al fuego, una simple palabra que se quedó
prendida en el alféizar gris de esa ventana que algunos llaman alma. Tal vez
así los dos: ese hombre que sueña (si es que es él, el que sueña), y este
hombre que espera (si es que soy el soñado) podamos al final entremezclar
nuestras ficciones: su Sur con este Sur, el mío con aquel que nunca he
conocido.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
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http://twitter.com/S_Borao_Llop
Próxima estación para escribir:
J.J. ALMEYRA.
Estaciones literarias por visitar en el Ferrocarril Midland:
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
-Próximas estaciones literarias por visitar en el ferrocarril
Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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