*Dibujo de Erika Kuhn.
Descubrimiento
del polvo*
Llueve en mi
ciudad.
En la que
traigo dentro.
De la que no
puedo
decir su
nombre.
Justo ayer le
abrazaba
mientras sus
riachuelos de mugre
nacían y se
alejaban de mí,
intrusa retama
de tu ventana.
Así nació tu
espera,
mi encuentro,
nuestra
llegada.
Otra vez eres
tú
por donde
deambula extraviada
la mirada de
todos los días,
con sus rostros
de animal
soñado por el
televisor:
majestuoso
alebrije
de tecnología e
internet,
maldito avaro
de tus sueños:
no comprendo
cómo aún
retienes tu
nombre.
Llueve en mi
ciudad.
En la que
traigo dentro.
De la que se ha
perdido
el mito de su
creación
en la memoria
del gallo
que ha caído en
la sartén.
A la que ayer
abrazaba
mientras sus
inmundas historias
llenaban
charcas
que mañana
evaporan
sin que en un
libro
quede registro
de sus nombres,
tan sólo un
relato estúpido
donde se leerá:
“Ciclo del
Agua”.
Llovemos a
cántaros,
sin terminar de
caer algún día:
coloides en el
tiempo,
en tu piel,
en tus plumajes
de ciudad.
*De hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
¿O SERÁ LA ESPERANZA UNA UTOPÍA MÁS?
TRAMAS*
“Ningún cuerpo
es tierra firme”, escribe mi amigo, el poeta Jorge Boccanera. Este verso, limpio
como una espada pertenece a su último libro, el mejor de todos, y se llama
“Monólogo de un necio”. Los textos que ha escrito mi amigo son impecables, como
lo es mi memoria hecha de amaneceres aún no resueltos. Como éste en que escribo
en el indeciso claroscuro del alba, cuando la ciudad se recuesta con letargo y
pereza sobre su río, que no nos tiene en cuenta.
Pienso que debo
tirar pacientemente del hilo que se asoma incipiente, laxo, como si
durmiera bajo aquella frazada de trama basta, gruesa, cuyo origen era
seguramente extranjero, la habrían tejido las manos de alguna bisabuela
desconocida o tal vez una que sí conocí, breve como una pasa de higo o un
ramito tembloroso de ramas secas y que tenía casi cien años y que fue traída
por tío Nuncio luego de la Guerra. Se llamaba Dominga y era madre de mi abuela
materna, andaba como perdida y perdida estaba en mí, en mi memoria pero ella no
estaba perdida y hacía esfuerzos por aprender el idioma de un país desconocido
pero generoso. Habría sido ella quien tejía esas frazadas. No lo sé. Ni tengo
ya a quien preguntar ahora, me basta con arrebujarme en ese calor que me
defendió del frío helado en os tiempos ya lejanos, por no exagerar y llamar
remotos. Pero ese hilo descubre otras tramas, que no son de gruesa lana, sino
que se entretejen en un relato. Ese relato es tal vez el descubrimiento de una
pasión que empezó como un juego, pero que devino en mito y cuando escribo esta
palabra llego blandamente al gran piamontés, sí adivinó lector, y voy a
escribir su nombre: Cesare Pavese, un gran escritor, inimitable.
Y mi relato
tiene que ver con un paisaje que para muchos no es paisaje, y se trata del
escenario abierto que muestra la llanura. Esos grandes espacios abiertos que
supieron ocupar las mariposas, las abejas y los pájaros sobre otro verdor, el
que conlleva el recuerdo y el que no volverá.
Qué poca cosa y
cuánto puede conjurarlo, quiero decir que para eso tenemos la palabra. Con ella
hacemos lo que podemos, ya lo dijo Borges, uno no escribe lo que quiere sino lo
que le es deparado, entiendo que habla de limitación y no de disponibilidad ni
destino, ya que otro poeta, Leónidas Lamborghini aseveró con respecto a la
creación: “las intenciones son enormes, los resultados son deformes”.
Buscar esos
hilos sueltos, es decir los de la memoria, hacen que la ventura sea posible
seguir nuestra ambición que la modestia esconde.
Y si pudiera
describir aquellos amaneceres donde las tropillas rompían con sus cascos la
escarcha dura sobre los campos, o los potros intentaban saltar los alambrados
podía ser un poco más feliz. O poder recuperar esa sombra donde el amanecer era
una promesa aún y se enfrenaban los caballos para atar a los arados, y de
sus bocas brotaba un vaho que mojaba sus belfos babeantes y alguno todavía
permanecía dormido, como ese niño que salía al patio con un poncho sobre el
hombro para ver esa tarea que lo fascinaba, hasta que alguno de los mayores lo
introducía en la cocina para que sus narices recibieran el olor maternal del
café con leche, esos grandes tazones inolvidables, ya que nunca más supe por
qué en las chacras de entonces se usaban esos recipientes con la leche gorda,
recién ordeñada, mezclada con el café bien caliente, y el pan
recién horneado que acompañaba ese desayuno que se quedó solo y firme,
imbatible en el principio de los tiempos.
El relato
entonces tiene sentido, cuando es capaz de tirar ese hilo perdido en principio,
olvidado, pero que un acto casual lo trae al presente con su carga de placer
pero también de dolor, porque está irremediablemente escondido hasta que uno
tira una hilachita y lo tare al presente.
Pero sabe que
nunca será igual, porque la memoria es traicionera e infiel.
Y ya sabemos
que para todo hay que pagar un precio y como bien escribe mi amigo Jorge
Boccanera:
“El precio es
lo de menos
todo cuesta la
vida”
*De Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
TAREA*
Armar de nuevo
la geometría
de la soledad
coser sus
aristas deshilachadas
limar sus
contornos astillados
armarla con una
esperanza
apta para
enfrentar la realidad
- a pesar de la
mariposa
empecinada tras
la frente -
y ganarle a las
sombras
cuando la luz
del día
y de la verdad
se van...
¿O será la
esperanza una utopía más?
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Nacemos
destinados a la
orfandad.
Todo
lo que amamos
nos será,
inevitablemente,
arrebatado.
Tal vez,
porque llevamos
en la frente
la marca del
desamparo,
algún dios
misericordioso
nos dejó
conocer la pasión.
*De MARIANA
FINOCHIETTO. mares.finochietto@gmail.com
Biblioteca,
cuerpo, casa*
Los
libros se aduelan de la casa que es como un adueñarse con pena porque son
nómades, libres, no esperan ser amos, les gusta desparramarse como el
agua, van desde la multiplicidad hacia las manos y los ojos
y se derivan en tiempo, azar, deseo, memoria. Hay una biblioteca que
sube escalón por escalón a la promesa del cielo, siempre incumplida.
Estantes blancos que abrazan los vacíos. Mis libros preciados, están
adelante, enfrentados con el jardín, abriendo diálogos vegetales. Se
cuentan un origen común. En ese espacio (que es como un balconeo de
cuerpo femenino nutricio) están los libros que hablan sobre
libros, miniaturas de cuentos, fragmentos y esas lecturas de placeres
textuales. Los que producen cierta exaltación, van y vuelven, a la cama,
al sillón rojo del dormitorio. Hay varios en juego, para tocarles las
páginas hasta que suelten un olor, un secreto, una caricia. Son los elegidos
que comparten ese amoroso abrazo con la biblioteca del dormitorio, la de
adelante se pronuncia, me incita. La de atrás, poesía la del
consultorio, psicoanálisis. La de otro mueble biblioteca, temas
sociales, los libros del ausente, sus marcas, los que nunca
leí. Hay una biblioteca, viva, vital y otra que casi no se toca y
otra más, detrás de un mueble como un secreto inmovilizado, mudo. Porqué
dejaremos en la oscuridad ciertas zonas, ciertos libros, en este caso la
dificultad de acceso parece justificarlo, aunque lo perdido, lo
soslayado, no siempre tiene lógica. Pensarlo angustia, esa ciudad que no
vimos, el lugar al que no llegamos, lo que ya no conoceremos. Los
oscuros- claros, la civilización y la barbarie, el cerrado espacio sin salida.
Del lado de la luz, la mesa con su mantel bordado de flores de Guatemala tiene
cajitas que guardan poemas y pequeños textos que convido como
bombones. En un labrado porta Corán se ofrecen
servilletas y poemas, asoma un
Borges dando inesperados giros. A veces, a cierta
distancia, me parece ver un barco entre los libros .Me gustaría tomarlo,
escribir lo que queda del día, navegar ese mar de lenguaje y convidar.
Convidar palabras, muelle, mórbido, huella, preciosa, almohada, hada, Alhambra
como un palacio de las 1000 y una y contar, leer, escribir, infinitos cuentos.
Una noche más para gozar de la felicidad clandestina de los libros que se
pierden y recobran. Una noche más, que han quedado tantos sin leer en los
recovecos de mi propia casa .Una noche más.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
XXXVI *
Si solamente
fuese
la sed lo que
nos dieron,
la
extraordinaria sed.
Pero no,
qué hacemos en
la vida
quién nos dice
qué hacemos con la vida
sabiéndonos en
la otra orilla.
*De Valeria
Pariso.
-Poemas del
libro "Paula levanta la persiana" (Ediciones AqL)
Lluvia*
perfil de agua
no tienes otra
suma
que unas gotas
de lluvia
y yo, aquí,
tercamente
esperando tu
sol
escribiré por
ti
un pobre verso
roto
que huela a
despedida
y a añoranza
un verso
que te borre
del alma
si es que
existes
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
*
Habría que
inventar un nuevo amor que estuviera por encima de la posesión, el ego y el
desprecio.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
http://inventren.blogspot.com/
(De la Estación
Andant – Ferrocarril Midland)
FOTO*
La foto, en apariencia, no tiene
nada de especial. Y sin embargo, la miramos. Sin saber muy bien el porqué. La
ausencia de color nos hace suponer que es antigua; también el hecho de estar
rasgada en algunos puntos y arrugada en otros. Los años han gastado las
esquinas; en una de ellas, arriba a la izquierda, falta un trocito minúsculo,
tal vez demasiado pequeño para afirmar que la imagen está incompleta. Al
mirarla por primera vez, se tiene una ligera sensación de frío, tan leve que
casi no la percibimos. Sólo más tarde (pero ¿cuánto más tarde?) seremos
conscientes de ello.
Muestra un pequeño edificio de
una sola planta, con una especie de porche o tejadillo exterior que da a un
andén. Sabemos que es un andén por la presencia de las vías en la parte inferior
de la imagen. La conclusión resulta obvia: El lugar es una estación. En un
lateral del tejadillo hay seis letras que nos indican el nombre, seis
mayúsculas irrebatibles: ANDANT. Quizá sea esa media docena de letras, que
parecen un tanto anacrónicas, lo que nos perturba ligeramente. O el color
apagado del cielo, en el que, sin embargo, no se aprecia nube alguna. Lo cierto
es que nos asalta una sensación desagradable que, por otra parte, no nos impide
seguir mirando la foto; acaso anhelamos encontrar eso que nos molesta un
poco no saber definir o señalar con precisión.
La visión de líneas paralelas
sugiere el infinito. Aquí, las vías quedan bruscamente cortadas en los bordes
izquierdo y derecho de la foto, negando con violencia esa abstracción,
segmentando una mínima parcela de realidad -o de ese conjunto de percepciones
que llamamos realidad. En el andén hay seis personas. Posan (la contemplación
de una foto puede llevarnos por caminos un tanto sinuosos e intrincados;
hacernos pensar, por ejemplo, en la actitud del que posa, en la perpetua
repetición de ese momento, en la pavorosa idea de que toda la vida es pose).
Cinco de ellos miran directamente a la cámara. El otro, el primero por la
izquierda, está con los brazos cruzados y parece tener la vista clavada en un
punto inconcreto, hacia la derecha del fotógrafo. Nos incomoda ese detalle
(¿porque insinúa una ruptura, un desorden?). Nos incita a preguntarnos qué está
mirando exactamente. ¿Por qué no hace como todos los demás y simplemente fija
la vista en el centro? (si es que el ojo de la cámara es el centro, si podemos
atrevernos a presumir la existencia de un centro) ¿Qué es eso que está ahí,
fuera del ámbito de la foto, y qué significa esa mirada y por qué los otros no
ven lo que él está viendo? Podría pensarse que sólo es un gesto, una pose
diferente, una obstinación lícita en no mirar directamente al ojo de la cámara,
y tal vez no sea otra cosa, pero nos desasosiega un poco esa asimetría.
-Cabe preguntarse si en
realidad tenemos derecho a asomarnos a una foto. No me refiero al vistazo
casual o efímero, al frívolo escrutinio de un momento, que con frecuencia
provoca una sonrisa o un rechazo o mera indiferencia. Hablo de mirar una foto
como quien mira un cuadro, durante un tiempo que no se puede medirse con cronómetros
o calendarios, el tiempo dúctil de quien pinta un atardecer a lo largo de
infinitos atardeceres o el de aquellos que esperan, agazapados durante toda su
vida, el instante exacto del resplandor que les justifique. Esa contemplación,
que en el fondo es una búsqueda, ¿no sería una forma de intrusión en ese otro
orden que nos es ajeno? ¿No serán, pues, nuestros ojos invasores -camuflados
tras el objetivo y el tiempo- lo que miran esas cinco personas, preguntándose
acaso el motivo de tal insistencia?
La wikipedia nos cuenta que hace
más de treinta años que por ahí ya no pasa el tren y que en Andant, el pueblo,
apenas quedan cuarenta habitantes. Visto desde lejos, sólo son cifras. Pero la
lenta despoblación de todos estos lugares nos da qué pensar. Pensamos, por
ejemplo, si eso que mira el primero de la izquierda, eso que
parece estar un poco a la derecha del fotógrafo, ligeramente a la derecha y
hacia arriba, no será lo que, sin ruido, sin que casi nadie lo perciba, va
limando con paciencia los bordes de las fotos, oscureciendo los paisajes y los
rostros, devastando, centímetro a centímetro, los campos y las calles
asfaltadas, terminando poco a poco con la vida en los pueblos y devolviendo al
desierto lo que, acaso, siempre fue del desierto.
-Y así, la inmovilidad de la
foto desborda el ámbito del papel y se expande implacable por la realidad (por
este lado de la realidad). Pienso que debería ponerme de una vez a escribir
algo sobre ella. Pero no se me ocurre nada. La tengo ahí, delante de mis ojos,
dejándose mirar mansamente, permitiéndome atisbar cada detalle, acaso
contemplándome, o contemplándose a sí misma a través de mis ojos un poco
cansados. Y yo no puedo hacer otra cosa: sólo mirar la foto y dejarme contagiar
esa parálisis, esa suerte de espera; inmóviles ellos en su perpetuo instante
desgajado para siempre del tiempo; inmóviles todos en nuestro diario periplo
por las avenidas de la rutina; inmóvil yo en mi celda sin barrotes; tanto, que
ni siquiera me molesto en girar un poco la cabeza, en mirar de reojo hacia
atrás, a mi derecha, donde sé que se arremolina en silencio, expectante, eso
que está mirando, desde la lejanía y el pasado, el hombre de la foto, eso que
siempre ha estado ahí y que no puede verse; que nadie puede ver sino a través
de un reflejo, una señal inequívoca en los ojos asombrados de otro, una sombra
difusa atravesando océanos y décadas.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
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JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO
A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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