*Dibujo de Erika Kuhn.
El hombre
invisible*
Más allá
del río
encontré
a un hombre
mirando
el agua.
“¿Ha oído
hablar
de
Trapalanda?”,
pregunté.
“Sí,
pero no la verá
nunca
hasta que
dejemos
de ser
invisibles.”
*De Robert Gurney. bob@verpress.com
-Poemas a la
Patagonia, 2004 y 2009.
HASTA QUE DEJEMOS DE SER INVISIBLES…
La mitad de mi
silencio*
Llévate la
mitad de mi silencio.
Y al cabo de
los días
-cuando tú lo
decidas-
arrójalo a
campo abierto
contra el
verde,
contra el cielo
contra la línea
azul del horizonte
hasta
deshacerlo.
Tal vez elijas
la hora mágica
-que la hay, te
cuento-
en que Dios
baja a buscar
los
pensamientos de los hombres
para comprenderlos…
Llevaré en la
garganta
la otra mitad
de mi silencio.
Intentando
decir lo que no puedo.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
-De “Tiempo
Alfarero”
*
¿Quien tiene
la llave de la
celda
que está dentro
de tu mano?
*De Valeria
Pariso.
- “Del otro
lado de la noche”, El Mono Armado.
La melancolía*
La melancolía -
La niña era hermosa también,
Es para la
gente grande – Afirmo con madurez.
La observé
jugar, bajo la lluvia, entre tréboles,
intuí que en un
rincón de mi certeza, ella reía.
Hay tormentas
que son bocetos de la locura,
jirones de
angustia derivando hacia el caos.
Como lágrimas
en movimiento, como lluvia,
envestimos la
tristeza y nos hacemos únicos.
Un día, casi
olvide el sueño imposible de Dalí,
la pesadilla
desierta del cazador de mariposas.
Soporte hasta
el amanecer la espina en mi pie,
luego solo
quedo el regusto a sal, en mi boca.
Muchas veces
soy dueño, y a la vez prisionero,
de una
serenidad, que en verdad, no dispongo.
ciertas veces
el delirio está en otra parte, lejos,
detrás del
maquillaje, perteneciente a otros.
Me dijiste que
amanecerías desde el silencio,
aunque yo,
agotado y dueño de mil sueños,
me durmiera
ante de las lámparas del día.
No supe niña,
si huías de mi o de tu sombra.
La melancolía -
Escapo de mis manos la niña
la promesa, la
sirena incauta, solo un sueño.
Debí lucir allí
mismo el llanto en mis ojos,
el día aquel,
en que llovió hacia los cielos.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
Hasta Luego*
La abuela se
moría. Había entrado al sanatorio y sabíamos que de allí su única salida sería
hacia la sala de velatorios. Estábamos tristes pero era muy anciana, el
cuerpito abultaba ya lo que una niña pequeña debajo de las sábanas, la vida se
le había dado con generosidad y la partida era dolorosa pero no trágica. Cosas
que deben suceder, aceptábamos su pronto fallecimiento con esa facilidad que da
la vejez, cuando esa vejez que justifica la resignación es de otro.
De las sábanas
blancas asomaba la cara arrugada, unas manos pura vena azul y huesos frágiles.
Cuando la ayudaba a incorporarse en el lecho, era tan leve. Molestaba el olor a
comida hervida y el cloro de los pasillos, pero no parecía mal lugar para
dejarse resbalar en la muerte. Estábamos todos, turnándonos para acompañarla,
secretamente aliviados cada vez que finalizaban las horas estipuladas y no nos
había tocado el momento aciago.
Yo, cada vez
que sorteaba la puerta, sentía que había tenido la gracia de no ser quien
recibiera el dudoso don de anotar la última imagen de vida y la primera de
muerte.
Sabíamos que a
lo sumo serían dos o tres días. No había retorno, y ella también lo sabía pero
lo callaba para no apenarnos. Le comentábamos el cumpleaños del Juanchi,
matizábamos la espera de lo inevitable narrando nimiedades y evitando alusiones
al futuro.
Parece que si
uno está enfermo de cáncer es algo superfluo enfermarse de otra cosa, resfrío
por ejemplo. Nos han enseñado en la literatura que si una mujer sufre por su
amado no puede justo en ese momento apretarse el dedo con la puerta. No es
elegante, enturbia el relato.
Sin embargo la
vida esquiva las sutilezas narrativas, y estábamos de duelo prefigurado por la
abuela cuando ocurrió la muerte súbita de mi padre.
Víctima de un
ataque cardíaco, mi papá, único hijo, debió ser velado antes que su madre. Eso
no debía ser, no casa en la línea histórica que la madre sobreviva a su hijo, y
que las muertes contiguas no guarden la lógica acostumbrada.
La familia se
dividió entre el sanatorio y el cementerio, la abuela seguía con su tranquila
agonía en la sala siete, maquillamos las lágrimas para que no tuviese que
llorar al hijo. No le dijimos nada.
Con ingenuas
poses actorales continuamos la farsa de lo cotidiano, esperando el final para
poder entregarnos a los duelos. No fue fácil.
La ancianita se
consumía, se apagaba modestamente. Le habíamos evitado sufrimiento, y eso nos
tranquilizaba.
La mañana del
último día mi madre entró a la habitación. Llevaba un camisón recién planchado,
una botella de gaseosa, pilas para la radio que acompañaba el tiempo sobre la
mesa de luz, una sonrisa impostada cubriendo su recién estrenada y todavía no
asumida viudez. Esa noche había llovido, lo recuerdo, y sus zapatos hacían un
ruido que sobre las baldosas imitaba el de las zapatillas de básquet en el piso
de madera de una cancha.
Yo había velado
el sueño de la abuela en una silla incómoda, había dormido mal, estaba un poco
somnolienta y levanté la cabeza precisamente por el sonido deportivo de mamá.
Me acuerdo. La abuela también abrió los ojos y habló con su vocecita
temblorosa.
"¿Por qué
no me dijiste que se murió el Cacho?" -preguntó.
Mamá se
suspendió allí en el vano y me miró como retándome con los ojos; yo hice el
gesto de que no, que yo no le había dicho nada.
"¿Por qué
no me dijiste que se murió el Cacho?" -había preguntado.
Como no hubo
respuesta agregó "esta noche vino el Cachito y me dijo viejita, la espero
arriba".
Qué lástima
haber estado dormida, me hubiese gustado despedirme de papá.
*De Mónica
Russomanno russomannomonica@hotmail.com
ALBEDRÍO DE
URÓBOROS*
TESTIMONIOS
XVII
El mundo está
muriendo.
Por la lepra
del aire los nubarrones negros convulsionan pulmones.
Lindante a las
estrellas pasivas y amarillas.
Donde oculta,
el peligro, sus espasmos.
Bajo lunas de
sangre y el frío que deviene en escarcha homicida.
Hay tributos de
piel particulada fijando lazaretos debajo de las máscaras.
Y atrapado en
su bóveda de aliento irrespirable.
Sostiene, hecho
jirones, el seco carcinoma que horada las atmósferas a lo largo de roncos
desamparos.
Acaso sus
andrajos de sonrojos indiscrecionen junto a las purulencias.
Y sin decir
palabra ultrajen el mañana.
Con una voz
cobarde cual hojarascas trémulas.
Expectorando
las expiraciones.
Extinciones.
Salvajes
agonías.
Frente a su luz
se funda la matanza.
Trinos
aniquilados de gorriones asfixiados al borde de las lágrimas que no tienen
clemencia.
Hombres, niños,
mujeres, arrastrando pisadas entre el fango y extraviando las sendas del
regreso.
Montando sobre
grupas de jamelgos agónicos.
Clavando sus
espuelas en los ijares yermos de los soles.
Cubriendo, a
cielo abierto, sus pecados.
Sus
culpabilidades indigentes.
De belfos
sucios.
De ojos
asesinos.
Y cascos
extenuados hacia los horizontes de jadeos sangrientos.
Corriendo como
nunca.
Desbocados.
Absurdos.
No dejan más
que llagas ante sus estertores.
Solamente
plegarias, infecciones y el enflaquecimiento de la tisis.
Simplemente
leprosos mascarones navegando los mares de la muerte.
Únicamente
olvidos perentorios, penetrando las hojas de los fresnos con sus lloviznas
breves y salobres.
Encarando al
silencio.
Contra la
soledad
Desde las
sombras agrias de la noche.
*De Norma
Segades Manias. segadesmanias@gmail.com
CIUDAD
HABITABLE
PROYECTO
1958*
Sería bueno
saber
de qué sombras
hablamos,
de qué sueños,
de qué gritos,
de qué
accidentes luminosos
hablamos.
Todos los
terrenos vacíos tienen
el mismo aroma
a vida,
la misma
extraña ilusión;
todos los
proyectos
son eso:
una proyección
de nosotros en
nuestras ideas,
de nosotros en
nuestro reflejo del mundo.
Pero hay mucho
más
que papeles en
el escritorio del olvido
y planes
en las mentes
más severas.
Hay otro
objetivo en la utopía
además de tejer
redes,
además
de bombear
nuestra sangre.
Por eso
sería bueno
saber
de qué sombras
estamos hablando:
si de las del
delirio
o de aquellas
otras,
las de la
clarividencia
que se disfraza
de futuro.
*De Sergio
Giuliodibari.
(Vicente López,
1964, reside en Mar del Plata)
-De su libro “Camino
en construcción”, Ediciones El Mono Armado, 2014.
*
te abrazo con
palabras
como si la piel
rodeara la ocurrencia
de la noche
y el cuerpo
fuera el sueño
-ahora
desolado-
pero mañana
nuestro.
*De Alejandra
Alma. almaalma3h@gmail.com
InvenTREN
El Reynoso*
“El Reynoso”.
Reynoso era el apellido del peón que se convirtió en una leyenda que
circuló por años en las obras. Cada tanto cuando le tocaba compartir un
almuerzo con los obreros, alguien contaba la historia, modificada con el
énfasis y el suspenso que le imprimen los Cuentacuentos a sus narraciones.
Los albañiles
son excelentes narradores de historias propias y ajenas.
Al mediodía se
contaban historias, mientras se cortaba la carne y se servia el vino tinto.
Las épocas han
cambiado, ahora casi no existe el ritual del asado en las obras.
“Fuimos un pueblo
alegre” –se dice sin poder profundizar en explicaciones.
El arquitecto
no quiere perder el hilo de su relato sobre el Reynoso:
La obra era una
casa de campo que quedaba en el medio del campo y no era una metáfora. El
campito quedaba a un par de kilómetros de la ruta y a unos 300 metros del
apeadero del ferrocarril, se llegaba por una huella que se hacía
intransitable con una lluvia copiosa. Unas pocas casas perdidas. Un solo vecino
con el que se compartía el alambrado y una línea de eucaliptos altos a los
fondos.
Para comprar
cigarrillos o comida había que ir hasta la ruta. Un solo corralón de materiales
para las urgencias “El cóndor” atendido por dos hermanos con un apellido
inolvidable: los “Cucurulo”.
Costo encontrar
un equipo de albañiles que estuvieran dispuestos a viajar horas en tren para
llegar hasta el fin del mundo.
Los albañiles
trajeron al Reynoso, un correntino fuerte que además de peonar en la jornada
laboral acepto quedarse como sereno en el medio de la nada.
Armamos un
obrador con chapas bastante grande, una parte se dividió para que sea el
dormitorio del Reynoso. Además del catre, ropa y unas pocas cosas el hombre
había traído un pequeño altar caserito del gauchito Gil.
El Reynoso
hacía las compras para el asado y llevaba los pedidos de materiales al corralón
donde teníamos cuenta corriente. En esa época no existían los teléfonos
celulares. Un día aviso que le regalaron una mascota.
-Le puse
“Tigui” dijo. De la mascota de Reynoso nos olvidamos enseguida, al hombre
se lo vio comprar botellas de leche, juntar los huesos del asado o comprar
hueso con carne para el animalito. La mascota se quedaba dentro de un sector
bien alambrado pero agreste que ni siquiera fue desmalezado. La única entrada
era la puerta del fondo del obrador – casa del sereno.
Esa zona del
campito en la que no trabajábamos era el equivalente a una manzana urbana. El
proyecto contemplaba en una segunda parte construir allí una amplia pileta de
natación, un quincho y parquizar.
En esa mañana
de enero había un calor demencial. Era una visita de rutina a una obra que ya
estaba en etapa de terminación, estaban los pintores, los albañiles y el
Reynoso que recién había vuelto de comprar las provisiones para el mediodía en
los comercios de la ruta.
Fue todo muy
rápido, como suele ser con los hechos que marcan la memoria para siempre.
Escuchamos tiros. Algunos nos silbaron por encima de nuestras cabezas. Uno de
los pintores se tiro de la escalera al piso. Se escucho un lamento de animal
grande, un ronquido doloroso que venia desde el pastizal. Luego escuchamos el
grito que pretendía emular al del Tarzán de Johnny Weissmüller. Ahí ubicamos al
tipo trepado al eucalipto blandiendo una carabina con gesto triunfal. No
habíamos salido de la sorpresa cuando vimos al Reynoso trepar como un gato al
árbol. Sujetó al hombre, lo bajo a los golpes. Desde el piso con el Reynoso
golpeándolo ese hombre ya no gritaba como Tarzán sino que pedía auxilio,
perdón, piedad…
Los albañiles
salieron disparados, cruzaron el alambrado, lograron sacarle al Reynoso el
cuchillo antes que lo sacara del cinto, creo que lo iba a degollar como a un
cordero.
Fue por esto
que supimos que el vecino era un cazador furtivo –denunciado por cuatrerismo- ,
tenía a maltraer a varios campos de Saladillo. La noticia podría haber salido
en los diarios pero no fue así: el dueño del campo que construía su casa era un
empresario exportador de lana que compró un acuerdo de silencio: nadie diría ni
una palabra, no habría denuncias policiales. Supe que el acuerdo incluía
comprarle su chacra a un precio increíble con tal de no tener a un chiflado
cerca. Reynoso iría a una obra que teníamos en Barracas.
A la mascota la
enterramos en los fondos del terreno. Reynoso que era un hombre grande lloraba
como un niño. Se había puesto las mejores ropas y tenia un pañuelo colorado
anudado al cuello. Le habían matado a la única compañía que había tenido
durante casi dos años en la soledad de ese paraje perdido en la pampa. Ahí nos
enteramos de una habilidad de su mascota: como un perrito amaestrado traía en
su boca una piedra que colocaba sobre su alpargata, El Reynoso daba la patada
con fuerza y Tigui atrapaba la piedra en el aire o la buscaba entre los pastos
hasta traerla de vuelta a los pies del hombre.
20 años después
en otra obra ubicada en el barrio de Núñez a la hora del relato, el capataz
santiagueño volvió a contar la historia del Reynoso, pero esta versión era algo
mas verosímil que aquellos hechos ocurridos delante de mis ojos: el vecino era
un drogadicto que había ahorcado al gato. Reynoso había hecho justicia:
se había trenzado en lucha y lo degolló sin miramientos.
No dije nada,
me limite a escuchar.
Además, lo del
tigre de Bengala jamás lo hubieran creído.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
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ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
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BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
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ENRIQUE FYNN. PLOMER.
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