*Dibujo de Erika Kuhn.
Idioma*
Línea frágil
la vida.
Busco
y me busco,
en el atroz
y mirífico
idioma
del universo.
Quién sabe,
tal vez,
podría ser
alguna vez.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
¿POR QUÉ LA SEMILLA NO HA GERMINADO EN PÁJARO?
Alondras*
Ciento veinte
alondras
fueron
observados hace poco
en los campos
cerca de Tempsford
en el norte de
Bedfordshire.
Había una
bandada de ochenta y cinco.
En los tiempos
de mis abuelos
las alondras
eran tan numerosas
que las cazaban
con red,
las desnucaban,
las comían.
Se dice que en
Inglaterra
mataban a tres
mil y medio diariamente
durante la
temporada.
Cien kilos iban
a París, cincuenta a Londres.
No oyes tantas
ahora
en el cielo
alrededor de Luton.
Unos dicen
que es por las
prácticas agrícolas modernas.
En el campo de
golf bajo Warden Hills
y sobre las
colinas de Dunstable Downs
es más probable
que escuches
el sonido de
los aviones con motor de reacción
al aterrizar o
despegar
del aeropuerto
de London-Luton.
*De Robert Edward Gurney. bob@verpress.com
HIJOS DEL
SILENCIO*
Callados,
Tristes,
Arremolinados
contra el frío,
Llevados y
traídos por vientos que no les pertenecen,
Enfermos de un
hambre que no se cura con poemas
Ni canciones de
alabanza a sus virtudes.
Enarbolan el
estandarte de la ira
Aunque no
puedan gritar, ni sepan cómo.
No comprenden
en qué lugar quedó sepultado
el milagro que
no esperan,
Ignoran el
placer de recibir un regalo,
Saben de
vidrieras y luces encendidas.
Hijos de la
calle,
De las sombras,
Hijos de nadie,
Del olvido…
Si algún día –
al fin –
Se abren las
puertas de la gloria
Pasarán antes
que todos.
Ocuparán el
sitio de los elegidos.
Pero hasta
entonces…
¿Quién los
llora?
*De Marié
Rojas.
La Habana.
Cuba.
Encuentro*
Llueve
ferozmente
y en esa lluvia
se mojan
los gritos de
la noche.
Es un lenguaje
intraducible.
Enigma.
Jeroglífico.
Piedra Roseta.
Llanto seco.
Son los poemas
que dejo en el olvido
-criaturas
descartadas- Nonatos.
Nos buscamos
como amantes
atribulados
y no podemos
encontrarnos.
Sigue lloviendo
ferozmente.
En un relámpago
comprendo:
no es la lluvia
quien se
desangra en agua.
Soy yo
quien se
derrama en ella.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Mi padre
me enseñó a
pescar
en los arroyos
del campo.
Aguas lentas y
marrones,
aguas cansadas
de barro
miraban pasar
la tarde
de los dos
junto al barranco.
No se puede
hablar,
me dijo,
porque los
peces se espantan.
Nadie piensa,
junto al río,
en las
tristezas que arrastra.
Se mira el agua
pasar.
Calladito y
esperando.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Quisiera*
Mucho antes del
minuto cero
cuando ya mi
aliento se evada
hacia las
recónditas geografías
de mi ulterior
y fría medianoche.
Quisiera poder
ver:
La mordida
feroz del fuego griego.
La sombra de la
garra de Arquímedes.
El soldado
romano al desoír la orden en Siracusa.
Mucho antes de
la carcajada final
cuando ya solo
dientes me acunen
en la
dentellada del calcio y la ceniza
de mi póstuma
reverencia hacia la nada.
Quisiera poder
ver:
A Alejandro
honrando la tumba de Aquiles.
Las largas
lanzas de los hoplitas macedonios.
A los elefantes
bramando en el valle del Indo.
Mucho antes de
que el verbo sea hueso
cuando la carne
sea un agrietado papiro
en este
penúltimo firmamento de yeso
de la casa que
yacerá por siempre vacía.
Quisiera poder
ver:
El laberinto
tricolor del palacio de Cnosos.
El sol sobre la
cabeza de la diosa en Tartessos.
El espolón de
un trirreme cortando el Thalassa.
Mucho antes de
que mi pupila agonice
cuando las
lámparas vacilen como estrellas
y las sombras
invadan los óseos santuarios
negando mi
curiosidad y me eterna memoria.
Quisiera poder
ver:
La furia de
Caballo Loco en Little Bighorn.
El wínchester
haciéndole morder el polvo a Custer.
Las últimas
nieves sobre el arroyo de Wounded Knee.
Mucho antes del
minuto cero
cuando ya mi
aliento se evada
hacia las
recónditas geografías
de mi ulterior
y fría medianoche. Estaré allí.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
Composición*
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
El pintor supo
que se estaba muriendo y de inmediato comprendió que aún había una última cosa
por hacer.
Para
evitar inútiles lamentaciones y odiosas pérdidas de tiempo, ocultó
celosamente su enfermedad y dijo a todos sus allegados que se disponía a
comenzar una nueva pintura. Todos sabían que eso significaba su completa desaparición
de la vida pública por un tiempo indeterminado.
Definitivamente
aislado, juntó todos sus cuadros en la nave que le servía de estudio y
almacén (nadie había sospechado que los que vendía, aquellos que se
exponían en las mejores galerías del continente, eran meras copias
edulcoradas de los originales, que nadie salvo él había visto). Poco a
poco, los fue ordenando en el muro del fondo. Noventa cuadros. Podría
formar con ellos un rectángulo. Nueve filas de diez (o seis de quince, o
cualquier otra cábala imaginable).
Hizo instalar
unos estantes de lado a lado de la nave. Después, tuvo que contratar a un
obrero para que se ocupase de las filas más altas. El tiempo se agotaba.
Cada vez más ansioso, fue dirigiendo la composición del improvisado
puzzle, guiado por su poderosa inspiración, de la que tanto se había
escrito en las revistas especializadas. Algunas veces gritaba, ante la
indignada sorpresa del peón; otras, paseaba nervioso por toda la nave,
murmurando para sí. Su mirada delataba la fiebre; aquella inquietud era
el símbolo de un presagio. Su salud se consumió en pocos días.
Al fin,
tembloroso y débil, sentado en una butaca junto a la puerta de la nave,
lugar desde el que se podía apreciar mejor el conjunto, hizo una
imperceptible indicación a su empleado, que cambió un cuadro por otro, lo
mismo que había estado haciendo una y otra vez durante las últimas horas
o los últimos días. Pero esta vez, el resultado satisfizo al pintor:
Sonrió levemente, hizo un gesto vago con la cabeza, se recostó en la
butaca y pareció extasiarse en la contemplación de la obra terminada.
Si otra persona
hubiese estado allí, junto a él, tal vez su corazón se hubiese
sobrecogido ante el magnífico espectáculo, quizá hubiese podido
comprender que aquel gigantesco mural, poblado de horribles criaturas
danzantes, de imposibles árboles que no podrían crecer en otro lugar que
no fuese el innombrable averno, de casas formadas por cuarzo y estiércol,
de ciudades llameantes y mares negros, no era otra cosa que el retrato
fiel e inconfundible del pintor que ahora yace en la butaca contemplando
con sus ojos muertos el poso que los años fueron dejando en su alma.
TIEMBLAN LAS
FOTOS*
“...Quedan los
rostros como sombras
las voces como
ausencias
la memoria de
un último día...”
ANA MARÍA CUE
Tiemblan las
fotos amarillas.
Trepan en
infancias con rodillas de greda.
Algo duro me
golpea la frente.
Un martillo. Un
tambor. Un tormento.
Abren
compuertas. Vasijas. Preguntas sin respuestas.
¿Por qué la
aurora boreal yace trizada?
¿Por qué la
telaraña no sostiene la noche?
¿Por qué la
piedra quiere ser arcilla, y la arcilla piedra?
¿Por qué la
semilla no ha germinado en pájaro?
¿Por qué canta
la alondra cuándo la noche llora?
Fotos
amarillas. Si las toco, se disuelven.
Como una
blasfema. Una burbuja. Un beso.
Y me tiemblan y
me hablan y me observan.
Colgados los
mandatos en viejos almanaques.
Señales: No
doblar. Frenar. No avanzar. Peligro.
Ceden las
vértebras que sostienen mi silla.
Cede el hueco
del ojo de la aguja.
Bengalas
apagadas. Astrágalos.
Apunarse en el
llano.
Largar las
bridas en caminos de cornisa.
Tropezar. Una y
otra vez. Y otra vez.
Cuerpo arqueado
por el amor, el odio y el espanto.
Olor a
madreselvas amarillas.
Y un temblor de
fotos que acarician mis manos.
Mis manos
extendidas... abiertas, elevadas.
Tembladeral de
soles.
Mis manos,
peregrinas del viento.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
*
Creo que todos
más de una vez pensamos en la sutil rebelión de las cosas, sobre todo cuando se
pierden: allí parecen tener vida propia. Pero también cuando las percibimos
caóticas en la oscuridad, o con la ingenua sencillez que tienen a la mañana, la
indiferencia que afectan de tarde y la malignidad irónica que muestran al
atardecer.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
InvenTREN
Una ausencia
rodeada de escombros*
Helado era
aquel amanecer de invierno, allá por el ‘77, cuando las siluetas de los tanques
aparecieron en el horizonte. Pocos fueron los vecinos que ignoraron lo que
ocurriría a partir de entonces. La mayor parte del pueblo había aguardado aquel
instante montando guardia durante toda la noche, calentándose debajo de gruesas
frazadas y mateando hasta el hartazgo, iluminados los torvos semblantes por el
resplandor de los Primus, gauchitos por siempre, compañeros en las casillas y
en la vía.
La noticia
había llegado hacía ya varios días, aunque el clima de desasosiego se perfilaba
desde hacía meses. El ramal ferroviario que otrora pertenecía al Midland iba a
dejar de cumplir su servicio habitual. La ley de Martínez de Hoz decretaba que
"los ramales que presentaran baja densidad de tráfico ferroviario serán
levantados antes del fin de septiembre del año 1977". Aquellas palabras
habían resonado en los oídos de los habitantes de los pueblos interconectados
por el ramal como una filosa caída de guillotina. Su principal fuente de
comunicación y transporte desaparecería para siempre. Y entonces, ¿qué sería de
ellos?
Coronel
Marcelino Freire era un típico pueblo de campo, constituido por los Cornero,
los Boeri y los Martello, entre otras familias. Todas ellas oteaban el
horizonte a través de las pequeñas ventanas de sus cocinas aquella infausta
mañana en que llegó el Ejército. Y todos, a paso lento y amargado, resignados
ante el peso implacable de la ley dictada por las autoridades, salieron de a
uno al frío de la mañana, a ponerle el pecho al destino que los aguardaba,
implacable, a pocas horas de distancia.
La amenazante
silueta de los tanques ya rodaba a la entrada del pueblo cuando sus habitantes
pisaron las calles de ripio. Los motores ronroneaban y tosían al acercarse,
desplazando unas moles blindadas que no daban señales alguna de vida aparente.
Como si los emisarios del corte del servicio no fuesen hombres sino máquinas,
insensibles engranajes de una cruel estructura de poder. Al frente de ellos, un
jeep con la cabina cerrada por una sucia lona verde lideraba la lenta marcha.
Sólo al
detenerse la formación sobre la calle Ayacucho, cuando las puertas se abrieron,
los pobladores consiguieron identificar a las fuerzas del orden. El oficial a
cargo, con la gorra encasquetada en la cabeza hasta las cejas y las solapas del
abrigo levantadas, bajó del jeep, hizo sonar un silbato que alertó a todos los
presentes, estremeciendo a las mujeres, y gritó hacia la improvisada
muchedumbre:
-¡Soy el Mayor
Oscar Tomeo, y busco al Señor Jefe de Estación! ¡¿Saben Uds. dónde se
encuentra?!
Hacía ya varios
días que por allí había circulado el último tren, llevándose consigo las
ilusiones de todos. Con él, transido por la inapelable noticia de su despido,
se había marchado Don Agustín Camardón, histórico Jefe de Estación, munido por
sus pocos enseres, incapaz de hablar y despedirse, demolido por la angustia. Ya
nadie se haría cargo del funcionamiento de su otrora prestigioso lugar de
trabajo. Desde entonces, la estación quedaría en pie como absurdo monumento a
la ineficiencia política.
Aunque la
cadena de absurdos no hubiese hecho más que comenzar…
-Se fue hace
rato –respondió José Martello, dando un paso al frente, un tanto atemorizado
por el uniforme y los galones. –No hay autoridad ferroviaria en Coronel
Marcelino Freire. Parece que ya no la necesitamos…
-¡Entonces
–continuó el Mayor Tomeo a los gritos –se retiran todos de las inmediaciones de
la estación! ¡En nombre del Gobierno de la Provincia vamos a dar comienzo a las
tareas de saneamiento y demolición!
Demolición… La
sola idea estremeció a los presentes. Un débil sollozo femenino, consciente de
la imposibilidad de sostener una ilusión que negara aquella equivocación, se
dejó oír entre la variedad de apagados murmullos. Alguien quiso protestar
cuando el Mayor Tomeo se volvió hacia los tanques, pero otro vecino lo llamó a
silencio de un empujón.
Las puertas
superiores de los blindados se fueron abriendo con chasquidos metálicos. Varios
cascos verdes se asomaron y contemplaron el perfil del edificio que se elevaba
hacia su izquierda. Amplios ventanales y gruesos muros les devolvieron la
mirada.
Con espartana
precisión pero sin apuro, los uniformados comenzaron a desarrollar sus tareas,
bajo la asustada mirada de los pobladores, que a poco de permanecer allí,
calados de frío hasta los huesos, dedujeron que la aparente amenaza de la
caballería blindada podía llegar a resultar simplemente eso.
Los soldados
derribaron la puerta de la boletería, de la oficina principal y de la sala de
espera, además de abrir con varios culatazos de máuser los pesados postigos de
los ventanales. Luego, ataron unos gruesos cables de acero a las estructuras
metálicas de sus tanques, mediante sólidos ganchos de amarre, y tendieron el
otro extremo hacia los mudos ventanales, perforando con taladros sobre las
paredes a fin de colocar las gubias donde amarrarían el cabo restante de los
cables. Una vez realizada la maniobra, avanzada la mañana, entibiados rostros y
manos por el tímido sol invernal, volvieron a trepar a los tanques y
encendieron los motores.
-¿Qué van a
hacer? –preguntó por lo bajo Raimundo Boeri, a medio camino entre la
resignación y la curiosidad, incapaz de comprender la efectividad de la
operación.
-Una gran
cagada –sentenció a su lado Eustaquio Cornero, deseoso de unos mates, pero
temeroso de perder algún detalle del espectáculo que ya había congregado hasta
al último de sus vecinos frente a la tradicional estación, tumultuoso centro de
reuniones a la hora en que solían llegar los expresos de pasajeros, mucho
tiempo atrás.
-Mejor así
–masculló José Martello, atesorando una débil sonrisa de esperanza. –Que les
cueste derribar el esfuerzo de quienes vinieron antes que nosotros a levantar
nuestro humilde medio de vida.
Los blindados
giraron sobre sus orugas hasta ponerse de espaldas a la estación. Una vez
alineados, aguardaron la orden de salida. El Mayor Tomeo, trepado al estribo de
su jeep, supervisó la disposición de las máquinas y pitó con su silbato. Los
tanques aceleraron, haciendo rodar en falso las orugas, tensando los cables
hasta su máxima expresión, levantando densas nubes de polvo y ripio.
Varias
respiraciones se contuvieron. Manos crispadas se taparon la boca, evitando
soltar un grito de angustia. Alguien sintió que se le derrumbaba la presión…
Los poderosos
motores bufaban y chillaban, hasta que de pronto la mañana se estremeció con el
latigazo del primer cable cortado. Uno de los tanques se precipitó a toda
velocidad sobre la casa emplazada frente a la estación, derribando la cerca de
alambre y torciendo un limonero contra la medianera, mientras se oían
estridentes alaridos de sorpresa. El segundo cable se cortó antes de que los
vecinos se repusieran de la anterior conmoción, originando estampidas y
chillidos. El segundo tanque, con menor fortuna que su predecesor, colisionó
contra la camioneta Ika de Raimundo Boeri, reduciéndola a chatarra.
-¡Pero qué
hacen, manga de ignorantes! –chilló Boeri, agitando las manos delante de su
antiguo vehículo, aplastado bajo las orugas. -¡Voy a demandar al Estado por lo
que acaban de hacer! ¡Esta es su responsabilidad! –increpó al Mayor Tomeo,
apuntándolo con el índice.
-¡Cállese la
boca, ciudadano! –exclamó el oficial a cargo, rojo de furia ante la ineptitud
de sus subordinados, quienes contemplaban azorados el desastre ocurrido.
-¡Sol-daaaaaaa-dos!!! ¡Repetir la maniobra!
El silbatazo
los puso en movimiento otra vez, como si allí no hubiese pasado nada. Los
vecinos alzaban sus quejas por encima del sonido de los tanques, protestando en
vano ante la indiferencia uniformada. La señora Irma Respinghi, dueña del
limonero vencido bajo el peso de la oruga, protestaba y lloraba al mismo
tiempo. Eustaquio Cornero parecía mantenerse ajeno a la conmoción general,
observando la escena a distancia, a la manera de un cronista periodístico,
registrando en detalle el segundo intento de la caballería por apostar un nuevo
juego de cables contra las paredes.
El esfuerzo les
demandó un tiempo mayor al empleado la vez anterior, supervisando cada uno de
los detalles. Finalmente, pasado el mediodía, con los vecinos acalorados por el
sol y la indignación generalizada, los tanques volvieron a apostarse de
espaldas a la estación, listos para el silbato de largada.
El Mayor Tomeo
trepó nuevamente a su jeep y dio la orden. Los motores aceleraron, la nube de
ripio y polvo se elevó en el aire otra vez, y los cables se tensaron, tal como
ya lo habían hecho.
Y la escena
volvió a repetirse.
El primer
tanque casi arrolla a José Martello y Raimundo Boeri, quienes se arrojaron
hacia un costado, salvando sus vidas milagrosamente, ya prestos a desempolvar
sus escopetas de caza para echar a los tiros a los militares incapaces. El
segundo tanque volvió a arrollar la Ika de Boeri, pero además torció el rumbo y
derribó de una vez el limonero de Doña Irma, quien se desvaneció ante la
impotencia en brazos de Eustaquio Cornero.
El Mayor Tomeo,
irascible, pitaba su silbato a diestra y siniestra.
-¡Media vuelta!
–vociferaba, gesticulando como loco. -¡Arremetan contra esa estación! ¡Que no
quede una sola pared en pie!!!
Los blindados
giraron sobre sus orugas y embistieron las macizas paredes, teniendo la
precaución de calcular que el extremo de sus cañones ingresara al edificio a
través del hueco de los ventanales. Pero ni aún así, a pesar del sacudón que
sufrió la estructura, de las tejas que cayeron o los baldosones que se
partieron bajo el peso blindado, consiguieron derribar un solo ladrillo.
-Ya no se hacen
estas paredes, Mayor –se animó a aclarar Eustaquio Cornero. –Las construyó un
Estado diferente al actual…
-¡Cállese la
boca!!! –lo increpó Tomeo a la distancia. -¡O lo hago arrestar por obstrucción
de tareas militares!
-¿Qué tareas?
–murmuró Martello, manteniéndose alejado.
Los tanques
arremetieron varias veces contra la estación, y el pueblo, aunque ofuscado, iba
y volvía de la escena, yéndose a almorzar o a dormir una siesta. Lo que parecía
irremediable, al final terminaba aburriendo.
Atardecía
cuando se oyó por última vez el silbatazo del Mayor Tomeo, indicando la
retirada. No hubo discursos pertinentes, ni tampoco nadie bajó de los vehículos
a recoger los fragmentos de cable seccionado. Los blindados se retiraron,
cerrando la marcha el jeep, insultado por los vecinos, quienes esgrimían sus
puños en alto, maldiciendo y festejando a la vez.
-¡Los echamos,
los echamos! –exclamaba José Martello, exultante.
-Yo no estaría
muy seguro –observó Eustaquio Cornero.
Y no se
equivocaba. Tres días más tarde, liderados por un parco teniente llamado Funes,
dos camiones del Ejército arribaron a la estación con las primeras luces del
día. Algunos vecinos se agolparon suponiendo que habría una nueva escena de
humillación para las Fuerzas Armadas. Sin embargo, los soldados que bajaron de
la caja, con los máuseres cruzados contra el pecho, los retiraron hasta media
cuadra de distancia. Desde allí vieron cómo trabajaba un reducido equipo de
hombres, técnicos en apariencia, quienes no dieron mayores precisiones al
respecto, y se retiraron a resguardo antes de llegar la media mañana.
La implosión
conmocionó al pueblo y sus alrededores. Los cartuchos de dinamita colocados en
los cimientos del edificio arrasaron con las vigas y derribaron las paredes
como si fuesen de arena seca, cayendo hacia dentro y causando una enorme
montaña de polvo que se expandió rápidamente sobre las calles aledañas. El
paisaje se desdibujó durante unos instantes, y cuando el polvo en suspensión
terminó de caer, la realidad del pueblo había dejado de ser la que conocieran
durante tantos años.
Cornero,
Martello y Boeri, azorados, tosiendo y lagrimeando, a causa del polvo y la
emoción, por fin veían materializarse su mayor temor. El monumento al trabajo
de toda una vida se había transformado en una ausencia rodeada de escombros. Y
la oscura silueta de la tropa se recortaba en el horizonte, mientras recogía
sus últimas cosas, antes de marcharse definitivamente de allí.
Doña Irma
Respinghi, cubriéndose la boca con una mano, volvió a desvanecerse. Y los tres
mosqueteros del riel, Cornero, Martello y Boeri, sin ponerse previamente de
acuerdo, llevaron su mano derecha junto al corazón y comenzaron a entonar,
entre la furia y la congoja, nuestro Himno Nacional.
*De Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
***
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