*Obra de Melisa
Mauriño.
*
Me gusta
pensarlo así:
el amor es
esa luz
que sólo puede
mirarse enceguecido.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
ESA LUZ QUE SÓLO PUEDE MIRARSE ENCEGUECIDO…
*
Sé
que debería
encender la luz.
Pero ayer
vi a un hombre
llorando por
amor,
todo su corazón
abierto
como una flor
para una mujer.
Sé
que es tarde y
aún
no he abierto
las ventanas.
Pero la luz
sobre las cosas
las descubre.
Aquí una mesa,
aquí un sillón,
aquí el
meticuloso desorden en el cuarto.
Sé
que debería
levantarme,
iniciar la
rutina con un gesto
parecido a la
magia,
pero ahora
sólo quiero
soñar con el
amor,
despierta
y con los ojos
bien cerrados.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
Los visitantes*
*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Los dos hombres
frente al cristal miran los relámpagos en la tarde. Afuera, en el llano,
erguido ante la desgracia, un árbol. Inmóvil viajero, su figura, en la
planicie. Araña el cielo confuso, con sus ramas; el mundo.
—¿Cuánto falta?
—Unos minutos,
no tarda en llegar.
Como caballería
la primera lluvia contra la ventana. Las plantas del jardín reciben, también,
las gotas. Un mosquito carga contra las paredes de un vaso. En la habitación un
intenso aroma a manzanas podridas. Como humo se desparrama entre los hombres,
los despabila. Una araña de desenreda y cuelga, como frágil trapecista, del
mosquitero.
Habían estado
en el pueblo, los hombres, en la mañana. Caminaron por calles empedradas.
Pasaron resoplando por el parque. Como caballos viejos, su paso igual, su mismo
trote. Por eso ahora sus sentidos, además de la ventana, acrecentados; pulsan
como instrumentos, los adoloridos cuerpos.
—Mucha
violencia, la del cielo —dice uno
—¿Y
ella?—responde el otro.
—No tarda.
—¿Qué decimos?
—No sé… nada.
Después de la
palabra, sonríe: trabajo suyo responder, todas las tardes, las inquietudes del
otro. Ahora no.
En la ventana
los rayos como raíces, como alocados demonios. Los hombres sienten la furia en
el cuerpo, el caos, pero no les dan cauce, los someten. En el pueblo se
sentaron en una banca. Como reflejos estuvieron un rato, repitiendo los gestos,
el bostezo del otro. Se rascaron, iguales, las barbas. Miraron desfilar a las
mujeres. Las desearon, las imaginaron desbordados ríos, maduros frutos. Ahora están
tranquilos. El árbol en el llano, por el viento, se desmadeja. Los hombres
siguen, al unísono, el movimiento. El bamboleo. Y el blanco de sus ojos estalla
en la penumbra. Entre otras luces. Los hombres extienden las manos sobre las
piernas. Las palmas abiertas, como implorando. Y el color del tabaco seco en
las manos, en los mansos dedos.
Una mujer entra
a la habitación. Su rostro moreno, a media oscuridad, gravita. El balanceo de
su cuerpo, como el del agua. El de los barcos.
—Mirando la
lluvia —les dice.
—También los
relámpagos —refiere uno.
—Acércate —le
dice el otro.
La mujer se
aproxima. A pesar de la lluvia en el cuarto aún perdura el calor. Y cuando está
más cerca, a la altura de las canas, siente una lenta fiebre que la rodea, como
los coyotes que asedian la cabaña en las noches.
Inclina la
cabeza para escuchar.
—En la noche
insectos se meten entre las sábanas, nos pican — le dice.
La mujer
levanta la cabeza. Ignora la queja. El hombre la sigue mirando. El otro
también. Con esperanza en los ojos, los dos. Ella da unos pasos al frente. Pone
una mano en los cristales. Serena interroga, en la transparencia, a la
adolorida tarde. La araña, que rondaba en las cercanías, asciende hasta el
techo, silenciosa espía. Su ascenso es triunfal, como el rey que acude a la
corona.
Ríen los
hombres. Las risas perduran como el olor de las dulces, densas manzanas. Y se
extienden las locas, las largas carcajadas. La mujer se vuelve y los contempla.
Sentados, muy juntos. De repente serios. Uno complemento de otro. Pero independientes
en su soledad, en su desgracia.
***
En el pueblo,
después de la banca, de las afrutadas mujeres, siguieron deambulando. Miraron
balcones. Patearon piedras. Y pensaron que llovía, que iba a llover, que algún
día llovería. Pero el polvo en el pueblo. Amarillo, como todo. Los perros, los
asnos, las paredes. En una calle lateral espiaron largo rato, tras los
cristales, como testarudos cuervos, la fraterna vida de una taberna. Algunos
ebrios los saludaron. Pero los hombres siguieron su camino. Miraron el cielo.
Los ojos, en su vuelo, formaban nubes.
***
Ahora, al otro
lado de los cristales, el cielo no está limpio, como antes, en el pueblo.
Desbordado ahora. Rebosante. Con violentas luces.
—Cambia el
clima. Es voluble —apunta uno.
—Como los
hombres.
—¿Nosotros?
—Quizás.
—El árbol sigue
ahí, mira…
A un tiempo,
enderezan el cuerpo. Los ojos se agrandan. Llenos de fervor en el solitario. La
mujer recoge unos platos de la mesa. Las migajas. Después abre un armario y
acomoda ropa. Los hombres, ensimismados en el paisaje, apenas parpadean. La
lluvia cae fina. Casi imperceptible. Y más olor en ella. Olorosa toda. El
árbol, tras los cristales, rompe el horizonte.
***
Después de
mucho pensar entraron a una tienda. Por el movimiento de la puerta, un golpe de
viento, unas campanillas sonaron. Frente a ellos un amplio mostrador. Atrás
apilados botes de leche, veladoras, la sonrisa de un buda. Una intensa luz por
la ventana, caía toda en el mostrador, se desparramaba. La incandescencia, sentían,
los inundaba. Entrecerraron un instante los ojos. Luego, más abiertos, los
llevaron a las botellas, a las cajas, a los repletos estantes. Escucharon
pasos, una voz.
—¿Qué buscan?
—dijo el comerciante.
—Queremos
aspirinas —dijo uno
—En las noches
nos duele mucho la cabeza —dijo el otro, adelantándose.
—No podemos
seguir así —completó el primero.
Los dos
ansiosos de la reacción del comerciante. Como chiquillos esperando validar una
mentira, hacerla razonable.
El comerciante
dejó las manos sobre el mostrador. Luego, las desguanzadas, las de uñas largas,
fueron a la barriga. La nariz se ensanchó. Aspiró el tufo caliente de la tarde.
Los hombres se percataron del diminuto movimiento. Y repulsión, sintieron,
hacia todo: a la tienda, a las monedas, a las nerviosas y verdes moscas.
—Aquí no tengo
aspirinas—les dijo con una oscura sonrisa. La oscurecida moría pero la cara,
imberbe, conservaba intacto el gesto. Como burla, pensaron los hombres, la cara
del comerciante. Sin embargo aguardaron muy quietos, casi encogidos en sus
gabanes.
El comerciante
se abanicó el rostro. Los miró con detenimiento. Tres botellas vacías,
verdosas, coronaban el declive de la luz. Y la luz como sumergida en el lugar,
en el silencio.
—Vamos a mi
casa, está a la vuelta, ahí les puedo vender una caja —les dijo.
***
Ya no llueve.
El árbol está quieto. Vertical aún rompe el horizonte. Aún apunta a la espuma
de la tarde. Alrededor ávidos pájaros. La mujer entra al cuarto. Lleva en una
bandeja dos tazas. Humo brota, denso, en ellas. Olor a café entonces, en el
largo vestido, en los cabellos, en los vivos senos.
—¿Cómo se han
sentido? —les dice.
—¿Desde cuándo?
—pregunta uno
—Desde que
llegaron.
Los hombres,
indecisos, permanecen en silencio. Después toman, al unísono, las tazas. Los
ojos se asoman al líquido. Las manos abarcan, amorosas, la porcelana. El
escalofrío. La mujer los mira. Crece el silencio, sale de ellos, los rodea. Ya
ni los sorbos. De pronto los imagina demasiado débiles, sin peso, sin memoria.
Meras siluetas. Como moldeados por la ambarina tarde, de cera. Comienza a hacer
frío. El invierno.
***
Los hombres
caminaron detrás del comerciante. Muy pegados a él, no perdían el paso. Sus
sombras, único rastro, única huella en las paredes.
—No los había
visto en el pueblo —les dijo el comerciante
—Somos de aquí,
pero no salimos mucho —contestó apresurado uno.
—El calor,
algunos meses, es terrible –dijo el otro.
El comerciante
alentó sus pasos. En su mente quedó lo dicho por el hombre. La entonada voz. Lo
miró de reojo buscando la esencia de la frase. Y con la frase la última
palabra, su peso, lo que en labios del hombre convocaba.
—Ya llegamos
—dijo.
Abrió la
puerta. La casa, húmedo barco, caluroso. Los ojos de los hombres fueron a un
reloj de pared, al martirio de un santo. La luz descubrió un sillón de
terciopelo. Devastado, nubecitas de polvo sobre él. Las deshilachadas costuras
dolorosas heridas parecían. Los hombres fruncieron la nariz. Intercambiaron
miradas.
***
Inmóvil, la
fronda del árbol, tras los cristales. A la distancia sumergida en las nubes.
Los hombres miran el llano. Ya no hay incendio en las tazas. Apenas restos de
café. La mujer mira las tazas un momento. Luego la charola. Los hombres juntan
las manos.
—Falta poco
para la noche —dice uno.
—Unos minutos,
parece —responde el otro.
La mujer se
lleva las tazas. Sale del cuarto. Afuera el mundo. Las gotas aún en los
cristales. La luz en el horizonte, vacía, vaciándose.
—¿Ya no vuelve?
—pregunta uno
—En unos minutos
regresa —dice el otro sin quitar la mirada de las gotas. Algo encuentra en las
temblorosas. Extiende la mano, pero la deja inmóvil, tanteando el aire, sin
llegar a los cristales.
***
—Esperen aquí.
Voy a buscar las aspirinas— dijo el comerciante
Los hombres se
sentaron a un tiempo. Tocaron el terciopelo del sillón, con detenimiento, como
si acariciaran la piel de un gato. Se movieron para comprobar sus rechinidos.
La luz de la ventana, cruda, tras ellos, consumía sus espaldas. El comerciante
subió las escaleras. La madera de los escalones, como la del sillón, rechinaba.
Toda la casa, en realidad, lo hacía. Los hombres seguían atentos el recorrido;
los morosos pasos arriba. Una puerta se abrió. Un cajón. Pájaros en la calle;
siempre los perros. Los hombres se levantaron del sillón. El comerciante bajó
las escaleras. Una vez más, por el peso, el rechinido. Y silbaba una canción.
Llenaba con el silbido el silencio. Abajo, el desamparo de la sala, la estancia
vacía.
—¿Dónde están?
—alcanzó a decir.
El cuerpo,
pronto, en el suelo. El golpe, su sonido, aún en el ámbito. Los hombres a un
lado de él. Uno de ellos con un tubo en la mano. Repitió el ataque. Como pez
sacado del agua, con estertores, el comerciante. El aire más denso. El calor. Y
la luz, su marfil, en todo. Como la muerte. El comerciante pronto dejó de
moverse. Y la viva sangre en las baldosas no se dispersaba. Junta, como vino
oscuro, recién derramado.
Los hombres se
sentaron en el comedor. Miraron curiosos al caído. Un animalillo era, con el
cuerpo descompuesto, cazado a mansalva. Los rojos cabellos anegados. La mano
aún sostenía, tiesa, las aspirinas. En la vitrina, única habitante, una botella
de mezcal. Entre reflejos estaba. Uno de los hombres fue por ella. El otro, el
del tubo, se secó el sudor de la cara. Miró aturdido al comerciante. Después se
agachó, dejó el arma en el piso y tomó las aspirinas de la mano.
Como actores en
escena, con movimientos calculados, se acomodaron de nuevo en las sillas. El
mezcal, transparente, a la mitad de la mesa, refulgía. Le dedicaron intensas
miradas.
—¿Tú primero?
—Mejor tú.
—Dame la caja.
Sacó una
aspirina. La colocó sobre la yema del índice y la puso en la lengua. Luego
alargó la mano al mezcal y le dio un trago. Enrojecido el rostro. Con infinitos
ardores. Tosió un poco.
El mezcal, en
la botella, de nuevo en reposo.
—Tu turno —dijo
alargando la caja.
El otro sonrió.
Sacó una pastilla. En vez de fugaz y rojo, su trago fue más lento, dolorido.
Estuvieron un
rato en silencio. Detenidos en el tiempo. Concentrados en la estancia,
remiraban las cosas: Después del inventario se levantaron de las sillas. En sus
caras la expresión solemne, como la del muerto en el piso. Caminaron alrededor
del cuerpo. Con las manos en los bolsillos. Encorvados. Una vuelta más.
—Es hora de
regresar —dijo, al fin, uno.
***
La mujer llena
de nuevo, con sus pasos, la habitación. Se mueve, lenta en la penumbra. Guarda
su distancia. Pero su oleaje, cerca de los hombres, los toca. Los cristales
apenas reflejan sus ojos: la roja tinta de los labios se desvanece. Mira el
árbol. Más inclinado, en el crepúsculo, después de la emboscada. Las vencidas
ramas. Como si de ellas colgaran imaginarios frutos. Nada más allá. Ni
ladridos, ni luces. Sólo la luna cayendo, poco a poco turbia, encendiendo el
horizonte.
—Ya es tarde
—murmura, tras ellos.
Los hombres
vuelven la cabeza al mismo tiempo. Miran a la mujer de espaldas, el cuerpo
medio hundido el armario. Las pálidas manos, al principio muertas, ahora vivas,
indagando en los cajones.
—¿Qué buscas?
—le dice uno.
—Un encendedor
y una vela.
—¿Se acabó la
luz?
—Desde que
ustedes llegaron –dice la mujer.
Descubierta por
el resplandor, coloreada la cara por el fuego, la mujer sostiene una vela. Los
hombres, maravillados, también descubiertos. El azul de la llama, irregular,
entre las manos de la mujer, como brotando. Un poco de humo en los cabellos,
mientras lleva la vela al candelero. La mujer prende, poco a poco, las demás.
Después, sonríe. Las paredes amarillas. El techo, un cielo diminuto, las
estrellas.
—Al menos, para
estos días —suspira, después de la tarea — ¿qué opinan?
Los hombres,
embebidos con su fragmento de cielo, con las intermitentes sombras, murmuran:
—Estamos mejor
así, alumbrados.
—Mientras pasa
la noche.
—¿Pero el
desamparo? —alcanza a decir uno.
La mujer mira
la calma de los lagos, de los cuervos, en sus ojos.
—No existe —
dice.
Después se
acerca y les besa las mejillas.
—Para ustedes
no.
Los hombres
elevan la mirada a sus cabellos. En ellos, lúcidos, se encuentran. La miran
cuando da vuelta. Cuando la sombra del vestido, fugaz, dejada por su vuelo. La
mujer se dirige al armario. Hunde de nuevo el cuerpo. La espalda se inclina. En
balance el torso. Los hombres, atentos, tranquilos como gatos. El temor de
insectos, quizás, en el olvido. Entrecierran los ojos. Se levantan de las
sillas. Más vivos sus reflejos, por las velas, en los cristales. Las gotas.
***
Salieron del
pueblo. Enfilaron por un sendero empinado. La incertidumbre del cielo; sus
primeras gotas. Iban los dos, encogidos en sus gabanes, doloridos. Se tocaron
las cabezas. Pronto, a la distancia, un árbol. A unos metros, una cabaña.
Apresuraron el paso. En las ventanas, pequeña como juguete, la mujer. Por la
luz, muy blanca. Tocaron la puerta. Pidieron aspirinas y dos vasos con agua.
Afuera, las nubes, violento rebaño. La silueta del árbol, agitada a lo lejos,
parecía la de una bestia nerviosa, a punto de entrar en la noche.
-Del libro de cuentos "La
herrumbre y las huellas".
-Alejandro Badillo. (Ciudad de
México, 1977) Es autor de los libros
de cuento Ella sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio
Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el
suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica
y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de
minificción.
El viaje y el
espejo*
Vienen pasos de
luz, marcan un nuevo día.
Me digo: será
hoy, hoy me decido.
Se inicia la
danza de rumores y a su orden...
se alzan manos,
cuerpos, lazos,
de rutina. Como
sutil veneno, el vértigo
desenrosca
instintos hasta ser fijación
de horas
obsesivas. Me nace el grito.
Lo arrojo
invertido, hacia adentro.
Partida,
descentrada, me desprendo
del avance
inexorable de mi tiempo
rechazo el
escándalo de ritmos prefijados,
destruyo
relojes de mecanismos perfectos
en un mundo
ajeno al pulso de mi pulso.
(Desde un punto
Omega
crearé bandadas
que me presten
su aire y su
donaire
para saber los
cielos)
Crecen los
pasos de luz.
Me fijan
horarios y emociones,
salen a
buscarme y no hallan
sino el grito
metido en el silencio
exterior de mi
cuerpo.
Parto hoy
Lleno una
maleta de recuerdos,
me visto de
aromas olvidados,
enfundo muebles
y prejuicios…
Antes de echar
llave me acuerdo del espejo,
nigromante sin
piedad, me da la imagen real:
marca un rostro
surcado de ansiedades
y en un juego
de luz y sombras, en la frente
una cruz de
ceniza me coloca. Es el signo
que deshace el
viaje…
Al volverme,
ingreso
bajo el mando
de la luz,
al vértigo.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
-De RAÍZ AL
AIRE -1981-
HABITO*
26.
Quiéreme en el vacío.
No tengas prisa.
No tengas cuerpo.
No tengas miedo.
Cuenta los momentos
qué decir.
Doblegar el acento
en mi carne trémula.
27.
Mis labios
puntos en el vértice del placer,
condena entre la caricia
y el roce a milímetro de tus palabras.
29.
Colgar notas
con el corrector de grafismos
en la solapa.
Perdiste el tren y yo el lamento.
La sinrazón de procrear descuidos
en el resorte de las manos.
Dímelo. Me comí el sol.
31.
Pelea
el cuerpo por los destellos que figuran en los sueños.
Bisturíes soportando la luna menguante.
En los tercios del bocado llamado
“labios”
-Isabel
Rezmo, (Úbeda, 1975) Poeta, formadora, maestra, gestora cultural y
prologuista. Miembro de varias asociaciones de escritores. Directora adjunta de
la revista cultural PROVERSO. Dirige y presenta el programa de radio
"Poesía y Más" en Onda Úbeda; y colabora en la emisora universitaria
en Jaén UNIRADIO en el programa "Desde Jayjan" del poeta Manolo
Ochando. Realiza talleres de iniciación a la poesía en Ed. Primaria y
Secundaria; y colabora en varias revistas digitales nacionales e internacionales.
Coordinadora de los Encuentros Internacionales de Poesía que se celebran en
Úbeda en el mes de junio.
*
El animal se
ahogaba bajo el chorro de agua, tiré la cadena y salió fuego, se incendiaron
los pelos de todos los que miraban y salté al vacío.
Hubiese sido un
aullido.
*De Ines
Legarreta. ineslegarreta@yahoo.com.ar
Inventren
AULLIDOS*
Es medianoche.
Han apagado las luces del vagón para que la gente duerma.
Afuera hay
cielo estrellado con una luna plena que ilumina al interior del vagón. El haz
de la luna dibuja formas extrañas con las sombras altas de los eucaliptos que
arraigan en paralelas a la vía.
El hombre lee a
Saramago gracias a una débil luz individual. Encuentra una frase que lo sacude:
"La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al
padre".
Piensa en su
padre, nacido en un hogar campesino en la Italia de 1923. Ese sueño que lo
sacudió ya anciano: los lobos se comían a sus ovejas y él no podía hacer nada
para evitarlo. Así se despertó. De la cara de espanto de su padre el hombre no
se olvida. Piensa en su padre, en él, en sus hijos. En otros padres con sus
hijos. Todos acechados y finalmente devorados por la culpa. El espanto no lo
deja dormir.
En los sueños
de muchos hay aullidos.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
-Próximas estaciones de escritura:
PLOMER
-Por Ferrocarril Midland-
JUAN ATUCHA.
–Por Ferrocarril Provincial-
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Provincial:
JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE. FUNKE. LOS
EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN
JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA. GOBERNADOR
GARCIA.
LA PLATA.
***
El recorrido por venir del tren literario en el Ferrocarril
Midland:
KM. 55. ELÍAS
ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL
BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS. MARÍA
SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12. LA SALADA.
INGENIERO BUDGE. VILLA
FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO
MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar