lunes, noviembre 29, 2021

UNA HILERA INFINITA DE ESTATUAS...

 


*Dibujo de Erika Kuhn.

https://obraerikakuhn.blogspot.com/

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Tu casa está teñida de carbón

 

el violeta es

reflejo áureo de mi sigilo nocturno

nubes plateadas.

Cerrá los ojos

recordá el espanto de la tormenta

regresá al claro

vastedad de cielo nuevo

capturá los sonidos del silencio

la calma que aúlla

más allá del tizne.

Los sueños te alcanzan para descubrir

matices boreales en el violeta

mientras yo aguardo

sobre tu casa.

 

*De Lorena Suez. suezlorena@gmail.com

 

- Lorena nació en 1975 en la Ciudad de Buenos Aires, es Licenciada en Ciencias de la Comunicación y Psicóloga Social.

En 2016 publicó Intemperie, su primer libro de poemas, por Viajera Editorial. Participó en 2015 con su relato “Desde el Mandarino” de la Antología Tetas. Historias de Pecho, por Textos Intrusos. En 2018 publicó Mis Vendavales, su primer libro infantil por la editorial Peces de Ciudad. Con Mis Vendavales viajó a España y presentó el libro en diversos espacios como bibliotecas, radios y librerías, alcanzando a un gran público infantil.

-Concluyó una novela inédita para adultos.

-Propone acompañar la creación literaria en modo individual y grupal.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Crónicas de una abuela centenaria *

(fragmento)

 

 

*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com

 

 

 

 

Abril, 31:

 

Hay una foto de Borges, ya anciano, con su madre acostada en una cama de dos plazas. Borges está de pie, apoyado en su bastón, a un costado. El rostro de su madre se ve consumido, cadavérico. No puedo sacarme de la mente esa imagen. Doña Leonor Acevedo, madre de Borges, debía tener entonces la misma edad que tiene hoy mi abuela.

 

 

 

Octubre, 2:

 

La vejez de mi abuela se ha vuelto un agregado significativo a la chatura de lo cotidiano, un sello exclusivo que la va transformando en un ser legendario. El mérito, simplemente es haber ido acumulando años o haber llegado al mundo demasiado temprano. Sin embargo este rasgo específico no nació con ella. Fue traído por el tiempo. Y el tiempo, para el mundo –lo sabemos muy bien-  viene siendo desde el principio el personaje más importante. Mi abuela es un gran depósito de tiempo. Ella tiene, ella guarda recuerdos muy antiguos y también recuerdos muy frágiles. Sus recuerdos se parecen a esas momias descubiertas después de milenios que inesperadamente resultan expuestas a un aire que todo lo desintegra. Aunque pensándolo bien podría decirse que mi abuela tiene dos clases de memoria: una liviana, astillada, que se quiebra apenas intentan arrastrarla al presente y otra absolutamente consolidada compuesta de una hilera infinita de estatuas. Entre aquellas estatuas está ella misma en cuerpo de niña. Nada altera a esta clase de armado que conserva su inigualable perfección. En cuanto a las memorias astilladas, las frágiles, esas se hacen presentes exclusivamente en la vejez y en la locura. Claro que la vejez y la locura son dos caras de la misma moneda. Olvido y sabiduría. Memoria y torpeza. Fragilidad y endurecimiento. Algo que crece por dentro, se empequeñece por fuera. Algo pierde su forma para encontrar al menos un resquicio de verdad.  El mundo parece haber sido creado para cuerpos que se reproducen, no para aquellos que pierden su vigor.

 

 

 

 

Noviembre, 4, siesta:

 

Entro sigilosamente en el departamento de mi abuela. Silencio. Ni la sombra de la empleada. Camino por el pasillo, abro la puerta del dormitorio donde el cuerpo de mi abuela se extiende sobre la cama. Susurro: Abuela, abuela. Y ella no me contesta. Me acerco un poco más, le toco un hombro. Y ella se sobresalta.

- ¿Dónde está el audífono? - le pregunto.

- ¿Qué audífono? - dice ella.

- ¿Y la empleada?

- ¿La empleada?

Pienso: Todo está en orden, el misterio nos cobija a las dos.

 

 

 

Enero, 31:

 

Hace un momento mi abuela se despertó, encendió la luz y me miró con curiosidad y picardía: qué es lo que estaba haciendo o a las tres de la madrugada dando vueltas. Ella se equivocó al tomar las pastillas otra vez y yo, no sé, quién sabe qué me pasa a mí que ando con los horarios trastocados. Extraño mi casa, mi cama, siento que el departamento de mi abuela es un país extranjero y que estoy en pleno exilio. Y lo que resulta aún peor, en el comienzo de un exilio que no va a terminarse nunca.

 

 

 

Setiembre 23:

 

Mi abuela quiere hablarme de sus pies, dice que los tuvo lindos en su juventud. Su juventud es una joya recluida vaya a saber dónde que ella rescata de tanto en tanto para que yo la vea. Ahora están sus dos pies jóvenes frente a mí, pies de dedos largos y empeine alto, me dice ella ampliando sus ojos para que yo alcance a comprender mejor lo que me está diciendo.

 

 

 

Febrero, 14:

 

Como la peluquera no había venido a cortarle el pelo, mi abuela se lo cortó y se lo tiñó ella misma.  Me lo dijo la señora María por teléfono y me comentó también, al pasar, que mi abuela sigue preocupada porque los locutores de la televisión la espían. Hasta el cansancio le explicamos que no la pueden ver del otro lado de la pantalla, que además los programas están grabados, que ese locutor que ahora le habla mirándola a los ojos está seguramente en su casa tomando mate o vaya a saber dónde o haciendo quién sabe qué. No hay caso. Ella dice “sí, sí” moviendo la cabeza pero se cuida muy bien de poner primero una toalla delante del televisor antes de quitarse la ropa. O en todo caso nos pide a nosotros si estamos allí que nos coloquemos delante mientras ella se desviste.  Me di cuenta de una cosa: cada vez que me llama la señora María e inexorablemente hace algún comentario sobre mi abuela, voy, atónita, a buscar el tejido y me pongo energúmenamente, dale que dale, a enlazar hebra con hebra. Entonces siento que en algún sitio lo que está desacomodado se recompone con una espeluznante naturalidad, aunque yo no lo vea, se recompone magníficamente, es como si ese locutor que en realidad no ve a mi abuela del otro lado de la pantalla del televisor, estuviera allí y realmente la espiara.

 

 

 

 

Febrero, 13:

 

El domingo pasado mi abuela me dijo con una cara de asombro e indignación, abriendo muy grandes sus ojos que la desgraciada esa, la empleada a la que yo le pago el sueldo, había hecho entrar cuatro hombres a su bañera.

- ¿Y qué hiciste vos? - le pregunto yo.

-Nada- me contesta- Me hice la disimulada.

La semana anterior me aseguró que dos hombres habían salido muy campantes de su placard. Por lo visto una multitud de hombres anda acosando a mi abuela. Estas actitudes no son las que me alarman, sino verla así, tan vieja, arrastrándose por las habitaciones o arrastrando una silla que apenas puede empujar.

 

 

 

Febrero, 18:

 

Mi abuela se levantó y cuando le saqué el camisón me clavó los ojos y los bajó a sus pechos, esos pechos chorreantes de flaquita que está, dos colgajitos. Entonces señalándoselos, mi abuela me dijo:

-Fijate, parece imposible que yo con estas dos cositas les haya dado de amamantar a dos hombres tan grandotes como los hijos que tuve.

 

 

 

Febrero, 19:

 

El tiempo es una hebra de lana, infinita, que no se puede estirar. A pesar de su delgadez yo he hecho lo que he querido con él. He ido hacia atrás y hacia delante para no ver otra cosa que un mismo paisaje. Mi futuro está allí, en el cuerpo centenario de mi abuela.

 

 

 

Marzo, 3

 

¿El espacio que hay entre la vida y la muerte es un espacio hueco? ¿La muerte imita esa argolla de lana que me sirve para urdir y enlazar la trama? La idea de que la muerte copia la forma de un precipicio sin fondo debe haber nacido de nuestra sensación de apoyarnos en el propio cuerpo. ¿Salir, desprendernos de la tierra, escapar del cuerpo supone hundirnos en el vacío? No, no, no, porque esta no es la única dimensión que existe, el mundo vendría a ser apenas una de las tantas. Pero si la muerte fuera un espacio vacío sería lisa y llanamente un “no mundo” y allá nada puede ser como lo vemos en este instante. Lo que no logro entender encuentra un cauce en el movimiento de la lana que sube y baja, que se enrosca que, de buenas a primeras, deja de   comportarse como una línea recta para doblarse y ondularse y treparse sobre sí misma. Qué maravilla lo que mis manos consiguen hacer, vuelven compacto lo recto, estiran la línea en cuatro direcciones a la vez. Mis manos saben de la vida mucho más que lo que se aloja en el fondo de mi cabeza.

Otra idea de la muerte: un sitio que no se puede mirar sino sentir solamente. Y ha de ser por esa luz tan potente que ven los que parten de aquí. La luz los enceguece. Pero si al morir carecemos de cuerpo, tampoco tenemos ojos. En realidad nos vamos llevando este mismo cuerpo pero de un modo transparente. Un cuerpo de celofán y agua. Un cuerpo de viento, y la muerte sería como un pasillo hecho de vidrios móviles, un deslizamiento hacia el Nunca Jamás. Solo deslizamiento, como si la gente vieja o enferma se resbalara o saliera del mundo, como si el del mundo fuera una bañadera enjabonada. Es tan fácil salirse, yo lo comprobé cuando una vez me caí de un alto techo. Al despertarme, horas después, en aquel galpón abandonado sin recordar nada, no sabía si me encontraba dentro de un sueño o si me habían raptado, ni qué había ocurrido momentos antes. Así debe ser estar muerta, me dije. Un buen día nos resbalamos del techo del mundo y caemos al otro lado. Caerse o que nuestros pies dejen de tocar el piso de la tierra que sostiene el mundo, la misma cosa. Los pies son muy importantes en el trajinar de la vida de la gente, mi abuela ya casi no camina.

-Mis piernas no me responden-repite como una letanía.

Sus piernas la están abandonando. Su cuerpo comienza a desdoblarse, ha empezado a volverse una persona hecha de agua y viento. Ella lo sabe, yo lo sé pero las dos lo disimulamos con fervor que invita a la desconfianza.


 

**

 

-Irma Verolín ha publicado libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán.

-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.

Acaba de publicar un libro de cuentos:

"Fervorosas historias de mujeres y hombres"

Por Editorial Ciccus, Buenos Aires 2021.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Hemos puesto las manos bajo el agua

y no logramos tener la suavidad

del alga que se lleva la corriente.

¿Quién nos quitará el don de la dureza?

Hemos puesto las manos sobre la tierra

y no floreció nada.

¿Quién se llevará el fruto de la espera?

La distancia

entre la mano y el cactus no siempre

es igual a la espina.

¿Quién sabrá cuánto nos duele?

Hemos elevado los brazos al cielo

y ningún pájaro reconoció nuestra intención.

¿En qué pozo se grita para decir estamos listos?

Ahora lo sabemos: el territorio puede

resultar hostil.

Sin embargo, querido mío,

estas manos inútiles nos han hecho felices:

no nadan, no crecen, no vuelan,

son piedra quieta, rosa muerta, esqueleto,

puro intento, un testimonio.

 

 

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

 

 

-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)

-Coordina MOJITO, taller y clínica virtual/presencial de poesía y el "Ciclo de poesía en Bella Vista".

-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

-Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, con su libro "Zarmina".

-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar

-Su blog personal es https://tantotequeria.blogspot.com

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

Una casa inclinada*

 

 

Me contaron sobre un hombre ciego,

que trataba de acariciar las montañas

con sus dedos, tratando de alcanzarlas

y agitando su nariz hacia las cumbres.

Las había visto cuando era un niño,

luego todo fueron eclipses y niebla.

Pero recordaba aún un cielo de acero

bajo otros cielos que también perdió.

Habitó siempre en una casa inclinada,

cuyos crujidos le hablaban en sueños

de cuadros olvidados en las paredes

que jamás le describirían su historia.

Su juventud fue de a poco diluyendo,

el recuerdo de las nieves y el silencio.

Pero él sabía que ellas seguían por allí

esperándole, regalándole su frío aroma.

Con el tiempo, ya diestras sus manos

en el dócil arte del mimbre y el tejido

aprendió a ignorarlas durante los días

y a recordar su aliento por las noches.

Su padre durmió de frío junto a una vid

en sus manos había un puñado de tierra.

Su madre se entregó a una fiebre blanca

de una fría lavandería y llegó su tiempo.

El viento siguió bajando de la montaña,

como las cosas sempiternas y comunes.

El llamado de los pastores, los pájaros,

el golpe del martillo, el mimbre partido.

Caminó entre viñas mustias y marchitas

y un día aciago conoció el tacto sediento

de una mujer que era totalmente sombras

y que transitados unos años lo abandonó.

Se fueron cubriendo sus horas de quietud

de silencios suaves como viejas cenizas.

Se fue amortiguando el eco de sus pasos

y cayeron los últimos pétalos en el jardín.

Las noches se fueron haciendo más frías

y más blancos sus cabellos y sus vigilias.

Aprendió a comer poco, a dormir menos

y lleno de viejos recuerdos sus bolsillos.

Un día la puerta de aquella casa inclinada

quedó abierta a un cielo que era de otros

y sus viejas huellas se fueron tropezando

hacia las alturas que siempre lo llamaron.

 

 

*De Jorge Lacuadra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Hablaste de nubes amarillas

un tinte particular sobre el blanco

pero no eran nubes sino la luz

la pura luz de la tarde quebrando la distancia

entre las montañas y el cielo

por encima del horizonte.

La luz mostrándose de pronto a nuestros ojos ciegos.

La luz

la revelación misma

el margen que no vemos

la sutileza que no entendemos

el amor

que no queremos recibir.

 

 

*De Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com

 

-Mercedes nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural.

-En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.

-Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013), Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015), El cuerpo intacto (2017, Penn Press), Grow a lover (2018, Pensamientos literarios)

Recientemente ha publicado La gota en la piedra.

(novela, Mardulce, Buenos Aires) 2021

 

 

 

 


 

 

 

COSAS PEQUEÑAS COMO ESAS *

 

-De Claire Keegan -

 

*Reseña por Norma Cozzi. norma_cozzi@yahoo.com.ar

 

Irlanda, 1985. Largas colas de hombres desocupados, mujeres esperando cobrar la asignación semanal por hijo y la Dama de Hierro metiendo su mano dura mientras los pubs ofrecen un rato de consuelo en el frío invernal. Bill Furlong es un hombre sencillo, que vende carbón y madera y sostiene con esfuerzo el hogar que comparte con su esposa Eileen y sus cinco hijas.

La novela se va armando sobre pequeñas cosas, como dice el título: los diálogos del matrimonio, los encuentros con vecinos y amigos, los éxitos escolares de las chicas, la celebración de la Navidad. También el orgullo y la admiración que Bill siente por la agudeza de sus hijas y la fortaleza de su mujer, una visión que implica su lugar en el mundo. Un hombre fuerte y tierno en un mundo femenino, que una noche se topa con el largo paredón del convento católico y logra desentrañar su terrible secreto.

Así teje Claire Keegan la trama, con una prosa delicada y una mirada perspicaz que hace lugar a la descripción poética, a los colores nocturnos y al reflejo del pueblo en el río al tiempo que invita al lector a dar vuelta la postal y descubrir qué hay del otro lado. El “exitoso negocio de lavandería de las monjas”, las muchachas pobres que allí buscaron refugio, el destino de los huérfanos. Y Bill, que pudo ser uno de ellos, enfrentado a un momento de decisión entre la tibieza cotidiana y el riesgo de la valentía.

Como dijo Inés Garland, no hay que pensar a Cosas pequeñas… como un libro de denuncia, aunque la haya, sino como un libro sobre el amor.

Para profundizar el mundo de la escritora irlandesa, están también sus dos libros de relatos, Antártida y Recorre los campos azules y su nouvelle Tres Luces.  Los cuatro editados por Eterna Cadencia en traducción impecable de Jorge Fondebrider. Para darnos el gusto de las grandes pequeñas cosas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Duele terriblemente que nos imaginemos todas las cosas que no hemos sabido gozar. Sólo nos enseñaron a sufrir.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

Feria*

 

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

Poco antes de mediodía, Mariano bajó del tren.

Siguiendo una vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que nunca fue capaz de ponerse.

Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su legítimo dueño.

 

Cuando salió de la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..." pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo suficiente para comer algo.

Luego, por la tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados, tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.

Al entrar en la habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.

Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo, una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a mirarle fijamente.

—¿No vas a invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.

—Me gustaría mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.

—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.

—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.

Algo pareció agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que volvió a hablar.

—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?

—¿Qué más da?

—Dímelo, por favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.

—Bueno, aquí le dicen "Visi".

Un repentino silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:

—La "Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...

No pudo seguir hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.

Las otras también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia sucedida.

Se recordó veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi". Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.

Mientras él se pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.

Los padres de Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.

El pueblo entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura, hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir al extranjero.

La vida en el pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.

El tiempo fue pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.

Mientras apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo, sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.

El descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico, a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído tiempo atrás y ya casi olvidado.

Aquella primera vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo durante todo el fin de semana).

Durante la mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.

¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los clientes.

Un camarero le había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas carcajadas.

Habían pasado siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar" musitó.

El cambio de expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar? ¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local, donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.

Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era bueno.

En ese momento, al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Sólo quiero estar contigo —respondió él humildemente.

—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para ti.

—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.

Increíblemente, a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo: "Llévame a tu hotel".

Los detalles de ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).

Mariano regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.

A causa de algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica resignación, los viajes de Mariano.

También la "Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la última Feria y la esperanza de la próxima.

Durante catorce años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más extrañas.

Y ahora, la "Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los años en las calles de la Ciudad.

 

Se percató de que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.

Pagó las copas y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.

Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.

Al día siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación, sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente, seguía.

Pero he aquí que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.

Ignoramos el texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su equipaje y se apea en la primera estación.

 

Más tarde tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente, pertenece.

 

 

 

 

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