*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
El
viaje*
Mi sueño adolescente era simple, viajar por
el mundo
[tomando notas
y luego volver a casa y escribir las
impresiones que habían
[enriquecido
mi alma mi corazón mi mente
motores que propulsaron la idea de irme de
la ciudad, lugar
[al que volvería
muchos años después de lo imaginable.
Luego, la dinámica inexplicable de la vida
eso que algunos denominan destino y otros
simplemente
[llamamos azar
consumió mi existencia casi sin darme
cuenta.
Aquel viaje –que duraría unos meses en su
diseño original–
se transformó en un plan con vida propia
y devoró mi tiempo vital casi en su
totalidad.
Cuando volví, lo que encontré era irreconocible.
La ciudad era otra, la casa no existía
y no había signos del pasado que
permitiesen reconocerme
[allí.
Era un extranjero en mi pueblo, como lo
había sido todo el
[tiempo
desde que partí.
Mientras observaba a las personas
sentí dos cosas al mismo tiempo, que
tomaron la fuerza
de las verdades interiores y parecían
provenir
de aquellos motores de mi juventud:
mi casa era el mundo y el viaje aquél jamás
terminaría.
Antes de irme nuevamente, sentado en el
mismo puente
que hace de llegada y partida
por el que salí de la ciudad hace tantos
años
saqué mi libreta de anotaciones y escribo.
*De Andrés
Bohoslavsky.
-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.
Editorial leviatán. 2017
RECONSTRUCCION*
*Novela de Alejandro Badillo.
SEGUNDA PARTE.
Mientras el hombre se decidía imaginé al
país entero como una enorme embarcación de náufragos, hombres y mujeres
estoicos dirigiéndose a ninguna parte.
El posadero se arremangó la camisa a
cuadros. Miró la ventana que daba a la calle. El tiempo no parecía transcurrir
mientras la luz helada del invierno iluminaba la mesa.
–Encontraron el aparato portátil en el
desván de una casa. El hijo menor de la familia que vivía ahí había tratado de
encenderlo pero no tenía el cargador. La batería, como puede suponer, estaba
descargada. Sus padres no hicieron mayor caso al descubrimiento. Era como si
hubiera encontrado un pedazo de plástico inservible, una curiosidad sin uso.
Nadie recordaba haber visto uno. El chico comentó del aparato con sus amigos y,
uno de ellos, dijo que había un cable grueso en la casa de sus abuelos. Supuso
que podría servir porque la entrada parecía coincidir, así que investigó un
poco y lo llevó con la esperanza de que funcionara. Después de algunos intentos
el aparato prendió.
–¿Y qué descubrieron?
–Parece que la información estaba dañada.
Apenas pudieron mirar algunas fotografías y partes de un texto sobre la
contabilidad de una empresa. Ya sabe, números, cosas que no tienen mucho
sentido. Le repito, fue mera curiosidad. En caso de haber descubierto algo más
importante hubiera sido olvidado al no tener aplicación. El aparato, supongo,
volvió al desván y nadie más se interesó por él.
–Tal vez se podría usar esa información
para conocer cómo se vivía hace muchos años –le dije.
Nos quedamos, de nuevo, en silencio. El
hombre bajó la vista, quizás avergonzado por las limitaciones de su historia.
Pensé que, efectivamente, el país estaba rodeado de fronteras: cosas que no se
podían saber, lugares a los que no se podía ir, registros que permanecerían,
para siempre, en un territorio desconocido. Sin embargo se había establecido un
lazo de confianza y decidí profundizarlo esperando que me fuera de utilidad
para mis futuras indagaciones. Saqué mi computadora portátil de la maleta y la
coloqué en la mesa. El hombre, sin poder ocultar la curiosidad, acercó su silla
y esperó, paciente, a que sacara el cargador. Me indicó con un dedo el lugar de
conexión y me dijo:
–En las mañanas casi siempre hay suministro
de luz por algunas horas. En la noche, cuando más la necesitamos, va y viene.
Las máquinas que proporcionan energía tienen muchas fallas. Quizás, algún día,
nos quedaremos a oscuras para siempre.
Asentí en silencio, solidarizándome con un
problema que también me incumbía. Ya entrada la noche esa parte del país
comenzaba a parpadear. Las luces de los postes se apagaban gradualmente y
prendían pocos minutos después, como si fueran bestias luchando por no
extinguirse.
La pantalla azul comenzó a brillar con más
intensidad. Le mostré el escritorio del sistema operativo. El hombre aguzó la
vista y llevó la mano derecha a la barbilla. Sus ojos pardos se iluminaron con
el pálido destello de la pantalla. Estuve algunos minutos, explicándole cómo
utilizaba el aparato. Él asentía con gestos cada vez más seguros, como si
estuviera recordando un procedimiento olvidado hacía mucho. Sin embargo sabía
que fingía. Le seguí mostrando algunas aplicaciones y el procesador de texto
que usaba para apuntar la relación de mi visita. No quise enseñarle lo que
llevaba escrito por un resabio de pudor mezclado con el temor de que tomara a
mal mis primeras observaciones sobre la ciudad y sus habitantes. Para alejar su
curiosidad, le pregunté:
–¿Y por qué no les interesa lo que sucedió
antes en el país?
El hombre me miró fijamente y, de un solo
impulso y con una sinceridad que pocas veces le noté, me dijo:
–No lo sé.
Uno de los primeros acontecimientos
importantes que presencié en mi primera semana de estancia en el país fue el
suicidio de una mujer. Caminaba por una de las calles aledañas al centro de la
ciudad, cuando me fijé en una señora de edad madura que salía de una casa de
una sola planta. La escasez de transeúntes en las calles hacía que me
concentrara en cada persona que caminaba por la banqueta o en el asfalto libre
de autos. Supongo que estos descubrimientos eran mutuos considerando que yo,
como forastero, llamaba la atención de inmediato. La mujer, en efecto, abrigada
con una gabardina roja, se detuvo y me miró con una mezcla de desdén y
curiosidad. Supuse que, con una población reducida, los chismes sobre mi
llegada habrían despertado la antipatía de unos cuantos. El frío hacía que su
cuerpo temblara ligeramente. El ambiente era húmedo y el cielo estaba cubierto
por nubes largas y espesas. La mujer pronto dejó de prestarme atención y metió
su mano derecha en el bolso que colgaba de su antebrazo. Entonces, sin dudarlo
un segundo, de un solo movimiento, sacó un revólver y lo apuntó directo a la
cabeza, justo detrás de la oreja derecha. El resto fue el giro fugaz del
cilindro, el estruendo que impulsó la bala y el cuerpo de ella abandonado en el
piso, bocarriba, con los brazos extendidos y las piernas con un leve atisbo de
vida que terminó pronto. El sonido hizo que se acercara un peatón que estaba al
final de la calle. Se puso en cuclillas y revisó a la mujer. Yo, aún incrédulo
por lo que había visto, me quedé en mi lugar con temor, sin decidir si
acercarme o alejarme de ahí. Un par de minutos después comenzaron a salir
algunos vecinos. Escuché sus murmullos y sus pasos sobre el asfalto. No acudió
ningún policía. No había visto ninguno desde mi llegada. La mancha roja en el
piso aumentaba. Di un par de pasos a la derecha hasta bajar de la banqueta para
tener un mejor punto de observación. Tenía la boca seca. Los vecinos
murmuraban. Me era difícil sacar algo inteligible de todo eso y sólo podía
suponer lo que decían. Un hombre joven que vestía traje dejó su portafolio y se
inclinó para esculcar la bolsa de la mujer. Extrajo un monedero y buscó hasta
encontrar una identificación. Los demás lo miraron. Todo parecía una
coreografía repetida demasiadas veces. No había asombro y la expresión de
hombres y mujeres era neutra. Era un sobrio coro de curiosos. Era una
eventualidad esperada. La mujer fue levantada por tres hombres. A la distancia
semejaban enterradores. Alguien sacó de su bolsa unas llaves y abrió la puerta
de su casa.
El día siguiente al suicidio, después del
desayuno, fui a la recepción y le comenté el suceso al posadero. Él dejó a un
lado la baraja. En el mostrador había un As de Diamantes y un cuatro de
Tréboles. Los miró como si buscara una respuesta en ellos y, al fin, me dijo:
–Es como una enfermedad…
Iba a decir algo más, pero enterró la
mirada en la baraja. Pronto recobró confianza y añadió:
–Mire, la gente a veces guarda armas y las
usan cuando se deprimen.
–¿Así de fácil?
–Son armas viejas, pistolas la mayoría. Ya
sabe, alguien se separa o es abandonado y sólo le ronda por la cabeza meterse
un tiro.
–Me fijé que metieron el cuerpo de la mujer
a su casa. No llegó ninguna autoridad; nadie tomó nota del asunto.
El posadero repasó con los dedos gruesos
que asomaban por la punta de los guantes la orilla de una carta. Carraspeó un
poco y dijo:
–No hay autoridades para eso y para muchas
otras cosas.
Miré en dirección a la calle. No quise
preguntar más porque sentía que seguir ahondando en el tema tensaría la
plática. No pasaba gente. En ese momento me di cuenta de que, desde mi llegada,
no había visto perros callejeros deambulando. La atmósfera de la ciudad, sobre
todo de las calles pertenecientes al primer cuadro, era, por así decirlo,
aséptica. Todo se ordenaba como un reloj silencioso y eficiente. La gente sabía
qué hacer en cada una de las situaciones, por más imprevistas que fueran. Los
imaginé en sus casas, silenciosos, sentados en televisiones que repetían
programas de hacía mucho tiempo. Imaginé, también, la luz parpadeante de los
televisores en sus rostros. En armarios, bajo la cama, cajones, cajas de
herramientas, habría armas. El posadero me miró y volvió a escudarse en sus
cartas. Después supe que las armas eran de una época en que eran usadas por la
delincuencia y por la policía. Esas armas, deduje por los comentarios poco
asombrados que escuché a lo largo de los días, eran guardadas con celo por
muchos habitantes por si había necesidad de usarlas contra sí mismos. Podría
decirse que pensaban cotidianamente en su muerte. Quizás algunas causas eran
familiares: divorcios, malos entendidos, depresión. Pero lo más común, al
parecer, eran suicidios sin una razón aparente.
–¿Usted se aburre? –dijo, de pronto. Ahora
le tocaba hacer las preguntas.
–¿Aburrimiento? – rectifiqué.
–Sí, aburrimiento. La gente se aburre de
tantas muertes. No vale la pena ir más allá de eso.
“Aburrimiento” era la palabra clave. No
admitía ningún tipo de sinónimo. Esa palabra, trivial en otro tipo de contexto,
adquiría un cariz íntimo en la ciudad y, quizás, en todo el país. Entendí que
el asombro pudo estar presente en los testigos de los primeros suicidios. Hubo
lágrimas en los familiares y un aturdimiento en las personas que,
involuntariamente, habían presenciado el suicidio. Sin embargo, con la
repetición constante de aquel fenómeno, la gente pasó de la incredulidad a la
aceptación disfrazada de desesperanza. ¿Cuántos hechos repetidos de nuestras
vidas se vuelven costumbres casi invisibles? ¿Cuántos pensamientos terribles se
convierten en un asunto cotidiano a fuerza de visitarlos, machacarlos una y
otra vez en la mente? Las razones dejaron de importar ante la inevitabilidad de
cada uno de los suicidios. Los hechos, vistos desde esa perspectiva, tenían
semejanza con el primer texto que encontré en mi recorrido, el del articulista
obsesionado con las tres especies de pájaros. La disminución de los animales
comenzó a percibirse en los cielos y en las ramas de los árboles. La gente se
alarmó y, quizás, trató de solucionar el problema. Pudo haber sido la
contaminación del ambiente o diminutos cambios en otras especies que, a largo
plazo, terminaron por afectar el número de ejemplares. Ante la falta de
resultados y la extinción inexorable de otras especies de pájaros, se optó por
llevar un registro de sus costumbres, alimentación y movimientos. Quizás
pensaban que ese esfuerzo los redimía ante un fenómeno irrevocable y sólo
quedaba la aceptación de los hechos. De la misma forma, los primeros suicidios
se registraron con angustia y, tal vez, se especuló que no sería un fenómeno
masivo. Sin embargo, el problema creció. Quizás –y esto lo recordé con fuerza
mientras el posadero esperaba más palabras mías– habría por ahí, sepultados
entre una pila de papeles próximos a desintegrarse, escritos que daban cuenta
de las primeras muertes, sus tendencias y los intentos del gobierno por
controlarlas. Las políticas para combatirlos pronto cederían a un diagnóstico
puntual, prolijo, de los sectores de la población más vulnerables, las causas y
los mecanismos más usados para quitarse la vida. Era sólo un ejercicio
descriptivo. De texto en texto podría encontrar una evasión sostenida,
organizada, hecha para aparentar que el problema era un inocuo objeto de
estudio antes que un problema real, que cercaba lentamente a la población, como
un ejército enemigo debilitando, con paciencia, las defensas de una ciudad.
(CONTINUARA)
**
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento Ella
sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de
Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros
Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento
“Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario
del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.
Recientemente ha publicado:
“La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
ABISMO*
Ambas
gota y río,
son fronteras
linderas al abismo.
Denuncia de unos ojos
que ven sólo el fragmento.
Aquello que es todo en sí.
Aquello que es nada.
*De Jorge
Santkovsky.
-De su libro "Revelaciones".
El río de mi padre*
Hace poco estuve en el río, ancho y furioso
leyendo y tomando cerveza
en la otra orilla, un viejo con su caña de
bambú
esperaba atrapar algún pez
y pensé en mi padre y en mí pescando juntos
si hubiéramos tenido tiempo, si esa ráfaga
de muerte
no hubiese existido
luego, cuando volví caminando, me pareció
verlo
apuré el paso, pero algo sucedió
lo vi correr y desaparecer en una esquina
ahora escribo sobre mi padre y sobre mí
y lo que pienso sobre ambos, lo que
hubiéramos hecho
esas cosas entre padre e hijo
por la noche, reabrí el libro para
continuar con la lectura
que había postergado aquella tarde en el
río
el siguiente relato era un cuento breve
de un tipo que pescaba en una orilla y su
hijo en la otra.
*De Andrés
Bohoslavsky.
-De su libro MARGOT, LA PROSTITUTA QUE LEYÓ A BAKUNIN.
-Editorial Leviatán. 2017
Voy
flotando*
sobre el pulmón de mi ciudad
sin descuidar mis tareas
que realizo con esmero.
Este intervalo es sólo mío,
y pese al bullicio apresurado
todo asoma adormecido.
Sé que voy a ras del suelo,
ni siquiera en esta gracia
intento el autoengaño,
pero comienzo a sospechar
que los instantes tienen diferente
peso, aunque todos
se hunden en el tiempo.
Nadie sabe el porqué
pero sonrío.
De estos instantes
me alimento
no sólo del pan de cada día.
*De Jorge
Santkovsky.
-De su libro El sonido de la atención.
Editorial Huesos de jibia. 2013
*
Siento la poesía como
la religión final de los hombres, aquella que sin autoritarismos, sin dioses ni
estructuras, nos deja solos, admirando lo creado.
*De Jorge
Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar
http://otrascriaturas.blogspot.com.ar/
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Final del recorrido por el Midland.
Como en otras circunstancias asombra el
paso del tiempo. El inventren como proyecto de escritura con la reapertura
simbólica de algunos ramales ferroviarios de trocha angosta es “casi casi” tan
antiguo como Inventiva Social.
En el recorrido del antiguo Midland se
llevan escritas desde julio de 2009 35 estaciones.
¡Julio de 2009!
CARHUÉ.
J. V. CILLEY.
ROLITO.
SATURNO.
SAN FERMÍN.
CASBAS.
EDUARDO CASEY.
ANDANT.
CORONEL M. FREYRE.
ENRIQUE LAVALLE.
CORACEROS.
HENDERSON.
MARÍA LUCILA.
HERRERA VEGA.
HORTENSIA.
ORDOQUI.
CORBETT.
SANTOS UNZUÉ.
MOREA.
Al partir de Morea se incorporó al Empalme
Ingeniero de Madrid como estación del Midland. Desde allí se abrió otro
recorrido por el ferrocarril Provincial que “quizá” algún día concluya en la
terminal de La Plata.
El recorrido siguió por:
ORTIZ DE ROSAS.
ARAUJO.
BAUDRIX.
EMITA.
INDACOCHEA.
LA RICA.
SAN SEBASTIÁN.
J.J. ALMEYRA.
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79.
ENRIQUE FYNN.
PLOMER.
Apeadero KM. 55.
ELÍAS ROMERO.
¡Y si se continuara con el recorrido
original faltarían 18 estaciones!!!
Apeadero KM.
38.
MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
-Final del recorrido
literario por el Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo Midland.
Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el Belgrano
Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del Midland
para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General Buenos
Aires para hasta la estación Sáenz con promesa de futura extensión hasta Plaza
Constitución.
Desde km 12 hasta Puente Alsina el
recorrido está suspendido y por tramos la vía ocupada.
Queda renovada la invitación a participar
en las tres últimas estaciones del Midland. Que la utopía del tren literario no
se detenga y haya fuerza demencial literaria para seguir adelante con el
extenso recorrido del Provincial. En este cierre del Midland acompañare en
sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han participado en esta
hermosa aventura.
InventivaSocial
Plaza virtual de
escritura
-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico &
archivo:
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