lunes, febrero 26, 2024

ESTACIÓN LOS EUCALIPTOS

 


*Foto de Miguel Ángel Savino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA ESTACIÓN INEXISTENTE*

 

En el compartimento había un hombre vestido a la antigua, con un sombrero algo raído sobre su cabeza. Pensé que no se descubría porque el pelo ya empezaba a ralear. Tenía las cejas espesas y de un gris que ya era casi blanco. Le saludé con amabilidad y me senté frente a él. Puesto que su contestación fue apenas un levísimo movimiento de las pobladas cejas, tardé un buen rato en decidirme a hablarle. Todo viaje es más ameno si en él se mantiene una buena conversación.

- ¿También va a Los Eucaliptos? – pregunté.

Él abrió los ojos, que hasta ese momento había tenido entrecerrados, como si le molestase la luz y no contestó. Lo hizo después de escrutarme de arriba abajo.

-Es posible. Con nuestros ferrocarriles nunca se sabe.

Esas enigmáticas palabras se quedaron bailando en mi mente un buen rato. ¿Iba o no iba a Los Eucaliptos? ¿O se trataba de uno de esos viajeros crónicos que nunca saben con certeza adónde van? ¿Me había equivocado de tren? Debía aclarar cuanto antes este punto. Si tenía que escribir sobre esa estación, no podía arriesgarme a que el tren me llevase a cualquier otra.

- ¿Qué quiere decir? ¿Cabe la posibilidad de que este tren no vaya a ese lugar?  El hombre suspiró y echó un vistazo al paisaje visible a través de la ventanilla.

-Nada es imposible, joven. Cuando se llega a mi edad, uno ya ha visto de todo.

Vaguedades. No me servía. Necesitaba más concreción.

-Mire: Yo necesito ir a esa estación en concreto. Se me ha encargado la redacción de un artículo sobre ella. Si este tren no va allí, debería bajarme ahora mismo.

Percibí entonces que ya estábamos en movimiento. Si había cometido un error, ya no había forma de arreglarlo. O tal vez sí. Podría bajarme en la siguiente estación y regresar de algún modo o bien tomar desde allí un tren que sí fuese a Los Eucaliptos.

-Este es su tren. En efecto, pasa por allí. Pero…

Calló y se frotó los ojos con las yemas de los dedos. ¿Qué era lo que me estaba ocultando?

- ¿Pero?

-Hace mucho tiempo que no se detiene. De hecho, esa estación ya no existe.

Esta revelación constituyó un mazazo. ¿Entonces? ¿Me habían enviado a escribir sobre un edificio abandonado? ¿Tal vez una reliquia histórica? Como si me estuviera leyendo el pensamiento, el hombre se ajustó el sombrero, que se le había movido un poco, y declaró:

-Incluso el edificio fue demolido. Allí ya no hay nada. Pero nunca se sabe

Asentí. Me quedé pensativo. Eché mano a mi teléfono móvil y llamé al periódico, con intención de esclarecer el asunto. Pero no daba señal.

-Eso no le servirá. Una vez que el tren se pone en movimiento ya no funcionan. Es lógico.

- ¿Lógico? No le encuentro el menor sentido. Nunca he tenido ese problema. A veces me he pasado todo el viaje charlando animadamente con alguien por teléfono.

Entonces, por primera vez, sonrió.

-Ya lo entenderá-dijo escuetamente. Luego se recostó en el asiento, echó la cabeza hacia atrás, se colocó el sombrero sobre los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho. Al parecer, se disponía a dar una cabezada. Me pareció que antes de quedarse dormido musitaba estas palabras: “Disfrute del viaje”.

Intenté comunicar un par de veces más, pero sin éxito. Me resigné. Todo el asunto iba a ser una pérdida de tiempo, pero no pensaba renunciar a mis honorarios. Hubiera o no hubiera algo sobre lo que escribir, yo presentaría la factura correspondiente. No era responsabilidad mía que me hubiesen enviado a un lugar ya inexistente.

Puesto que no había con quien conversar, me dediqué a mirar el paisaje por la ventanilla. Era curioso: Mientras avanzábamos, el terreno iba cambiando, pero de una forma que yo no había visto nunca, como si el crecimiento o la decadencia de las plantas y árboles tuviese lugar por tramos o como si se produjese con una aceleración desconocida.

La visualización del horizonte despejado me tranquilizó. Empecé a pensar con mayor claridad. Podría ser, especulé, que el tipo del sombrero me hubiese mentido, o que estuviese en un error. Me dije que todo se aclararía al llegar al sitio. No había por qué preocuparse. Sin embargo, los constantes cambios de luz en el exterior me desconcertaban. Tan pronto estaba nublado como lucía el sol. Un par de veces, mi compañero carraspeó, pero no daba señales de recuperar la consciencia.

Atravesamos un par de pueblecitos, pero el tren no se detuvo. Me fijé en que ahora parecía viajar a mayor velocidad, pero lo achaqué a un error de mis sentidos. Extraje el teléfono del bolsillo de la americana, para entretenerme con algún juego de los que venían pre instalados, ya que, según comprobé, tampoco funcionaba mi conexión de datos móviles. Era como estar viajando al pasado, pensé.

Sin saber muy bien lo que hacía (ahora el paisaje había vuelto a cambiar, los colores eran más opacos, el cielo parecía diferente), abrí la aplicación de mensajería. Ante mí surgió el mensaje que el director del periódico me había enviado dos días antes. Iba a cerrarlo y pasar a otra cosa, cuando algo me sobresaltó. Leí el texto atentamente: En ninguna parte se mencionaba el nombre de Los Eucaliptos. La estación que se me había encargado visitar y sobre la que debía escribir era otra. ¿Cómo había podido confundirme? ¡Si ni siquiera se parecía el nombre! Debía bajar en la primera estación y regresar. Salí del compartimento con intención de buscar al revisor para exponerle mi problema. Al pasar junto a él, me pareció sorprender en el rostro de mi compañero de viaje una leve sonrisa, pero debían de ser solo imaginaciones.

Recorrí todo el tren, pero no pude encontrar al revisor. No solo eso: Tampoco había viajeros. Fui hasta la parte delantera, tal vez allí hubiera alguien a quien poder explicar mi problema. Estaba igualmente vacío. Llamé con los nudillos y al no obtener respuesta empujé la puerta de comunicación con la locomotora. Se encontraba sólidamente cerrada. Al parecer, no tenía más remedio que permanecer atento para apearme en el primer lugar posible. Volví a mi sitio y esperé.

Sin embargo, el tren no se detenía. Atravesamos algunas estaciones, pero en ninguna de ellas paró. Seguimos adelante. El hombre del sombrero ahora estaba despierto y me miraba, divertido.

-Ya pronto vamos a llegar. No se preocupe. - dijo.

-No estoy preocupado. - respondí, algo desdeñosamente.

Hizo un gesto con las manos, como diciendo: No me dispare, solo soy el pianista*. Yo me asomé a la ventanilla para no tener que enfrentarme a su rostro rubicundo que ahora, misteriosamente, parecía más joven. Supuse que lo había mirado con escasa atención al subir.

-Tendrá su reportaje. Verá que el lugar le va a gustar.

No respondí. Sin duda me estaba tomando el pelo. Volví a comprobar mi teléfono. Ahora ya ni se encendía: La batería se habría agotado, intuí. De pronto, noté que la velocidad disminuía. Estábamos llegando a algún sitio. Miré a través del cristal. En efecto, un poco más adelante había una estación. Conforme nos íbamos acercando, percibí la antigüedad del edificio. Ya no se construían cosas así desde más de medio siglo atrás.

Y entonces vi el cartel.

Abrí y cerré los ojos varias veces, para asegurarme. Pero la leyenda no podía estar más clara. Decía: LOS EUCALIPTOS, así, en letras mayúsculas. Cuando el tren se detuvo, pude ver al jefe de estación, ataviado con uno de esos uniformes de los años cincuenta. Unas pocas personas ocupaban el andén. Parecían felices. Miré a mi compañero. Sonreía.

-Aquí estamos. - manifestó. - ¿no era esto lo que quería?

-Pero usted dijo que ya no existe esta estación.

-Es cierto. - dijo el hombre agarrando el sombrero con ambas manos por delante de su tripa. - Ya no existe. – Y al decir esto, el sombrero y más tarde el hombre empezaron a desvanecerse. Y lo mismo pasó unos segundos más tarde con el tren que me había traído hasta aquí. Yo me quedé allí parado. Comprendí de golpe. Supe que no había forma de regresar. Una vez aceptado esto y para que nadie me tildase de anacrónico, empecé a charlar animadamente con cualquiera que se aviniese a unos minutos de conversación insustancial.

 

*Por Sergio Borao Llop.  sbllop@gmail.com

*No me disparen, solo soy el pianista es el título de un disco de Elton John.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL TREN DE LAS 18*

 

 

Con su estertor

como un punto o una peca negra

una mancha voraz ocupando la planicie

o bien como un cimbronazo del horizonte

irrumpía el tren de las dieciocho

 

columpiando sus distancias en uno y otro ojo.

El asunto estaba en ese acontecer de la tarde

donde bajaban y subían saludos

bultos varios y uno que otro grito de andén

 

como si todo la congoja y la nostalgia

la risa y los temores

se detuviesen un instante en los umbrales

para, luego, salir cual arcón mágico por la pampa.

 

*De Oscar A. Agú.

Santo Tome. Provincia de Santa Fe.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Luces en la noche*

 

 

¿Vamos?

La pregunta de Fabio la sorprendió. Su hermano había planificado una noche diferente, para cortar la aburrida rutina que era habitual en aquel paraje casi desértico.

Los niños habían decidido llegar hasta las vías del tren, distantes a unas cuadras de su casa, una vez que sus abuelos se durmieran.

El pueblito (tal vez ni llegaba a ser eso) en el que vivían no era muy divertido los días de semana para ellos. Casi adolescentes, vivían desde pequeños con sus abuelos. El único entretenimiento era la televisión, que se interrumpía indefectiblemente a las 12 de la noche, cuando la repetidora del canal dejaba de funcionar. Los abuelos cenaban y se iban a dormir temprano pero los niños tenían demasiada energía para imitarlos.

Minutos antes de la medianoche podían escuchar la sirena del tren de pasajeros que cruzaba sin detenerse por ese lugar, atravesando con rapidez el campo oscuro.

A Fabio se le había ocurrido que podía asustar a algún pasajero insomne. Desde el tren, sólo podía verse un paisaje oscuro. Las luces del pueblo estaban lejos.

Salieron silenciosamente de la casa y cruzaron el alambrado, cada uno con su linterna. Fabio había asustado a algunos niños en las reuniones familiares, colocándose una luz bajo el mentón. El resplandor, que iluminaba la cara desde abajo, distorsionaba sus rasgos y causaba un poco de sobresalto a quien era sorprendido por esa aparición.

¿Algún desprevenido pasajero vería la cara de los niños al pasar? Era poco probable, pero Fabio no se desanimaba fácilmente y con tal de hacer algo distinto aquella noche, lo intentaría.

Mara sintió un poco de temor al ver la roja luz del tren que se acercaba rápidamente, emergiendo desde la lejana negrura de la noche.

De todas formas hizo lo mismo que su hermano. Se ubicaron cerca de las vías, donde podían ser divisados desde las ventanillas y prendieron sus linternas.

El tren pasó con indiferente velocidad frente a ellos. Fabio gritó, pero Mara sabía que no podía ser oído. Había terminado el juego. No fue tan apasionante como ella imaginaba pero valió la pena intentarlo.

Decidieron volver a casa, pero Fabio empezó a correr. Una broma que le hacía a menudo, salvo que en esta circunstancia era de noche y no había luna.

Mara le gritó: no podía alcanzarlo. Él era mayor y más rápido.

El pasto estaba alto y no se veía casi nada. Mara pensó en los grillos, los sapos y las aves nocturnas y se estremeció.

Se esforzó por correr más rápido. Una lejana luz mostraba la dirección de la casa. Sorpresivamente, algo cubrió su boca y su nariz.

Entre el terror y la sorpresa, trató de liberarse, pero era tanta la presión que se asfixiaba. Comenzó a desvanecerse.

“Me muero”, pensó.

En el tren viajaba una mujer que, aunque había jurado no volver más a su pueblo, regresaba.

Los trámites de la sucesión de la casa de sus padres exigían que retorne a ese triste lugar, lejano en la distancia y el tiempo. Había que tomar decisiones, firmar papeles.

“Sólo usted puede”, le dijo el abogado por teléfono.

El vagón estaba oscuro. Todos parecían estar durmiendo. Seguramente ella sería la única que continuaba despierta. No tenía ni el cansancio ni la tranquilidad necesaria para dormir.

Cada tanto, una luz en el camino iluminaba el vidrio de su ventanilla y podía ver su reflejo.

“¿Tanto envejecí?”, se preguntaba. Tal vez fuese el cristal que cambiaba sus rasgos o realmente el paso del tiempo le mostrara un rostro un poco extraño, que no había advertido   antes.

Sólo había oscuridad afuera. Algunas luces lejanas anunciaban la existencia de pequeños grupos de casas o poblados.

De pronto un diminuto destello le llamó la atención. A medida que se iba acercando, Laura intentó comprender qué era esa pequeña luminosidad en medio del negro campo. Pronto estuvo cerca, cada vez más y cuando pasó el tren junto a ella fue tan veloz que no pudo distinguir bien de qué se trataba, pero advirtió a varias personas jugando con luces. Algo la inquietó. No pudo ver bien las siluetas ni sus caras. Tal vez estaban casualmente en ese lugar, pero no se sintió tranquila.

El tren siguió, imperturbable, atravesando la noche.

Laura sentía que habían pasado horas desde que había subido a él. El viaje era más largo de lo calculado.

Dormitó unos minutos y despertó. ¿Adónde estaría? Su celular se había apagado hacía rato y eso la alarmó. ¿Cuánto hacía que estaba viajando? Todos dormían… No se atrevió a despertar a nadie para preguntarle.

De pronto, y para su alivio, el tren comenzó a disminuir la velocidad. Estaban llegando a alguna estación. Increíblemente, no había luces cercanas y cuando al fin la máquina paró, no pudo ver el nombre del sitio. En el oscuro andén, sólo estaba sentada una niña con una linterna en la mano, y esa era la única luz existente.

Laura decidió bajar y acercarse a ella.

“¿Dónde estamos?”, le preguntó.

La niña la miró con ojos abatidos. “No lo sé. Yo sólo estoy esperando un tren que me lleve de vuelta a casa”.

La sirena de la locomotora las aturdió. Su tren se iba. Laura sintió un gran desasosiego.

¿Cómo podía estar sola una niña en ese lugar? Entre tanta oscuridad, con tantos peligros…

Una dolorosa visión inundó su mente.

Si alguien la hubiese acompañado aquella noche, en el paraje Los Eucaliptus…

Si su padre no se hubiese quedado bebiendo con sus amigos…

Si hubiese podido gritar…

Ya no importaba la condena ni el castigo a quien cometió el delito. Ella lo único que quería era olvidar, sacar esas escenas de su memoria.

Pero ¿Se pueden eliminar los recuerdos dolorosos? ¿Alguien puede borrarlos?

“Sólo usted puede” había dicho el abogado.

Se sentó junto a la niña y le tomó la mano, sin saber lo que hacía, impulsada solamente por una fuerza interna, eterna, la de su corazón.

A lo lejos se veía la luz blanca de un nuevo tren que se acercaba.

 

Mara se despertó. Todavía era de noche y el rocío había mojado su ropa y su piel. Fabio se las pagaría. Le iba a contar todo a los abuelos. Esas bromas no se hacen. Fue dando zancadas hasta la pequeña casa y, furiosa, entró.

“¡Fabio!” llamó sin alzar demasiado la voz. “¡Salí, idiota!”

La puerta del dormitorio se abrió despacio y la cara de Fabio expresó asombro y culpa: “¡Mara!” gritó.

Desde el otro dormitorio salió el abuelo y comenzó a llorar.

“¡Fue su culpa!, se defendió Mara “Él me dejó sola, junto a las vías del tren”.

Fabio se acercó a ella y agarrándole las manos, le dijo despacio: “Eso fue hace tres años, Mara”.

 

Laura despertó justo cuando llegaba a su destino. Se bajó del tren despacio. El pueblo no había cambiado mucho. Algunas calles asfaltadas, algunas casas más. Nada sorprendente. Caminó unas cuadras hasta la oficina del abogado.

Lo atendió su secretaria. No esperaba a nadie, le dijo.

Laura se sentía desconcertada. ¡Él la había citado allí! Cuando le dijo su nombre, la secretaria la miró asombrada.

“Él la citó aquí, pero hace tres años!”, le respondió. Como ella no se había presentado, todos los trámites quedaron suspendidos.

Laura estaba confundida.

“Bueno, aquí estoy”, pensó.  “Tal vez sea un error, pero estoy aquí y puedo terminar con todo esto”.

Mientras esperaba al abogado, se asomó a la ventana y, tranquila, se preguntó por qué no había regresado antes a su querido pueblo.

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

-Santo Tome. Provincia de Santa Fe.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ESTACIÓN DE LAS MADRESELVAS ESCONDIDAS*

 

 

Un banco de la Estación, sostiene la pausa y la mujer.

La sustenta como el amor sostiene al tiempo.

Una maleta llena de incertidumbres.

Y un hueco de ausencia redondo como el mundo

 

El tren se acerca ¿o se aleja? Es una boa de plata.

La mujer se pregunta si la cola de la boa está roja por el llanto.

Arranca sus raíces y le duelen hasta las huellas de sus pasos.

Levita en una butaca con olor a distancia.

 

El tren desarraiga su sollozo en aceros solitarios.

La mujer se deja mecer suavemente.

En sus sueños, aparece su madre.

Cuando despierta siente en su boca un sabor lejano.

Leche dulce de madreselvas blancas.

 

El tren llega a destino. No sabe si va o viene.

La mujer comprende que partir es llegar.

Y el tren arraiga entre maternos pechos.

Madreselvas de escondidos aceros.

La sustentan como el amor sostiene el tiempo.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

Estación Los Eucaliptos*

 

*Por Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

 

El amigo Coiro acaba de enviarme otro mail, encargándome un nuevo texto para InvenTren. Luego de la grata experiencia de volver al ruedo literario hace quince días, la tarea no amenaza ser dolorosa. Siento los dedos más sueltos que cuando encarase la fantasía cómica de Estación Funke, pero el ojo de la imaginación no me encuentra en mi mejor momento. Por lo tanto, releo el título de la Estación y me dejo llevar una vez más por la asociación libre.

Coiro me envía videos de YouTube donde un par de nostálgicos han filmado los actuales paisajes de la ex Parada Los Eucaliptos, perteneciente al extinto Ferrocarril Provincial. Lugares campestres que apenas dejan vislumbrar la presencia del hombre a través de algunas casas, varias tranqueras, y mucha ruina. Al menos, reconforta ver que las imágenes brillan bajo un sol pampeano que se intuye cálido y esperanzador.

Entonces recuerdo algo que me retrotrae en el tiempo, quizá imbuido por el aura desoladora de lo que fuera y ya no es, del pegajoso ámbito de precariedad que me transmiten los espacios vacíos del terreno donde alguna vez existió una estación, con telégrafo incorporado. Los Eucaliptos también se llama un barrio del conurbano bonaerense emplazado en el Municipio de Quilmes, donde hace casi diez años realicé visitas domiciliaras motivadas por mi trabajo como psicólogo perteneciente a la Secretaría de Niñez y Adolescencia de la Provincia de Buenos Aires.

En aquel entonces, tomé otro ramal ferroviario, el eléctrico hacia Florencio Varela, desde donde combiné con un colectivo para llegar hasta la esquina del semáforo de Avenida La Plata y Lamadrid. Mi compañera Natalia arriba pocos minutos después con su auto, y una vez que estaciona, nos saludamos en la vereda, subiéndonos hasta el cuello los cierres de las camperas.

—¿De veras estás listo, Albertito? ¿O vas a arrugar antes de entrar? —me provoca ella, con una risita. —¿La verdad? Ni sé cómo te animás a venir.

—Si llegamos hasta acá, no me voy a echar atrás. Además, si nos pasa algo malo, me vas a defender vos…

Caminamos con sigilo hacia el hueco entre ambos edificios de tres plantas, donde se abre la entrada hacia la villa, sita en el corazón de la manzana: la mayor cocina de paco del conurbano.

El panorama es decadente. Mugre y abandono impactan a la vista, así como los jóvenes tirados contra los cimientos de las casas, hundidos en el tanático sopor del consumo. Naty ahoga por un rato el buen humor y avanza segura sin mirar demasiado alrededor, sabiendo de antemano cuál es la casa en la que debemos entrar. Yo espío de reojo, sin perder detalle, pero al mismo tiempo queriendo pasar desapercibido a cada paso que damos, mientras nos internamos en terreno desconocido.

En el domicilio señalado, ya hay gente de pie junto a la puerta. Con Naty nos ponemos en guardia, pero disimulando. Estos de la puerta deberían estar durmiendo, y no amanecidos. Los rumores acerca de la proliferación de los “tranzas” en el domicilio de arresto del joven posiblemente sean ciertos.

—Buen día —saluda Naty, sin cordialidad, ni vacilación. —¿Christopher se encuentra?

—¿Quién lo busca? —desafía un morocho, con una gorra de Boca y mirada torcida.

—Somos del Centro de Referencia. Venimos por una entrevista.

—¿Para qué? —insiste el de la puerta.

—Para ayudarlo antes de que vaya preso —sostiene Naty. —¿Vos sos el padre?

Con un movimiento de cabeza, el de la gorra de Boca le indica al otro, con camiseta del Barcelona y ojos irritados, que entre en la casa, sin quitarnos la vista de encima. Naty me mira, yo arqueo las cejas, dudando. ¿Será factible realizar la visita, o mejor volvemos en otro momento? ¿Qué nos diría Liliana, nuestra coordinadora? Que no salgamos con un día de tormenta como éste, eso seguro.

El de la camiseta del Barcelona vuelve enseguida, acompañado por una mujer teñida de rubio y con anteojos recetados, ajenos a este entorno social.

—Buen día, ¿cómo están? —nos saluda la madre, afable. —Pasen, sin vergüenza.

—¿Podemos? —dice Naty, mirando de arriba abajo a los “custodios” de la entrada.

—Sí. Déjenlos pasar, son de confianza —informa ella, y los jóvenes se apartan.

Ingresamos en una habitación indescriptible, oscura y desordenada más allá de cualquier imaginación. Nos acercamos a una mesa pero permanecemos de pie. No hay niños a la vista. La inquietud (y el aroma de la marihuana) impregnan el ambiente.

—¿Y su hijo? ¿Se levantó? —dice Naty, intentando contener la respiración, creyendo que sería mala idea sacar el celular para tomar con discreción una foto de la escena.

—Ya le aviso que están acá —señala la madre, antes de retirarse por un recodo.

Miro por sobre mi hombro; ambos “custodios” han entrado y nos vigilan la espalda. De pronto, maldigo la idea de acompañar a Naty a hacer justamente esta visita, maldigo la idea de que cualquiera de nuestras compañeras deba internarse en lugares riesgosos como éste, maldigo la idea de estar a punto de padecer la peor experiencia de vida desde que ingresara a este trabajo.

Esmirriado y ojeroso, Christopher se levanta de mala gana, belicoso y angustiado a la vez. Nos contempla extrañado, repudiando la visita.

—¿Otra vez? —increpa a Natalia, al verla de nuevo en su casa.

—Esta, y muchas otras veces —responde ella. —Te recuerdo que por esta causa debes cumplir un arresto domiciliario, por el que tengo que visitarte todas las semanas.

—¿Y por qué no me hace todas las preguntas juntas? Así la veo una vez por mes.

—Porque tengo que saber cómo estás llevando el arresto, todas las semanas —reitera Naty, segura. —¿Te molesta mucho que venga?

—Por favor, señora —concilia la madre. —No le haga caso. Su presencia no molesta.

—A su hijo parece que sí.

—¡A mí me jode que vengan a molestar a cada rato por algo que yo no hice! —estalla Christopher.

—Si no hiciste nada, ¿por qué no colaborás? Así se te hace más fácil transitar esta causa —intercedo yo, casi con suavidad. —¿Cómo la venís pasando?

—¡Me tienen todos harto!!! —grita Christopher. —¡La yuta por pegarme, los jueces por acusarme, mi viejo por dejarme, y mi vieja por querer internarme por drogón!!! ¡No le importo a nadie!!! ¡Encima vienen Uds. a cada rato, a joderme por las cosas que hago!!!

—Pero dijiste que no habías hecho nada… —le señalo, sin rematar la frase.

—Él siempre se pone así… —lo disculpa la madre. —Ya no sé qué hacer…

—¡Pitu!!! —exclama el de la gorra de Boca, por sobre el hombro de los agentes de la Secretaría de Niñez y Adolescencia. —¡Vos sabés que te bancamos a muerte!!!

—Bueeenooo… ¿Qué tal si nos calmamos? —advierte Naty, mirando a todos en derredor, y dirigiéndose hacia los “custodios”: —¿Uds. podrían dejarnos un ratito a solas con la familia? Cuanto antes terminemos, antes nos vamos.

—Chicos, por favor… —comienza la madre, pero la interrumpe el de la gorra de Boca.

—¡No le rompan más las pelotas al Pitu!!! ¡Que acá en el barrio tiene aguante!!!

Nos miramos con Natalia; será mejor que nos vayamos. Esto no da para más.

—Muy bien; como Uds. quieran —dice Naty, bajando la mirada y extrayendo de su carpeta verde claro la planilla de visita que debe firmar el joven de referencia.

—¿No entendés, rubia? —exclama el de la gorra, cada vez más exaltado, y le quita la planilla de un manotazo, haciendo un bollo y arrojándola a un costado. —¡Tomatelás!!!

—Está bien, tranquilo… —retrocedo, con las palmas de mis manos en alto. —No jodemos más, ya nos vamos.

—¡Sí: andate vos también, anteojito!!! —exclama el de la gorra, tirando otro manotazo con la palma abierta, impactando sobre la pechera de mi campera.

El de la camiseta del Barcelona parece despertarse de golpe, queriendo sumarse a la provocación. La madre del joven quiere interceder, dirigiéndose alternativamente a cada uno de los jóvenes y a su hijo, pero nadie la escucha, ni siquiera yo, concentrado en ambos “custodios”, con mirada penetrante, bajando ambas palmas, preparado para lo que sea.

De pronto, el clima de tensión se quiebra al arrojar Christopher la primera piedra, al grito de:

—¡Váyanse de una puta veeez!!! —empujando a Natalia, quien trastabilla, agitando los brazos, y cae de costado en manos de los “custodios”.

El tiempo parece detenerse. Comienzo a registrar la escena a mi alrededor como si transcurriese en cámara lenta, sin perder detalle. De una rápida reacción dependerá la integridad de ambos. Si pienso demasiado, quedaré paralizado en el lugar, expuesto a cualquier ataque. Por eso, me obligo a liberar la tensión acumulada, y salir de allí a como dé lugar.

Lejos de cualquier fantasía, ajeno a mi particular pantalla profesional, doy un veloz paso adelante y lanzo un puñetazo con la derecha, directo a la nariz del de la gorra de Boca, sintiendo el crujido del tabique, mientras abro la mano izquierda y empujo la cabeza del de la camiseta del Barcelona contra la pared, mientras Naty se escurre hacia el piso, logrando zafarse de los brazos de ambos “custodios”. Christopher se lanza hacia nosotros en medio de un aullido, y antes de que yo consiga girar para enfrentarlo, Naty salta desde el piso, embistiendo al joven con ambas manos, para que ambos caigan de rodillas.

Vuelvo a mirar a los “custodios”: el de la camiseta del Barcelona vacila, aturdido por el golpe y el consumo; el de la gorra de Boca se tambalea con la nariz rota, la boca llena de sangre, y mirada de odio. Antes de que siga reaccionando, vuelvo a pegarle, esta vez en la mandíbula, sintiendo un intenso dolor en los nudillos, pero logrando noquear al joven, quien cae de espaldas contra la pared.

Christopher intenta ponerse de pie; Naty, de rodillas, aferra un vaso de la mesa y lo impacta contra la cabeza del joven, mientras se incorpora, dispuesta a correr. De costado, yo percibo su movimiento y la tomo de un brazo, tirando de ella hacia la puerta, mientras manoteo el picaporte y salimos a los tropezones, intentando recuperar el equilibrio.

—¡Los voy a denunciar!!! —grita la madre de Christopher, mientras escapamos.

Afuera, negras y amenazantes, las nubes de tormenta se aplastan sobre los techos de los edificios, rasgadas por los primeros relámpagos, convirtiendo la escena en un espectáculo de pesadilla. El miedo, los nervios, la frustración, se conjugan para impulsarnos a correr, rogando que nadie se levante de ningún zaguán para salirnos al cruce. El terreno irregular de los cincuenta metros que nos separan de la calle nos hace tambalear en la carrera, sin soltarnos de las manos, llevando un ritmo que intenta ser parejo, sintiendo el mayor deseo de escapar que hayamos imaginado jamás.

El primer cascotazo impacta sobre mi hombro derecho, muy cerca de mi cabeza. El segundo contra la pantorrilla izquierda de Natalia. Los últimos impactos nos pican cerca, sin alcanzarnos, pero ambos, entre insultos y sin dejar de correr, oteamos hacia atrás, buscando a nuestros agresores. Es el “custodio” de la camiseta del Barcelona, aún mareado, cuya figura se destaca en la penumbra de la mañana por un fogonazo estelar.

Un trueno descomunal nos aturde al llegar a la vereda, girando en un recodo y quedando bajo la protección de los edificios lindantes a Lamadrid. Seguimos corriendo hasta el semáforo, volviendo la cabeza para vigilar que nadie nos siga. El contacto con los vehículos y las luces de la avenida parece devolvernos a la realidad, aunque no tanto como para detener la carrera: intento cruzar Avenida La Plata sin mirar, y casi soy arrollado por un auto blanco, que frena con un chirrido, sin golpear mis pantorrillas.

—¿Dónde vas, boludo??? —grita Naty, tirando de mi brazo, a fin de retenerme cerca de la vereda, y liberando toda la angustia. —¡Lo que me faltaba para completar este puto día!!! ¡Que te me mueras!!!

Yo respiro agitado al borde de la vereda, mientras ella saca su celular para llamar al Centro. Y aturdido, con la boca pastosa, intentando una sonrisa, flexionando el torso y tomándome de las rodillas a fin de recuperar el aliento, le susurro:

—Yo con vos no salgo más…

La imagen se va desdibujando, mientras regresan las tomas de video captadas por el celular del youtuber, el rasguido del viento contra el micrófono de ese celular, la voz del ignoto narrador… Y los eucaliptos de la pampa, mudos testigos de una zona ferroviaria donde otro país fuera posible, en el que (entre muchas otras cosas) el consumo de sustancias problemáticas no hundiese a los adolescentes en el cruel manotazo de ahogado del delito.

 

 

-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios.

-Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

 

 

 

 

 

 

Experiencia en el tren*

 

Recuerdo que viajaba en el tren y soportaba

la tiranía de mí mismo, los ojos

girando en los límites del cerebro,

pensando en cosas sin salida

tambaleando en callejones equivocados.

Pero de pronto el viento me golpeó la cara

y hasta el final del viaje

retuve su canción en mis pulmones.

Recuerdo que fui suave y feliz

tan densamente vivo

y el asunto lo juro que era bueno.

Fue algo así

como el radiante comienzo de una fiesta,

¡algo así

como ser necesario a todo el mundo!

 

* Joaquín O. Giannuzzi.

-Obra Poética. EMECÉ.

https://es.wikipedia.org/wiki/Joaqu%C3%ADn_Giannuzzi

 

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

Sobre la estación “Los Eucaliptos”

 

https://es.wikipedia.org/wiki/Estaci%C3%B3n_Los_Eucaliptos

 

https://www.facebook.com/photo/?fbid=2618548078209896&set=parada-los-eucaliptus-fila-de-arboles-del-anden-mirando-hacia-beguerie-a%C3%B1o-2016-

 

https://www.facebook.com/permalink.php?id=491913957898511&story_fbid=863109617445608

 

https://www.youtube.com/watch?app=desktop&v=NlDfcaLVrww

 

 

 

-Próxima estación:

 

FRANCISCO A. BERRA.

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.

 

 ARANA.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Plaza virtual de escritura

 

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

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