*Foto de Miguel Ángel Savino.
LA
ESTACIÓN INEXISTENTE*
En el compartimento había un hombre vestido a la antigua, con un sombrero
algo raído sobre su cabeza. Pensé que no se descubría porque el pelo ya
empezaba a ralear. Tenía las cejas espesas y de un gris que ya era casi blanco.
Le saludé con amabilidad y me senté frente a él. Puesto que su contestación fue
apenas un levísimo movimiento de las pobladas cejas, tardé un buen rato en
decidirme a hablarle. Todo viaje es más ameno si en él se mantiene una buena
conversación.
- ¿También va a Los Eucaliptos? – pregunté.
Él abrió los ojos, que hasta ese momento había tenido entrecerrados, como
si le molestase la luz y no contestó. Lo hizo después de escrutarme de arriba
abajo.
-Es posible. Con nuestros ferrocarriles nunca se sabe.
Esas enigmáticas palabras se quedaron bailando en mi mente un buen rato.
¿Iba o no iba a Los Eucaliptos? ¿O se trataba de uno de esos viajeros crónicos
que nunca saben con certeza adónde van? ¿Me había equivocado de tren? Debía
aclarar cuanto antes este punto. Si tenía que escribir sobre esa estación, no
podía arriesgarme a que el tren me llevase a cualquier otra.
- ¿Qué quiere decir? ¿Cabe la posibilidad de que este tren no vaya a ese
lugar? El hombre suspiró y echó un
vistazo al paisaje visible a través de la ventanilla.
-Nada es imposible, joven. Cuando se llega a mi edad, uno ya ha visto de
todo.
Vaguedades. No me servía. Necesitaba más concreción.
-Mire: Yo necesito ir a esa estación en concreto. Se me ha encargado la
redacción de un artículo sobre ella. Si este tren no va allí, debería bajarme
ahora mismo.
Percibí entonces que ya estábamos en movimiento. Si había cometido un
error, ya no había forma de arreglarlo. O tal vez sí. Podría bajarme en la
siguiente estación y regresar de algún modo o bien tomar desde allí un tren que
sí fuese a Los Eucaliptos.
-Este es su tren. En efecto, pasa por allí. Pero…
Calló y se frotó los ojos con las yemas de los dedos. ¿Qué era lo que me
estaba ocultando?
- ¿Pero?
-Hace mucho tiempo que no se detiene. De hecho, esa estación ya no existe.
Esta revelación constituyó un mazazo. ¿Entonces? ¿Me habían enviado a
escribir sobre un edificio abandonado? ¿Tal vez una reliquia histórica? Como si
me estuviera leyendo el pensamiento, el hombre se ajustó el sombrero, que se le
había movido un poco, y declaró:
-Incluso el edificio fue demolido. Allí ya no hay nada. Pero nunca se sabe…
Asentí. Me quedé pensativo. Eché mano a mi teléfono móvil y llamé al
periódico, con intención de esclarecer el asunto. Pero no daba señal.
-Eso no le servirá. Una vez que el tren se pone en movimiento ya no
funcionan. Es lógico.
- ¿Lógico? No le encuentro el menor sentido. Nunca he tenido ese problema.
A veces me he pasado todo el viaje charlando animadamente con alguien por
teléfono.
Entonces, por primera vez, sonrió.
-Ya lo entenderá-dijo escuetamente. Luego se recostó en el asiento, echó la
cabeza hacia atrás, se colocó el sombrero sobre los ojos y cruzó los brazos
sobre el pecho. Al parecer, se disponía a dar una cabezada. Me pareció que
antes de quedarse dormido musitaba estas palabras: “Disfrute del viaje”.
Intenté comunicar un par de veces más, pero sin éxito. Me resigné. Todo el
asunto iba a ser una pérdida de tiempo, pero no pensaba renunciar a mis
honorarios. Hubiera o no hubiera algo sobre lo que escribir, yo presentaría la
factura correspondiente. No era responsabilidad mía que me hubiesen enviado a
un lugar ya inexistente.
Puesto que no había con quien conversar, me dediqué a mirar el paisaje por
la ventanilla. Era curioso: Mientras avanzábamos, el terreno iba cambiando,
pero de una forma que yo no había visto nunca, como si el crecimiento o la
decadencia de las plantas y árboles tuviese lugar por tramos o como si se
produjese con una aceleración desconocida.
La visualización del horizonte despejado me tranquilizó. Empecé a pensar
con mayor claridad. Podría ser, especulé, que el tipo del sombrero me hubiese mentido,
o que estuviese en un error. Me dije que todo se aclararía al llegar al sitio.
No había por qué preocuparse. Sin embargo, los constantes cambios de luz en el
exterior me desconcertaban. Tan pronto estaba nublado como lucía el sol. Un par
de veces, mi compañero carraspeó, pero no daba señales de recuperar la
consciencia.
Atravesamos un par de pueblecitos, pero el tren no se detuvo. Me fijé en
que ahora parecía viajar a mayor velocidad, pero lo achaqué a un error de mis
sentidos. Extraje el teléfono del bolsillo de la americana, para entretenerme
con algún juego de los que venían pre instalados, ya que, según comprobé,
tampoco funcionaba mi conexión de datos móviles. Era como estar viajando al pasado, pensé.
Sin saber muy bien lo que hacía (ahora el paisaje había vuelto a cambiar,
los colores eran más opacos, el cielo parecía diferente), abrí la aplicación de
mensajería. Ante mí surgió el mensaje que el director del periódico me había
enviado dos días antes. Iba a cerrarlo y pasar a otra cosa, cuando algo me
sobresaltó. Leí el texto atentamente: En ninguna parte se mencionaba el nombre
de Los Eucaliptos. La estación que se me había encargado visitar y sobre la que
debía escribir era otra. ¿Cómo había podido confundirme? ¡Si ni siquiera se
parecía el nombre! Debía bajar en la primera estación y regresar. Salí del
compartimento con intención de buscar al revisor para exponerle mi problema. Al
pasar junto a él, me pareció sorprender en el rostro de mi compañero de viaje
una leve sonrisa, pero debían de ser solo imaginaciones.
Recorrí todo el tren, pero no pude encontrar al revisor. No solo eso:
Tampoco había viajeros. Fui hasta la parte delantera, tal vez allí hubiera
alguien a quien poder explicar mi problema. Estaba igualmente vacío. Llamé con
los nudillos y al no obtener respuesta empujé la puerta de comunicación con la
locomotora. Se encontraba sólidamente cerrada. Al parecer, no tenía más remedio
que permanecer atento para apearme en el primer lugar posible. Volví a mi sitio
y esperé.
Sin embargo, el tren no se detenía. Atravesamos algunas estaciones, pero en
ninguna de ellas paró. Seguimos adelante. El hombre del sombrero ahora estaba
despierto y me miraba, divertido.
-Ya pronto vamos a llegar. No se preocupe. - dijo.
-No estoy preocupado. - respondí, algo desdeñosamente.
Hizo un gesto con las manos, como diciendo: No me dispare, solo soy el pianista*. Yo me asomé a la ventanilla para no tener que enfrentarme a su
rostro rubicundo que ahora, misteriosamente, parecía más joven. Supuse que lo
había mirado con escasa atención al subir.
-Tendrá su reportaje. Verá que el lugar le va a gustar.
No respondí. Sin duda me estaba tomando el pelo. Volví a comprobar mi
teléfono. Ahora ya ni se encendía: La batería se habría agotado, intuí. De
pronto, noté que la velocidad disminuía. Estábamos llegando a algún sitio. Miré
a través del cristal. En efecto, un poco más adelante había una estación.
Conforme nos íbamos acercando, percibí la antigüedad del edificio. Ya no se
construían cosas así desde más de medio siglo atrás.
Y entonces vi el cartel.
Abrí y cerré los ojos varias veces, para asegurarme. Pero la leyenda no
podía estar más clara. Decía: LOS EUCALIPTOS, así, en letras mayúsculas. Cuando
el tren se detuvo, pude ver al jefe de estación, ataviado con uno de esos uniformes
de los años cincuenta. Unas pocas personas ocupaban el andén. Parecían felices.
Miré a mi compañero. Sonreía.
-Aquí estamos. - manifestó. - ¿no era esto lo que quería?
-Pero usted dijo que ya no existe esta estación.
-Es cierto. - dijo el hombre agarrando el sombrero con ambas manos por
delante de su tripa. - Ya no existe. – Y al decir esto, el sombrero y más tarde
el hombre empezaron a desvanecerse. Y lo mismo pasó unos segundos más tarde con
el tren que me había traído hasta aquí. Yo me quedé allí parado. Comprendí de
golpe. Supe que no había forma de regresar. Una vez aceptado esto y para que
nadie me tildase de anacrónico, empecé a charlar animadamente con cualquiera
que se aviniese a unos minutos de conversación insustancial.
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
*No me disparen, solo soy
el pianista es el título de un disco de Elton John.
EL TREN DE LAS 18*
Con su estertor
como un punto o una
peca negra
una mancha voraz
ocupando la planicie
o bien como un
cimbronazo del horizonte
irrumpía el tren de
las dieciocho
columpiando sus
distancias en uno y otro ojo.
El asunto estaba en
ese acontecer de la tarde
donde bajaban y subían
saludos
bultos varios y uno
que otro grito de andén
como si todo la
congoja y la nostalgia
la risa y los temores
se detuviesen un
instante en los umbrales
para, luego, salir
cual arcón mágico por la pampa.
*De Oscar
A. Agú.
Santo Tome. Provincia de Santa Fe.
Luces en la
noche*
¿Vamos?
La pregunta de Fabio la sorprendió. Su
hermano había planificado una noche diferente, para cortar la aburrida rutina
que era habitual en aquel paraje casi desértico.
Los niños habían decidido llegar hasta las
vías del tren, distantes a unas cuadras de su casa, una vez que sus abuelos se
durmieran.
El pueblito (tal vez ni llegaba a ser eso)
en el que vivían no era muy divertido los días de semana para ellos. Casi
adolescentes, vivían desde pequeños con sus abuelos. El único entretenimiento
era la televisión, que se interrumpía indefectiblemente a las 12 de la noche,
cuando la repetidora del canal dejaba de funcionar. Los abuelos cenaban y se
iban a dormir temprano pero los niños tenían demasiada energía para imitarlos.
Minutos antes de la medianoche podían
escuchar la sirena del tren de pasajeros que cruzaba sin detenerse por ese
lugar, atravesando con rapidez el campo oscuro.
A Fabio se le había ocurrido que podía
asustar a algún pasajero insomne. Desde el tren, sólo podía verse un paisaje
oscuro. Las luces del pueblo estaban lejos.
Salieron silenciosamente de la casa y
cruzaron el alambrado, cada uno con su linterna. Fabio había asustado a algunos
niños en las reuniones familiares, colocándose una luz bajo el mentón. El
resplandor, que iluminaba la cara desde abajo, distorsionaba sus rasgos y
causaba un poco de sobresalto a quien era sorprendido por esa aparición.
¿Algún desprevenido pasajero vería la cara
de los niños al pasar? Era poco probable, pero Fabio no se desanimaba
fácilmente y con tal de hacer algo distinto aquella noche, lo intentaría.
Mara sintió un poco de temor al ver la roja
luz del tren que se acercaba rápidamente, emergiendo desde la lejana negrura de
la noche.
De todas formas hizo lo mismo que su
hermano. Se ubicaron cerca de las vías, donde podían ser divisados desde las
ventanillas y prendieron sus linternas.
El tren pasó con indiferente velocidad
frente a ellos. Fabio gritó, pero Mara sabía que no podía ser oído. Había
terminado el juego. No fue tan apasionante como ella imaginaba pero valió la
pena intentarlo.
Decidieron volver a casa, pero Fabio empezó
a correr. Una broma que le hacía a menudo, salvo que en esta circunstancia era
de noche y no había luna.
Mara le gritó: no podía alcanzarlo. Él era
mayor y más rápido.
El pasto estaba alto y no se veía casi
nada. Mara pensó en los grillos, los sapos y las aves nocturnas y se
estremeció.
Se esforzó por correr más rápido. Una
lejana luz mostraba la dirección de la casa. Sorpresivamente, algo cubrió su
boca y su nariz.
Entre el terror y la sorpresa, trató de
liberarse, pero era tanta la presión que se asfixiaba. Comenzó a desvanecerse.
“Me muero”, pensó.
En el tren viajaba una mujer que, aunque
había jurado no volver más a su pueblo, regresaba.
Los trámites de la sucesión de la casa de
sus padres exigían que retorne a ese triste lugar, lejano en la distancia y el
tiempo. Había que tomar decisiones, firmar papeles.
“Sólo usted puede”, le dijo el abogado por
teléfono.
El vagón estaba oscuro. Todos parecían
estar durmiendo. Seguramente ella sería la única que continuaba despierta. No
tenía ni el cansancio ni la tranquilidad necesaria para dormir.
Cada tanto, una luz en el camino iluminaba
el vidrio de su ventanilla y podía ver su reflejo.
“¿Tanto envejecí?”, se preguntaba. Tal vez
fuese el cristal que cambiaba sus rasgos o realmente el paso del tiempo le
mostrara un rostro un poco extraño, que no había advertido antes.
Sólo había oscuridad afuera. Algunas luces
lejanas anunciaban la existencia de pequeños grupos de casas o poblados.
De pronto un diminuto destello le llamó la
atención. A medida que se iba acercando, Laura intentó comprender qué era esa
pequeña luminosidad en medio del negro campo. Pronto estuvo cerca, cada vez más
y cuando pasó el tren junto a ella fue tan veloz que no pudo distinguir bien de
qué se trataba, pero advirtió a varias personas jugando con luces. Algo la
inquietó. No pudo ver bien las siluetas ni sus caras. Tal vez estaban
casualmente en ese lugar, pero no se sintió tranquila.
El tren siguió, imperturbable, atravesando
la noche.
Laura sentía que habían pasado horas desde
que había subido a él. El viaje era más largo de lo calculado.
Dormitó unos minutos y despertó. ¿Adónde
estaría? Su celular se había apagado hacía rato y eso la alarmó. ¿Cuánto hacía
que estaba viajando? Todos dormían… No se atrevió a despertar a nadie para
preguntarle.
De pronto, y para su alivio, el tren
comenzó a disminuir la velocidad. Estaban llegando a alguna estación.
Increíblemente, no había luces cercanas y cuando al fin la máquina paró, no
pudo ver el nombre del sitio. En el oscuro andén, sólo estaba sentada una niña
con una linterna en la mano, y esa era la única luz existente.
Laura decidió bajar y acercarse a ella.
“¿Dónde estamos?”, le preguntó.
La niña la miró con ojos abatidos. “No lo
sé. Yo sólo estoy esperando un tren que me lleve de vuelta a casa”.
La sirena de la locomotora las aturdió. Su
tren se iba. Laura sintió un gran desasosiego.
¿Cómo podía estar sola una niña en ese
lugar? Entre tanta oscuridad, con tantos peligros…
Una dolorosa visión inundó su mente.
Si alguien la hubiese acompañado aquella
noche, en el paraje Los Eucaliptus…
Si su padre no se hubiese quedado bebiendo
con sus amigos…
Si hubiese podido gritar…
Ya no importaba la condena ni el castigo a
quien cometió el delito. Ella lo único que quería era olvidar, sacar esas
escenas de su memoria.
Pero ¿Se pueden eliminar los recuerdos
dolorosos? ¿Alguien puede borrarlos?
“Sólo usted puede” había dicho el abogado.
Se sentó junto a la niña y le tomó la mano,
sin saber lo que hacía, impulsada solamente por una fuerza interna, eterna, la
de su corazón.
A lo lejos se veía la luz blanca de un
nuevo tren que se acercaba.
Mara se despertó. Todavía era de noche y el
rocío había mojado su ropa y su piel. Fabio se las pagaría. Le iba a contar
todo a los abuelos. Esas bromas no se hacen. Fue dando zancadas hasta la
pequeña casa y, furiosa, entró.
“¡Fabio!” llamó sin alzar demasiado la voz.
“¡Salí, idiota!”
La puerta del dormitorio se abrió despacio
y la cara de Fabio expresó asombro y culpa: “¡Mara!” gritó.
Desde el otro dormitorio salió el abuelo y
comenzó a llorar.
“¡Fue su culpa!, se defendió Mara “Él me
dejó sola, junto a las vías del tren”.
Fabio se acercó a ella y agarrándole las
manos, le dijo despacio: “Eso fue hace tres años, Mara”.
Laura despertó justo cuando llegaba a su
destino. Se bajó del tren despacio. El pueblo no había cambiado mucho. Algunas
calles asfaltadas, algunas casas más. Nada sorprendente. Caminó unas cuadras
hasta la oficina del abogado.
Lo atendió su secretaria. No esperaba a
nadie, le dijo.
Laura se sentía desconcertada. ¡Él la había
citado allí! Cuando le dijo su nombre, la secretaria la miró asombrada.
“Él la citó aquí, pero hace tres años!”, le
respondió. Como ella no se había presentado, todos los trámites quedaron
suspendidos.
Laura estaba confundida.
“Bueno, aquí estoy”, pensó. “Tal vez sea un error, pero estoy aquí y
puedo terminar con todo esto”.
Mientras esperaba al abogado, se asomó a la
ventana y, tranquila, se preguntó por qué no había regresado antes a su querido
pueblo.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-Santo Tome. Provincia de Santa Fe.
ESTACIÓN DE LAS
MADRESELVAS ESCONDIDAS*
Un banco de la
Estación, sostiene la pausa y la mujer.
La sustenta como el
amor sostiene al tiempo.
Una maleta llena de
incertidumbres.
Y un hueco de ausencia
redondo como el mundo
El tren se acerca ¿o
se aleja? Es una boa de plata.
La mujer se pregunta
si la cola de la boa está roja por el llanto.
Arranca sus raíces y
le duelen hasta las huellas de sus pasos.
Levita en una butaca
con olor a distancia.
El tren desarraiga su
sollozo en aceros solitarios.
La mujer se deja mecer
suavemente.
En sus sueños, aparece
su madre.
Cuando despierta
siente en su boca un sabor lejano.
Leche dulce de
madreselvas blancas.
El tren llega a
destino. No sabe si va o viene.
La mujer comprende que
partir es llegar.
Y el tren arraiga
entre maternos pechos.
Madreselvas de
escondidos aceros.
La sustentan como el
amor sostiene el tiempo.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
Estación Los Eucaliptos*
*Por Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com
El amigo Coiro acaba de
enviarme otro mail, encargándome un nuevo texto para InvenTren. Luego de la grata experiencia de volver al ruedo
literario hace quince días, la tarea no amenaza ser dolorosa. Siento los dedos
más sueltos que cuando encarase la fantasía cómica de Estación Funke, pero el
ojo de la imaginación no me encuentra en mi mejor momento. Por lo tanto, releo
el título de la Estación y me dejo llevar una vez más por la asociación libre.
Coiro me envía videos de
YouTube donde un par de nostálgicos han filmado los actuales paisajes de la ex
Parada Los Eucaliptos, perteneciente al extinto Ferrocarril Provincial. Lugares
campestres que apenas dejan vislumbrar la presencia del hombre a través de
algunas casas, varias tranqueras, y mucha ruina. Al menos, reconforta ver que
las imágenes brillan bajo un sol pampeano que se intuye cálido y esperanzador.
Entonces recuerdo algo
que me retrotrae en el tiempo, quizá imbuido por el aura desoladora de lo que
fuera y ya no es, del pegajoso ámbito de precariedad que me transmiten los
espacios vacíos del terreno donde alguna vez existió una estación, con
telégrafo incorporado. Los Eucaliptos también se llama un barrio del conurbano
bonaerense emplazado en el Municipio de Quilmes, donde hace casi diez años
realicé visitas domiciliaras motivadas por mi trabajo como psicólogo
perteneciente a la Secretaría de Niñez y Adolescencia de la Provincia de Buenos
Aires.
En aquel entonces, tomé
otro ramal ferroviario, el eléctrico hacia Florencio Varela, desde donde
combiné con un colectivo para llegar hasta la esquina del semáforo de Avenida
La Plata y Lamadrid. Mi compañera Natalia arriba pocos minutos después con su
auto, y una vez que estaciona, nos saludamos en la vereda, subiéndonos hasta el
cuello los cierres de las camperas.
—¿De veras estás listo,
Albertito? ¿O vas a arrugar antes de entrar? —me provoca ella, con una risita.
—¿La verdad? Ni sé cómo te animás a venir.
—Si llegamos hasta acá,
no me voy a echar atrás. Además, si nos pasa algo malo, me vas a defender vos…
Caminamos con sigilo
hacia el hueco entre ambos edificios de tres plantas, donde se abre la entrada
hacia la villa, sita en el corazón de la manzana: la mayor cocina de paco del
conurbano.
El panorama es decadente.
Mugre y abandono impactan a la vista, así como los jóvenes tirados contra los
cimientos de las casas, hundidos en el tanático sopor del consumo. Naty ahoga
por un rato el buen humor y avanza segura sin mirar demasiado alrededor,
sabiendo de antemano cuál es la casa en la que debemos entrar. Yo espío de
reojo, sin perder detalle, pero al mismo tiempo queriendo pasar desapercibido a
cada paso que damos, mientras nos internamos en terreno desconocido.
En el domicilio señalado,
ya hay gente de pie junto a la puerta. Con Naty nos ponemos en guardia, pero
disimulando. Estos de la puerta deberían estar durmiendo, y no amanecidos. Los
rumores acerca de la proliferación de los “tranzas” en el domicilio de arresto
del joven posiblemente sean ciertos.
—Buen día —saluda Naty,
sin cordialidad, ni vacilación. —¿Christopher se encuentra?
—¿Quién lo busca?
—desafía un morocho, con una gorra de Boca y mirada torcida.
—Somos del Centro de
Referencia. Venimos por una entrevista.
—¿Para qué? —insiste el
de la puerta.
—Para ayudarlo antes de
que vaya preso —sostiene Naty. —¿Vos sos el padre?
Con un movimiento de
cabeza, el de la gorra de Boca le indica al otro, con camiseta del Barcelona y
ojos irritados, que entre en la casa, sin quitarnos la vista de encima. Naty me
mira, yo arqueo las cejas, dudando. ¿Será factible realizar la visita, o mejor
volvemos en otro momento? ¿Qué nos diría Liliana, nuestra coordinadora? Que no
salgamos con un día de tormenta como éste, eso seguro.
El de la camiseta del
Barcelona vuelve enseguida, acompañado por una mujer teñida de rubio y con
anteojos recetados, ajenos a este entorno social.
—Buen día, ¿cómo están?
—nos saluda la madre, afable. —Pasen, sin vergüenza.
—¿Podemos? —dice Naty,
mirando de arriba abajo a los “custodios” de la entrada.
—Sí. Déjenlos pasar, son
de confianza —informa ella, y los jóvenes se apartan.
Ingresamos en una
habitación indescriptible, oscura y desordenada más allá de cualquier
imaginación. Nos acercamos a una mesa pero permanecemos de pie. No hay niños a
la vista. La inquietud (y el aroma de la marihuana) impregnan el ambiente.
—¿Y su hijo? ¿Se levantó?
—dice Naty, intentando contener la respiración, creyendo que sería mala idea
sacar el celular para tomar con discreción una foto de la escena.
—Ya le aviso que están
acá —señala la madre, antes de retirarse por un recodo.
Miro por sobre mi hombro;
ambos “custodios” han entrado y nos vigilan la espalda. De pronto, maldigo la
idea de acompañar a Naty a hacer justamente esta visita, maldigo la idea de que
cualquiera de nuestras compañeras deba internarse en lugares riesgosos como
éste, maldigo la idea de estar a punto de padecer la peor experiencia de vida
desde que ingresara a este trabajo.
Esmirriado y ojeroso,
Christopher se levanta de mala gana, belicoso y angustiado a la vez. Nos
contempla extrañado, repudiando la visita.
—¿Otra vez? —increpa a
Natalia, al verla de nuevo en su casa.
—Esta, y muchas otras
veces —responde ella. —Te recuerdo que por esta causa debes cumplir un arresto
domiciliario, por el que tengo que visitarte todas las semanas.
—¿Y por qué no me hace
todas las preguntas juntas? Así la veo una vez por mes.
—Porque tengo que saber
cómo estás llevando el arresto, todas las semanas —reitera Naty, segura. —¿Te
molesta mucho que venga?
—Por favor, señora
—concilia la madre. —No le haga caso. Su presencia no molesta.
—A su hijo parece que sí.
—¡A mí me jode que vengan
a molestar a cada rato por algo que yo no hice! —estalla Christopher.
—Si no hiciste nada, ¿por
qué no colaborás? Así se te hace más fácil transitar esta causa —intercedo yo,
casi con suavidad. —¿Cómo la venís pasando?
—¡Me tienen todos
harto!!! —grita Christopher. —¡La yuta por pegarme, los jueces por acusarme, mi
viejo por dejarme, y mi vieja por querer internarme por drogón!!! ¡No le
importo a nadie!!! ¡Encima vienen Uds. a cada rato, a joderme por las cosas que
hago!!!
—Pero dijiste que no
habías hecho nada… —le señalo, sin rematar la frase.
—Él siempre se pone así…
—lo disculpa la madre. —Ya no sé qué hacer…
—¡Pitu!!! —exclama el de
la gorra de Boca, por sobre el hombro de los agentes de la Secretaría de Niñez
y Adolescencia. —¡Vos sabés que te bancamos a muerte!!!
—Bueeenooo… ¿Qué tal si
nos calmamos? —advierte Naty, mirando a todos en derredor, y dirigiéndose hacia
los “custodios”: —¿Uds. podrían dejarnos un ratito a solas con la familia?
Cuanto antes terminemos, antes nos vamos.
—Chicos, por favor…
—comienza la madre, pero la interrumpe el de la gorra de Boca.
—¡No le rompan más las
pelotas al Pitu!!! ¡Que acá en el barrio tiene aguante!!!
Nos miramos con Natalia;
será mejor que nos vayamos. Esto no da para más.
—Muy bien; como Uds.
quieran —dice Naty, bajando la mirada y extrayendo de su carpeta verde claro la
planilla de visita que debe firmar el joven de referencia.
—¿No entendés, rubia?
—exclama el de la gorra, cada vez más exaltado, y le quita la planilla de un manotazo,
haciendo un bollo y arrojándola a un costado. —¡Tomatelás!!!
—Está bien, tranquilo…
—retrocedo, con las palmas de mis manos en alto. —No jodemos más, ya nos vamos.
—¡Sí: andate vos también,
anteojito!!! —exclama el de la gorra, tirando otro manotazo con la palma
abierta, impactando sobre la pechera de mi campera.
El de la camiseta del
Barcelona parece despertarse de golpe, queriendo sumarse a la provocación. La
madre del joven quiere interceder, dirigiéndose alternativamente a cada uno de
los jóvenes y a su hijo, pero nadie la escucha, ni siquiera yo, concentrado en
ambos “custodios”, con mirada penetrante, bajando ambas palmas, preparado para
lo que sea.
De pronto, el clima de
tensión se quiebra al arrojar Christopher la primera piedra, al grito de:
—¡Váyanse de una puta
veeez!!! —empujando a Natalia, quien trastabilla, agitando los brazos, y cae de
costado en manos de los “custodios”.
El tiempo parece
detenerse. Comienzo a registrar la escena a mi alrededor como si transcurriese
en cámara lenta, sin perder detalle. De una rápida reacción dependerá la
integridad de ambos. Si pienso demasiado, quedaré paralizado en el lugar,
expuesto a cualquier ataque. Por eso, me obligo a liberar la tensión acumulada,
y salir de allí a como dé lugar.
Lejos de cualquier
fantasía, ajeno a mi particular pantalla profesional, doy un veloz paso
adelante y lanzo un puñetazo con la derecha, directo a la nariz del de la gorra
de Boca, sintiendo el crujido del tabique, mientras abro la mano izquierda y
empujo la cabeza del de la camiseta del Barcelona contra la pared, mientras
Naty se escurre hacia el piso, logrando zafarse de los brazos de ambos
“custodios”. Christopher se lanza hacia nosotros en medio de un aullido, y
antes de que yo consiga girar para enfrentarlo, Naty salta desde el piso,
embistiendo al joven con ambas manos, para que ambos caigan de rodillas.
Vuelvo a mirar a los
“custodios”: el de la camiseta del Barcelona vacila, aturdido por el golpe y el
consumo; el de la gorra de Boca se tambalea con la nariz rota, la boca llena de
sangre, y mirada de odio. Antes de que siga reaccionando, vuelvo a pegarle,
esta vez en la mandíbula, sintiendo un intenso dolor en los nudillos, pero
logrando noquear al joven, quien cae de espaldas contra la pared.
Christopher intenta ponerse
de pie; Naty, de rodillas, aferra un vaso de la mesa y lo impacta contra la
cabeza del joven, mientras se incorpora, dispuesta a correr. De costado, yo
percibo su movimiento y la tomo de un brazo, tirando de ella hacia la puerta,
mientras manoteo el picaporte y salimos a los tropezones, intentando recuperar
el equilibrio.
—¡Los voy a denunciar!!!
—grita la madre de Christopher, mientras escapamos.
Afuera, negras y
amenazantes, las nubes de tormenta se aplastan sobre los techos de los
edificios, rasgadas por los primeros relámpagos, convirtiendo la escena en un
espectáculo de pesadilla. El miedo, los nervios, la frustración, se conjugan
para impulsarnos a correr, rogando que nadie se levante de ningún zaguán para
salirnos al cruce. El terreno irregular de los cincuenta metros que nos separan
de la calle nos hace tambalear en la carrera, sin soltarnos de las manos,
llevando un ritmo que intenta ser parejo, sintiendo el mayor deseo de escapar
que hayamos imaginado jamás.
El primer cascotazo
impacta sobre mi hombro derecho, muy cerca de mi cabeza. El segundo contra la
pantorrilla izquierda de Natalia. Los últimos impactos nos pican cerca, sin
alcanzarnos, pero ambos, entre insultos y sin dejar de correr, oteamos hacia
atrás, buscando a nuestros agresores. Es el “custodio” de la camiseta del
Barcelona, aún mareado, cuya figura se destaca en la penumbra de la mañana por
un fogonazo estelar.
Un trueno descomunal nos
aturde al llegar a la vereda, girando en un recodo y quedando bajo la
protección de los edificios lindantes a Lamadrid. Seguimos corriendo hasta el
semáforo, volviendo la cabeza para vigilar que nadie nos siga. El contacto con
los vehículos y las luces de la avenida parece devolvernos a la realidad,
aunque no tanto como para detener la carrera: intento cruzar Avenida La Plata
sin mirar, y casi soy arrollado por un auto blanco, que frena con un chirrido,
sin golpear mis pantorrillas.
—¿Dónde vas, boludo???
—grita Naty, tirando de mi brazo, a fin de retenerme cerca de la vereda, y
liberando toda la angustia. —¡Lo que me faltaba para completar este puto día!!!
¡Que te me mueras!!!
Yo respiro agitado al
borde de la vereda, mientras ella saca su celular para llamar al Centro. Y
aturdido, con la boca pastosa, intentando una sonrisa, flexionando el torso y
tomándome de las rodillas a fin de recuperar el aliento, le susurro:
—Yo con vos no salgo más…
La imagen se va
desdibujando, mientras regresan las tomas de video captadas por el celular del
youtuber, el rasguido del viento contra el micrófono de ese celular, la voz del
ignoto narrador… Y los eucaliptos de la pampa, mudos testigos de una zona
ferroviaria donde otro país fuera posible, en el que (entre muchas otras cosas)
el consumo de sustancias problemáticas no hundiese a los adolescentes en el
cruel manotazo de ahogado del delito.
-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios
de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes
de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha
participado en diversos certámenes literarios.
-Ha publicado en
Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren en recorridos literarios
iniciados en el año 2002.
Hace suyas las palabras de
John Cheever, "escribo para
entenderme y entender el mundo".
Experiencia en el tren*
Recuerdo que viajaba en el tren y soportaba
la tiranía de mí mismo, los ojos
girando en los límites del cerebro,
pensando en cosas sin salida
tambaleando en callejones equivocados.
Pero de pronto el viento me golpeó la cara
y hasta el final del viaje
retuve su canción en mis pulmones.
Recuerdo que fui suave y feliz
tan densamente vivo
y el asunto lo juro que era bueno.
Fue algo así
como el radiante comienzo de una fiesta,
¡algo así
como ser necesario a todo el mundo!
* Joaquín O. Giannuzzi.
-Obra Poética. EMECÉ.
https://es.wikipedia.org/wiki/Joaqu%C3%ADn_Giannuzzi
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Sobre la estación “Los Eucaliptos”
https://es.wikipedia.org/wiki/Estaci%C3%B3n_Los_Eucaliptos
https://www.facebook.com/permalink.php?id=491913957898511&story_fbid=863109617445608
https://www.youtube.com/watch?app=desktop&v=NlDfcaLVrww
-Próxima estación:
FRANCISCO A.
BERRA.
-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN GOYENECHE.
GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME
ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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