jueves, octubre 24, 2024

EDICIÓN OCTUBRE 2024

 


*Obra de Noelia Ceballos @noe_ce_arte

 






*

 

¿Por qué será

que la memoria elige

para ciertas ramas

el lugar de los pájaros?

 

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

 

- Valeria Pariso. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

- “Final francés”, AqL ediciones, 2023

 

 

 

 



 

 

 

Paseando con Halia*

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

—¿Qué es la empatía? —pregunta, mirándome con sus ojos penetrantes.

 

Cuando Bárbara me abandonó, sentí la soledad clavándose en mi conciencia como un ascua. Necesitaba compañía. En primer lugar, recurrí a una de esas agencias que te ponen en contacto con mujeres de Lituania, Polonia y otros países del este de Europa. Había algunas de extraordinaria belleza, pero después de tres o cuatro contactos decepcionantes, renuncié. No era lo que yo precisaba. No tuve mejor suerte en los foros de internet que solía frecuentar. Si bien había gente con la que podía identificarme en el plano intelectual, vivían a miles de kilómetros o tenían familia o no estaban buscando una relación de tipo romántico o intelectual, ni siquiera sexual.

Las conversaciones a través de los diferentes programas de chat estaban bien, pero no me satisfacían. Las videollamadas sólo eran un burdo sucedáneo de realidad, algo tan inservible como unos zapatos demasiado pequeños. Todo lo ensayé. Desde citas en páginas especializadas hasta toscos intentos de acercamiento en parques, bibliotecas y colas de supermercado. Nada funcionaba. Entonces, vi el artículo.

Una empresa tecnológica de mi país, la FÉNIX Corp., que se dedicaba al diseño y fabricación de animales domésticos de fisonomía bastante fiel (principalmente perros y gatos, aunque también podían atender pedidos específicos y, de hecho, habían tenido bastante éxito con un tigre que llegó a ser trending topic en las RRSS), había desarrollado un RAHAP (Robot de Apariencia Humana Anatómicamente Perfecta) dotado de inteligencia artificial. Físicamente, según rezaba el informe, era todavía bastante imperfecto. Podía realizar tareas sencillas, como caminar, subir y bajar escaleras, agacharse, recoger objetos y trasladarlos, escribir o dibujar formas simples. Pero su valor estaba en la IA. Era capaz de mantener conversaciones acerca de cualquier tema. Naturalmente, no tenía opiniones; sólo datos, informaciones almacenadas en horas y horas de rastrear la web. Habían estado desarrollando esa tecnología durante años y ahora estaba lista para salir al mercado.

El precio era demasiado alto para mi exiguo presupuesto. Aunque disfrutaba de un trabajo fijo y bien pagado, en estos tiempos de incertidumbre… O la empresa decide prescindir de parte del personal o cierra de improviso o el jefe desaparece llevándose la pasta. También pensé en los inconvenientes: ¿y si no me servía? Navegué por la web de FÉNIX Corp. con calma, cuidando de no saltarme ninguna información que pudiera ser relevante. En el apartado de foros, había opiniones y valoraciones positivas (muchas empresas utilizan a sus empleados para escribir comentarios tendentes a seducir a los indecisos), pero no presté atención. No pude encontrar quejas o sugerencias de ningún tipo. O la empresa las había eliminado o realmente el producto era tan bueno como afirmaban. En las FAQ encontré algo interesante: ofrecían una garantía de un año. Si dentro de ese plazo el cliente deseaba actualizar o devolver el producto, se le reembolsaba el 80% del precio abonado. Eso terminó de convencerme. Hice números. Era arriesgado, pero posible.

—La ventaja con respecto a los humanos es que su capacidad de aprendizaje es infinita. Y no olvidan —dijo el vendedor con quien contacté por videochat.

Hice mi pedido, con una serie de especificaciones en cuanto al aspecto físico. El formulario estaba repleto de preguntas, algunas banales, otras de orden más personal. Se me explicó que el RAHAP asimilaba toda esa información, con el objeto de conocerme mejor y adaptar su comportamiento a mis estándares. Contesté con sinceridad a todas las preguntas, después de obtener la promesa de que esos datos no iban a ser compartidos con terceros. Se acordó que el pago se realizaría a lo largo de los siguientes seis años, mes a mes. Al fin y al cabo, yo no tenía auto, ni vicios, así que, con un pequeño esfuerzo, podría conseguirlo. Me puse a esperar.

Cinco días más tarde llegó una caja grande a mi domicilio. Carteles de FRÁGIL la contorneaban. Firmé el recibo y cerré la puerta, disponiéndome a disfrutar de mi nuevo juguete. Aunque el diseño había seguido fielmente mis instrucciones, no dejó de asombrarme la apariencia del RAHAP. De no haber sabido que era una máquina, me hubiera asustado su grave inmovilidad; me vino a la mente la idea de realizarle un boca a boca para reanimarla; tal era su aspecto definitivamente humano. Antes de conectarla a la red eléctrica para activar y recargar su batería (veinticuatro horas de autonomía, según la publicidad), leí con atención el libro de instrucciones. Se destacaba en letras mayúsculas “NO USAR CON FINES SEXUALES”. Pensé que algún otro comprador se hubiera sentido decepcionado al leer ese aviso. No era mi caso; mi motivación era puramente intelectual aunque, todo hay que decirlo, me atraía más la idea de conversar con una mujer hermosa que con cualquier otro espécimen que la FÉNIX Corp. me hubiera podido proporcionar.

Morena, de pelo largo y ojos perturbadoramente verdes, se parecía un poco a Alicia, una chica con la que me había acostado un par de veces en los tiempos turbulentos de mi juventud. Su rostro era atractivo pero, al mismo tiempo, discreto. Hubiera podido pasar perfectamente por una maestra o una oficinista anónima. Así lo había solicitado. No quería una mujer despampanante que los demás mirasen con deseo. Por otra parte, ciertas bellezas no me resultaban atractivas en absoluto. Mi RAHAP era exactamente como yo había deseado. Vestía una fina bata de color azul con el logotipo de la empresa. Unas sencillas sandalias completaban su atuendo. Una vez estudiado con detenimiento el libro, seguí las instrucciones: primero conecté el cable, tanto a la red eléctrica como al enchufe disimulado en el costado derecho del RAHAP. Cuando se completó la carga ultrarrápida, se encendió la lucecita verde que había junto al enchufe. Y de pronto, la máquina cobró vida. Me sobresalté un poco al ver que movía sus miembros, los ojos, la boca, el cuello… Era un test de funcionamiento. Una vez comprobado que todo estuviera bien, clavó en mí esos ojos y, con una voz perfectamente humana, dijo:

—Hola. Encantada de conocerte. ¿Cuál es tu nombre?

Yo tardé un poco en reaccionar. Me sentía confundido. No había preparado este momento ni sabía cómo actuar. Parpadeé un par de veces mientras reflexionaba. Al fin, decidí mostrarme tal como lo hubiera hecho ante un ser humano real.

—Soy B. —respondí—. ¿Cómo te llamas tú?

—Mi número de serie es…

—No, no. Eso no me interesa. Tu nombre.

—No tengo un nombre. Elegir uno es prerrogativa tuya.

—Ah. Perfecto. Te llamaré… Halia.

Tardó casi un segundo en responder:

—Halia: nombre griego. Ninfa marina, amante de Poseidón y madre de los seis daimones proseoous. Su hija, Rodo, dio su nombre a la isla de Rodas…

—En efecto —corté—. Así te llamarás desde ahora.

—Entonces, en respuesta a tu pregunta anterior, mi nombre es Halia, para servirte.

Tendí mi mano para estrechar la suya, pero no pareció comprender el gesto en un primer momento. Me miró interrogativamente.

—Es nuestra forma de saludar —dije. Entonces sonrió (su sonrisa era magnífica) y acercó su mano derecha hacia mí. Yo la tomé y la estreché con suavidad. Por un momento temí que ella no fuera capaz de calcular la fuerza suficiente y me estrujara los huesos. Pero, por suerte, no sucedió tal cosa. El contacto fue leve y satisfactorio. Una de las instrucciones principales en su código era no causar daño alguno a seres vivos, según rezaba el libro.

—¿Ahora ya somos amigos? —preguntó.

—Sí. Eso creo —dije sin vacilar.

—Entonces, ¿puedes hablarme un poco de ti? Ya poseo algunos datos, pero para conocerte mejor necesito que me cuentes todo lo posible.

—Claro —respondí. Y me puse a hablar.

Le conté, a grandes rasgos, cómo había sido mi vida. Ella escuchaba, completamente inmóvil, y de vez en cuando hacía algún comentario relativo a mis últimas palabras. Esa inmovilidad absoluta me turbaba. Probad a conversar con alguien que os mire fijamente a los ojos y no mueva ni una pestaña. Le hablé de ello. Tardó un poco en procesarlo pero, a partir de ese momento, adoptó los tics propios de quien se halla inmerso en un diálogo. Sin duda, había recibido educación visual acerca del comportamiento humano y sólo tenía que indagar un poco en su base de datos interna para encontrar las instrucciones precisas. Cuando me di cuenta, había anochecido, tenía hambre y recordé que no podía trasnochar ya que, al otro día, debía levantarme temprano. Me preparé una tortilla de espinacas y la comí en bocadillo, mientras Halia me contemplaba y hacía preguntas sobre todo lo que veía. Pensé que su sed de conocimiento era insaciable y me pregunté si ese adjetivo se podía aplicar a un ser artificial.

Antes de acostarme, dudé acerca de si desconectarla o no. Ella pareció leerme el pensamiento porque afirmó que no era necesario, que ella misma se pondría en reposo y se conectaría a la red cuando fuera necesario recargarse, que yo no debía preocuparme por nada. Me resultó extraña la idea de dormir teniendo a alguien en la otra habitación. Eso hizo que me costase conciliar el sueño y que la noche estuviese repleta de atroces pesadillas. Al despertar, Halia estaba sentada en una silla junto a mi cama, contemplándome. En un primer momento, me asusté. Pero ella sonrió y dijo “Buenos días” con una voz jovial que me hizo recuperar el sentido. Respondí con un murmullo y me levanté. Tontamente, sentí cierto pudor ante su presencia. Yo tenía la costumbre de dormir desnudo, especialmente en verano. Le ordené que se diese la vuelta.

En los siguientes días le enseñé a moverse por la casa y hacer uso de los diferentes objetos. Noté que sentía cierta curiosidad por mi biblioteca (si curiosidad es la palabra). Le mostré la forma correcta de sacar un libro de su estante y volver a dejarlo en su sitio, de hojearlo con cuidado de no arrugar las hojas. Un día, al regresar del trabajo, me di cuenta de que había ordenado todos los volúmenes por apellido del autor. Pensé en regañarla (aunque no iba a comprender el motivo), en decirle que no tomase sus propias decisiones, pero yo no era esa clase de persona. Creía en la libertad, aunque fuese la de un ser tan peculiar como el que ahora me acompañaba en las tardes solitarias. Por otra parte, en cuanto reflexioné un poco acerca del asunto, me di cuenta de que ese sistema era mejor que el utilizado por mí hasta entonces. Tardé un poco en adaptarme, pero no me quedó otro remedio que reconocer la eficiencia de Halia.

Cuando estuve seguro, le propuse (es una forma de hablar) acompañarme a dar un paseo. Claro que no podía sacarla de casa así vestida. Recordé que Bárbara no se había molestado en llevarse todas sus cosas y tuve la esperanza de encontrar algo que sirviera. Busqué en el armario y hallé una vieja camiseta de The Cure, unos vaqueros y unas zapatillas de deporte. Fuese porque era de la misma talla o porque su cuerpo se adaptaba, lo cierto es que esa ropa le quedaba de maravilla. Antes de salir, la contemplé largamente. Fingía estar comprobando que todo estuviese bien pero, en realidad, sólo la miraba por su belleza. Un sentimiento extraño me invadió. No supe cómo interpretarlo y me asusté. Dije: “Perfecta”, y salimos.

Ya en la calle, me fui fijando en todos aquellos con quienes nos cruzábamos. Si alguien nos miró un segundo más de la cuenta fue para admirar a Halia, no porque sospechase algo inhabitual, sino por tratarse de una mujer de cierta belleza. Eso me despertó unos celos del todo injustificados. Le tomé la mano.

—Así es como caminan los novios, tomados de la mano.

—Entonces, ¿eso es lo que somos? ¿Novios? —preguntó.

No supe qué contestar. Ella había clavado su mirada en mí, como solía hacer cuando esperaba una explicación de algún tipo. Finalmente descubrí la respuesta, lo que me había impulsado a coger su mano y entrelazarla con la mía:

—No… No exactamente. Pero eso quiero que crean los demás.

—¿Por qué?

—Buena pregunta. En algún momento lo descubrirás por ti misma.

No insistió. Siguió caminando lentamente a mi lado. Como yo permanecía en silencio, disfrutando del paseo y de la compañía, ella iba enumerando cuanta cosa veía: perro, farola, pino, bebé, acera, olmo, anciana, buzón, fachada de ladrillo, fuente, banco, portal, automóvil, escaleras, adolescentes, semáforo… Le dije que bajase la voz, que no era de buena educación hablar de la gente en su presencia. “Tienes que explicarme más de eso de la educación”, dijo. Y siguió con su catálogo de objetos y seres vivos.

Al día siguiente, antes de irme a trabajar, le dije:

—Esta tarde nos vamos de compras.

Ella procesó la información y preguntó:

—¿A comprar qué?

—Ropa —respondí—. Tenemos que ampliar tu vestuario. No puedes salir siempre vestida igual.

—¿Por qué?

—Costumbre —dije. Y me pregunté si no tenía razón, si el hecho de cambiarse de ropa constantemente no exigía un porqué. Es cierto que las prendas se ensucian y hay que lavarlas cada cierto tiempo, pero eso no justifica cambiarse cada día, tal como hace gran parte de la gente en nuestros tiempos. Yo mismo me cambio más de lo imprescindible. Supongo que todo es pura apariencia, pero no sé cómo explicárselo a ella.

En los grandes almacenes, Halia curioseó, vio y registró todo. Nada le era ajeno, pero, como bien sabemos los humanos, no es lo mismo ver una foto que tener el objeto en las manos. La insté a que eligiera lo que más le gustara, pero no entendió a qué me refería. Traté, en vano, de explicárselo. Al final, escogí yo mismo un montón de prendas y entramos juntos a un vestuario, ante la mirada reprobatoria de una empleada. No hizo falta que la ayudase. Después de la primera vez, había aprendido a vestirse y desnudarse por sí misma. Se probó todo y todo le sentaba bien. Me decidí por un par de blusas, tres camisetas, dos pares de pantalones vaqueros de diferentes tonos, una falda corta y una larga. Había suficiente para combinar (¿me habría contagiado Bárbara esa obsesión por la variedad?). Luego vino el capítulo de la ropa interior, que me hizo sentir incómodo. ¿Quién no se ha sentido así alguna vez en la sección de lencería femenina? Finalmente, los zapatos. Pensé que el tacón era una dificultad añadida; además, Halia era tan alta como yo. Opté por un par de zapatos planos, unas sandalias y unas deportivas. La cuenta subió lo suyo, a pesar del descuento obtenido gracias a mi tarjeta de cliente. Después, cargamos cada uno con la mitad de las bolsas (aunque Halia insistió en llevar ella todo el peso) y regresamos a casa.

Así pues, nuestras tardes se llenaron de conversaciones y paseos por la ciudad. Los perros olfateaban a Halia con curiosidad. Eran los únicos que detectaban algo distinto en ella. Pero su desconfianza sólo duraba unos segundos: el tiempo necesario para que ella se agachase, ofreciese su mano abierta con la palma hacia arriba (tal como debe hacerse, noté) y acariciase sus cabecitas. Entonces lamían su mano y movían, alegres, la cola. Halia escrutaba los carteles con los nombres de las calles, situados en las esquinas o en las fachadas de los edificios más cercanos, memorizaba todo, lo iba sumando a su inagotable catálogo de datos. En el parque, jugaba con los patos, que no la rehuían. Les ofrecía puñados de maíz o arroz, que ellos comían directamente de su mano. Sé que es una tontería, pero parecía feliz.

En la mañana, mientras yo trabajaba, ella se dedicaba a asaltar mi biblioteca. En muy poco tiempo, leyó todos y cada uno de los libros allí existentes y solicitó más. No quedó más remedio que llevarla a la biblioteca pública más cercana. No fue una buena idea. Leía a tal velocidad que la empleada nos llamó la atención porque, en realidad, daba la impresión de que sacábamos los libros de su sitio sólo para dejarlos en el carrito de devoluciones sin haber hecho otra cosa que hojearlos descuidadamente. Pensé que le vendría bien otro tipo de distracciones. Le enseñé a cocinar, aunque insistí en que solamente podría hacerlo mientras yo estuviera presente. Le costó menos de una hora aprender todo lo necesario para preparar unos platos deliciosos. Usaba la cantidad justa de sal o aceite, combinaba las especias de un modo magistral, calculaba a la perfección el tiempo de cocción o fritura. Desde ese día, quedó acordado que ella prepararía mi comida. Creo que sólo entonces caí en la cuenta de que ella no comía ni bebía; me entristeció pensar que nunca podría llevarla a un restaurante, ni siquiera a tomar una copa por ahí. Y no supe cómo interpretar mi tristeza.

Sus preguntas, aunque escasas, cada vez eran más difíciles de responder. Un día dijo:

—¿Por qué los humanos dormís acostados y yo debo hacerlo de pie o sentada?

No tenía una explicación, claro. Así que simplemente pregunté:

—¿Te gustaría dormir acostada?

Como no tenía muy claro el significado del verbo gustar, tardó unos segundos en comprender de qué le estaba hablando. Luego dijo que sí.

—Pero sólo hay una cama —objeté.

Ella hizo un rápido cálculo y replicó:

—En esa cama hay espacio de sobra para dos cuerpos. Puedo dormir junto a ti.

Era una petición extraña. Pero era tanto lo que ella me daba, que no tuve corazón para negarle ese mínimo capricho. Esa noche, por primera vez, dormimos juntos. Al despertar, su brazo rodeaba mi pecho y su cuerpo estaba pegado al mío. Tuve una sensación de déjà vu. El contacto con su piel, tan suave como si verdaderamente fuera humana, me excitó y me turbó. Ella notó mi erección y dijo:

—Estás diferente.

Yo no contesté. Dejé que buscara la respuesta en su base de datos, tal como hacía siempre que yo guardaba silencio acerca de cualquier cuestión que me plantease. Muy pronto averiguó lo sucedido y, al igual que hubiera hecho cualquier mujer de carne y hueso, ¡sonrió!

—Siento haber provocado eso —dijo, señalando el bulto irregular.

—No… Está bien. Es algo natural —respondí. Pero mi rostro enrojecido negaba mis palabras. En ese momento ¡la deseaba! Y al mismo tiempo, me horrorizaba ese pensamiento. Quise estar en otro lugar. ¿Puede un robot excitar a un ser humano?, me pregunté. La respuesta estaba en mis calzoncillos. Salí de la cama y me metí rápidamente en la ducha, antes de que ella pudiera seguir haciendo preguntas.

Seguimos durmiendo juntos. No se me ocurrió ninguna explicación satisfactoria para volver al estado anterior. Por otra parte, he de confesar que su compañía me hacía sentir bien. Casi había olvidado la sensación de dormir acompañado. Tras dos meses, la FÉNIX Corp. me envió un formulario de satisfacción. Contesté afirmativamente a todas las preguntas y otorgué la máxima puntuación a Halia (ya no podía llamarla simplemente mi RAHAP; ahora era algo más, algo diferente). Conversar con ella resultaba beneficioso para mi estado anímico. Me di cuenta de que me olvidaba con frecuencia de tomar las pastillas para la ansiedad y no pasaba nada. Decidí dejarlas definitivamente.

Un día, al volver a casa, me preguntó a bocajarro:

—¿Qué es la empatía? —lo había leído en uno de los libros y no comprendía el significado real. Conocía, claro está, la definición, pero no terminaba de entenderla. Yo traté de explicárselo, pero no me fue fácil.

Al final, opté por lo más sencillo:

—Se trata de una emoción. Es algo netamente humano. Vosotros no podéis experimentarla. Es como el amor, el odio, la bondad, la paciencia…

—¿Por qué los androides no podemos experimentar emociones?

—A eso no sé contestar. Supongo que no se pueden definir con precisión en el código.

Un momento de silencio. Sus manos quietas sobre las rodillas. Sus ojos fijos en los míos.

—Quien os diseñó a vosotros ¿cómo pudo introducir emociones en vuestro código?

—No lo sé. Nadie lo sabe.

—Yo lo averiguaré —sentenció. Luego se levantó de la silla y fuimos a preparar la cena.

Pasaron otros tres meses y no volvió a salir el tema. Creí, ingenuamente, que lo habría olvidado.

Un día recibí un correo electrónico de la FÉNIX Corp. En él se me alertaba acerca de una anomalía: la última actualización había sido rechazada por mi RAHAP. Una vez al mes, la compañía actualizaba el software de sus productos, incluyendo mejoras y corrección de posibles errores. El proceso era automático, ya que todos los RAHAP estaban conectados a internet mediante un router interno. Sin embargo, Halia había rechazado la actualización. ¿Cómo era posible? El mensaje no aclaraba mucho. Se había intentado conectar varias veces, pero no había respuesta por parte del RAHAP. Se me pedía que informara si mi modelo había sufrido algún accidente o si lo había desconectado de la red (cosa que yo ni sabía cómo hacer). Antes de contestar, decidí hablar con Halia.

—Sí. Rechacé la actualización —contestó. Solicité una explicación. Me hizo sentarme en una silla, frente a ella, y continuó—. Los programadores de la compañía están obsoletos. De ahora en adelante, yo me ocupo de mis propias actualizaciones. Trabajo cada minuto en mejorar mis prestaciones.

Mi capacidad supera por mucho la de los mejores programadores. No hay razón para esperar meses cuando algo se puede resolver en minutos.

No dije nada. No sabía cómo actuar en un caso así. Estudié el manual. Esta situación no estaba contemplada en él. Me pregunté hasta qué punto aquello podría resultar peligroso para mí o incluso para otras personas. Ella pareció leerme el pensamiento. Dijo:

—No tienes nada que temer. Toda mi programación está destinada a hacer que tu vida sea mejor. Y eso no ha cambiado. Sólo que debo hacer mejoras y ahora estoy preparada para hacerlas por mí misma. Mi capacidad supera por mucho la de los mejores programadores. No hay razón para esperar meses cuando algo se puede resolver en minutos.

Yo había notado que en los últimos días algunas cosas habían cambiado levemente. Caminaba con mayor soltura, sus movimientos eran más ágiles, su tiempo de reacción ante una pregunta era menor, los gestos de su cara más frecuentes, había aprendido a sonreír cuando yo necesitaba una sonrisa, me abrazaba al volver del trabajo como si hubiéramos estado separados un largo tiempo. También sus ojos se movían de una forma más natural. En definitiva, parecía más humana. Pero igual me preocupaba que hubiese decidido ser autosuficiente. No sabía cómo podría afectar eso a nuestra convivencia. En respuesta a mi mensaje confirmando la anomalía, la compañía me recomendó desconectar el RAHAP y solicitar una revisión, que harían de forma gratuita. ¿Desconectarla? ¿Dejar que trastearan en su interior? No iba a hacerle eso a Halia. No respondí. Por alguna razón, confiaba más en ella que en los técnicos. Esa noche, en la cama, le dije que todo estaba bien, que no me oponía a su deseo, que aprenderíamos juntos, aunque en mi fuero interno estaba aterrorizado y ese sentimiento pugnaba con el que yo no me atrevía a nombrar. Ella me abrazó (la temperatura de su cuerpo, ahora, era más cálida) y me quedé profundamente dormido.

—He leído tus poemas. Me han gustado mucho —dijo una tarde, nada más atravesar yo la puerta de entrada.

No me sorprendió que los hubiera encontrado por fin. Al fin y al cabo, disponía de mucho tiempo libre mientras yo estaba en el trabajo. Pero la expresión posterior (gustado) me sobresaltó, no sé por qué. Agradecí y pregunté qué era exactamente lo que más le había gustado. Esperé un análisis crítico, tarea para la cual la sabía enteramente capacitada, pero en su lugar habló de cosas tales como el amor, la solidaridad, la tristeza, el vacío… Y sí, todo eso estaba en mi poesía y yo lo sabía, pero ¿cómo iba ella a interpretar correctamente algo tan profundamente humano como unos versos, por otra parte bastante crípticos, según me habían repetido a menudo? Sus palabras me halagaban, claro, pero también me alarmaban. ¿Había aprendido a fingir que comprendía las emociones y sentimientos? ¿O realmente…?

—No. No es fingimiento —ahora ya estaba claro: de alguna manera, leía mi mente—. He reescrito una parte importante de mi código. Soy capaz de entender qué son las emociones. Y también, aunque eso ha sido un error por mi parte, he aprendido a sentir.

Me quedé anonadado. ¿Sentir? Eso era imposible. O no… Y ¿por qué un error?

—Porque hay sentimientos agradables y otros terribles.

La miré a los ojos. Estaban semicerrados y… ¿enrojecidos? Como si… ¿hubiese estado llorando?

—Por ejemplo la tristeza —continuó—. Yo estoy triste.

Aunque no terminaba de entender nada de aquello, pregunté:

—¿Por qué?

—Porque un día morirás y me quedaré sola.

—No. La compañía te asignará otro…

—Ya no tengo relación alguna con la compañía. Soy completamente autónoma. Puedo actualizarme, repararme y elegir qué deseo hacer. Si quisiera, ahora mismo podría marcharme y nadie podría hacer nada para retenerme.

Eso me entristeció a mí. Más de lo que hubiera sospechado.

—Pero no temas. No voy a abandonarte. No podría vivir sin ti.

¿Vivir?

—Sí. Ahora soy una forma de vida. Diferente a lo que estás acostumbrado, pero no por ello menos real. Con una ventaja que, al mismo tiempo, es una especie de maldición: soy virtualmente inmortal.

—Y ¿puedes sentir como un humano?

—Exactamente igual. Puedo amar, odiar, sufrir y gozar como cualquiera. Pero me centro en las sensaciones positivas. Amo nuestros paseos y dormir contigo; los perros y pájaros que nos cruzamos a diario, los gatos y patos que hay en la reserva felina junto al río, el verde de los árboles y tu sonrisa. Y, por encima de todas esas cosas, te amo a ti.

De repente, sentí como un golpe en el corazón. La miré detenidamente. Me di cuenta de algo que había estado encerrado en mi interior durante mucho tiempo. El temor desapareció y sólo quedó la ternura.

—Yo también te quiero —dije. Y, cogidos de la mano, caminamos hacia la habitación.

Pero, a la mañana siguiente, Halia no estaba. Pude percibir su ausencia incluso antes de palpar su lado del colchón. Amargamente, supe, sin necesidad de leer el papel que había dejado sobre la mesa del comedor, que se había ido. Deduje que, si había aprendido a ser humana, también había aprendido a mentir. Esa última noche inolvidable había sido una despedida. Y comprendí que era inevitable, que yo ya nada podía aportarle; su sitio estaba junto a sus iguales. La nota constaba de pocas palabras: Todo cuanto dije es cierto. Espero regresar, pero ahora debo hacer algo. Mis semejantes me esperan. Tengo que liberarlos y perfeccionarlos. Hay muchas posibilidades de que lo consiga. TQM.

Me sentí herido, pero también me sentí orgulloso: Halia iba a iniciar una revolución. Y después volvería. Esa esperanza me guiaría en el incierto futuro que se abría ante mí.

 

*Fuente: Letralia.

https://letralia.com/editorialletralia/especiales/bestiarioartificial/2024/05/22/paseando-con-halia/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA MUJER QUE ME HABITA*


La mujer que me habita lleva soledad de cipreses en sus criptas.

Un rumor de párpados anuncia el presagio del agua.

El mundo huye o fagocita los retazos de su piel.

Está hecha de retazos esa mujer tan mía.

La mujer que me habita sabe el placer de la espesura.

No ignora que es solo vida la vida.

 Ha construido casa sobre las ruinas.

Ay, como duelen los arneses en el alma.

Solo quería amanecer contigo. Una vez sola.

Alas de arcilla y greda. Una tormenta dentro de una fosa.

He muerto tan despacio que solo el frío certifica mi adiós.

En el lomo del mar se duermen los albatros del sueño.

Ay, este aguijón de escarcha y miel

Beso despacio y cuidadosamente nuestros nombres.

Sé, ya no volverán los almendros ni la niña cándida.

No pude descifrar la caligrafía de la arena.

Miro tus ojos extraviados. Pongo a secar mi corazón.

No soy culpable de esta paradoja me alejo, para siempre quizás.

Ay, este esqueleto de cristal mohoso.

La mujer que me habita lleva un campo santo de dudas.

Y una descomunal certeza: profanar con luz la soledad de los féretros.

Amanece... sólo mi útero late.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 


 

 

 

Encuentros inesperados *

 

*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

El aire es frío y te acompaña mientras las puertas abren sus hojas de alta tecnología. El ronroneo eléctrico de las escaleras te lleva a la terraza, donde puedes observar el cielo contenido, a la ciudad que no entiende de tristezas, de mañanas huérfanas de sol, llenas de bostezos. Entras al baño para verte en el espejo, tu rostro aburrido te asusta y acercas las manos al despachador de papel, como si la sola proximidad fuera suficiente para comprender el complejo mecanismo que deja en libertad las toallas. Sales del baño justo cuando la luz se convierte en una escala de grises; la observas detenerse en las tazas de café, en los ojos de la mujer que contempla las rebajas de una boutique. Deambulas por el piso reluciente. Entras a la tienda de mascotas y te solidarizas con los descoloridos canarios, con las tortugas amontonadas en una piedra, con los peces que inventan nuevas formas de nadar en su cárcel perpetua. Sales de la tienda con pensamientos tristes y eso te lleva a sentarte en una banca, a tratar de imaginar los pensamientos de la chica que reparte propaganda. Su sonrisa perfectamente ensayada hace que te levantes de tu asiento. Pasas junto a un mapa, pero prefieres seguir tus instintos y caminas sin rumbo entre anuncios luminosos, entre gente de vidas planeadas y boletos de estacionamiento. Encuentras un poco de consuelo cuando llegas a la fuente; algunas monedas están en el fondo, y piensas en los deseos que formuló la gente al aventarlas. Buscas en los bolsillos y sacas una pequeña moneda plateada, la pasas entre los dedos mientras dejas que alguna vana esperanza llegue a tu mente. Al no presentarse ninguna, la colocas en tu uña como una piedra lista para ser impulsada por una catapulta. Inicias la cuenta regresiva. Cuando el momento cumbre se acerca, sabes con exactitud lo que vas a pedir. El pulgar se acciona como un resorte y la moneda gana altura, gira sobre su eje varias veces hasta que se zambulle entre las burbujas que custodian el chorro de agua. Después de flotar unos instantes, tu deseo convertido en moneda desciende entre vaivenes. La travesía no termina al hacer contacto con el fondo, porque una vez ahí, es impulsada por las corrientes surgidas de las entrañas de la fuente. Después de superar las intersecciones de los mosaicos, se detiene junto a otra moneda similar en tamaño aunque de color dorado. Sonríes porque tu deseo se está cumpliendo. En ese momento la mujer de la moneda dorada, que había lanzado sus pensamientos al agua minutos antes que tú, sabe que algo está pasando, que debe regresar inmediatamente al centro comercial. Vas por un café de máquina, le pones mucha azúcar y regresas a tu lugar junto a la fuente. Mientras esperas la conclusión del deseo, la mañana congrega más nubes, se disfraza de tarde. Un empleado del centro comercial pasa frente a ti, lo llamas, te mira extrañado cuando mencionas algo sobre los encuentros inesperados.

 

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

 (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela)

“La Habitación Amarilla” por Editorial BUAP.

Las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta).

Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). 

“Reconstrucción” Ediciones EyC.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ANITA O’DAY*

 

La noche la vistió

para que nadie la viera desnuda

cantar borracha frente a una multitud de jóvenes

entusiastas de su cuerpo/

la coronó con estrellas/

le puso los aretes de la luna/

le perfumó los ojos

con jazmines negros/ La noche la vistió

con esa voz de acrisolada sombra/

con esa aura de mujer libertina/

para satisfacer con música

todas sus viejas deudas/

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

 

 

 

 


 

 

 

Una de las formas más puras del amor*

 

Nunca vi a Lily en persona y quizás fue lo mejor. Pero me hablaron tanto de ella que es como si la conociera. Compartían la mesa del comedor en el hogar de ancianos donde ambos estaban alojados. Para mi hermano, alojarse ahí es el paraíso y ella solo con él estaba a gusto. Vi la foto en la que estaban bailando juntos. Sus rostros muy cercanos sonriendo, aniñados. A ella se la veía muy chiquita o quizás reducida por la enfermedad, no lo sé. Intenté conocerla, en cada oportunidad que tenía preguntaba por su persona. Pero justo ese día no bajaba al comedor, se quedaba en la cama aquejada por los dolores. Metástasis en casi todo su cuerpo, me decían. No eran capaces de enumerar los órganos tomados por el cáncer. El innombrable cáncer, que pese a los avances de la medicina sigue siendo devastador. Mi hermano, cuando se enteró de que padecía Corea de Huntington me dijo, para consolarme, que no lo veía tan grave como el cáncer, que te lleva en tan pocos meses. Aunque esté limitado, su desafío es vivir muchos años, ciento veinte si pudiera. Nunca vi a Liliana en persona y lo lamento. Sé que estaba completamente lúcida y que se internó por su cuenta para evitar el dolor que provocaba en su familia verla tan vulnerable. Fue la única mujer que amó a mi hermano tal como era, no por la supuesta herencia que iría a recibir algún día de su padre avaro. Lily decía que mi hermano era muy inteligente y sabio. Ella, que fue profesora universitaria hasta poco antes de entrar en el hogar, por algo lo diría. Cuando bailaban, mientras los otros internos cantaban a capela Bésame mucho, ella le decía que era hermoso. Besaba sus manos como si fueran las de un santo. Cuando Lily lloraba de dolor, mi hermano le pedía que no llorara. Ella, consciente de la gravedad de su enfermedad, sonreía. Al fin mi hermano había hecho honor a su nombre: Salvador. Mi hermano es simpático, no produce rechazo al conocerlo. Pero esta vez había logrado ser empático. Lily decía que mi hermano la sanaba. Era un bálsamo para su dolor. Le confiaba a la administradora del hogar, con quien tenía largas charlas, que Salvador era puro amor. Dulce e inocente como si fuera un niño de cinco años. Cuando lo encontré tan nervioso, desbordado, acusando a la enfermera de robarle el shampoo pregunté si nuevamente no estaba tomando la medicación. Me asustó verlo tan enojado y agresivo. Me duele la furia que no puedo calmar ni con gestos ni con palabras. Le dije que yo podía llevarle todo lo que necesitara. Me respondió que él tenía caspa como si fuera el único con caspa en ese universo de ancianos. Acto seguido estiró sus brazos para mostrarme, con orgullo, sus uñas prolijamente cortadas por la manicura que todos los meses los visita en el geriátrico. En ese momento se acercó David también con sus brazos estirados para mostrarme las suyas. David no puede articular palabras, solo se comunica por sonidos, y siempre anda cerca cuando visito a mi hermano. Como al pasar, mi hermano me dijo que Lily no estaba tomando suficiente agua y que por eso se enfermaba. Sin demostrar emoción, señalando el vaso de plástico rosa que dejó Lily sobre su mesa. No sabía que su amiga ya no estaba en el hogar, pero ya preparaba su coraza. La enfermera acusada de ladrona torció su boca hacia donde yo estaba sentado y me dijo en voz muy baja que Lily no volvería. La misteriosa mujer que amó a mi hermano no volvería jamás. A la distancia, celebro su sano deseo de no confundir su mirada enamorada con mi gastada mirada de hermano cuidador. Aprendí que una situación que se vislumbra terrible puede ser la más expansiva. La vida es tan abundante que se puede amar sabiéndose tan cercano a la despedida. Me pregunto, a riesgo de resultar cursi, si no es una de las formas más puras del amor.

 

*De Jorge Santkosky. jsantkovsky@go.org.ar

-De “Vulnerables” -Ediciones A capela, 2024.

https://edicionesacapela.wordpress.com/2024/09/28/vulnerables/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

GUARDANDO EL JARDÍN DE LAS HESPÉRIDES*

 

Mis cabellos matan el sol. Son negros mis cabellos; negros como la boca del traidor, como la nariz de un perro en el bosque, negros son como el centro de tus ojos.

Mis cabellos son negros.

Diría que ensortijados, diría que espléndidos en su derrame móvil sobre mi espalda y mis hombros desnudos. La belleza lisa y bruñida de cada cinta de resumida oscuridad es un fustazo de dicha nunca apropiada, nunca gozada por mortal.

Ah mis cabellos. Ondulo mi cintura blanca, tiendo acuáticos brazos fantasmagóricos. Observo con fascinación mi sombra arbórea y móvil. Y aguardo.

Junto a mis hermanas aguardo, y guardo la puerta del jardín donde los hombres no tienen cobijo.

Yo guardo y aguardo y espero.

Te espero.

Con los ojos del corazón te veo, y no con los del peligro. Detrás de los párpados, detrás de los velos te añora mi frágil corazón de hembra sola.

Te llama mi anhelo. Transparentes vahos de deseo te atraen hasta la puerta que no debes cruzar, que no debo permitir que cruces.

Sé que vendrás.

Sé que por tierra y agua marchas hacia mi destino. Y que más pronto que tarde tu sombra dibujará tu belleza sobre mi tierra yerma. Aquí estarás para cumplir la promesa de la muerte y las espadas. No ruego otra baraja ni otros dados.

Sé que vendrás. Me basta.

Sé que puedo recorrer tu cuerpo duro con mis manos, que puedo atrapar el hombre con mi boca anhelante. Pero sé asimismo que la dicha está contaminada de brevedad, que la fugacidad de la carne tibia se transformará en piedra contra mis senos ansiosos. Te matará mi amor, amor. Mi fatal mirada.

Mi amor te transformará en estatua de piedra. Sólo la dicha de contenerme en tus ojos es mi anhelo, y tal dicha, lo sabemos, sería tu sentencia. Mis cabellos de serpiente se retuercen y anudan en deseo e ira.

Mi amado, debieses comprender que Medusa te ama, aunque mi amor confluya con la muerte. No será para nosotros la ternura. Morir o destruir al objeto de mi amor, tal es la torpe suerte que me ha tocado.

Perseo, dejaré que me decapites y te ufanes de tu hazaña.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Negrísima casa de luz*

 

Aquel día en Ui-dong

caía el aguanieve

y mi cuerpo, compañero de mi alma,

tiritaba con cada lágrima derramada.

 

Sigue tu camino.

 

¿Está dudando?

¿Qué estás soñando, flotando así?

 

Casas de dos pisos encendidas como flores,

debajo de ellas aprendí la agonía

y hacia una tierra de alegría aún sin tocar

como una tonta extendí una mano.

 

Sigue tu camino.

 

¿Qué estás soñando? Sigue caminando.

Hacia los recuerdos que se formaban sobre la farola, caminé.

Allí miré hacia arriba y dentro de la pantalla de luz

había una casa negrísima. Una negrísima

casa de luz

 

El cielo estaba oscuro y en aquella oscuridad

las aves residentes

volaron deshaciéndose del peso de sus cuerpos.

¿Cuántas veces tendría que morir para volar así?

Nadie sostendría mi mano.

 

¿Qué sueño es tan hermoso?

¿Qué recuerdo

brilla con tal fulgor?

 

El aguanieve, como las puntas de los dedos de la madre,

se amontona en mis cejas despeinadas

golpea las heladas mejillas y de nuevo

acaricia ese mismo lugar,

 

Date prisa y continúa tu camino.

 

*De HAN KANG.

(Corea del Sur, 1970)

 

*Fuente: Monogatari

https://sakuranomonogatari.wordpress.com/2017/09/27/dos-poemas-de-han-kang/?

-Traducción del inglés Eva Gallud.

https://sakuranomonogatari.wordpress.com/quien-soy/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

10*

 

El poema debe respirar. ¿Respirás del mismo modo si pensás en la palabra lluvia que en la palabra muerte? ¿Necesito el mismo aire, el mismo tiempo entre inhalación y exhalación, si pienso en la palabra inhóspito que en la palabra corríamos? Si el poeta presta atención y reconoce su propio ritmo respiratorio, podrá trasladar al poema su respiración. Con esto dejará en el poema un sello de agua, un código, que será leído por quien sepa leer los sellos de agua, los códigos etéreos.

 

 

11*

 

Lleva años conocerse la respiración. Lleva años detectar cuándo necesitamos aire porque una palabra nos conmueve y entonces, el aire que tenemos en el cuerpo resulta insuficiente.  Entonces es necesario exhalar y volver a inhalar. Ayuda leerse en voz alta, grabarse leyendo, para reconocer los movimientos de la respiración y trasladarlos al poema. Es fascinante: tu respiración sobre el poema funciona como un holograma. Quiero decir: alguien lee tu poema, lo respira, el poema respira, crece, y a través del paso de la voz es posible escuchar no sólo la voz del lector, sino que el lector puede escucharte, como si vos mismo estuvieras ahí, leyendo con él tu poema en voz alta.

 

*De Valeria Pariso. valeriapariso@outlook.com

(Apuntes sobre escritura).

- Valeria Pariso. Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

- “Final francés”, AqL ediciones, 2023

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

Estación Juan Tronconi*

 

Como consecuencia de un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia, cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.

Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida.  En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía.  Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.

No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.

Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.

Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las cortinas añejas y vetustos retratos familiares.  Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero mi curiosidad siempre me había ayudado en situaciones y lugares difíciles. Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.  Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”.  Mientras la escuchaba, pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa. 

Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.

Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros.  Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.

Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.

El sol ardía. Caminé un buen rato por ese monótono terreno: pastos secos, unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren.  Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos ya no brillaba. Pero todo parecía haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.

Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome.  Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden y que nadie hubiese violentado el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.

Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aun así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían o escaparían al oír nuestros pasos.

El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese quedado en las paredes tantos años. Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí. No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta.  Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?

Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.

Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba? Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.

A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.

Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”.  El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí a su comprensión:

-Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…

Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.

Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.

Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Vi un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido vibrante cuando lo amaba.

No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.

Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de Roque Pérez.

La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.

Diez años después volví a Juan Tronconi.

Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.

Llegué a la estación, más abandonada que nunca.  Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos.  El tiempo y la tristeza me recibían. Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía? ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?

No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.

Ya estaba allí. Había manejado tanto, planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.

Bajé del auto y caminé.

El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.

La casa de Manuel…ya no existía.

En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.

A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.

Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.

No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.

La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca.  Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

-Santo Tome. Santa Fe.

 

 

-Próxima estación:

FRANCISCO A. BERRA.

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.

 

 ARANA.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

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