martes, diciembre 05, 2006

LO MÁS DIFÍCIL SIEMPRE ES EL PRESENTE.

Lo más difícil siempre es el presente...





LA AVENTURA DE UNA BAÑISTA*


*por Italo Calvino,
traducción de Aurora Bernárdez


Mientras se bañaba en la playa de ***, la señora Isotta Barbarino sufrió un penoso contratiempo. Nadaba en mar abierto y cuando le pareció que era hora de regresar y se volvía hacia la orilla, se dio cuenta de que había ocurrido algo irremediable. Había perdido el bañador.

No podía decir si se le había caído en ese mismo momento, o si hacía un rato que nadaba sin él; de su nuevo dos piezas, le quedaba sólo el sujetador. Un movimiento de la cadera probablemente le había hecho saltar unos botones, y el «slip», reducido a un trapito informe, se le había deslizado por la otra
pierna. Tal vez todavía se estaba hundiendo a pocos palmos de profundidad; trató de sumergirse bajo el agua para buscarlo, pero en seguida le faltó el aire y sólo vio unas confusas sombras verdes vacilando ante sus ojos.
Sofocó la creciente ansiedad, trató de ordenar con calma sus ideas. Era mediodía, había gente dando vueltas por el mar, en canoas y patines o nadando. No conocía a nadie; había llegado el día anterior con su marido que había tenido que regresar en seguida a la ciudad. Ahora no quedaba otra solución, pensó la señora, maravillándose de su propio razonar nítido y tranquilo, sino encontrar entre las barcas la de un bañero, que alguno habría desde luego, o de una persona que inspirase confianza, y llamarlo, o mejor acercársele y arreglárselas para pedirle al mismo tiempo ayuda y discreción.

La señora Isotta pensaba estas cosas mientras flotaba casi en cuclillas, agitando los brazos, sin atreverse a mirar alrededor. Sólo sacaba la cabeza y sin darse cuenta bajaba la cara hasta el ras del agua, no para escudriñar su secreto, que ahora consideraba inviolable, sino con un gesto como el de
quien se frota los párpados y las sienes contra la sábana o la almohada para secarse las lágrimas suscitadas por un pensamiento nocturno. Y en verdad, las lágrimas estaban ahí esperando, le presionaban las comisuras de los ojos, y tal vez la posición instintiva de su cabeza era justamente para verter en el mar esas lágrimas: tan perturbada se sentía, tanta era en ella la separación entre razonamiento y sentimiento. No estaba tranquila, pues: estaba desesperada. En aquel mar inmóvil, recorrido a largos intervalos por la giba de una ola apenas insinuada, ella también permanecía inmóvil y, en lugar de lentas brazadas, agitaba las manos en medio del agua con un movimiento de súplica, y la señal más alarmante de su situación, que quizá ni ella misma percibía, era esa economía de fuerzas que debía respetar, casi
como si la esperara un tiempo larguísimo y extenuante.

El bañador de dos piezas se lo habla puesto aquella mañana por primera vez y, en la playa, en medio de tantos desconocidos, tuvo una sensación un poco incómoda. En cambio, apenas en el agua, se sintió contenta, más libre de movimientos y con más ganas de nadar. A la señora le gustaban los largos baños en mar abierto, pero no por placer de deportista, pues era un poco regordeta e indolente, y lo que más le interesaba era la confianza con el agua, sentirse parte de aquel mar sereno. El nuevo bañador le dio justamente esa sensación; más aún, lo primero que pensó mientras nadaba fue: «Es como si estuviera desnuda». Lo único molesto era la idea de aquella playa abarrotada de gente, no por nada, sino porque ese bañador podía dar a sus futuras relaciones sociales de balneario una idea de ella que en cierto modo
tendrían que cambiar después: no tanto un juicio sobre su seriedad, porque ahora en la playa todas andaban así, sino porque la creyeran, por ejemplo, deportista, o a la última moda, dando en realidad era una señora realmente sencilla y de su casa. Quizá porque tenía ya esta sensación de sí misma,
diferente de la habitual, no había notado nada cuando la cosa ocurrió. Ahora la incomodidad que había sentido en la playa, y la novedad del agua en la piel desnuda, y la vaga preocupación de que tendría que regresar a la orilla, todo lo agrandaba esta preocupación nueva y mucho más grave.

Lo que nunca hubiera debido mirar era la playa. Y la miró. Daban las doce y en la arena los parasoles con sus círculos concéntricos negros y amarillos arrojaban sombras negras donde los cuerpos se achataban, y la hormigueante multitud de bañistas se lanzaba al mar, y no había más patines en la orilla,
y apenas regresaba uno era tomado por asalto antes de tocar tierra, y el borde negro de la superficie azul se movía en continuas salpicaduras blancas, especialmente entre las cuerdas donde bullía el hervidero de niños, y a cada ola blanda se levantaba un griterío cuyas notas eran tragadas súbitamente por el estruendo. En el mar abierto, frente a la playa, ella estaba desnuda.
Nadie lo hubiera sospechado al ver sólo su cabeza asomar hiera del agua, y apenas los brazos y el pecho, mientras nadaba con circunspección, sin sacar jamás el cuerpo a la superficie. Podía pues dedicarse a buscar ayuda sin exponerse demasiado. Y para verificar lo que podían ver de ella ojos extraños, la señora Isotta se detenía de vez en cuando y trataba de mirarse, flotando casi vertical. Y veía con ansiedad los rayos del sol parpadeando en límpidas reverberaciones submarinas, y aparecían algas flotantes y velocísimos bancos de pececitos estriados, y en el fondo la arena ondulada, y arriba su cuerpo. Girando en vano con las piernas apretadas, trataba de esconderlo a su propia mirada: la piel del nítido vientre era de una blancura reveladora entre el moreno del pecho y el de los muslos, y ni el
movimiento de una ola ni el navegar entre dos aguas de las algas semisumergidas confundían lo oscuro y lo claro de su vientre. La señora volvió a nadar de la misma manera híbrida, manteniendo el cuerpo lo más bajo posible pero sin detenerse, se volvía para mirar hacia atrás con el rabillo del ojo: y a cada brazada toda la blanca amplitud de su persona aparecía a la luz en sus contornos más reconocibles y secretos. Y, afanosa, cambiaba la manera y la dirección de sus movimientos, y giraba en el agua, se observaba en todas las inclinaciones y con todas las luces, se retorcía sobre sí misma; y siempre la seguía el desnudo cuerpo ofensivo. Era una fuga de su cuerpo lo que estaba intentando, corno de otra persona a quien ella, la señora Isotta, no conseguía salvar en una coyuntura difícil y no le quedaba
sino abandonarla a su suerte. Y, sin embargo, ese cuerpo tan rico e inocultable había sido para ella una gloria, un motivo de complacencia; sólo una contradictoria cadena de circunstancias en apariencia lógicas podía convertirlo ahora en un motivo de vergüenza. O no, tal vez su vida seguía consistiendo sólo en la vida de la señora vestida que había sido cada uno de sus días, y su desnudez le pertenecía tan poco, era un estado inconveniente de la naturaleza que se revelaba de vez en cuando, maravillando a los seres
humanos y a ella en primer lugar. Ahora la señora Isotta recordaba que, aun sola o en confianza con su marido, su desnudez siempre había ido acompañada de un aire de complicidad, de ironía entre incómoda y gatuna, como si se pusiera por momentos unos disfraces divertidos pero extravagantes, en una especie de carnaval secreto entre marido y mujer. A tener un cuerpo la señora se había acostumbrado con cierta reticencia, después de la desilusión de los primeros años románticos, y lo había asumido como quien aprende a disponer de una propiedad por muchos codiciada. Ahora la conciencia de este derecho suyo reaparecía de entre los antiguos miedos, en la amenaza de aquella playa vocinglera.
Pasado mediodía, entre los bañistas dispersos en todo el mar empezaba el reflujo hacia la orilla; era la hora del almuerzo en las pensiones, de las comidas ligeras delante de las cabinas, y también la hora en que se goza de la arena más ardiente bajo el sol vertical, y cascos de barcas, y flotadores
de patines que pasaban cerca de la señora, y ella estudiaba las caras de los hombres a bordo, y a veces estaba por decidirse a irles al encuentro; pero cada vez el relámpago de una mirada entre las pestañas, o un movimiento anguloso de los hombros o de los codos la hacían huir con brazadas falsamente desenvueltas, cuya calma ocultaba una fatiga que empezaba a pesarle. Los que iban en barca, solos o en grupo, muchachos todos excitados por el ejercicio físico, o señores de intenciones maliciosas y de mirada insistente, al encontrarla perdida en el mar, la cara compungida que no ocultaba una ansiedad trémula y suplicante, la gorra que le daba una expresión de muñeca un poco consentida, y los hombros suaves girando inciertos, salían en seguida de su nirvana extático o agitado y los que iban acompañados la señalaban con el mentón o con guiños, y los que andaban solos frenando con un remo viraban intencionadamente la proa para cortarle el camino. A su necesidad de ayuda respondían levantando cercos de malicia y sobrentendidos, una zarza de miradas aceradas, de incisivos descubiertos en
risas ambiguas, de repentina suspensión de los remos al ras del agua; y a ella no le quedaba sino huir. Algunos nadadores pasaban dando cabezadas ciegas y aplastando la nariz contra el agua y resoplando sin alzar la vista; pero la señora desconfiaba de ellos y los rehuía. En realidad, incluso pasando de largo, los nadadores presa de súbito cansando se ponían a hacer el muerto y a desentumecer las piernas en un pataleo insensato, y daban vueltas a su alrededor hasta que ella se marchaba mostrando su desdén. Y
ahora se había tendido a su alrededor una red de alusiones obligadas, como si cada uno de esos hombres estuviese esperándola y fantaseara desde hacía años con una mujer a la que le ocurriera lo que le había ocurrido a ella, y pasaran los veranos en el mar esperando estar justo ahí en el momento oportuno. No había salida, el frente de las premeditadas insinuaciones masculinas se extendía a todos los hombres, sin brecha posible, y el salvador con el que ella se había obstinado en soñar como si fuera un ser
absolutamente anónimo, casi angelical, un bañero, un marinero, estaba segura ahora de que no podía existir. El bañero que vio pasar, el único que con un mar tan tranquilo daba vueltas en barca para prevenir posibles desgracias, tenía labios tan carnosos y músculos tan fundidos a tos nervios que nunca
hubiera tenido valor de confiarse a sus manos, ni siquiera -pensó en la excitación del momento- para que le abriera una cabina o plantara un parasol.

En sus frustradas fantasías, las personas a las que había esperado poder recurrir eran siempre hombres. No había pensado en las mujeres, y sin embargo, con ellas todo debía de ser más sencillo; sin duda se hubiera despertado una especie de solidaridad femenina en esa coyuntura tan grave, en esa ansiedad que sólo una de ellas podía entender a fondo. Pero las ocasiones de comunicarse con personas de su mismo sexo eran más escasas e inciertas, contrariamente a la peligrosa facilidad de los encuentros con los hombres, y una desconfianza, esta vez recíproca, las dificultaba. Casi todas las mujeres pasaban en patines en pareja con un hombre, celosas e inaccesibles, y buscaban el mar abierto, donde el cuerpo que para la señora Isotta era sólo objeto de vergüenza pasiva, para ellas era el arma de una lucha agresiva y previsible. Algunas barcas se acercaban atestadas de jovencitas gárrulas y acaloradas, y la señora pensaba en la distancia que mediaba entre la ínfima vulgaridad de su aflicción y la volátil
despreocupación de las muchachas; pensaba en el momento en que tendría que repetir su petición de ayuda porque seguramente la primera vez no la habrían escuchado; pensaba en cómo cambiarían sus caras al oír la noticia, y no se decidía a llamarlas. Pasó también una rubia bronceada sola en una canoa,
llena de suficiencia y de egoísmo, seguramente salía a mar abierto para tornar el sol desnuda, y ni siquiera la rozaba la idea de que La desnudez pudiera ser una desgracia o una condena. La señora Isotta comprendió entonces lo sola que está una mujer, qué rara es entre sus congéneres (tal vez quebrada por el estrecho pacto que tienen con el hombre) la bondad solidaria y espontánea que adivina las llamadas de auxilio y que une con un gesto de connivencia en el momento de la desgracia secreta que el hombre no
comprende. Las mujeres jamás la salvarían, y hombres no había. Se sentía en el límite de sus fuerzas.

Una pequeña boya de color herrumbre que hasta ese momento habían tomado por asalto un racimo de muchachos para zambullirse, de pronto, en un chapuzón general, quedó libre. Una gaviota se posó en la boya, abanicó el aire con las alas y emprendió vuelo, porque la señora Isotta se aferraba al borde. Si
no conseguía agarrarse a tiempo, se ahogaba. Pero ni siquiera la muerte era posible, ni siquiera le dejaban ese injustificable, desproporcionado remedio; porque ya estaba por renunciar y no conseguía levantar el mentón que se inclinaba hacia el agua cuando vio que en las embarcaciones circundantes los hombres se enderezaban rápidamente, dispuestos a zambullirse y socorrerla: allí estaban sólo para salvarla, para llevarla desnuda y desvanecida entre las preguntas y las miradas de un público curioso, y el peligro de muerte sólo hubiera ido acompañado del desenlace ridículo y mísero al que en vano trataba de escapar.
Desde la boya, mirando a los nadadores y a los remeros que parecían reabsorbidos poco a poco por la orilla, recordaba la fatiga maravillosa de aquellos regresos; y las voces que iban de una embarcación a otra: «¡Nos encontramos en la orilla», o: «¡A ver quién llega primero!» la llenaban de infinita envidia. Pero le bastó percibir a un hombre flaco, con unos calzones largos, el único que quedaba en medio del mar, de pie en una barca de motor parada, que miraba quién sabe qué en el agua, y en seguida el deseo
de volver quedó oculto por el miedo de que la vieran, por el ansia de esconderse detrás de la boya.
Ya no recordaba cuánto hacía que estaba allí: la playa se vaciaba, y los patines se ordenaban en hilera sobre la arena, y de los parasoles, arriados uno tras otro, sólo quedaba un cementerio de astas mochas, y las gaviotas volaban al ras del agua, y en la barca de motor parada el hombre flaco había desaparecido y en su lugar la cabeza pasmada de un niño rizado asomaba por la borda; y por el sol pasó una nube que un viento incipiente empujaba hacia un cúmulo que se espesaba sobre las montañas. La señora pensaba en esa hora vista desde tierra, en las tardes ceremoniosas, en el destino de modesto decoro y de alegrías respetuosas que creía previstas para ella y en la insignificante incongruencia que venía a contradecirlo, como el castigo de una culpa no cometida. Pero quizá la indolencia veraniega, el deseo de nadar sola, la alegría del propio cuerpo en el bañador de dos piezas escogido con demasiada osadía, ¿no eran las señales de una fuga iniciada mucho antes, el desafío a una inclinación al pecado, las etapas de una desenfrenada carrera hacia ese estado de desnudez que ahora se le aparecía en toda su palidez
miserable? Y la hermandad de los hombres en medio de los cuales creía transcurrir intacta como una gran mariposa, fingiendo una cómplice desenvoltura de muñeca, revelaba ahora sus crueldades esenciales, la duplicidad de su esencia diabólica, como presencia de un mal contra el cual ella no estaba bastante preservada, y al mismo tiempo como instrumento de ejecución del castigo.

Agarrada a los remaches de la boya, las yemas de los dedos exangües y con los relieves ondulados que se forman al estar tanto tiempo en el agua, la señora se sentía exiliada del mundo entero y no entendía por qué esa desnudez que todos llevan consigo desde siempre la desterraba a ella sola, como si fuera la única en estar desnuda, la única criatura en poder permanecer desnuda bajo el cielo. Y alzando los ojos vio que en la barca de motor estaban ahora juntos hombre y niño, haciéndole gestos como diciéndole que se quedara allí, que era inútil afanarse. Eran serios y comprensivos los dos, contrariamente a todos los de antes, como si le anunciaran un veredicto: tenía que resignarse, había sido elegida para pagar por todos; y si al gesticular intentaban una especie de sonrisa, era sin sombra de malicia: tal vez una invitación a que aceptara de buen grado su castigo.

La barca partió en seguida, más veloz de lo que se hubiera podido suponer, y los dos se ocupaban del motor y del timón y no se volvieron hacia la señora que a su vez trataba de sonreírles como para demostrar que si sólo se la acusaba de estar hecha de esa manera que todos apreciaban y envidiaban, si
le tocaba expiar solamente esa ternura nuestra, un poco torpe, por las formas, pues bien, ella aceptaría cargar con todo el peso, contenta.
La barca, con sus movimientos misteriosos y la confusa maraña de razonamientos, la había mantenido en tal temeroso estupor que tardó en percibir el frío. Una suave adiposidad permitía a la señora Isotta ciertos baños largos y gélidos que llenaban de maravilla al marido y a los familiares, gentes flacas. Pero había estado demasiado tiempo en el agua, y su piel lisa se erizaba en granitos puntiformes, y un lento hielo se adueñaba de su sangre. Entonces, en los estremecimientos que la sacudían, Isotta se reconoció viva, en peligro de muerte, inocente. Porque la desnudez que de pronto era como si le hubiese crecido encima, ella la había aceptado siempre, no como culpa suya, sino corno inocencia ansiosa, como la
fraternidad secreta con los demás, como carne y raíz de su ser en el mundo; y en cambio ellos, los maliciosos de los patines y las impávidas de los parasoles que eran quienes no la aceptaban, quienes la denunciaban como un delito, como un cargo de acusación, sólo ellos eran culpables. No quería
pagar por ellos y se retorció abrazada a la boya, castañeteando los dientes y con las mejillas bañadas en lágrimas... Y desde el puerto la barca de motor regresaba, aún más veloz que antes, y en la proa el niño levantaba una angosta vela verde: ¡una falda!

Cuando la barca se detuvo cerca de ella y el hombre flaco le tendió una mano para que subiera a bordo, y con la otra se tapó los ojos sonriendo, la señora estaba ya tan lejos de la esperanza de que alguien la salvase, y sus pensamientos andaban tan lejos, que por un momento no consiguió unir los sentidos al razonar y a los gestos, y alzó la mano hacia lo que el hombre le tendía antes de comprender que no era imaginación suya, sino que la barca de motor estaba realmente allí y que había venido para socorrerla. Comprendió y de pronto todo se volvió perfecto y fácil, y los pensamientos, el frío, el miedo quedaron olvidados. De pálida se puso roja como el fuego y ahora, erguida en la barca, se vestía mientras el hombre y el muchacho de cara al horizonte miraban las gaviotas.
Pusieron en marcha el motor y ella, sentada en la proa con una falda verde de flores anaranjadas, vio en el fondo de la barca la máscara para la pesca submarina y supo cómo los dos habían adivinado su secreto. El muchacho, nadando bajo el agua con la máscara y el arpón, la había visto y avisado al
hombre que bajó también a ver. Después, le habían hecho señas de que los esperara sin que ella les entendiera, y pusieron rumbo velozmente hacia el puerto para conseguir un vestido de la mujer de un pescador.

Los dos estaban sentados en la popa con las manos sobre las rodillas y sonreían: el niño, crespo y de unos ocho años, era todo ojos, con una asombrada sonrisa de potrillo; el hombre, una cabeza hirsuta y gris, un cuerpo rojo ladrillo de músculos largos, tenía una sonrisa ligeramente triste y un cigarrillo apagado adherido al labio. A la señora Isotta se le ocurrió que tal vez al verla vestida trataban de recordar cómo era cuando la habían visto bajo el agua; pero no se sintió incómoda. En el fondo, ya que alguien tenía que verla, estaba contenta de que hubieran sido aquellos dos; e incluso que hubiesen sentido curiosidad y placer. Para llegar a la playa el hombre conducía la barca costeando el muelle y los barrios del puerto y los huertos que orillaban el mar; y el que mirara desde tierra creería seguramente que los tres formaban una pequeña familia que regresaba en barca, como todas las tardes, de la pesca. En el muelle se alineaban las casas grises de los pescadores, con redes rojas tendidas sobre cortos palos,
y de las barcas atracadas algunos muchachos alzaban peces de color plomo y los pasaban a muchachas de pie con cestas bajas y cuadradas apoyadas en la cadera, y hombres con minúsculos aros de oro, sentados en el suelo con las piernas estiradas, cosían interminables redes, y en una especie de nichos hervía en artesas el tanino para volver a teñirlas, y muretes de piedra dividían pequeños huertos frente al mar, donde las barcas volcadas alternaban con las cañas de los almácigos, y mujeres con la boca llena de
clavos ayudaban a los maridos tendidos bajo la quilla reparando averías, y en cada casa rosada un alero cubría los tomates cortados en dos y puestos a secar con sal sobre una rejilla, y entre las plantas de espárragos los niños buscaban lombrices, y algunos viejos con un vaporizador aplicaban insecticida a los nísperos, y los melones amarillos crecían sobre hojas reptantes, y las viejas freían en las sartenes calamarcitos y pulpos o flores de calabaza rebozadas en harina, y se alzaban proas de chalupas en
olorosos astilleros de madera recién aserrada, y los calafatines se disputaban amenazándose con pinceles negros de alquitrán, y allí empezaba la playa con pequeños castillos y volcanes de arena abandonados por los niños.
A la señora Isotta, sentada en la barca con aquellos dos, con el exagerado vestido verde y anaranjado, le hubiese gustado que el viaje continuara. Pero la barca apuntaba ya con la proa hacia la orilla, y los bañeros se llevaban las tumbonas, y el hombre se había inclinado sobre el motor volviéndole la
espalda: una espalda rojo ladrillo, atravesada por los nudillos de la espina dorsal, sobre los cuales la piel dura y salada se estremecía como movida por un suspiro.


-Fuente: http://www.emboscados.com/foro/viewtopic.php?TopicID=703






ACORDES DE AYER II*


Miras asombrado
mi melancolía con sed de ti
y transitas mi camino
a través de los ojos de tus manos.

En la armonía de la noche
suspiran los labios del silencio
mientras palpitan los acordes del piano.
Dicha entrañable de danza nupcial
luciérnaga que anida en el borde de mi falda
en tenue revoloteo de dos vértices del alma.


*de Xenia Mora Rucabado. xeniamora@ciudad.com.ar






Martes, 05 de Diciembre de 2006
literatura|nicolas casullo y "para hacer el amor en los parques"

"Si hay creencias fuertes, no hay grandes debates"*

La reedición de la novela prohibida por Onganía permite reencontrarse con el clima de una era en la que "todo era muy sofocante"; el viaje artístico a París era reemplazado por el viaje militante a Cuba y los personajes planteaban que la palabra debía dar paso a la acción: "Si debatías mucho no servías como militante, porque no podías hacer de la discusión el eje de tu vida".

Casullo es ensayista, profesor e investigador de historia en las universidades de Buenos Aires y Quilmes.

*Por Silvina Friera


Un joven universitario de 24 años escribió su primera novela, Para hacer el amor en los parques, entre los últimos tres meses de 1968, a su regreso de Francia, y los primeros meses del '69. Quería parodiar la asfixia política y la decadencia nacional que se respiraba durante la dictadura de Onganía.
Sacarse esa opresión de encima, exorcizarla. Esas páginas tienen el sello testimonial-intelectual del protagonista y la virtud del que puede tomar cierta distancia desde la óptica, más escéptica, de un testigo que duda (y se burla) de las reverenciadas ideologías de la revolución o de la tradicional fuga artística a París. Y también participa de la pretenciosa tesitura literaria hija de restos neovanguardistas: la de deshacer la propia novela y sus dispositivos ilusorios. La novela de Nicolás Casullo se distribuyó en noviembre de 1970, pero dos meses más tarde fue prohibida, según decreto del 21 de enero de 1971, por la Secretaría de Cultura, a cargo del secretario de Salud, bajo consideraciones de "obra inmoral". Se retiraron y destruyeron todos los ejemplares en circulación y en depósito, y más de una librería fue clausurada temporariamente por su venta indebida.
Casullo habla, con un entusiasmo atemperado por la experiencia, de esa época en la que las circunstancias alentaban a los jóvenes a ser críticos: intervenciones en el campo de la cultura, en las universidades, la exigencia de llevar el pelo corto y el moralismo imperante del Opus Dei. "Todo era muy sofocante", repite en la entrevista con Página/12, como para que no queden dudas del desánimo que campeaba en esa generación que, poco a poco, abrazaría la esperanza política de un cambio histórico a través de la lucha armada.
En el mundo de esos jóvenes universitarios de Para hacer el amor en los parques (ahora reeditada por Altamira), Pablo, Marcos, Alcira y Magdalena, entre otros, se rumoreaba, se discutía, se monologaba, se "pasaba la vida" en los cafés. "Era una época muy signada por una pregunta: ¿Para qué estamos haciendo lo que estamos haciendo?", cuenta Casullo. "Yo me río permanentemente de todo eso, como si estuviera planteando para qué estoy escribiendo la novela. En esa misma época Rodolfo Walsh decía que la novela
era un género en extinción y David Viñas hablaba de la muerte de la novela burguesa."
-¿Se quería "acabar" con la novela, pero se seguían escribiendo novelas?
-Sí, la época respira la antinovela, la contranovela, el antiarte, el quebrar el arte para expresar el arte definitivo. Era un momento marcado por las neovanguardias, que se anticiparon bastante a las vanguardias políticas. Desde Cuba se alentaba a que el escritor dejara de escribir para hacer la
revolución: no era la hora de la palabra sino de la praxis. Pero al mismo tiempo estaba el boom de la literatura latinoamericana. Este juego contranovelístico tiene sentido porque es una forma de derrumbar el propio boom en donde García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar eran las figuras
máximas. Yo radicalizo la cuestión porque la idea de que la novela se ha roto en diez pedazos y es irrecuperable no estaba presente en la novelística latinoamericana. Todos estos autores creían fervientemente en la novela y nosotros habíamos pasado a ser un continente novelístico. El último remate sería que además de todo esto también el autor queda absolutamente cuestionado por haber escrito Para hacer el amor en los parques. Es un autor que pide ayuda, que se desespera porque se le van los personajes. La novela retrata un mundo viejo que se va desarticulando entre el '68 y el '69, pero
en este caldo se estaba gestando lo que iba a ser la Argentina de los '70.
Muchas veces pensé en escribir una segunda parte, imaginando qué habría pasado con ellos. Cuando Pablo se va a Europa y Marcos se queda porque quiere ser militar, está insinuado ese destino. Son personajes que de alguna manera iban a ser copados por la revolución.
-Uno de los personajes se pregunta por qué es tan difícil entender la época.
¿Usted sintió lo mismo?
-Diría que en ese momento sí. Fue difícil entenderla porque era el final de una vieja Argentina, por un lado peronista/antiperonista, pero con cierta simpatía hacia violencias que, si se habían dado, todavía no se habían generalizado. Pero toda época es difícil de entender porque ahora mismo nos podríamos hacer la pregunta en dónde estamos situados. Como diría Schiller: "Lo más difícil siempre es el presente". Ese grupo de jóvenes de la novela, tan típicos de los bares de Corrientes y Paraná, que luego expresarían las políticas revolucionarias, no saben dónde están parados y al mismo tiempo viven una nueva situación, de la que me río mucho, que es la pareja sesentera, la revolución sexual, la posibilidad de quebrar toda una serie de prohibiciones y de mitos que la familia argentina tenía programados, especialmente para las mujeres. En la novela campea una suerte de desánimo generalizado con una serie de reformulaciones en el campo popular que ya son evidentes. Los personajes femeninos tienen su presencia dentro del grupo,
opinan y piensan en el mismo plano que los hombres.
-¿La novela reflejaría la bisagra entre el viaje a París y el viaje a La Habana, de la literatura a la política?
-Sí, claro, no lo había pensado... El viaje a París es ya anacrónico, viene de la prosapia de la literatura y del intelectual argentino. El viaje a La Habana aparece como el que imaginariamente hace uno de los personajes, Marcos, que tiene una utopía muy grande y por eso le pide a Pablo que se quede en la Argentina porque está convencido de que van a suceder cosas fabulosas. Y Pablo se quiere alejar de esto. Claramente el viaje a La Habana reemplaza al de París, pero de La Habana regresaba gente que no volvía como se volvía de París, con cuatro o cinco autores leídos. Regresaban para un ejercicio más militante, de cuadro político.
-¿Por qué aparece el Mayo Francés de refilón? El personaje está ahí, en medio de los acontecimientos, pero es como si no estuviera.
-Ellos están en otra, en una especie de aventura mítica, pero el lector se va dando cuenta de que está sucediendo París del '68. Había algo incomunicable de esa experiencia, y entonces decidí que los personajes no se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo. Y en ese sentido también me río del Mayo Francés. El viaje a París es el que todo escritor se autoadjudicaba, era un viaje intelectual que te bautizaba. Eso muere con la generación del '70 y el viaje a La Habana lo comienza a reemplazar. Pero
ambos viajes son históricos, porque hoy más bien tienen que ver con el mercado de trabajo. Son viajes que no tienen una sintonía intelectual. París es una ciudad más, y quizá ni siquiera sea la más importante, si te interesa la cultura. A lo mejor Madrid y Barcelona son las ciudades que están reemplazando a París.
-Es curioso que mientras un personaje está polemizando sobre la lucha armada, plantea la necesidad de un gran debate. ¿Por qué se piensa ese período como paradigma de fuertes debates y confrontaciones?
-El debate se daba en pequeños círculos, en grupos, en ciertos niveles universitarios, en ciertas cátedras que empezaron a emerger para el '69 o '70.
Aparecía una nueva generación que iba a cuestionar al PC, al Partido Socialista, a la derecha peronista, al propio Perón, pero cuestionaba todo desde una creencia revolucionaria. Cuando hay creencias muy fuertes, no hay grandes debates. Hoy es una época de más debate, a pesar de que se diga lo contrario. Cuando el modelo era la Revolución Cubana, tenías muy poco margen para debatir. Te inscribías, adherías. En ese tiempo los debates se movían en torno de las creencias: "Hay que hacer lo que hicieron los cubanos", "hay que hacer lo que hicieron los vietnamitas", "hay que hacer lo que está haciendo Chile". Había modelos ya aprobados. Los '60 y '70 son, como decían los estudiantes del '68, "basta de palabras, a la acción".
-¿Por qué hay más debates ahora?
-Las verdades, las certidumbres, han desaparecido; cualquier cosa que digas aparece discutida democráticamente porque no hay verdades sacrosantas, como cuando se decía que el modelo ya lo planteó Cuba: la revolución armada para derrotar al ejército de ocupación. Había que creer en el marxismo y militar, la verdad estaba instalada; iba a ser una revolución socialista en el marco de un camino violento. Si vos debatías mucho no servías como militante, porque no podías hacer de la discusión el eje de tu vida. La incerteza del presente ha hecho que se debata mucho más. A lo mejor fue una época quizá menos pesimista, porque se creía que la revolución estaba a la orden del día, pero era mucho menos polémica.
-¿Cómo se planteaban, en ese momento bisagra, los vínculos entre política y literatura?
-Progresivamente la política arrasaba a la escritura, la compactaba, ya sea porque se pensaba que la literatura que estábamos escribiendo no llegaba al pueblo con el cual uno quería relacionarse, sino que llegaba a un pequeño sector, o ya sea porque otros sectores más radicales planteaban "basta de
escribir, el poder está en la punta del fusil". El ser un cuadro militante o político se había impuesto como valor por encima de la escritura. Esto sí se debatía, claro que sólo en los ambientes literarios. En el espacio universitario también se planteaba algo similar. ¿Vas a seguir dando materias o vas a sacar la universidad a la calle para relacionarla con las villas miseria? La idea era que tanto la academia como el campo artístico abandonase sus sitios clásicos, sus modelos, su cultura burguesa para salir a politizar el mundo y fundirse con la vida. A eso se agregaba que luego el artista podría transformarse en un combatiente. En realidad se renegaba de los espacios culturales asignados, de la novela, del salón de exposición, del edificio teatral, de la universidad. Había que salir de eso y pasar a otro espacio contestatario.
-¿Qué resonancia tiene el hecho de que los personajes desaparecen?
-Como siempre en las novelas la carga estética tiene el olfato de algo que no se termina de plasmar, algo anticipatorio que estaba por debajo pero no aparecía. Ese final en la morgue, en donde ni siquiera encuentran el cadáver, muchas veces lo recordé, cuando vivía en México, y me preguntaba qué había querido decir con eso. Lo de la morgue lo veo como la representación de la muerte de una época.
-Cortázar con "Casa tomada" también anticipa la irrupción del peronismo.
¿Cómo explica este poder anticipatorio de la literatura?
-La literatura te permite un grado de libertad y de relación con lo real, de sondeo de cosas que ni siquiera sabés cómo preguntarlas, pero la estás preguntando. En un ensayo se hace una interrogación explícita, ahí ya hay un mundo que, como dirían los surrealistas, queda censurado. El concepto es una
censura; en cambio en la literatura se puede decir lo indecible, se pueden exponer cosas de las que se tiene apenas una intuición, y además tenés la libertad de que todo es admisible en la literatura.
-Pablo dice que "no se morfa el fusilamiento del arte, la vía armada".
¿Usted se identifica con el escepticismo de ese personaje?
-Sí. La novela es una forma del escepticismo en el sentido de que transforma algo en relato, incluye en el mundo otro mundo y te lleva a pensar que mucho de lo que está en el mundo constituido no te interesa o ya conocés cuál es la trampa, o te das cuenta de cómo viene la mano y trabajás en otra sintonía. El que está de lleno en la literatura estaría condenado a un inicial escepticismo.
-¿Piensa que el escéptico como personaje literario logra vencer el paso del tiempo, que envejece mejor?
-Sí, el escéptico perdura pero tiene sus negatividades, porque el escéptico es aquel al que en algún momento se le va a cruzar algo que valdría la pena aprovechar y pierde la oportunidad. Pero el escepticismo es un salvoconducto; el escéptico es un actor previo a las derrotas reales.
-¿Hoy se analizan los '70 desde la mirada de un escéptico?
-Sí, creo que sí... pero en las épocas trágicas, lo peor que podés hacer, si amás la literatura, es condenarla diciendo: "Ah no, si hacían A, B y C, no moría nadie". Si Edipo no hubiese querido averiguar sus antecedentes, hubiese fumado un cigarrillo y no pasaba nada, y Medea no hubiese matado a sus hijos y Antígona estaría preguntándose qué puedo hacer con mi hermano.
También hay que tener una mirada literaria porque las épocas trágicas estaban destinadas a ser trágicas, se jugaban de esa manera y forman parte de una historia donde es absolutamente inútil intentar hacer una contrahistoria y preguntarse "qué hubiera pasado si...". Literariamente no se puede plantear que la tragedia se podría haber evitado si hubiéramos sido todos buenos...



La ficha

Nicolás Casullo es ensayista, profesor e investigador de historia de las ideas modernas y contemporáneas y de estética e historia del arte en las universidades de Buenos Aires y de Quilmes. En los años '70 integró la sección política del diario La Opinión y también escribió en las páginas de
cultura del diario El Cronista Comercial. Durante la dictadura se exilió en Venezuela y México por ocho años, donde trabajó en diversos medios: los periódicos El Universal, Unomásuno y la revista Proceso. Además de su primera novela, Para hacer el amor en los parques, Casullo es autor de las novelas El frutero de los ojos radiantes (1984) y La cátedra (2000). Ha publicado libros de investigación, ensayo y reflexión teórica, entre otros Comunicación, la democracia difícil, Itinerarios de la modernidad, París 68, las escrituras y el olvido, Pensar entre épocas y Sobre la marcha. Desde 1995 dirige la revista teórica crítica Pensamiento de los confines.


La revisión de los '70

¿Qué opina del modo en que se están revisando los años '70 a treinta años del golpe?
-Considero que existieron distintas etapas respecto de la interpretación de esos años. Una primera, signada por la lucha de las Madres y organismos de derechos humanos, con fuerte apoyo de sectores de la sociedad, que plantearon el terreno judicial y las condenas por la tragedia de los desaparecidos. Luego una segunda etapa donde comenzaron a aparecer las biografías políticas e ideológicas de ese tiempo de violencia política y muerte, donde se desplegaron versiones más adecuadas para una tarea
político-intelectual de crítica histórica. Finalmente hoy se discuten los tipos de relatos y narraciones que poblaron veinte y pico de años de democracia, y si estas narraciones abren o cierran la cabal interpretación de los '70, ya sea con planteos testimoniales, ensayísticos, literarios, artísticos, investigativos, historiográficos. Creo que enfrentar una tragedia histórica de la magnitud que vivió nuestro país no se resuelve con una o dos generaciones de trabajos, memorias y revisión del pasado. Se
necesita una distancia y una altura interpretativa que dé cuenta realmente del drama, y superar variables de reyertas y polémicas viciadas que todavía politizan e ideologizan de mala manera ese pretérito nacional.



*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-4686-2006-12-05.html






Tarde otoñal*

En la tarde otoñal
el colorido del paisaje
brilla en las palabras
que florecen en los versos.
Las hojas doradas bailan
con la música del viento
y descubren los sueños
en los pétalos de rosa.
El sol de oro se oculta
y en el lejano horizonte
se divisa la esperanza
con una luz perlada.
Las ilusiones tienen alas
y vuelan por el aire
saludando al amor
que despierta en el cielo.
Los matices ocre asoman
a las puertas de la vida
y la vista se deslumbra
con el fulgor de la belleza.

*de María Griselda García Cuerva. mg_cuerva@yahoo.com.ar





*

Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).
Enviar los escritos al correo: inventivasocial@yahoo.com.ar




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