INVENTIVASocial
Edición FEBRERO 2007
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HUESOS*
Entre mis manos,
un mapa de la Edad Media
y dibujada en un pergamino,
una antigua ciudad.
Recorrí la abadía,
visité la biblioteca.
Había una vasija de arcilla.
Yo no buscaba ni piedras ni guijarros.
Como una hechicera que indaga
en la naturaleza,
descubrí en mi cuerpo
las claves.
Hallé los huesos de mis padres.
*de Cristina Pizarro. cristinapizarro@fibertel.com.ar
CERRO LEONES*
Está Cerca de Bariloche el cerro, y más que un león yacente parece un cachorro de San Bernardo, y nunca hubo leones sino pumas, pero el sacerdote que lo descubrió para los que acabarían con los tehuelches vio un león. Así ocurrieron las cosas en esta extensa y bella América, renombrada y transformada por los recién venidos, que daban en descubrir lo que fue ocupado siglos por razas morenas, y en nombrar las cosas según lo que sus europeos ojos podían hallar en semejanza. Fue un cerro entonces una campana, otro una catedral, y las palabras nativas se enterraron debajo de vocablos lejanos, así como en el litoral contó el poeta que los ojos marrones retrocedieron expulsados por el lino, que multiplicaba en flores celestes los ojos azules de los que bajaban de los barcos.
Pero allá arriba, en el cerro donde moran las águilas y sobrevuelan los jotes, podemos asomarnos con el espíritu sobrecogido a las cuevas que fueron taller de fabricación de armas para la caza del guanaco y de los pequeños ciervos que alimentaban a hombres de dos metros de altura, y mujeres de un metro setenta. Envueltos en pieles los tehuelches, con obsidiana tallaban la piedra para sus flechas. Nunca condescendieron a la sedentaria agricultura ni a la cría de ganado. Lo harían los mapuches, llegados porque el hombre blanco los empujaba desde arriba, desde el norte que iban ocupando sin resquicio pese a los inmensos campos vacíos.
Allí arriba están las cuevas, allá desde donde se puede ver el amplio horizonte y el cielo más amplio aún, dos infinitudes inabarcables. Las montañas lejanas, los lagos espejando el alma y calmando el viento en azul.
Podemos admirar las plantitas empeñosas en florecer entre las piedras, esas piedras que se rompen como papel, como hojaldre colorido, con sus vetas rojas de hierro y amarillas de azufre, y ese piso impalpable de polvo volcánico.
Y podemos tratar de hallar las pinturas rupestres, apenas una huella imperceptible, como imperceptible es la huella de los antiguos moradores, muertos ya, desaparecidos de esta Patagonia que los vio retroceder a las sombras de un tiempo que se confunde con el Tiempo, con la Historia, con la vergüenza de las masacres, la sífilis, el alcohol que les destrozó lo sagrado que habitaba en ellos. No entendían lo que propiedad privada significa, y cuando los blancos les mermaron el guanaco, cazaron entonces esos bichitos blancos que también servían para comer. Eran ovejas, no pertenecían a la tierra como todos los animales le pertenecen, tenían dueños de extraña lengua y extraña vestimenta, y más extraña aún concepción de lo que el mundo es y de cómo está ordenado el universo. Los blancos los cazaron a ellos como ladrones.
Podemos entonces mirar las cuevas. Somos intrusos, lo sabemos. No nos llevamos nada. Quizás, con suerte, aprendemos algo.
Y después nos internamos en el volcán. Porque así nació esta elevación, con fuego, con el encrespamiento de la tierra que escribe sin letras pero deja los signos que narran una saga de milenios sobre el lomo del planeta.
Nos metemos en el volcán como quien nace. Volvemos al útero de la madre Tierra por una abertura estrecha que nos obliga a acuclillarnos primero y a reptar después, cuerpo extendido hacia la obscuridad profunda de las profundas entrañas de lo obscuro.
Otra caverna. La luz del guía, un reflector conectado endeblemente a una batería, que recorre las paredes de ángulos geométricos, picos y quebradas, y muestra un lago de agua helada y limpia, absolutamente calmo, ajeno al afuera, ignorante del viento, abrazado a sí mismo; un lago transparente, frío, un ojo de agua que nos devuelve la mirada, indiferente.
Y es la experiencia de lo subterráneo, de la semilla que aguarda, de las raíces, de las ciudades de los muertos. Apagar la luz, sentir la obscuridad y el silencio sin atenuantes. Cada uno de nosotros está solo, es pequeño. Cada uno de nosotros es un punto de frágil sangre, de mínima carne dentro de las entrañas de la tierra que crece a nuestro alrededor con forma de animal yacente.
Estamos solos allí. Cada uno. Por un momento los sentidos nos cortan los puentes con el afuera. Dentro del volcán. Dentro de nuestros cuerpos. Estamos solos allí, como siempre, pero ahora lo notamos.
Cuando bajo sorteando piedras recupero el cielo, veo las águilas, los jotes, siento el viento. Ellos se quedan. Los tehuelches se quedan también. Aunque no los haya visto también se quedan.
Sigue acostado el león, el puma. Sigue dormido el animal yacente. Pero escucho el rugido, todavía escucho el rugido.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
EL FIN*
Pon la mano en el corazón,
allí está la respuesta. C .P.
En tus sueños
veías las naves de velas blancas
-recorrían río arriba
cargando especias y oro-
El olor de la pimienta y el azafrán incitaba
los sentidos
y en el deseo
el coral y las ágatas jugaban entre los dedos.
Pisar la arena
y
a lo lejos
vislumbrar al conductor de los camellos
que retornaba entre las borrascas
detenido ante la sombra de un árbol
para sorber un té.
En el caos inconsciente y tenebroso
el desierto se ilumina.
Las cúpulas del Islam
las mujeres veladas
cadáveres y esqueletos
sumidos en la tierra árida
se alzarán en búsqueda de la palabra
Sin arrepentimiento ante el mal
la condena anunció
el Fin.
Entregado y dueño del destino,
te unías al pasaje de la otra vida.
*de Cristina Pizarro. cristinapizarro@fibertel.com.ar
Mosaicos*
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
* Donaire. Un pensamiento al lado del otro. Un dolor al lado del otro. Un crimen al lado del otro. Yo paseo a menudo por estas cosas, pero sin pisar las rayas. Acomodo el pie en el centro de cada mosaico. Es un modo de caminar que llevo conmigo desde la niñez. No puedo decir que hoy, entre esas cosas y yo haya una confianza definitiva, pero sí que puedo sentirlas con la rara de familiaridad y a su vez, de extrañeza.
* Pez pontífice. El sumergido en el fulgor lunar es como un pez pontífice en su género. Sobre todo porque ha nacido bajo un signo de aire y hace del océano su malquerencia.
Un pez, soluble en su pensamiento, se sumerge en el espíritu y siente lo mismo que aquel que está a punto de morir ahogado: en un minuto repasa los mejores momentos de su vida.
Un pez que se quiere a sí mismo se canta el aleluya. Puede zambullirse en aguas muy seductoras. Puede decirse "este mar es espléndido," para engañarse saludablemente y salir a buscar un poco de compañía en un cuerpito dulce que quiera hacerle burbujitas en el cerebro.
Los orgasmos del pez a veces son tan brillantes como las estrellas del cielo. A veces miente. A veces calla. A veces fertiliza tomates. A veces burbujea en soledad. A veces ríe de sí mismo. Ya lo he dicho: un pez soluble es un pontífice en su género.
Este pez bello y escurridizo tiene una evidente tendencia a la melancolía, pero se adapta a la vida, se sobrepone a su naturaleza y nada con fuerza a favor de la corriente.
Entre los estímulos que se impone un pez, desde el interior del cuerpo, están la esperanza y la locura. En medio de ambas hay una inclinación de afecto y un contenido de ardor. Una promueve a la otra. Por esta capacidad, los otros peces le tienen celos.
El sostiene especulaciones carnales exhaustivas con la aleta derecha y al mismo momento le hace burbujas al amor con la izquierda, sin confundirse ni sobrepasarse. No todos los peces son tan solubles ni tan suaves. Tan hábiles ni tan activos. No todos logran ser pontífices en su género.
Un verdadero pez no considera menos agua el agua de pozo y tiene gran curiosidad por las especies de río, de estanque y de vitrinas.
Un pez pontífice logra el cumplimiento órfico de los sueños: entre sus escamas, amar no causa miedo. Dentro de sus agallas, el amor no es sólo un círculo caliente de necesidades sino también una posibilidad de sosiego. El agua es para él como una línea cuya transgresión designa la esperanza.
* La casa. En una casa la soledad puede ser más veloz que el recuerdo, más hábil que la caída, más desesperada que el correr. La soledad que ennegrece, se ampara largamente del estridente color y los incendios.
A veces se está tan sola en la casa que es posible extraviarse, y una busca retornos en sí misma.
En una casa hay libros que dicen que estamos solos. Hay espejos. Aparecen seres que se presentan cargados con sus cuerpos, con sus corazones que no van a abrirse nunca.
La desesperación de una casa no abandona. Alrededor de las paredes se abraza la soledad y una se pregunta qué es ese silencio, qué está destinado a decir. En cada paso, a toda hora del día, esta soledad se convierte en un cuerpo inviolable. Su sopor se desgrana como una nube rota. Abre abismos en
todos los rincones. Exige cirios encendidos y ramos de mentas.
En la soledad de una casa se adormece el viento. Se adormece el mundo. El desamparo puede recorrerla en toda su extensión. Puede ir y venir como una ráfaga y poner sus dedos en todas las cosas.
Una entra a la soledad de la casa con todo el peso del propio corazón y el cuerpo cae con su única piel.
El día de una casa se mide en una sucesión de rompimientos. Regiones desmoronadas lo conforman. Su silencio es siempre igual y siempre contradictorio. Con el silencio de una casa se pueden llenar las copas del crepúsculo.
El silencio de una casa es una búsqueda y una razón. Una no tiene otro deseo más que estar frente a él, dentro de él. Es un silencio vivo y desnudo como el silencio de un hombre. Una busca caer en su centro con la cabeza vacía y matarlo, matarlo sin dolor todas las noches.
* Horizonte. Escándalo y soledad se manifiestan claramente dentro de esta repetición de mí misma. Si quiero elegir un autor moderno, puede ser Lewis Carroll. Si quiero elegir un autor actual, puede ser Lewis Carroll. Si quiero elegir un autor genial, puede ser Lewis Carroll. Si quiero elegir un
autor cualquiera, puede ser Lewis Carroll.
Quizás, si practicara mejor mis propuestas, si estuviera más atenta a lo que ocultan mis propias apariencias, podría despejar la escritura de la perplejidad.
En verdad, toda esta monotonía aparente de mí misma, está llena de variabilidad y de equivocaciones. Podría bailarlas. Hacerlo aquí mismo no sería algo tan macabro como poner de pie algo que está definitivamente derribado. Además, lo que escribo, suele tener algo terrible, algo que conduce a una ociosidad suicida. Por otra parte, todo lo que tenía que ver con mi escritura ya no existe, y yo, fundamentalmente ya no existo. No, al menos, como existí porque cada vez que abro los ojos nazco de nuevo hacia lo que no sé.
En cualquier terreno la realidad no es siempre una experiencia de intensidad absoluta. El hecho de que me atreva a considerar la literatura como un vínculo, como un instrumento, como un hecho erótico, como una razón, me acerca y me aleja de muchos sitios.
Si pienso en un autor desencadenante, puede ser Lewis Carroll. Un estado particular de mi motilidad mientras escribo, suele ser la causa de lo que no escribo. La cenestesia ayuda a la selección de pensamientos.
A mí no me vienen a encontrar todas las variantes del lenguaje. Yo salgo a buscarlas por el mundo. Esa búsqueda me mueve, me moldea, me instala en un horizonte al que de otra manera no podría llegar. Las palabras viven y no viven fuera de la poesía. Un cazador vive y no vive fuera de la selva. Un escritor vive y no vive fuera de sí. De esta sobresaliente imposibilidad deviene mi tortura. Mi escritura.
* El deseo. Sería saludable para mí no desear que los generosos lectores de estos mosaicos se lanzaran a zumbar y lamer el néctar de sus propias flores, o a burbujear en las peceras de sus emociones con el único propósito de no hacerme fracasar en mis intentos de crear realidad a fuerza de palabras.
*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-7128-2007-01-30.html
El llanto de invierno*
En la soledad del parque
solo se ve un perro
que tiembla de frío
sobre un viejo banco.
En el inmenso cielo gris
se ocultan los sueños
y el sombrío silencio
recorre los caminos.
Los árboles se quejan
con voces doloridas
y huyen los pájaros
arrastrando su pena.
Una fina llovizna cae
y empapa el aire
que penetra en un nido
colmado de ausencias.
El misterio rodea la tarde
y en un suelo desierto
se esparcen las lágrimas
del llanto de invierno.
*de María Griselda García Cuerva. mg_cuerva@yahoo.com.ar
Otoño del 53*
Salimos temprano de Neuquén, en un ómnibus todo destartalado, indigno de la acción patriótica que nos había encomendado el general Perón. Íbamos a jugarles un partido de fútbol a los ingleses de las Falklands y ellos se comprometían a que si les ganábamos, las islas pasarían a llamarse Malvinas para siempre y en todos los mapas del mundo. La nuestra era, creíamos, una misión patriótica que quedaría para siempre en los libros de Historia y allí íbamos, jubilosos y cantando entre montañas y bosques de tarjeta postal.
Era el lejano otoño de 1953 y yo tenía diez años. En los recreos de la escuela jugábamos a la guerra soñando con las batallas de las películas en blanco y negro, donde había buenos y malos, héroes y traidores. La Argentina nunca había peleado contra nadie y no sabíamos cómo era una guerra de verdad. Lo nuestro, lo que nos ocupaba entonces, era la escuela, que yo detestaba, y la Copa Infantil Evita, que nuestro equipo acababa de ganar en una final contra los de Buenos Aires.
A poco de salir pasó exactamente lo que el jorobado Toledo dijo que iba a pasar. El ómnibus era tan viejo que no aguantaba el peso de los veintisiete pasajeros, las valijas y los tanques de combustible que llevábamos de repuesto para atravesar el desierto. El jorobado había dicho que las gomas del Ford se iban a reventar y no bien entramos a vadear el río, explotó la primera.
El profesor Seguetti, que era el director de la escuela, iba en el primer asiento, rodeado de funcionarios de la provincia y la nación. Los chicos habíamos pasado por la peluquería y los mayores iban todos de traje y gomina. En un cajón atado al techo del Ford había agua potable, conservas y carne guardada en sal. Teníamos que atravesar montañas, lagos y desiertos para llegar al Atlántico, donde nos esperaba un barco secreto que nos conduciría a las islas tan añoradas.
Como la rueda de auxilio estaba desinflada tuvimos que llamar a unos paisanos que pasaban a caballo para que nos ayudaran a arrastrar el ómnibus fuera del agua. Uno de los choferes, un italiano de nombre Luigi, le puso un parche sobre otro montón de parches y entre todos bombeamos el inflador hasta que la rueda volvió a ser redonda y nos internamos en las amarillas dunas del Chubut.
Cada tres o cuatro horas se reventaba la misma goma u otra igual y Luigi hacía maravillas al volante para impedir que el Ford, alocado, se cayera al precipicio. El otro chofer, un chileno petiso que decía conocer la región, llevaba un mapa del ejército editado en 1910 y que sólo él podía descifrar. Pero al tercer día, cuando cruzábamos un lago sobre una balsa, nos azotó un temporal de granizo y el mapa se voló con la mayoría de las provisiones. Los ríos que bajaban de la cordillera venían embravecidos y resonaban como si estuviéramos a las puertas del infierno.
Al cuarto día nos alejamos de las montañas y avistamos una estancia abandonada que, según el chileno, estaba en la provincia de Santa Cruz. Luigi prendió unos leños para hacer un asado y se puso a reparar el radiador agujereado por un piedrazo. El profesor Seguetti, para lucirse delante de los funcionarios, nos hizo cantar el Himno Nacional y nos reunió para repasar las lecciones que habíamos aprendido sobre las Malvinas.
Sentados en las dunas, cerca del fuego, escuchamos lo mismo de siempre. En ese tiempo todavía creíamos que entre los pantanos y los pelados cerros de las islas había tesoros enterrados y petróleo para abastecer al mundo entero. Ya no recordábamos por qué las islas nos pertenecían ni cómo las habíamos perdido y lo único que nos importaba era ganarles el partido a los ingleses y que la noticia de nuestro triunfo diera la vuelta al mundo.
-Elemental, las Malvinas son de ustedes porque están más cerca de la Argentina que de Inglaterra -dijo Luigi mientras pasaba los primeros mates.
-No sé -porfió el chofer chileno-, también están cerca del Uruguay.
El profesor Seguetti lo fulminó con la mirada. los chilenos nunca nos tuvieron cariño y nos disputan las fronteras de la Patagonia, donde hay lagos de ensueño y bosques petrificados con ciervos y pájaros gigantes parecidos a los loros que hablan el idioma de los indios.
Sentados en el suelo, en medio del desierto, Seguetti nos recordó al gaucho Rivero, que fue el último valiente que defendió las islas y terminó preso por contrabandista en un calabozo de Londres.
A los chicos todo eso nos emocionaba, y a medida que el profesor hablaba se nos agrandaba el corazón de sólo pensar que el general nos había elegido para ser los primeros argentinos en pisar Puerto Stanley.
El general Perón era sabio, sonreía siempre y tenía ideas geniales. Así nos lo habían enseñado en el colegio y lo decía la radio; ¡qué nos importaban las otras cosas! Cuando ganamos la Copa en Buenos Aires, el general vino a entregarla en persona, vestido de blanco, manejando una Vespa. Nos llamó por el nombre a todos, como si nos conociera de siempre, y nos dio la mano igual que a los mayores. Me acuerdo de que al jorobado Tolosa, que iba de colado por ser hijo del comisario, lo vio tan desvalido, tan poca cosa, que se le acercó y le preguntó: "¿Vos qué vas a ser cuando seas grande, pibe?". Y el jorobado le contestó: "Peronista, mi general". Ahí nomás se ganó el viaje a las Malvinas.
Seguimos a la deriva por caminos en los que no pasaba nadie y cada vez que avistábamos un lago creíamos que por fin llegábamos al mar, donde nos esperaba el barco secreto. Soportamos vientos y tempestades con el último combustible y poca comida, corridos por los pumas y escupidos por los guanacos. El ómnibus había perdido el capó, los paragolpes y todas las valijas que llevaba en el techo. Seguetti y los funcionarios parecían piltrafas. El profesor desvariaba de fiebre y había olvidado la letra del Himno Nacional y el número exacto de islas que forman el archipiélago de Malvinas.
Una mañana, cuando Luigi se durmió al volante, el ómnibus se empantanó en un salitral interminable. Entonces ya nadie supo quién era quién, ni dónde diablos quedaban las gloriosas islas. En plena alucinación, Seguetti se tomó por el mismísimo general Perón y los funcionarios se creyeron ministros, y hasta Luigi dijo ser la reencarnación de Benito Mussolini. desbordado por el horizonte vacío y el sol abrumador, Seguetti se trepó al mediodía al techo del Ford y empezó a gritar que había que pasar lista y contar a los pasajeros para saber cuántos hombres se le habían perdido en el camino.
Fue entonces cuando descubrimos al intruso.
Era un tipo canoso, de traje negro, con un lunar peludo en la frente y un libro de tapas negras bajo el brazo. Estaba en una hondonada y eso lo hacía parecer más petiso. No parecía muy hablador pero antes de que el profesor se recuperara de la sorpresa se presentó solo, con un vozarrón que desafiaba al viento.
-William Jones, de Malvinas -levantó el libro como si fuera un pasaporte-, apóstol del Señor Jesucristo en estos parajes.
Hablaba un castellano dificultoso y escupió un cascote de saliva y arena.
El profesor Seguetti lo miró alelado y saltó al suelo. Los funcionarios se asomaron a las ventanillas del ómnibus.
-¿De dónde? -preguntó el profesor que de a poco se iba animando a acercársele.
-De Port Stanley -respondió el tipo, que hablaba como john Wayne en la frontera mexicana-. Argentino hasta la muerte.
De golpe también los chicos empezamos a interesarnos en él.
-No hay argentinos en las Malvinas -dijo Seguetti y se le arrimó hasta casi rozarle la nariz.
Jones levantó el libro y miró al horizonte manso sobre el que planeaban los chimangos.
-¡Cómo que no, si hasta me hicieron una fiesta cuando llegué!
-dijo. Entonces Seguetti se acordó de que nuestra ley dice que todos los nacidos en las Malvinas son argentinos, hablen lo que hablen y tengan la sangre que tengan.
Jones contó que había subido al ómnibus dos noches atrás en Bajo Caracoles, cuando paramos a cazar guanacos. Si no lo habíamos descubierto antes, dijo, había sido por gracia del Espíritu Santo que lo acompañaba a todas partes. Eso duró toda la noche porque nadie, entre nosotros, sabía inglés y Jones mezclaba los dos idiomas. Cada uno contaba su historia hablando para sí mismo y al final todos nos creíamos héroes de conquistas, capitanes de barcos fantasmas y emperadores aztecas. Luigi, que ahora hablaba en italiano, le preguntó si todavía estábamos muy lejos del Atlántico.
-Oh, very much! -gritó Jones y hasta ahí le entendimos. Luego siguió en inglés y cuando intentó el castellano fue para leernos unos pasajes de la Biblia que hablaban de Simón perdido en el desierto.
Al día siguiente todos caminamos rezando detrás de Jones y llegamos a un lugar de nombre Río Alberdi, o algo así. Enseguida, el general Perón nos mandó dos helicópteros de la gendarmería. Cuando llegaron, los adultos tenían grandes barbas y nosotros habíamos ganado dos partidos contra los chilenos de Puerto Natales, que queda cerca del fin del mundo.
El comandante de gendarmería nos pidió, en nombre del general, que olvidáramos todo, porque si los ingleses se enteraban de nuestra torpeza jamás nos devolverían las Malvinas. Conozco poco de lo que ocurrió después. Jones predicó el Evangelio por toda la Patagonia y más tarde se fue a cultivar tabaco a Corrientes, donde tuvo un hijo con una mujer que hablaba guaraní.
Ahora que ha pasado mucho tiempo y nadie se acuerda de los chicos que pelearon en la guerra, puedo contar esta vieja historia. Si nosotros no nos hubiéramos extraviado en el desierto en aquel otoño memorable, quizá no habría pasado lo que pasó en 1982. Ahora Jones está enterrado en un cementerio británico de Buenos Aires y su hijo, que cayó en Mount Tumbledown, yace en el cementerio argentino de Puerto Stanley.
*de Osvaldo Soriano.
"Cuentos de los años felices" editorial Sudamericana, Buenos Aires, edición de 1993.
Adopción*
Suena el teléfono y el hombre atiende. La voz de Esteban le informa que en un diario de 1927, en la página de policiales, descubrió una noticia fuera de serie. El hombre lo escucha y piensa: "seguro que es todo mentira". Esteban es un apasionado investigador de archivos, bibliotecas, hemerotecas. Es conocido por eso y por ser un gran mentiroso.
Esteban anuncia: "te leo el comienzo de la nota: en el día de ayer se dieron a conocer algunos curiosos detalles relacionados con el luctuoso hecho ocurrido a mediados del mes de marzo último en una mansión del barrio de Belgrano y cuyos protagonistas fueron, como se informara oportunamente, el señor Ramiro Altacerviz y la señora Clara Sáenz de Altacerviz."
"¿me seguís?", pregunta. "te sigo", contesta el hombre. Y piensa: "todo inventado". "resumo un poco -dice Esteban-. Después de la introducción, la nota aclara que estos dos personajes constituían un matrimonio feliz, de mucho dinero, muy conocidos y muy bien conceptuados en las altas esferas de la sociedad de la época. Pero no habían podido tener hijos. Y este es precisamente el punto a partir del cual comienza a desarrollarse la trama de esta tragedia. ¿Me estas siguiendo?" "perfectamente", contesta el hombre. Y piensa: "es un mentiroso".
"Te sigo contando. Resulta que un día esta gente resuelve adoptar un niño. No era una decisión simple y analizaron cuidadosamente otros casos. Consultaron con abogados, con médicos, con sacerdotes. Pero, al parecer, a medida que avanzaban crecían las dudas. ¿Como seria finalmente esa criatura? pese a la privilegiada educación que le impartirían no existía garantía de que con el tiempo el chico no se descarriase arrastrado por alguna tendencia hereditaria e imprevisible. Y así, más avanzaban, más consultaban, más complicado se les volvía el panorama. Por lo tanto, al cabo de unos meses de titubeos, optaron por adoptar un hermoso, joven, fuerte e inteligente chimpancé. ¿Que te parece?". "Fantástico", exclama el hombre. Y piensa: "mentiroso, mentiroso."
"El animal entro a formar parte de la familia. Lo bautizaron con el nombre de Adolfito. Tenía su propio cuarto, andaba por la mansión, compartía almuerzos y cenas, les brindaba afecto. Bastaron pocas semanas para que los esposos Altacerviz se felicitaran mutuamente por la elección. La más entusiasta era la señora. Se encariño de tal manera que ya no quería salir sin el chimpancé y con frecuencia prefería quedarse en casa, antes que concurrir a las periódicas reuniones de la hora del té. El mono adquirió cierta fama. Los amigos de la familia conocían sus hazañas. Cuando se tocaba el tema -cito textualmente del diario-, la señora Altacerviz, sin advertir seguramente la sutileza del juego de palabras, afirmaba invariablemente que Adolfito era una monada." "¿me oís bien?" "bien". Y piensa: "mentiroso". "A partir de ahora leo directamente de la publicación, escucha: una tarde, el señor Altacerviz regreso en un horario no habitual y al entrar al dormitorio encontró a Adolfito y a su esposa sobre la cama en posición inequívoca. Al advertir su presencia, la señora comenzó a sollozar y a quejarse de que la estaban violando. El señor altacerviz abrió un cajón, saco un arma y empezó a los tiros contra el chimpancé. Si bien sus declaraciones posteriores se limitaron a consignar los hechos, es posible suponer que varios factores debieron influir en su actitud. No solamente la evidencia de la violación, sino también de la ingratitud y, quizá más oscuramente, del incesto. Lo cierto es que empezó a los tiros. Pero si algo poseía Adolfito, además de simpatía, era astucia y ligereza. Anduvo a los saltos de pared a pared y en cuanto pudo desapareció por una ventana."
"¿Estas escuchando?" "atentamente." "¿que te parece?" "extraordinario". Y piensa: "todo inventado." "Sigo leyendo del diario, atende: de los seis balazos disparados, cinco se alojaron fatalmente en el pálido cuerpo de clara Sáenz de Altacerviz. Murió inmediatamente. Exasperado, el señor Altacerviz se apoyo el caño en la sien y apretó el gatillo. Pero se había quedado sin balas. Entonces se trepo al techo de la casa y saltó. Trasladado de urgencia a un sanatorio logró salvar la vida, aunque los médicos aseguran que por el resto de sus días no podrá abandonar la cama en que se halla postrado. En esas penosas condiciones, el martes último, balbuceo su declaración ante la presencia del juez, echando así un rayo de claridad sobre estos acontecimientos que habían intrigado a la opinión pública y a las autoridades intervinientes."
"¿Que me decís?", pregunta Esteban. "Una tragedia", contesta el hombre. "Hay un párrafo mas, presta atención: en cuanto al chimpancé, se supo que cruzando campos alcanzo la provincia de Misiones, pasó al Brasil y continuó desplazándose hacia el norte, logrando finalmente adentrarse en la selva amazónica, donde vive actualmente en concubinato con la hija de un cacique." "Sensacional", exclama el hombre. Y piensa: "esta vez se le fue la mano."
*de Antonio Dal Masetto.
"Ni perros ni gatos" Torres Agüero editor, Buenos Aires 1º edición 1987
Luz de escena*
“Desde anoche se anuncia en mi osamenta
este golpe de lluvia resonando…”
JOAQUÍN GIANNUZZI
Extraño esa cosa mágica
de la luz de escena
y leer mis poemas
en la semipenumbra
de un café literario
o de una sencilla reunión
de trasnoche de los
amigos poetas trasnochados.
Y extraño, curiosamente,
la lluvia en Buenos Aires
y mis solitarias caminatas nocturnas
y la voz del silencio en mis oídos…
Extraño todo eso
desde mi plácida torre pueblerina.
*de María Rosa León. mrleon003@yahoo.com.ar
“¡Buenas noches, noche!”
Leo Ediciones Artesanales (2005/2006)
*
Reescribiendo noticias. Una invitación permanente y abierta a rastrear noticias y reescribirlas en clave poética y literaria. Cuando menciono noticias, me refiero a aquellas que nos estrujan el corazón. Que nos parten el alma en pedacitos. A las que expresan mejor y más claramente la injusticia social. El mecanismo de participación es relativamente simple. Primero seleccionar la noticia con texto completo y fuente. (indispensable) y luego reescribirla literariamente en un texto -en lo posible- ultra breve (alrededor de 2000 caracteres).
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