NUESTRA INFELICIDAD*
Nuestra felicidad no nos pertenece. La creamos no con las herramientas que nos son propias, sino con las que nos prestan. Y no depende como el siglo quiere hacernos creer de lo que poseemos, sino de lo que damos.
Puede ser una ingenuidad, pero ciertos antiguos saberes son tan ingenuos como el que un abrazo es más necesario que el pan, y que la sonrisa del amado calienta el alma en el invierno.
La felicidad no es una carcajada necesariamente. Sucede en una capa más profunda y es capaz de serenar los océanos del infortunio.
Para ser feliz es necesario ser generoso. Saber dar y saber recibir.
Una mujer que cocina para su hombre, el padre cansado que se fuerza a estar un ratito más a pesar del dolor de cintura, el muchacho que resigna unas tardes a acompañar la tragedia de su amigo. Hallan todos ellos una felicidad de melodía a media voz, la tranquilidad de estar donde hacen falta.
Pero necesitan, para poder ejercer su cometido de acompañantes, la retribución del reconocimiento.
Trabajar por la felicidad de alguien que nos ignora es un sendero que desemboca en la angustia. Y aquí acostumbramos considerar tonto a quien no requiere alguna clase de paga, y acostumbramos denigrar los trabajos desinteresados. Si no se pide nada a cambio, pensamos que debe de ser algo que no tiene valor.
Es cierto, no tiene precio. Es inapreciable lo que unos hacen por otros cuando se atreven a dar desde las entrañas, cosa nada fácil.
Una mujer que acaricia a su hombre dormido es feliz. Una señora que pone la mesa con las mejores tazas para recibir a sus amigas. Un hombre que enseña a su vecino cómo cambiarle el líquido de freno al automóvil es feliz.
La felicidad florece bajo los techos de chapa, estalla en el patio de una escuela, se enciende en una oficina. No tiene edad ni condición social. La llevan los privilegiados que son capaces de convidar con lo que tienen.
Quien es feliz porque lo envidian, retrasa unos momentos el salto hacia el abismo. Quien se alegra por el llanto de alguien, detiene un minuto solamente el roer de las orugas. Mentirá ser feliz el malvado, se mentirá a si mismo, hará la pantomima, montará su obra teatral. No hemos de darle fe. No le creeremos.
Pero mientras tanto todo nos lleva a la desdicha. La veneración del cinismo, la confusión de maldad con inteligencia, el mandato de arrebatar lo que no está fijado al suelo. Todo nos lleva al blindaje y la desconfianza. O somos ladrones, o tememos ser despojados.
Creemos que poseemos lo que guardamos, y somos esclavos de lo que nos negamos a dar.
La mujer no quiere ser usada, y se niega el privilegio de atender a su hombre. El hombre no quiere que la mujer lo domine, y se niega el privilegio de atenderla. Aferrados a nuestras mezquinas posiciones, amurallados todos, profunda, dolorosamente infelices. Pero eso si, indiscutiblemente dueños, patrones y propietarios de nuestra infelicidad.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Poder elegir hace feliz...
El cielo entre durmientes*
*Humberto Costantini
Ni un alma por la calle. Como si el sol de la siesta cayendo a pique y después derramándose por todos lados, hubiera empujado a bichos y gente a quién sabe qué escondidos refugios, adonde el sol no puede penetrar, pero ante los cuales se queda montando guardia, rabioso y vigilante como un perro en acecho.
Por la calle vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de la glicina y me mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido y contento. No hubiera sido necesario que me dijera "¿salís?" con un grito breve y exacto como un pelotazo. Yo lo estaba esperando, o mejor dicho yo estaba esperando un pretexto cualquiera para dejar aquella modorra del patio adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes entreverados con el aleteo de algún mangangá.
Por eso no le contesté nada y en seguida estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan otras tratativas que ese "¿salís?" liso y directo viniendo de un mechón caído sobre los ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de hacer muchas cosas que le brillan en la mirada.
Un saludo "¿qué hacés?" y caminamos. El agua de la zanja, un agua barrosa, oscura, caliente, cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un sapo, se agita por momentos a impulso de invisibles zambullidas o respira a través de unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su pellejo y hacen un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el hervor.
Caminamos. La tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de cachorro, con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no sentir nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la tarde como en una selva. ¿No es cierto, Ernesto?
Caminamos. Un aguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando a nuestro lado y siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el puente de la esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. —¡A que no lo agarrás!
Caminamos. Las cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian en plátanos y después otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de gallo. Esta es otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ranones por aquí?
Caminamos. ¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro. La vida es una alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y a piel caliente que viene de la ropa de Ernesto.
Caminamos. Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de casas abandonadas y de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla. Me cuenta un disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que Ernesto se contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen lágrimas de los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da más risa todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de risa. La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados, nos acompaña por cuadras y cuadras esa risa sin por qué, como si una bandada de gorriones enloquecidos nos estuviera siguiendo.
La esquina. Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra cuadra. Magnolias, jardines, postes del teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de Ernesto levantando el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta, el silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra...
Apoyo de pronto mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. —¡A ver quién llega primero!
Salimos como balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos. Oigo el jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me pongo enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde arriba lo miro triunfante.
Ernesto tiene la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos en la nuca y la espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por la frente queda una gran mancha negra y húmeda.
A Ernesto se le ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando allá abajo vemos la calle entre los durmientes deslizándose como un río. Algunos son muy altos y hay que pisar bien para no caerse. Yo camino despacio, aparentando indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo que me obliga a clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese lomo de tierra que se mueve sin cesar debajo mío.
Ernesto, en cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta, corre... Es imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro, madera, viento y cielo como por el patio de su casa. No digo nada, pero pienso que estamos a mano con lo de la carrera.
Llegamos a un puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo. Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el bramido del tren que se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda la tablazón. Las vías parecen curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor, chispas, truenos y aullidos que nos sacude hasta las entrañas. La verdad, sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren para reivindicarnos.
Las vías pasan a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto es posible alcanzar los durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La idea surge como una pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos colgados cuando pase el tren.
La tarde es un desierto de sol y tierra enardecida.
El cascabeleo de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante.
Esperamos el rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en el calor sofocante del reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un yuyo o se sube de vez en cuando a mirar el reverbero distante de las vías.
—A no soltarse, ¿eh?
—No, a no soltarse.
De pronto llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero para nosotros imposible de confundir.
Con cierta parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra, ensayamos un salto, otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca.
Tomamos posiciones.
—¡Cuando yo diga saltamos!
El silencio, avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y miramos los durmientes allá arriba.
—A no solt...
—¡Ahora!
Me falla un salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el impulso. Ernesto ya está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere decir algo, pero no lo escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus palabras. —¿No quemará la locomotora?—. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego , vapor y un ruido de pesadilla.
No sabemos cómo fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez metros del puente, mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo oscilar las vías.
La tarde se nos acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al puente, cabizbajos, avergonzados.
—¡Vos te soltaste primero!
—¡Tenías una cara de miedo vos!
Otra vez el silencio. La sierra sinfín de la cigarra nos chista y se ríe de nosotros. Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación pasada.
—Si vos te quedabas, yo me quedaba...
—Yo también, si vos te quedabas, yo me quedaba.
Nos tiramos al suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la vista. Ernesto hace garabatos con una ramita.
Y el tiempo que se desliza silencioso sobre las vías como un tren infinito formado por el latido de nuestros corazones.
La cigarra. Un gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente y allá a lo lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo.
—Un, dos, tres... (antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco...
Silencio. Las voces de la siesta.
Ahora sí. Es un tren este. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice una palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El contacto de la tierra caliente en las palmas de las manos.
—¡Cuando yo diga!
El ruido que crece segundo a segundo. Ernesto se agazapa para saltar. —¡Ahora!, digo, y salto con todas mis fuerzas.
El ennegrecido durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro de mí, Ernesto se columpia en el suyo.
El ruido ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en alto. Su camiseta amarilla y su pelo caído sobre la frente.
Terremoto de hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el peso del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía.
Me doy cuenta de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me mira gritando y pataleando como un loco.
El tren no termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las manos. Una montaña encima de mi cabeza. El calor, el ruido, Todavía no sé si voy a quedarme hasta que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque es necesario gritar. Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas del pescuezo hinchadas por los gritos y por el esfuerzo.
Gotas de sudor se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. –No doy más, me quedo hasta que se quede Cacho..
¿Cuánto faltará todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo sudor. Sus piernas tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo para hacerlo bajar. ¿Cuándo faltará todavía? El ruido. La vibración del puente metiéndose hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de estallar. Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará todavía?
* * *
Algo dulce que nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo azul a pedazos entre los durmientes.
El silencio que crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora.
Seguimos colgados y nos miramos sonriendo.
La tarde canta en la voz de las cigarras.
¿Te acordás Ernesto, cómo cantaba?
Humberto Costantini nació en Buenos Aires en 1924, y murió en la misma ciudad en junio de 1987.
Poeta, narrador y dramaturgo, Costantini ejerció a lo largo de su vida, junto a su casi secreta labor de investigador científico, los más diversos oficios: veterinario en pueblos de campaña, oficinista, corredor de comercio, ceramista, etc. Estas actividades le ayudaron a profundizar en el conocimiento y los matices que forman las capas medias de nuestra sociedad, con cuyos caracteres y lenguajes enriqueció su prosa.
Heredero del grupo de Boedo y de la preocupación social que lo definiera, Costantini participa y milita en las revistas literarias de izquierda de la década del 50 en las que se manifiesta de manera polémica contra el populismo y el pintoresquismo naturalista. Es por entonces cuando publica sus primeros cuentos, de temática realista y estilo expresionista. A lo largo de su obra, Costantini construye una personalidad literaria definida, la cual se vale de distintos elementos, como ser los símbolos y las alegorías, los monólogos interiores de sus personajes, la literatura fantástica, el realismo mágico, el costumbrismo y hasta la mitología clásica, para abordar la que fuera, en definitiva, su principal obsesión: la alienación del hombre en una sociedad hostil. Una de las características de su estilo es la de llevar a sus personajes a situaciones límite, exasperando la realidad en grotesco.
Costantini fue una influencia notable entre los jóvenes escritores de la década del 60.
De por aquí nomás (1958); Un señor alto, rubio, de bigotes (1963); Tres monólogos (1964); Cuestiones con la vida (1966); Una vieja historia de caminantes (1966) y De dioses, hombrecitos y policías (¿?) son algunas de sus obras más recordadas.
*Fuente:
http://www.abanico.edu.ar/2004/08/cielo.htm
Miércoles, 21 de Marzo de 2007
La vida, ese tupper*
*Por Celeste Galiano, Fabricio Simeoni y Federico Tinivella
"Quisiera ser tupperware para poder conservarte"
Salvador Trapani
Sin precintos ni avatares, pasarse la vida entre paredes de plástico resulta frágil.
Esperar cierto destape y seguir enhiesto. Sentirse fiambrera, cumplir el ciclo desde un recipiente, nacer, comer, reproducirse y morir en el cubículo inesperado de la conservación de la especie.
El señor Earl S. Tupper no podía imaginar el furor que iba a causar su invento cuando en 1946 pergenió el famoso tazón maravilla. Nada tuvieron que ver -y cabe la aclaración- el joven ni la mujer maravilla. Aunque sabemos perfectamente que don Earl pasaba horas escuchando wonderful world con dos
pocillos de porcelana en las orejas, para amortiguar el eco.
El "tupperware", que significa "mercancías de Tupper", permanece desde entonces entre nosotros, ayudando a la preservación de los alimentos. Y es que sirve para todo: congelar comidas preparadas, no preparadas, no comidas, congelar comidas congeladas y descongelar, sirve también para no congelar
absolutamente nada.
Guardar restos en la nevera y nevera en los restos y transportar los alimentos sin riesgo de que se desparramen. Por esta razón, el tupper cada vez viaja más a la oficina, a tu casa, a la luna y hasta se puede plegar para transportarlo en una riñonera, bolsillo o estuche. Humilde y hermético, comparte el don de los hombres sabios, el silencio.
Quitar el aire es su secreto; así ama, así mata, preserva ocultando.
¿Discreto por convicción? No, opaco por naturaleza.
70 y 30. 70 y 30. Cerrar un tupper con precisión exige pocas artes y mucha ciencia: 70% de fuerza en la mano izquierda y un 30% de la derecha, como disparar una 9 milímetros pero con mayor sutileza.
Danger. El uso de un tupper nuevo sin lavar imprime un sabor a momia irremontable, un gusto empalagoso difícil de explicar parecido a respirar pelusa de aspiradora mezclada con polvo de rincón. No olvidar, los tupper se curan como el mate, las ollas de hierro y las personas -a veces, claro.
Para apoderarse de algo uno debe crearlo cuidadosamente, pensó Confucio. Y Earl S. Tupper, con paciencia, aprendió a conquistar el mercado mundial de la practicidad. Jamás aceptó una campaña demasiado agresiva para promocionar sus ingeniosos ghettos atmosféricos. La guerra no se juzga, se evita.
¡Llame ya y obtenga 1000 tuppers, no causan sobredosis! Ni mangueras para enrollar, ni fajas reductoras, ni baba de caracol se ofrecen por más de dos unidades. Scheherezade y las 1001 noches, usted y los mil tupperware se animan al millar. La magia del vacío. Guardar significa amar, cuidar con
persistencia, exhalar protección y volverse querible. ¡Guarda!
De todos los colores y de ninguno, el tupper juega al espejo, caja de trucos. Camuflaje, supervivencia, en la Naturaleza todo lo importante lleva tiempo.
Earl intuyó que los vacuos eran tan importantes como los llenos y concibió un objeto que ordenara atesorando. Quien ordena es poderoso y el poderoso elige.
Poder elegir hace feliz. Sólo se trata de durar, pensó Earl S Tupper cuando corría presuroso hasta el lavabo. De niño la fobia social lo había tomado de la cintura como lo hacía su novia Caterina Mc Intoch en las tardes chorreadas de crema de maní, en las costura de los campos de Conectitut.
Ella lo aferraba de atrás y al oído solía susurrarle versos de Roco Sumbaba, un poeta africano que había viajado hasta el país del norte escondido en un barril de cacahuates desde Kenia. Le decía entonces Caterina "la selva me quema los labios, la lengua, se quema, se quema, se quema ahí", todos poemas escritos por Sumbaba en su viaje de exilio. Textos que se habían convertido en lectura obligada en el sur de Tenesse, de donde era oriunda Mc Intoch.
Esos poemas habían cavado hondo en el desierto mental de Earl. Entendía que el viaje de Roco, su encierro, lo habían conservado en buena forma. Comenzó a pensar que aquello que es sometido a un encierro perdura. Recordaba ahora a su abuela Murdel que permaneció cinco años en el baúl de un Buick, alimentada solo con insectos verdes. Los ancianos del pueblo dijeron, al verla salir, en un descampado, de aquel baúl abierto, que ella pensó cerrado esos cinco años, que se veía más joven.
Sólo se trata de durar, pensó Tupper una vez en el lavabo y aquella idea tomó forma de envase plástico, aquí todas las bolsas son de cartón, no como en Argentina. El plástico es un polímero que protege los alimentos, no como el cartón que les transfiere su aroma y humedad, sintetizó Earl en su cuaderno de anotaciones. Al instante corrió desnudo hasta el jardín, tropezó con el triciclo de Michael su nuevo amante, que dormía después de una borrachera y gritó "plastic", plástico en castellano. He ahí el comienzo de una relación perdurable entre los humanos y su vianda, hasta la llegada del freezer, asesino del tupper, no de su esencia, que todavía olemos en los poemas de Sumbaba.
*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-7811-2007-03-21.html
Intima*
Yo te diré los sueños de mi vida
en lo más hondo de la noche azul...
Mi alma desnuda temblará en tus manos,
sobre tus hombros pesará mi cruz.
Las cumbres de la vida son tan solas,
¡tan solas y tan frías! Yo encerré
mis ansias en mi misma, y toda entera
como una torre de marfil me alcé.
Hoy abriré a tu alma el gran misterio;
ella es capaz de penetrar en mí.
En el silencio hay vértigos de abismos:
yo vacilaba, me sostengo en ti.
Muero de ensueños; beberé en tus fuentes
puras y frescas la verdad; yo sé
que está en el fondo magno de tu pecho
el manantial que vencerá mi sed.
Y sé que en nuestras vidas se produjo
el milagro inefable del reflejo...
En el silencio de la noche mi alma
llega a la tuya como un gran espejo.
¡Imagina el amor que habré soñado
en la tumba glacial de mi silencio!
Más grande que la vida, más que el sueño,
bajo el azur sin fin se sintió preso.
Imagina mi amor, mi amor que quiere
vida imposible, vida sobrehumana,
tú sabes que si pesan, si consumen
alma y sueños de olimpo en carne humana.
Y cuando frente al alma que sentía
poco el azur para bañar sus alas
como un gran horizonte aurisolado
o una playa de luz, se abrió tu alma:
¡Imagina! ¡Estrechar, vivo, radiante
el imposible! ¡La ilusión vivida!
Bendije a dios, al sol, la flor, el aire
¡la vida toda porque tu eras vida!
Si con angustia yo compre esta dicha,
¡bendito el llanto que manchó mis ojos!
¡Todas las llagas del pasado ríen
al sol naciente por sus labios rojos!
¡Ah! tú sabrás mi amor; mas vamos lejos,
a través de la noche florecida;
acá lo humano asusta, acá se oye,
se ve, se siente sin cesar la vida.
Vamos más lejos en la noche, vamos
donde ni un eco repercuta en mí,
como una flor nocturna allá en la sombra
me abriré dulcemente para ti.
*De Delmira Agustini.
*Fuente: http://www.patriagrande.net/uruguay/delmira.agustini/index.html
Correo:
*
Queridos amigos, los invito a enviar uno o dos poemas de su autoría escritos para Frida Khalo, máximo 30 líneas por poema.
Tres líneas de currículum del autor, incluyendo país, ciudad y fecha de nacimiento. Todo en archivo adjunto.
El encabezado deberá decir Poema para Frida Khalo.
Enviar a los correos: linajes-editores@att.net.mx con copia a linazeron@yahoo.com
La recepción máxima de los poemas será el 15 de abril de 2007. .
El libro será en homenaje al centenario del natalicio de la pintora y será editado por una dependencia gubernamental, la cual dará a conocer a los poetas seleccionados en el mes de mayo.
Será presentado en un acto en la Delegación Coyoacán con asistencia y lectura de los poetas que puedan asistir.
Dear friends. I invite you to send 2 poems dedicated to Frida Khalo, if you have. Maximum 30 lines per poem. Please Send a short curriculum of 3 lines with country, city and date of birth, everything in attached mail. the poems sent in English will be translated the Spanish.
The book will be in tribute to the centenary of birth of the painter and will be published by a governmental dependency. The poems you would received until maximum the 15 of April.
Please send all to linajes-editores@att.net.mx with copy to linazeron@yahoo.com
Regards and a lot of hugs
*Lina Zerón
www.linazeron.com
*
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