INVENTIVASocial
Edición ABRIL 2007
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Angel de bruma*
Vestido como en el mundo
ya no se me ven las alas
Rafael Alberti
Yo he visto los reflejos que la niebla
esparce en las cunetas y en el cielo;
fui testigo del fuego y de la escarcha;
vi la rebelión del alba en los tejados,
las danzas de los gatos, la partida
de esas nómadas aves que no vuelven,
el verde resplandor del horizonte
perdido entre montañas y jilgueros.
Yo vi caer la nieve sobre la tarde agonizante;
también anochecer en las orillas
de un arroyo que fluye hacia el olvido,
y el fleco de la lluvia en la distancia.
Pero los delirantes dioses me cegaron
por no acatar la fe de los horarios.
Fantasma de mí mismo, vago
por los interminables pasillos
de una realidad que no es la mía.
Sobrevivo
en este invierno largo
contra viento y arena sobrevivo
sin dios ni arma ni salvoconducto.
Sobrevivo
letra a letra, incoloro
epitafio, paredes desconchadas,
alas ensangrentadas, vertederos
de palabras antiguas, sobrevivo,
superviviente apenas, sobrevivo
como la sombra leve de un naufragio.
*de Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.es
http://al-andar.blogspot.com
http://www.aragonesasi.com/sergio
AGUA QUE CAE*
La tierra se puso patas arriba y se hundió en las nubes. Arriba es como abajo. Todo agua. El lecho del cielo se juntó con el del río y navega, al azar, nuestra existencia con un timón averiado.
Nada es ya igual. ¿O todo es igual? El 2003, su 29 de abril fatídico, se recicló, nos arrojó el eterno retorno con el río hecho cielo.
Perplejos, vemos el agua que cae aluvionalmente para, después, verla brotar como un vergel acuático que cubre los imprecisos horizontes, nuestros lugares, nuestros calzados. Lo que significa mi casa, mi trabajo, mis cosas.
Y otra vez con el agua al cuello, que sube porque cae.
- Me llega hasta acá, señalándose debajo del cuello, el agua en mi casa. Así se expresó Melisa mientras buscaba algo para su nena de tres años.
- Igualito a la otra vez. No sabemos cómo atajarla. No nos alcanzan las manos.
Pero no es el mismo río. Ya no somos los mismos nosotros. El albardón se jaló en una nube imprecisa y a ella no podemos montar para ponernos a salvo. El río se ha dado vuelta. Y en nosotros está aún brotando, de la abril herida, todo el dolor.
Entonces, vocifero contra alguien, aúllo a la luna ausente, convoco a todas las ánimas, me hago creyente, me convierto en mendigo extendiendo mis manos por un trozo de pan y una taza de mate cocido caliente; son el paraíso perdido. Son lo que fui. Son lo que quiero recuperar.
La caballada ocupa el paseo verde. Lo que queda de él. Lo que el agua cielar no cubrió.
- Son nuestros, me dice el jinete que cuida. Soy ciruja y estos animales son de otros cirujas y debemos alimentarlos. Que no se pudran sus cascos. Tenemos que seguir trabajando.
Un helicóptero cubría el cielo con su ronroneo. Pasó sobre mi cabeza. Como el agua. Como todo este surrealismo acuático.
¿O el surrealismo es la imprevisión del timonel?
*de Oscar Agú. cachoagu58@yahoo.com.ar
CRÓNICAS DEL AGUA*
I
La gente tiene todavía muy cerca de la piel del espíritu la inundación de 2003. Ya habían hecho los bolsitos hace rato en los barrios del oeste. Es así de exagerada la gente, se acuerda de lo malo. Pero acá tenemos la facultad de ingeniería hídrica, ¿Cómo va a ocurrir de nuevo? Es la gente ignorante que ve crecer el Salado y se asusta, que ve cómo el Paraná llena la laguna que se va trepando despacito por los pilares del puente colgante, y se asusta. Pero no va a pasar nada, eso decían los que saben, los que
observan las fotos satelitales y monitorean (les encanta decir "monitorean" las cotas de riachos y ríos).
Nadie podía saber que el cielo se nos caería sobre las espaldas, sobre las cabezas, sobre los techos de losa o de chapa. Pero se cayó. Y cómo, me preguntaba en el salón de clases semidesierto mientras por las ventanas caía el cielo, cómo es que el agua que es tan pesada adentro de un balde está flotando allá en el cielo. Cómo es que un océano viaja por los cielos y esas toneladas etéreas caen así, tan desde arriba, tan compactas. Pero el cielo cayó y cayó y anunciaba con luces eléctricas, con avisos de catástrofe luminosos que seguiría cayendo. Y siguió cayendo. Cinco metros de agua cayeron en cada pequeño espacio de la ciudad y de las ciudades vecinas, y sobre el campo extenso.
La temida inundación que nos cercaba por el este y por el oeste, retenida a fuerza de defensas, dio un salto y nos atacó desde arriba. Pero vino. La gente ignorante que la esperaba no se alegró por haber acertado contrariando los pronósticos de los catedráticos. A ellos les toca el dolor y la pérdida.
Otra vez los mismos relatos. Cuatro años después. Cuatro años de tiempo en el que el Comité de Crisis y Defensa Civil debiesen haber trazado los planes que se revelan, otra vez, inexistentes. Vayan aquí algunos aguafuertes. acuarelas, me temo:
Don Caballero y su mujer, en barrio Chalet. Ya tenían el bolsito preparado. La otra vez perdieron casi todo, él perdió, por mucho perder, hasta una pierna. Esta vez al menos prepararon los documentos y algo de ropa. Por la radio les dieron el lugar de concentración donde irían a buscarlos para la evacuación. Ese lugar estaba ya bajo agua. Y no fue nadie.
El presidente de la vecinal consiguió unas canoas y así llegaron a tierra firme. De ahí, cada cual adonde pudiera ir. Un amigo del sobrino los fue a buscar con una camioneta y los llevó con hijo, mujeres y nietos a la casita donde se apiñaron ocho. Allá están. Por obra y gracia de los vecinos y familiares y desconocidos solidarios.
Las artesanas en Esperanza sintieron un horrible zumbido que provenía del cielo. El sonido de las trompetas de los ángeles exterminadores, quizás.
Se pusieron debajo del dintel de una puerta aguardando un aterrador tornado.
Y el zumbido seguía intolerable, hasta que se inició el bombardeo atroz. Era granizo de un tamaño imposible, que destrozó todo.
Mary fue rescatada de su casa con el agua a la cintura. En canoa. No se llevó nada. Es empleada doméstica. En el 2003 perdió todo. Ahora, cuando llegó al centro de evacuados, estaba con la ropa mojada y sin comida. Otra vez, otra vez con la nada por delante, con la certeza de haber perdido todo
lo que pudo conseguir en estos cuatro años. Mojada y hambrienta, tan espantosamente sola.
Myriam en el extremo norte de la ciudad, en el barrio transformado en una isla. Un amigo fue a hacerles una provista al supermercado, no pudo llegar con la camioneta 4 por 4. Entonces un grupito de adolescentes salió en expedición a buscar víveres para varias familias. Tienen para hoy y para
mañana. Después se verá. La arena para frenar el agua que le entra a los Zanelli por el fondo se las dio una vecina que estaba construyendo. Y tienen ganas de reírse todavía, y cuando pasó Tito todo de amarillo el Rober dijo "vienen los Teletubis" y todos se reían. Y se reían cuando miraban con
apetito la bolsa de arroz de la perra. Y todavía tiene espíritu científico Myriam, que me contó que la tortuga en el patio estaba paradita en la pared a 45 grados, alejándose unos centímetros, lo poco que podía pobrecita, del suelo amenazante.
Y en los edificios de las Flores suben las cucarachas. Los alacranes salen en toda la ciudad de los sumideros. Los gorriones bajo la lluvia se comen las lombrices que afloran para no ahogarse en la tierra que está saturada de agua.
Ya no llueve, pero se viene el agua que busca el cauce del río. Desde lejos se viene, atravesando campos. Quienes sobrevolaron la zona hablaron para la radio con una voz donde se nota el temblor involuntario.
El caos se asienta, se decanta, va tomando la ciudad como la otra marea.
Están los que cobran peaje en las avenidas, los que saquean a los que huyen con sus cuatro cositas y los pesos ahorrados. Los que en las escuelas que funcionan de centro de evacuados amenazan a las maestras que no tienen nada que ofrecerles y no saben de dónde fabricar colchones, o ropa, o comida.
Pero los de Defensa Civil, los funcionarios de la municipalidad, deliberan. Les sale bien eso de deliberar. Mientras tanto cada uno hace lo que puede y ayuda si puede y le dan las ganas y el coraje. Como hace cuatro años, como siempre, socorre el buen samaritano y las fichas se acomodan según van cayendo. Después escucharemos explicaciones razonables. No me cabe duda.
II
Vino Mary del refugio improvisado en la escuela. Tiene los ojos rojos Mary, y va formando imágenes en el aire la Mary; cuenta y cuenta mientras toma leche con tostadas en la mesa de la cocina.
Dice que la buscaron en canoa, y cuando llegaron a la “San Cayetano” los encerraron con llave, y no los dejan salir por miedo a que se metan otros y rompan, o roben, o vaya a saber qué cosas que puede hacer la gente cuando es mala y se siente impune, y afuera está el caos. Dice la Mary que no comieron desde la noche que llegaron hasta la otra noche, un día entero estuvieron sin comer, y las tripas le hacían ruido y se le quejaban.
Cuenta la Mary que no les dan comida para los perritos, pero los perritos son la familia, también, así que de su ración come, y esconde un poco, y con eso le llena las tripitas al cuzquito que pobrecito, también es gente o al menos más gente que algunos.
Y cuenta que si tenían frazada no les daban colchón, a pesar de que a la noche se vino el frío, y eso de estar arriba de la frazada pero sin nada para taparse no abriga, y el suelo además de duro estaba helado. Así que lo peleó la Mary al hombre, y le dieron un colchón para los cinco de la familia que se juntaron allá en el refugio. Y adónde, pregunta la Mary, adónde van los colchones que quedaron en el camión ¿No? Y es la misma pregunta que hacía ella y que hacía tanta gente hace cuatro años.
Y dice la Mary, y le da un poco de vergüenza y le cambia la voz cuando lo dice, que tienen que mentir para que les den agua caliente. Tienen que decir que hay un bebé y una mamadera para que les den agua caliente. Pero cómo, cómo se aguanta sin el mate el hambre, el frío, la angustia; cómo se comparte y atenúa, sin mate, tanto sufrimiento. Le da vergüenza decir que tiene que mentir para que les den agua caliente.
Los baños bien, limpios, bien por suerte. Pero es una escuela, las escuelas no tienen calefón ni termotanque, hay que lavarse con el agua fría y de ducharse ni hablar, claro, lavarse un poco para ir tirando, y escuchar por ahí “estos negros mugrientos”.
A lo mejor la heladera vuelve a andar, si la sopletean con agua y compresor como la otra vez, eso si no estalla la puerta de entrada y las cosas se van flotando, se pierden en la calle donde se van a juntar todos los peces muertos de la resaca. Dice que la heladera a lo mejor ande, pero no puede imaginarse la casa y la heladera, tan pesada, que flotará extrañamente como los buques de hierro y toneladas excesivas. La heladera flotando por la casa es intolerable. Cambia de tema. Mejor hablar de ahora, de acá, al futuro todavía no tiene el coraje de enfrentarlo. Ya llegará con las aguas servidas, los cimientos que ceden, el olor y la podredumbre. Otra vez, un futuro que exuda pasado de pesadilla, esas pesadillas cíclicas que cambian las leves circunstancias pero no el terror de fondo que siempre es el mismo.
Cuenta que la Negrita se aburre, la nena encerrada en un gran dormitorio de colchones y gentes deprimidas. Me pide un mazo de cartas para la Negrita. Todos se aburren, con la desesperación del que siente que algo urgente lo requiere, pero tiene la pesada tarea de aguardar. Afuera tiene que bajar el agua.
Y la Mary cuenta, con los ojos rojos cuenta y cuenta, y no quiere más tostadas. Y mamá que le ofrece más tostadas porque qué se puede hacer sino ofrecer tostadas, y escuchar, y sentir. Y yo que salgo a comprar cosas. Cosas, a prepararle un bolso de cosas. Qué poco podemos hacer salvo ofrecer cosas que le faciliten un poco la jornada. Pero no está en mí el poder de hacer milagros. Le armamos con mamá unas bolsas de cosas y le deseamos buena suerte. Y nos quedamos con los relatos y los ojos rojos en la mente y en el corazón. Hasta pronto. Mejor suerte. Hasta pronto Mary.
III
El tiempo se ha detenido. Es el momento de mirar el agua y de comprobar que no baja; el tiempo de mirar el cielo nublado, ese compacto cielo amenazante. El tiempo suspendido de todas las esperas que convergen en un silencio de escala de grises.
Es el tiempo del nudo del relato, el tiempo de defenderse del hastío, el tiempo igual a si mismo cuando no quedan ya palabras nuevas. Cuando se repiten las historias que ya fueron contadas, cuando empieza a trabajar la ira desde abajo, desde el fondo. Cuando las manos no hallan reposo en el trabajo y comienza la calma preñada de monstruos.
No lo oigo, pero en el silencio de la ciudad parada hay un llanto, ladrido de perros en la oscuridad, fogonazos y detonaciones.
Es el tiempo en que el estupor y la agitación se velan por la luna que entre nubes fosforescentes recorre el rectángulo de la ventana. Velas entre muros húmedos. La vieja, la antigua caverna que nos protege del afuera hostil. Esa sensación de sitio, ese abismo.
La radio que pone en ondas la tragedia, que imparable destila nombres y lugares precisos poniendo en particular la generalidad de las urgencias. Las voces que se encienden y desaparecen recién brotadas, ese extraño silencio del tumulto, esa insensibilidad del extremo dolor.
Es, me lo digo, el tiempo en que las voces se confunden como en las tribunas, y surge la sola y única voz plural de un pueblo que grita, así como las calles y campos anegados han formado un único espejo líquido que refleja un cielo inclemente.
Asusta este silencio de masa sonora, este silencio de chicharras, esta aguda nota sostenida hasta que duele. Da miedo este silencio, da miedo este tiempo mudo de mirar el agua, de mirar la oscuridad allá afuera, de mirar las manos cerradas en puño.
Hay que dejar que la voz se desenrolle, decir de vuelta, otra vez, no importa cuántas veces decir lo que pasa y lo que pasó. Hay que escribir la sinfonía de los desesperados, dar a cada instrumento un espacio para elevar su motivo o bajarlo, o desentonar como la trompeta que se desbarranca desde las alturas conquistadas. Hay que permitir que se liberen las fuerzas agazapadas en los vientres crispados.
Es el tiempo muerto de la espera. No muramos.
En los centros de evacuados, en las casa secas, en los techos de la vigilia acecha la ferocidad de quien está obligado a esperar. Las garras dejarán surcos en el revoque desgranado, los colmillos se ensañarán con el compañero de celda. Estallará, uno por uno, cada miembro del clan que se revuelve en el lecho caótico del desastre. Y lo que fue en un principio solidaridad se tornará codicia y maledicencia, la simpatía se replegará bajo escamas aceradas, molestará el que hace, el que no hace, el que simplemente se interpone.
Habrá que superar este tiempo de caldera a presión, este tiempo de algodones sucios, de bocas negras. Habrá que superarlo mientras la luna se desplaza entre nubes fosforescentes. Silenciosa.
IV
Dos de abril, fecha de oprobio, de recordatorio de los muertos, fecha de los soldados que volvieron o quedaron en las Malvinas. Cuántos de ellos estarán ahora bajo el agua, como estuvieron bajo el agua en aquellas heladas trincheras. Cuántos, me pregunto, con la misma falta de atención que sufrieron allá. Este es un país duro que no cobija a sus hijos, demasiado pronto a diluir y disfrazar, con enorme capacidad de olvido y de perdón para los culpables.
A causa de la radio me sorprende una de esas carcajadas inesperadas.
Entre la madeja informe de quejas y reclamos y noticias de cortes y piquetes, un funcionario dice que se vieron superados por este fenómeno inédito de una segunda inundación. Me río y le digo a mi mamá que está colgando la ropa lavada a la luz del cielo blanco, "escuchá, escuchá, un fenómeno inédito que se repite" Y está buena la excusa; me los imagino dentro de un tiempo, sorprendidos en su buena fe por el fenómeno inédito de una décima inundación. Y todavía sin bombas de desagote, sin plan de evacuación, sin saber muy bien quién y cómo tienen que hacer qué cosa.
Otro fenómeno que se repite, que terrible y repugnantemente se repite, es el del abuso de los niños o las mujeres en los centros de evacuados. Esta vez y que yo sepa, detrás de la terminal de ómnibus, en los galpones que fueron del ferrocarril. Una nena esta vez, una nena de seis años esta vez, y mujeres que toman sus hijos, sus pobres bártulos y se van a su casa aunque todavía tengan agua. Madres, mujeres que huyen.
Y la ferocidad del sexo que brota en los centros, en las salas comunes, sobre el suelo. Reparten condones. No pasó un mes de evacuación, pasaron seis días. Entiendo la urgencia de los jóvenes acicateados por el desastre, pero me conmociona. Como en las guerras, como cada vez que los dioses o los elementos, o la Historia se desatan, los cuerpos se buscan en la obscuridad, entrelazan los anhelos, engendran para no morir. Lo entiendo, pero me aterra la bestia suelta en la noche. Huelo su aliento y no es dulce.
La ciudad mañana volverá en si, termina el fin de semana largo.
Prescindirá de los menos favorecidos, pero seguro que ni lo notaremos.
Apenas por los baños químicos que continúan ocupando algunas veredas, por esa gente en hojotas y con bolsitas exiguas que transitan con rostros inescrutables. Sólo los del oeste y suroeste seguirán dentro de la pesadilla. No se los extrañará en los bancos, en los negocios, en las tiendas ni en los cafés. No se los extrañará, simplemente. Al fin y al cabo, como hace cuatro años, volverán a sus extramuros y nos iremos olvidando de las paredes que se desgranan y de las fotografías ahogadas. Aunque digamos
que no, que esta vez si que los vamos a recordar, como a los veteranos de Malvinas.
V
Una película norteamericana no termina hasta que no haya habido una buena explosión, una novela de Agata Christie hasta que no se resuelva el misterio, y aquí las cosas no finalizan hasta que aparezca un paredón. A los que hacen piquetes, habría que llevarlos al paredón. Así son las soluciones que brotan, que emanan de la gente, y esa frase inevitable la escuché hoy.
Al paredón y listo. Solución final.
Los piquetes son como las huelgas, molestan. Son unos cuantos vecinos que cortan las avenidas, las calles, las rutas, para pedir cosas. Es la gente que no encuentra otra manera de que se oiga el reclamo, y son los maleantes que aprovechan la situación y enturbian ese reclamo.
Y a los piquetes lo sufren los que trabajan, los que se quedan sin provisiones, los que tienen que realizar una expedición para llegar al trabajo, los que no pueden acceder a los hospitales o centros de salud. Los sufrimos todos; caldean los ánimos, reducen la tolerancia y paralizan la solidaridad. Son, quizás, la mejor manera de hacerse odiar por los conciudadanos.
Pero, y esto es lo trágico, seguimos confirmando la letra de "Cambalache"; el que no llora no mama y el que no afana es un gil. El que no llora no mama, no hay ayuda hasta que no haya piquete, hace falta llorar a los gritos para conseguir alguna cosa, y que el reclamo sea justo hace que actuar contra los piquetes sea una canallada que el gobierno en pleno año electoral no está dispuesto a cargar en las espaldas. Por eso, no actúa para disolver los cortes, y tampoco actúa contra los ladrones que se disfrazan de piqueteros y cobran peaje en las calles. El que no afana es un gil, y más si la emergencia y el caos les otorgan impunidad.
Como el reo que se guarece en un jardín de infantes para que no le disparen, los ladrones que toman el nombre de piqueteros para el saqueo y la prepotencia, se mezclan con la pobre gente desesperada que, de otra manera, no sería oída. Confundidos todos para desgracia de quienes se encuentran urgidos por la necesidad y la falta de asistencia.
Si el plan de emergencia tuviese solidez o una mínima operatividad, si la gente confiase en los gobernantes, si la organización permitiera ayudar a todos en la misma medida y con la misma eficacia. Si todo esto se diese, no debería de haber piquetes. Si no hubiese piquetes, los ladrones serían simplemente eso, ladrones, y la policía no tendría que actuar dentro de esa zona borroneada que los ampara.
Pero son condicionales que no concuerdan con la realidad que soportamos.
Entonces, al paredón. Todos. Y la solidaridad que asomaba se vuelve al armario donde permanece guardada, hasta que encontremos personas necesitadas con quienes hacer caridad, siempre y cuando no molesten.
VI
La inundación pluvial lo mojó todo, desde las calles, casas, barrios completos, hasta las letras dibujadas con agua ahora, desdibujadas ahora, de mis ensayetes acuarelables. Nidia me escribió que desea lo imposible, un texto sin paredes mojadas ni trágicos paredones.
Y en esta hora en la cual la magia ocurre día a día, en esta hora precisa y repetida de cada atardecer, el sol inclina la cabeza por debajo de las nubes, y como un niño que se asomase por debajo de una mesa nos regala una sonrisa feliz. En esta hora maravillosa casi puedo decirle a Nidia que
no habrá, en este texto, paredes mojadas ni paredones.
Por debajo del cielo nublado amarillea la luz. Esta luz al ras, luz teatral, luz escénica, hace que las hojas de los árboles se transmuten en verde esperanzado, rejuvenece y limpia. El esplendor de las hojas tiernas y transparentes, de luz y savia, enciende el alma. Con sol podemos creer en el futuro. La luz disipa el medio tono de la derrota, nos hace caminar erguidos, nos permite descansar, unos pocos minutos quizás, pero descansar, de los terrores obscuros.
Entonces podemos ver que las plantas han florecido, que los gorriones no cejan en su empeño de vivir a los saltitos, ni los horneros abandonaron la reconstrucción eterna de sus hogares de barro.
La vida sigue. Lo sabemos gracias al sol; la luz lo dice, lo proclama por el aire la tenue dulzura en sepia de esta hora mágica. Un chico de un centro de evacuados juega concienzudamente a las bolitas en la vereda.
Alguien pasa en bicicleta y silba. Se escucha una risa detrás de una ventana cerrada.
La vida sigue.
Y habrá, claro, paredes mojadas. Pero ahora, en esta precisa hora enclavada en el centro del infortunio, ahora sabemos que esas paredes se secarán. Y sabemos también que luego de los preciosos minutos de la esperanza vendrá la larga noche. Pero sabemos, también, que mañana habremos de sacar las escobas y el detergente para poner orden en nuestros pequeños mundos.
Lo dice, lo asegura, la amarillenta luz del sol atardecido.
VII
En la escuela, en cuarto grado, los chicos escuchaban la explicación del dibujo que tendrían que realizar. Tenían que registrar gráficamente cómo los había impactado el agua en la ciudad. No eran chicos de los barrios afectados, pero todos escucharon relatos de familiares, amigos de los padres, vieron personalmente o por la televisión la catástrofe. Las voces agudas se entremezclaron en historias, postales, recuerdos.
Escucharon que un relato se puede hacer con palabras o con imágenes, y que un dibujo es más certero a veces que una fotografía, porque al dibujar no se plasma la totalidad sino que se escoge lo importante; lo más importante para el dibujante, y por eso quien realiza la imagen está contenido en ella a través de su mirada.
En el dibujo estaría la inundación, y estarían ellos detenidos, también, en este cuarto grado que se iría perdiendo en el tiempo extenso de su niñez. Esto vi, esto pasaba, allí estuve, así fue.
Y los chicos hablaron de los yacarés que aparecieron en Altos del Valle, de los botes, de la gente en los techos, de los helicópteros, de los tiroteos y de los piquetes.
El problema es que el agua marrón parece tierra, así que lo solucionaron mezclando los crayones marrones del agua verdadera, y los crayones celestes de esa agua esquemática, el agua celeste como debe de ser el agua en un dibujo infantil.
Alguno se sintió obligado a aclarar “pero yo no me inundé”, a lo que la respuesta “la ciudad se inundó, todos vivimos en ella”, los dejó tranquilos al entender que no usurpaban la calidad de víctima.
Todos dibujaban.
Todos menos uno.
Alguna cosa lo inquietaba. Finalmente preguntó si podía dibujarse en el patio, jugando con el hermano en la lluvia. ¿Eso es lo que más te impresionó de todo? Silencio, cara inexpresiva. Si, eso.
Y así recordará el final de marzo y el comienzo de abril del 2007. Para su dicha o desdicha, conservará la imagen de su hermanito y de él, jugando alegremente en el patio de su casa, bajo la lluvia.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
CARTA ABIERTA A LOS MINISTROS
Y GOBERNADORES DE LA NACIÓN*
¿Qué país es éste que arma a quienes
son capaces
de golpear y asesinar desocupados y
maestros?
¿Quiénes se hacen (o no se hacen)
responsables del nuevo boquete que se
está abriendo
en el país llovido, inundado?, mientras
estremecen
las tormentas, y los pobres (o
jodidos)
habitantes (o ya clientes) del país
deben seguir
escuchando las palabras vaciadas de
vergüenza
que ruedan, cercan, ensordecen y
malhieren
--prepotencias, vallados, nuevos
latifundios, todo vale--,
cuando el pozo se ahonda, y se ve
que se ahonda,
y ya no se puede
tapar otro pozo más, otra hilacha más,
en el lugar
de la misma herida que late abierta
como un grito.
*de Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
En el nombre de Carlos*
Carlos era nadie, anónima palabra de esperanza.
Una sombra más entre una multitud de sombras.
Un miembro más de una sociedad que se derrumba.
Fue tan sólo una voz disparada contra el cielo,
un vago gesto dispersándose en la tarde,
un grito unificado que había que acallar.
Acaso pague la mano que ejecutó el disparo
pero ¿dónde encerrarán a esas voces cobardes
que empuñan la represión contra los débiles?
¿Quién dictará sentencia contra los verdaderos
asesinos que han hecho una trinchera
del cargo, del poder, del privilegio?
A ellos no les importa. Tal vez duerman tranquilos
su sueño de pastillas sin gatos ni amapolas.
No sentirán la vergüenza del culpable.
No llevarán flores sinceras a su tumba.
Sería como reconocer su culpa. Sería
confesar que sus manos están llenas
de la sangre de Carlos, de la sangre
de todos los que enarbolan la palabra
como único fusil, como única bandera.
Carlos era nadie, pero un torpe disparo
ha lanzado su nombre contra todos los muros
sembrando por las calles la palabra de un pueblo,
clamor de muchas bocas con un solo destino,
la voz de los que luchan por un mundo habitable.
*de Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.es
*Este poema es una re-composición de otro que escribí hace unos seis años ante un hecho semejante. El asesinado de entonces se llamaba Carlo Giuliani, la ciudad era Génova. Cambian los nombres y los lugares, pero la infamia permanece.
VEINTINUEVE ....*
Ser pobre,
definitivamente pobre en estas tierras,
sin destino, sin futuro,
condenado por todas las horas
de tu vida
a permanecer al margen,
afuera,
al costado.
Ser poder sin destino,
ser carne con precio
vil
para el mercado infinito
donde cotiza
la carne humana.
Ser pobre
y condenado a creer
una y otra vez
en las promesas y las luces
de las jornadas pasajeras
de los políticos perdurables.
Ser pobre
y con el agua a la cintura
cargar,
una y otra vez
irremediablemente,
los pocos bártulos,
la ropa vieja,
algún pedazo de la historia familiar
y caminar,
otra vez sin rumbo,
siguiendo la huella
de los otros pobres
que borra el agua.
Saber que otro pisó ahí
donde ahora no queda marca
saber que otro lloró ahí
donde no queda marca
saber que otro suplicó ahí
(tal vez yo mismo)
donde ya no queda marca.
La próxima lluvia,
el próximo río,
la próxima puesta en escena
de la obra
que todos parecemos condenados
a protagonizar.
Ser pobre,
ser carne con precio,
ser voto con nombre,
ser agua
transcurrir.
*de Carlos Guillermo Garibay. cjgaribay@gigared.com
Santa Fe, 29 de marzo de 2007.
Vidrios rotos*
La primera honda que tuve me la hizo en San Luís mi tío Eugenio, que trabajaba de detective en el casino de Mar del Plata. Era una joya: habíamos buscado la horqueta perfecta por todos los árboles del barrio y cuando la encontramos yo subí de rama en rama para cortar la que guardaba el tesoro. Mi tío la peló con un cuchillo y la pintó con un barniz amarronado. Los elásticos los cortó de una cámara que nos regalaron en la gomería y para alojar el proyectil buscó un cuero suave, como gamuza, que hacía juego con el color de la madera. Los amarres con firulete los hizo mi padre con un alambre de cobre bien pulido. Ese fue uno de los grandes días de mi vida. Poníamos tarros de conserva alineados en el fondo de un baldío y practicábamos hasta el anochecer. Mi tío era pura pasión pero acertaba pocas veces. Lo mismo le pasaba con los números del casino, donde dejó fortunas propias y ajenas. Hasta que pasó al otro lado del mostrador y aprendió la profesión de los escruchantes para agarrarlos con las manos en la masa. Para sorpresa de todos, el que se reveló muy bueno fue mi viejo, que había pasado por el Otto Krause y detrás de la máscara de hombre de ciencia conservaba la picardía de su abuelo, el pistolero de Valencia. Como todo zurdo contrariado a mí me costaba acomodarme para tirar. Todavía recuerdo con rencor a la maestra que alzaba la voz y me gritaba: "¡Niño Soriano, la lapicera se toma con la diestra!". Y yo la agarraba con la derecha y dibujaba una caligrafía imposible que todavía hoy me cuesta descifrar. Lo cierto es que me costaba acomodarme a la gomera. Una noche de verano salimos con mi padre en ronda de inspección para sorprender a los que derrochaban agua corriente. Caminamos sin apuro, después de cenar, hasta el barrio de chalés. Ahí había gente que tenía piscinas de veinticinco metros y mandaba lavar coches, veredas, frentes con el agua que les faltaba a los infelices que no tenían plata para pagarse tanques de reserva ni motores eléctricos.
Mi padre tocaba el timbre y se presentaba como un caballero, quitándose el sombrero ante las damas. Yo me quedaba unos pasos atrás a escuchar su discurso que cambiaba cada vez y derivaba en evocaciones poéticas y citas sarmientinas. Es verdad que a veces hacía demagogia. Ponía en la pluma de Sarmiento y en la boca de San Martín cosas que a mí en el colegio nunca me habían enseñado. Tenía fibra para golpear al hígado y llegar al corazón. Una vez, frente a un industrial con pinta de señorito consentido, que nos había mandado dos veces a la mierda, señaló un grueso y frondoso roble que tapaba la entrada de un potrero y le preguntó con voz serena y convencida: " ¿Sabe que el general Belgrano ató su caballo a ese árbol cuando volvía de la batalla de Tucumán?". El señoriíto se sorprendió y miro al baldío mientras en su patio seguía la fiesta y los invitados se zambullían en la pileta iluminada por grandes faroles. "A mí qué carajo me importa", contestó el tipo y nos cerró la puerta en las narices. Mi padre me puso la mano sobre la cabeza, se limpió el polvo de los zapatos y volvió a tocar timbre. El tipo apareció de nuevo, metió la mano al bolsillo y empezó a contar unos billetes arrugados. "Tomá -le dijo a mi viejo-, andá a comprarle un helado al pibe." Hacía tanto que no me compraban un helado que ahí no más se me aceleró la respiración. Los billetes eran marrones, nuevitos, y el tipo se los tendía a mi viejo con una sonrisa displicente y pacífica. Alcanzaba para dos kilos de chocolate, crema americana y frutilla. Desde el fondo llegaba la melosa voz de Lucho Gatica. A mí me latía fuerte el corazón mientras mi padre seguía parado ahí, bajo el alero del porche, con el traje todo raído y el sombrero en la mano. no le gustaba que lo tutearan. De pronto levantó el brazo y señalo de nuevo el árbol. "La tropa acampó atrás -dijo-. El general estaba muy enfermo y pasó la noche abajo de ese árbol. No tenían ni una gota de agua y todos se pusieron a rezar para que lloviera."
Hubo un largo silencio hasta que apareció un muchachón con un balde de agua y se paró bajo el marco de la puerta. "¿Y, llovió mucho?", preguntó el industrial, burlón, mientras contaba dos billetes más. "Ni una gota", contestó mi viejo y movió la cabeza, desconsolado por la triste suerte del general. "Mandó hacer un pozo para buscar agua y enterrar a los soldados que se le morían." Yo me di cuenta enseguida de que tampoco esa noche iba a tener helado. Mi viejo se calzó el sombrero con un gesto cansado mientras se escuchaban las risas de las mujeres y los arrumacos del trío Los Panchos. "No se conseguía agua metiendo la mano en el bolsillo, señor", dijo mi viejo. El tipo extendió el brazo con la plata y mi viejo dio un paso atrás. "Mirá -se empezó a cansar el otro-, el gobernador está adentro, así que tomatelás, ¿sabés? Rajá si no querés perder el empleo." Mi padre me tomó de un hombro y empezamos a salir. Entonces llegó el baldazo y sentí que a mí también me salpicaba el chapuzón de mi padre. Salí corriendo pero mi viejo hizo como si nada hubiera pasado. El industrial y el otro largaron la carcajada y la puerta se cerró de golpe. Ya tenían algo para contarle al gobernador y reírse toda la noche al borde de la pileta.
Cruzamos la calle en silencio. Al llegar a la esquina no pude contenerme y me eché a llorar como un tonto. Mi viejo caminaba cabizbajo pero imperturbable y fue a sentarse bajo el árbol donde según él había pasado la noche el general Belgrano. Prendió un cigarrillo, sacó el talonario y escribió la multa con una letra redonda y clara que siempre le envidié. El cielo estaba estrellado y hacía un calor de infierno. Justo para estar al lado de la pileta tomando un helado. "No le cuentes nada a mamá, ¿querés?", me dijo. Yo pensaba en los billetes marrones y en los días que faltaban para fin de mes, cuando traía su sueldo de morondanga. Por decir algo le pregunté cómo había hecho Belgrano para conseguir agua.
-No sé, hijo; en cada puerta que golpeaba le tiraban un balde con mierda.
Se puso de pie, se quitó el saco para escurrirlo y me pidió que le inventáramos a mi madre un accidente con el camión regador. Ya nos íbamos cuando de repente se paró a mirar la copa del árbol.
-¿Trajiste la gomera? - me preguntó.
Le dije que sí y se la pasé con la bolsita de piedras que llevaba bien agarrada al cinturón.
Dejó el saco sobre un arbusto y empezó a trepar por el tronco. No estaba para esos trotes pero alcanzó a ganar la primera rama y de ahí pasó a otra más alta hasta que empecé a perderlo de vista. Tenía miedo de que se cayera y se rompiera algo, como le había pasado otras veces. Empecé a imaginar a Belgrano encaramado al árbol, oteando el horizonte, enfermo y sucio, con el pantalón blanco, la chaqueta azul y el poncho colorado.
Entonces escuché un ruido de vidrios rotos y enseguida una lámpara hecha añicos y otra que reventaba. Me di vuelta y vi que la casa de la piscina se quedaba a oscuras. Busqué a mi padre entre el follaje del árbol y de pronto lo oí desplomarse a mi lado con la gomera en la mano. Esta vez cayó de pie y con la cara iluminada.
-Dale- me dijo en voz baja-. Vamos a tomar un helado.
*de Osvaldo Soriano "Cuentos de los años felices"
Editorial Sudamericana, Bs As, edición de 1994.
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Clase Pública sobre los Ferrocarriles Argentinos*
En el marco del 150 aniversario de la puesta en marcha de los ferrocarriles en la Argentina, reafirmamos hoy más que nunca que El Ferrocarril una cuestión nacional.
El próximo jueves 19 de abril del corriente año, a las 17 horas en el Hall Central de la estación Constitución se realizará una Clase Pública a cargo del miembro fundador del MoNaReFA Movimiento Nacional por la Recuperación de los Ferrocarriles Argentinos, el ferroviario Juan Carlos Cena, profesor escritor, y autor de El Ferrocidio (cuya primera edición está agotada, previendo que para julio estará la nueva edición); el cual ha obtenido diversas distinciones: Declarado de Interés Municipal en Tafí Viejo (Tucumán), mediante Decreto Nº 0561/2004, de fecha 13 de abril del 2004; de Interés Provincial por la Honorable Legislatura de la Provincia de Tucumán; de Interés Cultural por la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación (Resolución 1915/2004) entre otros premios.
En esta jornada del 19 de abril habrá proyecciones de documentales sobre el pasado y presente del ferrocarril.
Estará el libro de quejas gigante para que los pasajeros firmen; estos petitorios serán entregados al Defensor del Pueblo de la Nación y a la CNRT Comisión Nacional de Regulación del Transporte.
Además harán uso de la palabra los trabajadores del Metropolitano S.A. y pasajeros.
Las consignas de dicho evento son por: Evitar un Cromagñon ferroviario.
Dejar de viajar como animales.
Por la libertad de Roberto Canteros, preso por los sucesos de Haedo, del 1º de noviembre del 2005.
Los organizadores del acto son: Pasajeros del Roca, Mejoremos el Tren, Grupo SUER - Sufridos Usuarios del ex Roca, Unidos en Recuperemos el Tren y el MoNaReFA Movimiento Nacional por la Recuperación de los Ferrocarriles Argentinos. Adhieren el FUDESA (Frente de Usuarios Desesperados del Sarmiento), FOL, FTC, Red Libertaria, OSL.
Los contactos: pasajeros_del_roca@yahoo.com.ar
mejoremoseltren@yahoo.com.ar
recuperemoseltren@yahoo.com.ar
actividadesmonarefa@yahoo.com.ar
*Secretaría del MoNaReFA
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