AGUA QUE CAE*
La tierra se puso patas arriba y se hundió en las nubes. Arriba es como abajo. Todo agua. El lecho del cielo se juntó con el del río y navega, al azar, nuestra existencia con un timón averiado.
Nada es ya igual. ¿O todo es igual? El 2003, su 29 de abril fatídico, se recicló, nos arrojó el eterno retorno con el río hecho cielo.
Perplejos, vemos el agua que cae aluvionalmente para, después, verla brotar como un vergel acuático que cubre los imprecisos horizontes, nuestros lugares, nuestros calzados. Lo que significa mi casa, mi trabajo, mis cosas.
Y otra vez con el agua al cuello, que sube porque cae.
- Me llega hasta acá, señalándose debajo del cuello, el agua en mi casa. Así se expresó Melisa mientras buscaba algo para su nena de tres años.
- Igualito a la otra vez. No sabemos cómo atajarla. No nos alcanzan las manos.
Pero no es el mismo río. Ya no somos los mismos nosotros. El albardón se jaló en una nube imprecisa y a ella no podemos montar para ponernos a salvo. El río se ha dado vuelta. Y en nosotros está aún brotando, de la abril herida, todo el dolor.
Entonces, vocifero contra alguien, aúllo a la luna ausente, convoco a todas las ánimas, me hago creyente, me convierto en mendigo extendiendo mis manos por un trozo de pan y una taza de mate cocido caliente; son el paraíso perdido. Son lo que fui. Son lo que quiero recuperar.
La caballada ocupa el paseo verde. Lo que queda de él. Lo que el agua cielar no cubrió.
- Son nuestros, me dice el jinete que cuida. Soy ciruja y estos animales son de otros cirujas y debemos alimentarlos. Que no se pudran sus cascos. Tenemos que seguir trabajando.
Un helicóptero cubría el cielo con su ronroneo. Pasó sobre mi cabeza. Como el agua. Como todo este surrealismo acuático.
¿O el surrealismo es la imprevisión del timonel?
*de Oscar Agú. cachoagu58@yahoo.com.ar
CRÓNICAS DEL AGUA III*
El tiempo se ha detenido. Es el momento de mirar el agua y de comprobar que no baja; el tiempo de mirar el cielo nublado, ese compacto cielo amenazante. El tiempo suspendido de todas las esperas que convergen en un silencio de escala de grises.
Es el tiempo del nudo del relato, el tiempo de defenderse del hastío, el tiempo igual a si mismo cuando no quedan ya palabras nuevas. Cuando se repiten las historias que ya fueron contadas, cuando empieza a trabajar la ira desde abajo, desde el fondo. Cuando las manos no hallan reposo en el trabajo y comienza la calma preñada de monstruos.
No lo oigo, pero en el silencio de la ciudad parada hay un llanto, ladrido de perros en la oscuridad, fogonazos y detonaciones.
Es el tiempo en que el estupor y la agitación se velan por la luna que entre nubes fosforescentes recorre el rectángulo de la ventana. Velas entre muros húmedos. La vieja, la antigua caverna que nos protege del afuera hostil. Esa sensación de sitio, ese abismo.
La radio que pone en ondas la tragedia, que imparable destila nombres y lugares precisos poniendo en particular la generalidad de las urgencias. Las voces que se encienden y desaparecen recién brotadas, ese extraño silencio del tumulto, esa insensibilidad del extremo dolor.
Es, me lo digo, el tiempo en que las voces se confunden como en las tribunas, y surge la sola y única voz plural de un pueblo que grita, así como las calles y campos anegados han formado un único espejo líquido que refleja un cielo inclemente.
Asusta este silencio de masa sonora, este silencio de chicharras, esta aguda nota sostenida hasta que duele. Da miedo este silencio, da miedo este tiempo mudo de mirar el agua, de mirar la oscuridad allá afuera, de mirar las manos cerradas en puño.
Hay que dejar que la voz se desenrolle, decir de vuelta, otra vez, no importa cuántas veces decir lo que pasa y lo que pasó. Hay que escribir la sinfonía de los desesperados, dar a cada instrumento un espacio para elevar su motivo o bajarlo, o desentonar como la trompeta que se desbarranca desde las alturas conquistadas. Hay que permitir que se liberen las fuerzas agazapadas en los vientres crispados.
Es el tiempo muerto de la espera. No muramos.
En los centros de evacuados, en las casa secas, en los techos de la vigilia acecha la ferocidad de quien está obligado a esperar. Las garras dejarán surcos en el revoque desgranado, los colmillos se ensañarán con el compañero de celda. Estallará, uno por uno, cada miembro del clan que se revuelve en el lecho caótico del desastre. Y lo que fue en un principio solidaridad se tornará codicia y maledicencia, la simpatía se replegará bajo escamas aceradas, molestará el que hace, el que no hace, el que simplemente se interpone.
Habrá que superar este tiempo de caldera a presión, este tiempo de algodones sucios, de bocas negras. Habrá que superarlo mientras la luna se desplaza entre nubes fosforescentes. Silenciosa.
*Texto y dibujo de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
NO, NO ES POSIBLE...*
No, no es posible.
Hermanos nuestros tiritan aquí, cerca, bajo la lluvia.
¡Fuera la delicia del fuego, con Proust entre las manos,
y el paisaje alejado como una melodía
bajo la llovizna
en el atardecer perdido del campo!
Fuera, fuera, Brahms flotando sobre los campos!
No, la muerte mágica de la música,
ni la turbadora sutileza,
mientras bajo la lluvia
hombres sin techo y sin pan
parados en los campos,
vacilan al entrar a la noche mojada!
*de Juan Laurentino Ortiz. (1896-1978)
-Fuente: http://www.abanico.edu.ar/2005/02/juanl.htm
Domingo 1 de abril de 2007
El escenario
Lecciones que no se aprenden*
*Por José E. Bordón
Para LA NACION
Santa Fe no aprendió la lección. Hace cuatro años, cuando un tercio de esta ciudad quedó sumergida por el desborde del río Salado, todos creyeron que la historia no se iba a repetir. Y la historia se repitió poco tiempo después, aunque por otro motivo, lo que deja en evidencia la fragilidad del Estado -municipal y provincial- para resolver los mismos problemas de entonces.
Hay mucha bronca en la gente y total incredulidad sobre lo que se dice que se está haciendo.
Se pueden enumerar algunos de los porqués:
después de 2003 se definió un plan de contingencia para este tipo de emergencias, pero el jueves pasado, cuando la evacuación se volvió masiva, las autoridades no sabían qué hacer. Tardaron diez horas para instrumentar la asistencia, mientras se decía que la previsión era de 10.000 evacuados, sólo se habían comprado 2000 colchones, en los centros de evacuados se cenaba a las 4 y se almorzaba las 16. Es imaginable lo que sucedió después, cuando la cifra de damnificados trepó a 20.000,
anillada como está -terraplenes de 9 metros de altura para impedir el ingreso de agua de río- la ciudad se convirtió virtualmente en una palangana.
* * *
No se puede negar lo excepcional e histórica que fue la precipitación de la última semana, pero el municipio debió prever que las seis bombas extractoras fijas instaladas en un tramo de los reservorios del Oeste no alcanzarían para desagotar esa impresionante masa líquida acumulada, menos si una no funciona y las otras dependen del suministro energético de una estación transformadora que se inunda y sale de servicio.
Hace cuatro años se dijo que no se permitiría nunca más la radicación de pobladores en las zonas más bajas. Todo lo contrario; se radicaron más.
El crecimiento demográfico, extendido hacia el Oeste, se hizo sin planificación previa. Por lo tanto, la precariedad manda y a esa gente hay que rescatarla.
El escenario terminó siendo no tan diferente del de los días de abril y mayo de 2003. Aquella vez, el río Salado ingresó por donde faltaba terminar una defensa. Esta vez, fue el agua de lluvia. Distintos orígenes para una catástrofe con resultados parecidos. Esta inundación, como aquélla, puede terminar con una dirigencia política que no supo resolver tantos problemas de la gente.
* * *
Santa Fe tampoco aprendió la otra lección. La solidaridad se mide con cuentagotas.
Todos aprovechan la ocasión: las velas cuestan un peso cada una; las pilas grandes, 10 pesos; el kilo de pan, 5 pesos, y los piqueteros dejan pasar a los camioneros si pagan 100 pesos de peaje.
En varios lugares se vendían los colchones que se habían recibido en los centros de evacuados.
Esta semana, las miserias humanas afloraron nuevamente en la emergencia.
Todo esto es posible porque sigue instalada la cultura del descreimiento.
Por suerte, todavía quedan santafecinos y habitantes de otras tierras, que se conmueven y ayudan en la emergencia.
Santa Fe se volvió a inundar y se seguirá inundando si no se toma el tema con la seriedad que merece. Otra vez, aquí, reinó la inoperancia.
*FUENTE: LA NACIÓN
Link permanente: http://www.lanacion.com.ar/896418
Miles de evacuados en Santa Fe casi no tienen comida ni abrigo*
Surge de los testimonios que recogió una periodista de Clarín en su recorrida por los centros que los albergan. El propio gobernador admitió la gravedad de la situación y formó un comité de emergencia.
IMAGEN DEL DESALIENTO. UNA MADRE TRASLADANDO A SUS HIJOS EN BOTE, EN CHALET, UNO DE LOS BARRIOS DE LA CIUDAD DE SANTA FE AFECTADOS.
*Sibila Camps SANTA FE ENVIADA ESPECIAL
scamps@clarin.com
En la mayoría de los 172 centros de evacuados de la ciudad de Santa Fe, el almuerzo llega a las cinco de la tarde -arroz casi crudo, o ya reducido a puré-; la cena, no antes de la una y media de la madrugada. Las carencias y la ineficacia del plan para desagotar la ciudad han llegado a tal punto, que ayer el gobernador Jorge Obeid lo admitió a los medios y, cuatro días después de que la capital volviera a inundarse, anunció la formación de un comité de emergencia.
El desayuno no existe para los más de 28.000 albergados; si por azar hay leche para los chicos, la toman al mediodía. La mayoría de la gente lleva puesta la misma ropa que se empapó al salir de su barrio, sin ayuda de nadie. Por la noche tiritan, pues muy pocos tienen frazadas. La situación sanitaria es buena, y los médicos se arriman para controlar a chicos y embarazadas.
En el Predio Municipal, en cuyo galpón se hacinan 2.000 personas, Graciela improvisó un minúsculo chiquero donde se pisotean y chillan las chanchas y los lechones que pudo sacar en el carro desde el Barrio Santa Rosa de Lima.
Comen cáscaras de banana y las lentejas duras que llevaron como cena a los evacuados, a las 3 de la mañana.
Sorprende la imaginación de estos miles de Robinson Crusoe. Un tachito con carbón y dos alambres paralelos a modo de hornalla le sirvieron a Claudia Avendaño, del Barrio San Lorenzo, para hervir unos mostacholes a sus tres chicos. "Ellos te piden para comer", se justifica. "Estábamos en el galpón
del (Ferrocarril) Belgrano, pero amanecimos con frío -cuenta-, porque no hay frazadas. A los chicos los metimos adentro de la bolsa de plástico del colchón que nos dieron".
No pasarán mejor esta noche bajo la vieja estación del Ferrocarril Mitre, un tinglado sobre los andenes donde se amontonan cientos de personas que comparten una sola canilla y media docena de baños químicos.
"Vamos a hacer un asado", anuncia Luis Ovidio Sánchez, de Barranquitas, mientras tironea para desgrasar un amasijo maloliente de tripas que no llegan a chinchulines, lo único que consiguió gratis. "Vinimos aquí por los animales -agrega, señalando los caballos-. Nadie decía adónde ir, nadie
recogió a las mamás con chicos. No alcanzamos a sacar nada, ni ropa ni zapatillas".
En el acceso a la Avenida de Circunvalación Oeste, seis familias componen un guiso en una olla prestada por el centro vecinal del Barrio Chalet, mientras vigilan sus casas, con un metro y medio de agua. Los familiares les acercaron alimentos. Por la carne picada pagaron "apenas" 4 pesos, "porque al hombre se le descongeló el freezer", cuenta Américo Rodríguez.
"Tenemos que ir a Santo Tomé a comprar el pan a 1,50, porque aquí está a 4 o 5 pesos -agrega Alejandra Córdoba-. Las velas, de 0,50 pasaron a 3 pesos.
Cuatro pilas grandes cuestan 20 pesos". Ningún funcionario se les ha acercado en estos cuatro días, ni a ellos ni a otras familias que desplegaron o inventaron carpas en los alrededores. "Para el agua, entramos
con la canoa y la sacamos de una canilla", agregan.
Al club Kimberley llegan frutas, bebidas, alimentos y artículos de limpieza, en su mayoría de donaciones. Las 160 personas refugiadas han sabido organizarse, comparten una cocina y garrafas, y se turnan para limpiar los baños.
En los barrios del sudoeste, el agua sigue en el mismo nivel. Obeid advirtió que "se necesitarán al menos 72 horas" para desagotar las zonas anegadas.
"¿Tan poco bocho tienen como para no armar una red eléctrica para las bombas?", exclama Augusto Monci, autoevacuado del barrio Santa Rosa de Lima.
Allí, como también en San Lorenzo, Chalet, Villa del Parque y Barranquitas se forman cadenas solidarias para llevar comida a los hombres, que arman ranchadas en los techos. Se adentran en piraguas y canoas, y vuelven con lo que pueden salvar: un bidet, una vieja máquina de coser, un equipo de música. "La canoa de la Prefectura no tiene motor. El viernes remaban con una escoba", cuenta Ana Salgado, directora de la Escuela Monseñor Zazpe.
Hasta allí llegaron unas 300 personas, algunas nadando. "Con el recuerdo del 2003, la gente se desesperó cuando empezó a entrar el agua a la escuela -recuerda-. Los camiones del Ejército llegaron cuando sólo quedaban cuatro familias". Bajo un metro de agua quedaron 12 computadoras y las
bibliotecas.
Anoche, casi te matan a tu gato -comenta un vecino a otro-. "Así como están, un gatito es un manjar", acota un tercero. A sus espaldas, de una fábrica de pastas cerrada sale un empleado. "Lo manda el dueño", explica. En segundos, los paquetes de galletitas, fideos y harina se le escurren de las manos.
*Fuente: Clarín
http://www.clarin.com/diario/2007/04/02/sociedad/s-03215.htm
Un barrio olvidado por todos*
Ningún funcionario se ha acercado a La Loma, en el noroeste de Santa Fe, un barrio bravo al que le escapan taxis y patrulleros. Quizá porque esta vez, a diferencia de 2003, el agua siguió de largo. No toda: las viviendas precarias están impregnadas de humedad.
Quienes más penan son los 1.400 indígenas de la comunidad toba a quienes el hambre expulsó de J.J.Castelli (Chaco) y otros parajes cercanos, a principios de los 90. A través de los buracos de las chapas, las lluvias de una semana se instalaron en colchones, mantas y ropa. "Pero nunca hemos
participado en cortes de ruta", cuenta el cacique Carlos Mansilla.
Asociados desde 1995 en Etnia Toba, con personería del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, lograron que durante once años, la Municipalidad de Santa Fe les diera las provisiones para el comedor comunitario. "En febrero nos lo sacaron -informa Mansilla-. Sufren mucho los chicos".
Las rutas cortadas impidieron la llegada de los materiales con los que hacen sus artesanías. "Ese es nuestro trabajo -afirma el cacique-. Pero cuando salimos a venderlas, nos corre la Policía. Esta gente, cuando te miran que sos negro, dice: 'Este es chorro, hay que llevarlo'".
*Fuente: Clarín
http://www.clarin.com/diario/2007/04/02/sociedad/s-03215.htm
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