miércoles, diciembre 12, 2007
EDICIÓN DICIEMBRE.
INVENTIVASocial
Edición DICIEMBRE 2007
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El Escrito Triste*
Pobrecito de mi país,
Y yo con él:
Que aún es normal el llamar "Indio" a alguien
Y tomarlo como ofensa,
Que aún se habla de progreso
Y nos avergonzamos de que existan
Pueblos indígenas en nuestra sociedad.
Pobrecita de mi ciudad,
Y yo con ella:
Que escupe con asco a los "muertos de hambre"
Que causan "lástima" afuera de los
Gloriosos edificios modernos,
A los que la gran mayoría de personas
Tampoco podemos acercarnos
Si no es para limosnear un empleo:
Nos engañan con un desarrollo
Que no es para nosotros.
Y pobrecita de mi gente,
Y yo con ella:
Que aún nos encerramos
A creer que nuestra postura
Es única y verdadera,
Y no aceptamos la palabra de los demás:
Construimos guerras dentro de casa,
Que nos enemistan
Aún cuando somos hermanos.
Pobre patria mía,
Y yo con ella:
Que nos dicen que somos libres
Siempre y cuando sigamos al pié de la letra
Las indicaciones que nos dictan desde afuera,
Si seguimos como dice
Su plan para el desarrollo social.
Pobrecitos ojos tuyos,
Y yo con ellos:
Que derraman lágrimas
De sueños mal vividos
Y que no puedo más
Que prestar mis dedos
Para intentar calmar el llanto.
Y siento no poder hacerlo.
*de hugo ivan cruz rosas quetzal.hi(arroba)gmail.com
VIEJO ARTE NUEVO*
Desde siempre los hombres hemos debido luchar para sobrevivir. Hemos construido viviendas, realizado herramientas, trabajado en el sudor del día.
Ocupados y agobiados, urgidos por las necesidades cotidianas, sin embargo hemos, siempre, desde siempre, hallado la forma para apartar los minutos o las horas para lo accesorio y quizás fundamental. Para crear lo bello.
La belleza, esa necesidad humana, que aparece encarnada en una figurilla de marfil enterrada bajo siglos de greda, en un bisonte rojo confundido con la roca de las cavernas frías, esa belleza que mantiene al artesano ornamentando, al pintor dubitativo frente a dos tonos con tal sutil diferencia, que se dirían iguales. Esa belleza buscada, perseguida, tomada de la falda para que no huya.
La belleza porque si, la belleza que no es utilitaria, la fina línea grabada hace milenios en el arco para la caza, los colores que no añaden calor al tejido, pero sí la hermosa sensación de portar algo único. Bello.
La belleza en el palacio dorado a la hoja, en la catedral esculpida en mármol, en la inextricable mezquita. La belleza sobre un muro desgastado, agrietado, sobre el pobre muro de una casita pequeña junto a la vía del tren.
Sorprende al caminante la mariposa, la acaso sirena con alas, la mujercita etérea hecha en relieve, bajo relieve, pintada y construida, esa sirena mariposa, esa mujer de la Belle Epoque de líneas onduladas que alguien hizo para si y porque le gustó en el porche de la casa. Art Nouveau se llamó al estilo que compuso mujeres elegantes de brazos vegetales, esta figura es un arte nuevo y viejo, armada con despojos, deseo y presencia, voluntad y anhelo. Con la memoria de lo que hubo y la escasez de lo que hay.
Casa pobre, de paredes despintadas; la sirena marcada con un surco hasta el ladrillo en el revoque, un brazo añadido, quizás de un maniquí, que se desprende del plano, apliques de espejos rotos ornamentando el tocado, y como sombrero una lámpara armada con viejos caireles de colores. Pintura basta. Materiales desechados y vueltos a la vida.
Una figura única que descubrimos transitando uno de esos lugares por donde no suelen darse los paseos.
Esta sirena mariposa alumbra el porche, alumbra la vida con su luz de belleza caprichosa. Dice que la pobreza no renuncia a embellecer el mundo, y que la luz se esparce en los lugares más remotos. Gratuita y maravillosa.
Dice la grácil figura que el corazón humano no renuncia a imaginar ni a crear, y que tal esfuerzo se disfruta cuando se comparte con los transeúntes. Y nos hermana.
Casi se ha ido la luz, pero un cazador fatiga sus ya fatigadas manos en tallar delicadamente un ave en su lanza. Llega la noche. Mañana terminará su tarea. Sueña con un trino y un aleteo. Esto ocurrió hace apenas un momento.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
TRÍPTICO II*
Mujer
Cuando el silencio gana distancias,
me siento mar
salitre deseoso
de permanecer espuma en la piel de tu playa.
Eres, entonces, arena;
blanca arena que recorro escurriéndome entre tus poros
dejando mis volátiles huellas marcadas sobre tu piel.
Cuando la mar se retira y se hace lejanía,
soy honda playa esperando
que la salitrosa presencia bañe mis deseos,
los cubra suavemente con la tumultuosa fragancia;
emanación sublime del encuentro.
Cuando las aves en su vuelo anuncian la noche,
el rumor leve y lejano de la mar se ensancha
se hace caracola lenta y plena,
pez alado surcando luz de plata
cardumen claro en la oscuridad de las aguas
medusa inquieta filigranada por tus ojos
fondo marino exhalando colores y claras algas
es cuando
sabedor que mis pasos llegan
a tu húmedo cuerpo de playa,
se sahuman y contienen mis amores.
Las antiguas alfareras
Las antiguas alfareras cantan
mientras sus manos sueñan con el barro:
lo acarician, le dan el espíritu del cuenco.
Buscaron la forma de la mano,
el vacío interior que le da sentido
que le da espacio y retiene al agua.
Las alfareras cantan recientes canciones
arrullan la voz mientras la forma queda,
mientras el sueño cobra sentido.
Han descubierto el barro, el que es necesario,
el que endurece y no se parte
al que le soplan su aliento en tanto cantan.
Forma de mano tiene, forma de mano:
en él el agua brilla
en él el grano queda
en él la alfarera canta.
Esa mujer en bicicleta
Esa mujer en bicicleta bajo la lluvia
la fría lluvia del incipiente otoño
marcaba un ritmo lento y fugaz
junto a las primeras sombras de la noche.
Blandía, toda ella, un aire de zozobra
una lentitud del cansancio
una leve brisa de aún estoy.
Esa mujer, bajo la lluvia, en esta ciudad
llevaba todo el peso de la jornada
que se disolvía entre un pedal y otro
entre una gota y otra de la lluvia
se disolvía y se espejaba en el lustroso asfalto,
entre las luces refractadas y las sombras.
Esa mujer, bajo la lluvia, persistía
como loca ilusión en bicicleta
como aventura haciéndose
como constancia de la vida.
*de Oscar A. Agú. cachoagu(arroba)yahoo.com.ar
DELGADOS VIENTOS*
Delgados vientos de la desesperación
pasan
y llevan a los rincones
los últimos despojos
de mí.
El aire de la siesta
trae lejanas voces
y no hay caballo veloz
ni pasado capaz
de tolerar la abierta
llama de la tarde.
Voy con el dorado rostro
donde el otoño
se oxida
buscando una única
y solitaria ternura.
Tal vez lo mejor sea
desandar el agua
porque el sucio olvido
espanta.
*de Carlos Carbone. ccarbone71@hotmail.com
Desapercibido*
Solo eres tren que se pierde
oído abierto hacia fuera
desamparo
sonido soez nimio
acto vano dicen
solo eres polvo sin origen
composición ciega
rostro taciturno
harina lavada
o pan quemado
o flor efímera
mota ósea indocumentada
flojera con forma
para la inhumana crítica
mendicante de afectos
de hermanos
Rey ciruja
asceta del durmiente
director de la aurora
Luz
Pura luz.
*de Víctor Falco vittoriofa9@hotmail.com
QUÉ SERÁ*
Aunque estés ausente
uno se levanta cada día
se pone camisa y pantalón
las zapatillas de yirar veredas
la sonrisa y el saludo
uno sabe que un día será ese día
el que te aparezcas o me aparezca
para instalarnos para siempre
o para cuanto dure
pero siempre esperando
que sea para siempre
uno se levanta cada día
sin la costumbre
de pedirle piropos a las palomas
soles a las penumbras
risas a la vida
por qué será amor
que me cuesta tanto pedirle
risas a la vida
y al amor que
se quede para siempre?
*de Leopoldo González adambuenosaires_44@yahoo.com.ar
Piedra, tijera, papel*
El lenguaje es una piel
Roland Barthes
Delante de un mar desconocido
una mujer con la memoria herida
sangra lo que no recuerda,
Ella frágil, entre las hojas
verdes y las blancas donde pone
su cuerpo para inscribir palabras o
huellas o espera que aparezca
por el hocico húmedo de la lengua
eso de lo que no se sabe;
una piedra
la tijera que desgarra
y las gotas
que desde el borde del
himén forzado
en la cabeza
hacen tatuajes
en el papel ...
*De Cristina Villanueva. pluma@velocom.com.ar
“Manifesto”*
Dispone Su Majestad
dentro de los cuadros
de un modo de ser Su Majestad
Fuera de los cuadros
dispone Su Majestad
de otro
modo de ser
No es idéntica la desnuda
sumergida en la bañera
y con su amante
que la desnuda seca
El jinete es uno en su caballo brioso
encima del pedestal en una plazoleta
y es muy otro extirpado
intolerantemente del caballo
por los policías
¿Nos disipamos, acaso, en el bosque
de igual manera que en un salón de fiestas?
¿Es lo mismo si espiamos a la jovencita
vendedora de helados
facilitándole ella su propio desvirgamiento
a ese varón agalanado en una gruta
que si la espiamos en un prado?
*de Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
“Manifesto” (“Por una noche de amor”), filme dirigido por Dusan Makavejev.
Fueguito*
Es una noche cualquiera. Usted esta en un lugar cualquiera, un bosque, la costa de un río, el jardín de la casa de algún amigo. junta hojas y ramas secas, hace una buena pila. Se arrodilla sobre la tierra, acerca un fósforo a las hojas y espera. Su figura -rápidamente lo descubre- tiene la reverente actitud de alguien que aguarda un milagro. Tal vez se trate de una vieja ceremonia a la que esta acostumbrado, y le baste forzar un poco la memoria para descubrir un vasto mapa de de fogatas a lo largo de su historia. Pero esta noche -siempre suele ser así- vuelve a sorprenderlo y a exaltarlo igual que la primera vez. Ante el crepitar de la llama, usted se siente extrañamente en casa. Es como volver de una larga ausencia. Un reencuentro en el que, con el concurso de la noche y el silencio, se va desanudando un lenguaje al mismo tiempo familiar y secreto, alimentado de certeza y plenitudes breves. El fuego crece y mantiene un monologo en el que usted encuentra una correspondencia exacta. El fuego es puro movimiento y usted no es más que sus ojos y el calor de su piel. rodeados por la oscuridad, protegidos, suspendidos, están en el centro del mundo. Usted siente que nada puede tocarlo. Escucha su mente desbrozar trabajosamente una idea: no soy el que fui ni soy el que seré. Simultáneamente toma conciencia de la banalidad de todo pensamiento.
A esta altura, usted es una sola cosa con el fuego, un presente inevitable. se entrega, se abandona. Sin embargo, cree comprender que de esa comunión se desprende un sentimiento más amplio, que trasciende esta hora. a través del trabajo del fuego parece surgir una medida de orden. los ojos fijos, subyugado, sin cambiar de posición, usted piensa que, detrás de su persistencia, el fuego es fundamentalmente inocencia, un regreso a la limpidez del origen, al remoto albergue de toda posibilidad. Y comienza a percibirse usted mismo inocente, como una hoja en blanco donde todo puede ser escrito, donde todo esta por ser iniciado. Y acá es donde vuelve a reconocerse. Y a reconocer los términos que han marcado sus pasos a través de los días, los meses y los años: permanecer desposeído, abierto a lo imprevisto, alerta, en permanente sospecha. Son principios de una doctrina que se ha ido forjando y cuyo sentido ahora el fuego le devuelve. Comprende que también en usted ha ardido siempre parte de ese fuego. Que esa es una llama de consumación. Una llama donde usted se ha sacrificado siempre a si mismo, ha sacrificado su vida, las posibilidades de su vida, los accidentes de su vida, tal vez con el único fin de deshacerse de su historia o de construir una historia diferente. Es posible que oiga voces a través del aire nocturno, sin saber si se trata de amigos que vienen a buscarlo o si son llamados que llegan desde otros años, desde otros ámbitos, suscitados por otros fuegos. Acomoda algunas ramas y piensa que cuando todo esta dicho es bueno regresar al fuego, al origen.
Que es bueno, muy bueno, volver a arrodillarse ante su voracidad, estudiar su movimiento y el núcleo cambiante de su centro. Que es bueno para sus alegrías y para sus dudas. que ahí, libre de toda esperanza, puede limitarse a mirar y a no pensar. Y en esa llama sin tiempo ve arder también el ciclo que termina precisamente esta noche, el ciclo que comienza, los muchos que vendrán con sus cargas de confusiones y riquezas, lo que ha sido, lo que será, y todo cuanto alberga la oscura, invencible memoria o nostalgia de la sangre.
*de Antonio Dal Masetto.
Días de fútbol*
*Por Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
Los días frescos pero soleados eran los que preferíamos para jugar al fútbol. Raramente íbamos a la cancha del Club por las mañanas, y hoy no recuerdo el motivo. Excluyendo los días escolares, en las épocas de vacaciones o los sábados podríamos haber ido. Pero no la frecuentábamos.
Ahora es demasiado tarde para todas las preguntas.
De todos modos , por las tardes, luego del almuerzo íbamos religiosamente, salvo que mediara un castigo por alguna travesura. El rebote de la pelota esa tarde sería una tortura imposible de soportar. El ruido de la pelota y los gritos, las voces que reconocíamos. Yo vivía a dos cuadras de la cancha, pero como los fondos de nuestro terreno de 50 metros, daba a escasos cien, el ruido y la ansiedad serían realmente intolerables.
Tal vez no iríamos a la cancha por las mañanas porque el cuidador, a quien llamábamos "el canchero", ya que estaba encargado de cuidar el césped y las instalaciones, tenía un grupo numeroso de ovejas y las largaba en el campo de juego para ahorrarse el trabajo de cuidar el césped y de paso criaba gratuitamente a ese grupo de animalitos asustadizos y sucios. El hombre se llamaba Atilio Valvazón y había tenido un boliche en la primera calle del pueblo con el bonito nombre de "Bar La Primavera", donde iban los cantores, como se les llamaba popularmente a los últimos payadores pampeanos.
Con sólo ir por las mañanas hasta el polígono de tiro que no funcionaba por entonces, abrir las dos hojas de madera de esa puerta inmensa y sacar a los gritos esos pobres animalitos, que salían golpeándose, empujándose con ansiedad, con miedo o con ganas de comer el pasto, nunca lo supe, bastaba para cumplir con su cometido, con su trabajo, en fin, con la tarea que se le había encomendado: que el pasto no creciera demasiado.
Más arriba escribí qué días preferíamos para jugar al fútbol, aclarando que en realidad a la hora de patear una pelota poco nos importaba el día. Pero dado a elegir -en la vida nunca sucede una cosa así- preferíamos los días fríos y soleados.
Los días ventosos eran los que más odiábamos porque la pelota perdía dirección con facilidad y se ponía muy difícil embocar un gol ("convertir", como dicen con pobreza lingüísticamente franciscana los periodistas deportivos), es decir, introducir el balón en esos tres palos, en esos arcos demasiado grandes para nosotros. Motivo por el cual, si no llegábamos a juntarnos 22 pibes, usábamos la mitad de la cancha, poniendo alguna ropa como arco.
Eran tiempos en que los penales se pateaban afuera, como dice mi amigo el poeta Omar Cao, con su ternura y su cara morena para siempre.
Nosotros no sabíamos que éramos sólo tiempo y si lo hubiésemos sabido lo habríamos canjeado por una pelota de fútbol rebotando blandamente en la gramilla.
Pactado el desafío contra otro barrio o elegido lo más democráticamente posible los compañeros de picado, el tiempo quedaba suspendido para siempre, como las sombras del atardecer que no nos permitían ver la pelota o el silbido admonitor de nuestro padre nos sacaban de allí. Habíamos jugado
cinco, seis o siete horas sin parar. Hoy casi descreo de tanta energía y de tanto entusiasmo.
Pero no era todo caos en estos partidos informales, donde pretendíamos copiar las jugadas que les imaginábamos a nuestros ídolos, en tiempos en que la televisión no existía.
La elección de los "equipos" para un picado tenía sus reglas. En general los más habilidosos tenían ese derecho. Tiraban suerte con una moneda para elegir el primero y luego lo hacían por turno. Los menos hábiles quedaban para el final y si el azar había inclinado la balanza hacia un grupo donde había varios que jugaban bien, se llegaba a la justa distribución donde dos o tres "maletas" que sobraban iban hacia el equipo más débil. Visto hoy, por más justicia que buscáramos quedaba en evidencia que se sancionaba al "patadura", pero la vida es así. Y nosotros, intuitivamente lo sabíamos.
Relato esta costumbre porque ignoro cómo hacen hoy para jugar los chicos que no van a un club, donde seguramente todo está en manos de los profesores de gimnasia, digo, pienso, ¿cómo harán hoy para elegir en los picados?. Agrego: ¿queda en algún lugar, en algún rincón, un sitio para jugarse un "picadito"?.
El fútbol en aquel tiempo era lo más bello y luminoso de nuestras vidas. No sólo lo practicábamos en la cortada de gramilla que moría en mi casa sino en la cancha del Club y hasta en la escuela, en los recreos, grado contra grado.
También lo hacíamos en ese lugar que hoy es el "centro" del pueblo, donde había un terreno entejidado que llamábamos "la canchita" donde recibíamos a los equipos de otros barrios porque sentamos nuestros reales allí, como barra orgullosa de El Jazmín, nuestra barriada populosa.
Ese tejido salvaba al terreno, cuyo dueño se ignoraba por entonces, de los perros callejeros, de los caballos sueltos y hasta permitía que se arrimaran los mayores a vernos jugar. Estaba enfrente de la "Carnicería Del Pueblo", del inefable Don Benicio Ardiles, por lo que los clientes eran nuestro
público natural.
Todo esto fue anterior a nuestra adolescencia, cuando ya empezaron las primeras experiencias de la vida, entre ellas estuvo en algunos, como en mí el honor de vestir la casaca roja, los pantaloncitos blancos, pero esta es una historia que ya contaré en su momento, digo, no sé si vale la pena,
después de tanto tiempo pasado.
Eran las ilusiones de ganar un campeonato lo que nos hacía viajar por otros pueblos, competir (como se dice ahora) porque nos gustaba jugar, traspirar la camiseta que el Club nos había confiado y ese era un honor al cual no podíamos renunciar porque en ello -pensábamos- se nos iba la vida, y dejábamos en cada partido hasta la última gota de sudor.
*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-11510-2007-12-12.html
Trenes*
Siempre me vuelven a la memoria aquellos viajes en tren que cambiaron mi vida. Eran viajes largos y rumorosos, con sándwiches de milanesa y limonadas caseras. Ahí vamos, mi madre y yo vestidos de domingo en el vagón de segunda. mama lleva un pañuelo azul al cuello y la mirada puesta en la ventanilla sucia. yo voy de pantalón corto y es posible que lleve un pulover marrón con los codos zurcidos. No se a que le temo ni en que piensa mi madre.
Cae la tarde y el sol se esconde en el horizonte. Mi padre ha partido meses antes a ocupar su cargo en una oficina de Río Cuarto. muchos años después, al escribir estas líneas, releo una carta que le mande a los nueve años: "querido papa: a mama ya le sacaron la benda y yo me estoy haciendo una onda, la goma me la trajo del regimiento el señor Limina. ya tenemos camionero, es Jamelo, manda plata. como estas por alla? asfaltan calles? aca no, Fernandito viene siempre entre las 10 o 10 y media. voy al cine cuando quiero y me levanto a las 10. esperamos ir con vos, termina la casa. besos chau".
Y al margen, como posdata: "el gatito esta atado".
Algunos errores de sintaxis, la be de benda y los acentos que faltan. una caligrafía rumbosa que mi padre conservó hasta el final entre sus papeles. El chico de la carta es el que viaja con su madre en un tren que culebrea y se detiene de tanto en tanto a reponer agua y carbon. Una locomotora negra, con humo negro, igual que esa a pilas con la que ahora juega mi hijo. Peron la ha pagado como si fuera nueva y lleva el escudo nacional. Me pregunto: ¿porque esta atado el gatito? ¿que venda le han sacado a mi madre? ¿quien es Jamelo?
¿por que me preocupa tanto el asfalto de las calles?
Mi madre ya no se acuerda del gatito. Con mas de ochenta años se le confunden los trenes. Había tomado el primero en Pamplona, cuando era chica, y siguió aquí, en esta tierra inmensa, detrás de mi padre. Al norte, al sur, a la sierra, al mar, mamá subió a todos los trenes. Me dice, escondida en una montaña de recuerdos difusos, que Jamelo era el de la mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene la marca de aquella herida. Un barquinazo con el jeep de obras sanitarias, de eso me acuerdo bien. Mi padre siempre agarraba los pozos mas grandes y en aquel de San Luis mi madre dejo la lozanía de su cara española. sangraba y no podía entender que le había pasado. Mi viejo la cubrió con un pañuelo y manejo kilómetros y kilómetros maldiciendo todos los pozos que dios ponía en su camino. En un hospital le colocaron esa venda que ya le han sacado en mi carta. Manejaba mal, mi viejo, pero el nunca lo admitió. Una vez me atreví a decírselo en una curva, camino de Rauch. Freno el coche en un pastizal y me dijo que bajara a pelear. Era así. Se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba la ruta. Entonces mi madre se sentía feliz de subir al tren justicialista. No le importaba que pasáramos días y días en aquellas butacas de madera durmiendo sobre una frazada. A la noche, cuando el tren se paraba en cualquier parte y los señaleros caminaban junto a la vía sin dar explicaciones, abría un paquete hecho con una caja de zapatos y todos los pasajeros se daban vuelta para sentir el aroma de nuestro pollo relleno. Tenia que durar hasta el final del viaje y lo administraba con un rigor de campesina. Mientras comíamos me contaba escenas de lo que el viento se llevo y de postre las películas del gordo y el flaco. Entonces reía y los hacia correr perseguidos por un fantasma o subir un piano inútil a un segundo piso equivocado. El tren arrancaba a los tirones y después se paraba en una estación de mala muerte. Recuerdo que en ese viaje, o en otro, subieron a un boxeador noqueado y con los guantes todavía puestos, que mientras dormía narraba su propia derrota. Mi madre le mojo los labios con un pañuelo. El entrenador llevaba sombrero, tiradores y una boquilla, pero se le habían acabado los cigarrillos. Cada vez que mama se inclinaba a auxiliar a su amigo el tipo se sacaba el sombrero y rogaba a dios que se despertara para la próxima pelea.
Una vez que hicimos noche en un hotel de Bahía Blanca tarde en dormirme y entreví la desnudez de mi madre bajo la ducha. al dia siguiente, en el expreso a Neuquén, le pregunte que era esa cosa negra que tenia ahí. Me miro y durante un rato movió los labios sin hablar. Por fin dijo: "un hormiguero", y esa es la única cosa textual que recuerdo de nuestra charla. Yo tenia cuatro o cinco años y ella todavía no llevaba la huella en la frente. Una vez le escuche decir que querían adoptar un hermanito para mi. La odie y odie a mi padre hasta que me pregunto si quería un hermano de regalo y yo me puse a llorar. Pero eso fue mucho mas tarde, entre el rápido a Río Cuarto y el expreso a Cipolletti.
Ahora creo que vamos rumbo a San Luis y en un lugar penumbroso suben dos mellizos vestidos de azul, con una valija inmensa. al rato uno abre la valija y de adentro sale un enano. No necesitan boleto. Los tres son, le informan al guarda, electores de Peron. Los que el pueblo voto para que votaran por Peron. En casa, el general era mala palabra pero ahí, de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el enano levanta los brazos subido a un asiento. alguien, atrás, empieza a vociferar "aquí están / estos son/ los muchachos de Peron". Uno de los mellizos se sienta al lado de mi madre y enseguida le saca un piropeo de versos floridos. Ella se levanta en silencio, indignada, con la cicatriz que le cruza la frente, y me arrastra al pasillo. "este es mi hijo". Le dice al guarda mientras me pone la mano sobre un hombro, "y en este tren, como manda el general, los únicos privilegiados son los niños". Me parece mentira que lo diga ella, pero el de uniforme se pone duro como un mástil y el enano deja de gritar. Después todo pasa muy rápido. en la siguiente estación sube la policía y se lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se acerca a mi madre y se disculpa en nombre del ferrocarril: los privilegios de los niños alcanzan a las madres, dice y suda a mares mientras su mano grasienta me acaricia la cabeza. Parece asustado y nos ofrece pasar al vagón de primera. Esa fue la única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi madre se recuesta y cierra los ojos. Ahora veo: el gatito esta atado a una silla, enredado en un ovillo de lana. Dormía en mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A veces yo era el corsario negro y el corsario rojo que iba a morir en el cadalso. Era negro y blanco con un morro fino y una paciencia infinita. Una noche no volvió, la siguiente tampoco y a la tercera empezamos a llorarlo. Nos había acompañado en otros trenes, aterrado por el encierro y el ruido. venia del asfalto de Mar del Plata y tal vez sufría los calientes desiertos puntanos. ¿sueña con eso mama cuando duerme esa noche en el tren? ¿sueña con su aldea de navarra? ¿con la voz de Magaldi? ¿con los bailes en barracas cuando era joven y trabajaba en la fabrica de medias? en la larga espera de una estación desconocida, esta vez rumbo a Tandil, habla de ella: años atrás un tal Fermin Estrella Gutiérrez le ha escrito versos de amor, dice. era elegante y gentil aquel poeta de sonoro apellido. que mas, me pregunto ahora: ¿que otros sueños? ¿mas praderas y distancias? tal vez la pensión de la calle Brasil, a una cuadra de donde vivía el peludo Yrigoyen. la estación Constitución donde desembarcamos por primera vez, yo intimidado por la inmensa avenida y ella feliz con su sombrero de paja bajo el sol.
Trenes de madera, de fierro, de juguete. resaca inglesa y vivezas criollas. van peones deportados, viajantes medrosos, boxeadores noqueados, antiguos electores de Yrigoyen y Peron. Ahí va Gardel que todavía no es Gardel. Viene Eva, que todavía no es evita. Sube su moto un chico que todavía no es el Che. Todos duermen, igual que mi madre. Van a la deriva del destino. A cara o cruz.
Aunque nunca hablemos de los sueños, es en ellos donde alguna vez somos enteramente felices. Mientras ruge la locomotora y crujen las maderas de aquel vagón justicialista.
*de Osvaldo Soriano,
-"Cuentos de los años felices". Editorial Sudamericana. edición de 1993.
LA RISTRA DE CHORIZOS
Y EL PAN CASERO*
Audino tiró con fuerzas el freno de mano y el pequeño camión hizo sus dos o tres últimos pasos y quedó murmurando al costado derecho del recto camino de tierra, al borde de la cuneta.
-Vamos a esperar que se enfríe un poco…-; se refería al motor, que venía bufando como si estuviera enojado, amenazando romperse en alguna parte, mientras de la tapa del radiador empezaba a emanar blancuzcas nubes de vapor reverberante. Por un momento hubo un siseo sibilante, que fue mermando poco a poco, como si el motor se fuera calmando, acariciado por un soplo de brisa tibia que venía del norte.
Era una tarde calurosa de verano, cercana a la Navidad, y yo con mis ocho años vivía esos días anhelante como cualquier niño, pensando que muy pronto veríamos qué nos deparaba la mañana navideña, imaginando los juguetes que seguramente tendríamos entonces para jugar con mis hermanas y hermano menor. Con Audino no, porque él ya era “grande”, tendría trece o catorce. El ya manejaba el camión, era capaz de hacerlo como un adulto; además era desarrollado y alto como un hombre.
Hacía casi dos horas que viajábamos, y teníamos por delante un buen trecho. Mamá hubiera querido que saliéramos de casa más temprano, porque temía que se nos hiciera de noche para regresar; pero papá dijo que no, que hacía demasiado calor y que el camión podría recalentarse. Y tenía razón, si no fuera por la cautela de mi hermano, que sabía cuando el motor necesitaba descanso, quizás el noble artefacto se hubiera rebelado, y nos hubiera dejado de a pie en alguna parte.
A ese costado, pasando el alambrado, había un grupo de paraísos umbrosos y un molino de altísimo esqueleto metálico, coronado por una rueda alabeada que allá arriba, donde la brisa le daba de lleno, giraba rauda y mansamente; y abajo un caño donde vertía un grueso chorro de agua cristalina a un inmenso estanque “australiano”, un poco elevado el nivel del suelo, rodeado por el verdor del pasto, que algunas vacas y terneros comían indiferentes.
-Vamos a tomar agua fresca.- dijo mi hermano adelantándose, trepando al alambrado de púas, y saltando ágilmente del otro lado. Un momento después estábamos sintiendo la frescura del agua en el chorro que salía vigorosamente del caño, y al caer al agua que ya desbordaba el estanque, se zambullía mezclándose en un profundo borboteo, rumoroso y cautivante. Alrededor flotaba una pequeña lluvia que la brisa esparcía acrecentando la sensación de frescor y bienestar. Con las manos juntas en cuenco, tomamos y nos refrescamos una y otra vez la cara, el cabello, el cuello, los brazos… hasta que mi hermano se sacó la ropa y me invitó a hacer lo mismo:
-No es hondo, - me dijo,- ¡Vamos a bañarnos, que hace mucho calor! ¡Dale!...- Y alzando su larga pierna pasó dentro dando un grito estremecido por el frío del estanque y la alegría de la aventura. El agua le daba a la cintura y me convenció ayudándome a pasar sobre el borde acanalado, y sentí lo que me pareció por un momento que me atrapaba un mar helado. Al poco tiempo estábamos a nuestras anchas, chapaleando, salpicándonos, nadando de una orilla a la otra, zambulléndonos y jugando despreocupados; mientras el sol, lento, declinaba imperceptible pero sin pausas hacia el poniente.
Cuando advertimos el tiempo que habíamos estado distraídos en el refrescante recreo, reaccionamos tratando de remediarlo, pero el sol nos mostraba que por más que nos apuráramos el día estaba terminando. Volvimos presurosos queriendo recuperar lo perdido, subimos al camión y arrancamos bruscamente en silencio. Hasta el motor, ya frío desde hacía largo rato, parecía sentirse culpable y marchaba casi imperceptible y sin protestas, pese a que mi hermano pisaba el acelerador a fondo.
Llegamos con las últimas luces del atardecer, que moría envuelto en un manto granate, azulado primero, y ennegrecido luego, a medida que iba aproximándose la noche. No recuerdo si descargamos alguna carga que llevábamos o cargamos alguna que fuimos a buscar. Sé que terminamos cuando estaba bien oscuro, y nos disponíamos a volver prontamente, con un nudo en la garganta por la hora en que íbamos a llegar a casa. Imaginábamos la angustia de los demás, especialmente de mamá que era proclive a ver tragedias por doquier, si no estábamos a la vista, o como ahora; lejos, de noche y quizás expuestos a “algún peligro”, como ella decía.
La gente de la casa donde fuimos, nos trajo un envoltorio, con algunos productos como una atención, y además saludos y recuerdos cariñosos para toda nuestra familia. Mi hermano decía a todo que sí, apurado por iniciar el regreso. Apenas transpusimos la tranquera nos enfrentamos como dos pequeños titanes, en plena noche, y en pleno campo, a la soledad de aquellos caminos de entonces. La pobre luz del pequeño camión temblorosa y amarillenta, parecía la de una luciérnaga en aquella vastedad tan oscura y silenciosa. Sólo el estridente chillido de los grillos, el croar de las ranas y el bochinche del bicherío de las cunetas, se levantaban como un coro cacofónico a los costados del camino, haciéndonos una monótona y ruidosa compañía. Si teníamos miedo no lo decíamos.
De pronto Audino se acordó del paquete que traíamos.
-Debe haber chorizos allí en ese cartón, por el aroma que siento…- El “cartón” era una bolsa que en los almacenes de entonces ponían cinco o más kilos de azúcar, o harina, fideos, o arroz; que se expendían “sueltos”. En medidas menores se usaban bolsas y bolsitas de papel marrón.
Al abrirlo vimos y me apuré a levantar, una larga ristra; como de veinte chorizos secos, lozanos y rechonchos, de grueso picado y de factura casera; que emanaban un agradable aroma a especias, picante y apetitoso. Debajo; un gigantesco pan casero esponjoso y tibio, ligeramente tostado en su corteza superior, de forma redonda y abovedada, mezclaba sus aromas a los cárneos, llenando la cabina de una presencia irresistible, que hacía agua la boca. El ruidito de nuestras tripas nos recordaba que hacía horas que no comíamos nada. Pero como dijo mi hermano, eso era para llevar a casa…
Claro que el camino era largo, al menos para el tranco que llevábamos, lento y cansino, ya que de noche, en esos caminos, con aquella dirección agarrotada, y esos frenos tan poco efectivos, había que tener paciencia y prenderse bien al volante sin quitar los ojos de la huella, en partes zigzagueante.
-Podríamos probar uno- y señalé el primer chorizo de la larga ristra…-total no saben en casa cuántos nos dieron…-
Audino cayó en el lazo, pero no dijo nada, por un rato; luego sonrió y un poco más serio consideró sabiamente:
-Sí, pero tendríamos que cortar un trozo de pan; y allí sí que se va a notar.
-Bueno, vos tenés tu cortaplumas, ¿no? Si cortamos una tajada bien prolija, podría ser que nos dieron un pan cortado…
-¡Dale!- dijo él, y aminoró aún más la marcha, como para que yo pudiera cortar el pan con toda pulcritud. Corté como pude la tajada con la pequeña hoja, apurado más en la urgencia del apetito despertado de golpe, que cuidando la estética prometida, y le di la mitad a mi hermano, junto al medio chorizo, desgarrado más que cortado, que ahora emanaba más que nunca sus sabrosos olores.
Comimos en silencio, disfrutando aquellos bocados, que para nuestros estómagos hambrientos, eran migajas, sólo un aperitivo; y ahora las ganas se sumaban en tropel al apetito insatisfecho. Nadie dijo nada por un buen rato. Los dos teníamos miedo de mostrar la debilidad y la tentación de comer otro poco. Aún faltaba un buen trecho para la mitad del camino. Otro medio chorizo y una tajada de pan, tal vez un poquito más grande esta vez, ya que si el pan estaba empezado, daban lo mismo un trozo más chico o más grande.
Así que volvimos a comer. Y con el mismo razonamiento al rato, a medida que avanzábamos, volvíamos a cortar un nuevo chorizo y otra buena tajada, y así una y otra vez, hasta que estuvimos más que satisfechos; sin medir en ningún momento la magnitud de nuestro voraz apetito.
Sólo cuando apaciguados miramos el pan y la ristra de chorizos sobrantes, caímos en ver nuestro descontrol, rendidos ante la gula; uno de los pecados capitales, según mamá que siempre nos explicaba el catecismo. Los gestos que intercambiábamos en silencio y en la semi oscuridad de la traqueteante cabina, no eran precisamente de orgullo; y no acabábamos de entender porque no conseguíamos restarle importancia, al fin y al cabo eran sólo unos chorizos y unas rodajas de pan.
Tampoco entendíamos por qué al bajar del camión en casa, ya muy tarde, con la menguada bolsa de cartón, con poco más de medio pan, y con la mitad de los chorizos; sentíamos los dos la cara ardiente, colorados como pimientos…
*de Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda, Sta. Fe, 01 nov. 2007
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