viernes, febrero 08, 2008

PASÓ COMO UNA RÁFAGA...



Alguien lo encontró*



En un bolso humilde
Con el viento del olvido
él diviso un espacio
De curiosidad en su interior
Con ojitos azules
Casi recién abiertos
Un bebe con su cordón
Aún sin cerrar
Estaba cautivo...

Una mujer lo dejó
En la calle, en un barrio
En el silencio de su soledad
Y su vientre dilatado
No pudo acariciarlo
Ni quiso cobijarlo
Lo dejó en ese bolso
Solito y limpio
A la deriva de un salvador...

Alguien lo encontró
Entre sorpresa y milagro
Grito:
Es un varón y tan pequeño
Gracias a la vida
Alguien lo encontró.-



*de Azul. azulaki@hotmail.com




PASÓ COMO UNA RÁFAGA...






La tierra incomparable*


(fragmento)


*de Antonio Dal Masetto



CUATRO


La última semana pasó como una ráfaga. Y llegó la mañana en que Julio fue a buscar la valija al dormitorio de Agata y la colocó en el baúl del coche. Mientras sa­lían hacia la ruta que los llevaría a Buenos Aires y luego al aeropuerto, Agata recordó el lejano día de su llegada a ese lugar. Recordó la primeras imágenes, en la esta­ción, cuando el tren se detuvo después de avanzar du­rante horas a través de una llanura siempre igual: el an­dén gris, grandes galpones de chapa, un hombre de a caballo junto a las vías. Después, el coche de alquiler en el que habían cruzado el pueblo desconocido, chato y de aspecto triste en la bruma invernal. Recordó las casas bajas, los árboles, los negocios, los carteles escritos en el idioma nuevo, la manera ansiosa en que ella miraba a través de las ventanillas cerradas y el tono en que su hi­jo Guido, que iba sentado a su lado, le había pregunta­do: "¿Te gusta?".
Poco a poco se había ido acostumbrando al pueblo.
Ahora lo estaba cruzando en otro coche, por la misma avenida. Habían pasado cuarenta años, partía. Después de tanto tiempo, volvía a mirar esas calles con los ojos asom­brados y la distancia de una extranjera.




CINCO


En el aeropuerto estaban todos: Elsa, Julio, Silvia, San­dro, Guido y sus hijos Juliana y Adriano. Despacharon la valija. Sandro sacó fotos. Le pasó la máquina a Juliana y quiso posar solo con Ágata. La abrazaba y hacía muecas hacia la cámara. Agata sonreía. Los cuatro nietos no para­ban de bromear. Elsa y Guido estaban serios. El más emo­cionado parecía ser Julio que, aunque reía, tenía los ojos húmedos. Se oyó una voz por los parlantes y Guido dijo:
—Llegó la hora.
Después de los besos, los abrazos y las últimas reco­mendaciones, Agata sorteó el control, anduvo un trecho corto, se dio vuelta, levantó el brazo, siguió y se enfrentó con una escalera mecánica. Le tenía miedo a las escaleras mecánicas. A veces, cuando iba a la Capital, Guido, sólo para bromear un poco, había tratado de convencerla de que subiera por alguna pero ella siempre se negaba. Ahora se quedó ahí, indecisa ante ese primer e inesperado obstá­culo. Giró la cabeza, como buscando ayuda. Vio a su fami­lia entre la gente, del otro lado de la valla, y le pareció que también ellos estaban desconcertados y se consultaban unos a otros. Le hacían señas, intentaban decirle algo, pero ella no entendía qué. Alguien, una mujer, la tomó del brazo y la impulsó a dar el paso inicial. Agata se animó, adelantó un pie con temor, la escalera se la llevó, sintió que se iba de espaldas, pero la desconocida la sostuvo. Instalada en el escalón, se mantuvo rígida, sin moverse, preocupada por su estabilidad y por cómo saldría al llegar arriba. La mano anónima la sujetó del codo y la sacó de aquel suplicio. De nuevo sobre piso firme, Agata miró hacia abajo buscando a los suyos, pero ya no pudo verlos. Siguió a los demás pa­sajeros e ingresó en un gran salón con sillones. El techo era alto y el rumor de las voces sonaba como un zumbido. A través de los ventanales se veían la pista y los aviones. Ágata averiguó y le dijeron que todavía faltaba un rato para embarcar. Se sentó en uno de los sillones, juntó las ma­nos sobre las rodillas y se puso a esperar. Sintió que detrás de ella se había cerrado una barrera y que ahora sí estaba sola y desconectada de todo.
Hubo movimiento en el salón, Agata se levantó, pregun­tó, se colocó en la cola, traspuso una puerta, ingresó en un gran tubo, contestó el saludo de una muchacha uniforma­da y sonriente, y estuvo en el interior del avión. Con su pa­saje en la mano trató de avanzar por el pasillo, después se detuvo, perdida en la confusión de los pasajeros que no terminaban de acomodarse. Una azafata la rescató y la guió. La ubicó en una de las filas de asientos centrales, en­tre dos mujeres. Agata agradeció, se disculpó con las veci­nas, logró instalarse y entonces se sintió más tranquila y se dedicó a mirar alrededor. A través de la ventanilla veía un ala, la pista y, lejos, una línea de árboles, oscuros en la últi­ma luz de la tarde.
Después el avión comenzó a moverse y a Agata le pareció estar dentro de una de las tantas películas que había visto en la televisión. La voz del capitán saludando a los pasajeros, los gestos de la azafata acompañando las ins­trucciones del monitor, las prevenciones en caso de des­compensación, las salidas de emergencia. Agata intentó co­locarse el cinturón de seguridad y su vecina de la izquierda, viendo que no acertaba, le enseñó cómo funcio­naba:
—Para quitárselo sólo tiene que apretar acá.
Agata se lo abrochó y desabrochó varias veces para ase­gurarse de que había entendido el mecanismo.
El avión seguía desplazándose lento, pareció detenerse, hubo un repentino ruido de turbinas, volvió a moverse, fue tomando velocidad, más velocidad, del otro lado del vidrio el paisaje desapareció, adentro hubo como un gran respiro y Agata supo que estaban volando.
La vecina de la derecha era una mujer sesentona que, ni bien tomaron altura, comenzó a hostigar a la azafata con pedidos raros y a quejarse. Le hablaba con autoridad y, le pareció a Agata, también con desprecio. Se notaba que era una experta en viajes en avión. Dijo refiriéndose a las aza­fatas:
—Son unas incompetentes.
La convidó con un caramelo, le contó que tenía algunas hectáreas de campo en la provincia de Córdoba y que via­jaba todos los años a Italia para visitar a un hermano inter­nado en un asilo de ancianos. Después se colocó los auri­culares y entrecerró los ojos.
La otra mujer, la de la izquierda, se llamaba Isabel. Era amable. Le preguntó a Agata si viajaba sola. Agata le expli­có que volvía a su tierra por primera vez. A la mujer le pa­reció un acontecimiento extraordinario y giró hacia el hombre sentado a su lado para informarle. El hombre se mostró tan asombrado e interesado como la mujer. Le die­ron charla y también ellos terminaron preguntando qué se sentía al regresar después de tanto tiempo. Igual que otras veces en las últimas semanas, Agata sonrió y contestó:
—No sé, todavía no sé.
Las azafatas repartieron unas medias con plantilla y Agata no supo qué hacer con ellas. Vio que su vecina Isabel se quitaba los zapatos y se las calzaba:
—El viaje es largo, así se está mejor.
La vecina de la derecha, en cambio, dijo:
—Yo no me saco los zapatos, porque los pies se hinchan y después es peor.
Agata lo pensó, se descalzó, se agachó y trató de colo­carse esas pantuflas. Isabel la ayudó. Agata quedó satisfe­cha y dijo:
—Son cómodas.
Comenzaron a servir la cena y la mujer de la derecha pidió algo que no había y volvió a quejarse. Se inclinó ha­cia Agata:
—Mírelas empujando ese carrito. ¿Usted haría ese tra­bajo? Son nada más que siervas bien uniformadas.
Agata no tenía hambre; probó un bocado de cada ban­deja, por curiosidad. Llegó a la conclusión de que no le gustaba nada, ni siquiera el pan. Terminada la cena hubo un poco de agitación, los pasajeros iban y venían, algunos conversaban parados en los pasillos. Isabel le enseñó a re­clinar el asiento, a colocarse los auriculares y a manejar los botones del pequeño tablero del apoyabrazos. Agata jugó con esos botones: música clásica, música moderna, una voz hablando en italiano, otra en inglés. En el cielo, en el avión, estaba aprendiendo muchas cosas nuevas. Pensó en todo lo que tendría para contar cuando regresara. Des­pués, el movimiento se fue aplacando, la luz se atenuó y llegó un momento en que el pasaje entero parecía haberse dormido. Sólo quedó ese rumor difuso en el que estaban sumergidos y el ojo del monitor que marcaba la tempera­tura exterior, la hora del punto de origen y de destino, la al­tura y la velocidad. Una pequeña silueta de avión iba des­plazándose sobre un mapa, marcando la ruta: Montevideo, Porto Alegre, San Pablo.
Agata no quería dormir. En ella persistía el mismo sen­timiento de estupor que la había asaltado en el salón del aeropuerto, antes del embarque. Miraba las nucas, los cuerpos abandonados en la claridad mortecina, los ojos ce­rrados, y sentía que, igual que ella, dormidos o despiertos, ahora cada uno estaba solo, perdido en una dimensión ex­traña. Sentía que el avión era un lugar neutro, de tránsito, un paréntesis donde el tiempo había dejado de existir. To­do quedaba postergado. Ahora no había más que espera. Y le parecía que esa espera podía durar horas o meses. Sus­pendida entre el punto de partida y el de llegada, Agata tra­taba de ordenar sus ideas y convencerse de que realmente estaba volviendo.
Había colocado la cartera en el piso, entre sus pies. La tomó, sacó su pasaporte y lo abrió. Ver su nombre fue re­cuperar una señal donde apoyarse. Lo leyó varias veces y cerró los ojos. El eco mental de su nombre era una repeti­ción que se le imponía sin que la buscara, sin que la provo­cara, y resonaba como una afirmación. Creyó saber que en esa zona blanca, en ese vacío donde se encontraba, era lo único que en realidad le quedaba. Se aferró a él como a un ancla. Tuvo la percepción, física, palpable, de que, sujeta a ese asiento, entregada, pequeña, frágil, ella era, como nun­ca, la concentración de su historia. Desde los muchos años que precedían ese momento, su historia venía a visitarla y se instalaba ahí, en ese ámbito monótono, en algún punto del cielo. Su historia entera, viva en su sangre y en sus hue­sos, apresada y retenida como se encierra fuertemente algo en un puño.
No quería dormir. Estaba fascinada por el monitor don­de la pequeña silueta alada seguía ganando espacio con mínimos desplazamientos intermitentes. Acababan de de­jar atrás Río de Janeiro.
El avión comenzó a temblar. Se oyó la voz de la azafata pidiendo que se ajustaran los cinturones y en el pasaje hu­bo una silenciosa agitación. Ahora estaban despiertos, atentos a los sacudones. Se percibía la lucha de la gran ca­ja metálica contra la embestida de las fuerzas que la ataca­ban. Era como si el avión avanzara a los tumbos por un ca­mino poceado, azotado por una furibunda granizada. Aquello duró un tiempo largo. Volvió la calma y Ágata se concentró una vez más en el mapa del monitor. De tanto en tanto la silueta avanzaba al­gunos milímetros. En algún momento tocó, cruzó y luego superó la línea que marcaba el límite de la zona de tierra, y pasó del color verde al gran espacio azul del océano. En­tonces a Agata la invadió una sensación de vértigo, como si acabara de saltar al vacío, y sintió que ahora sí había comenzado la etapa decisiva, la travesía. Pensó que estaba viajando hacia el pasado a diez mil metros de altura y a mil kilómetros por hora.
Tuvo un recuerdo. Le vino a la memoria la primera radio que compraron, después de su llegada a la Argentina. Fue un gran acontecimiento, una forma de descubrir y conocer ese mundo nuevo. Pero también una posibilidad, así lo pensaron, de volver a conectarse con aquel otro que habían abandonado. Reunidos alrededor del aparato, Mario y los chicos sintonizaban onda corta y movían el dial adelante y atrás tratando de encontrar alguna estación italiana. Cada noche, después de cenar, se dedicaban a esa búsqueda. Sólo habían logrado escuchar ruidos, a veces otros idiomas, pero nunca el suyo. En aquellos tiempos no recibían noticias más que por alguna carta espaciada, no sabían nada de lo que sucedía del otro lado del océano. Después, con el correr de los años, hubo muchos cambios. Últimamente, la televisión brindaba espectáculos, discur­sos, deportes, festivales, simultáneamente con las emisio­nes en su tierra. Agata se había acostumbrado y había dis­frutado de esas maravillas de la técnica. Pero ahora, en el momento del regreso, descubría que el avión era otra cosa. Descubría que la velocidad le estaba robando algo impor­tante. Le impedía desandar y recuperar. La privaba de la posibilidad de un regreso lento, donde todo se revirtiera, y se produjese el acercamiento a su mundo perdido en los términos y en el tiempo en que se había producido el aleja­miento. Aquel viaje en barco, aquel desprendimiento, ha­bía durado veinte días. Después, la ausencia, cuarenta años. Y ahora bastaban unas pocas horas de avión para re­gresar de un salto al punto de partida. A Agata esto le so­naba como una traición.



SEIS


Agata volvió a cerrar los ojos y, consciente de estar sus­pendida en la noche, alta, bajo las estrellas, viajando hacia el este, trató de recordar la otra travesía, en sentido contra­rio, allá abajo, por ese océano ahora invisible. También aquella vez, durante meses, la única meta había sido partir.
Un mediodía soleado están en Génova, ella y sus dos hijos, Elsa y Guido, viendo el mar por primera vez, reco­rriendo el puerto, deteniéndose ante los puestos que ven­den ostras y pescado frito, visitando el muelle donde está amarrado el barco que abordarán al día siguiente. El nom­bre del barco es Buenos Aires. Todavía deben presentarse para un último control, en un edificio claro, con un escudo sobre la puerta y un gran patio al frente. El patio está col­mado de gente que, como ellos, espera ser llamada. Hay un árbol de nísperos. Guido trepa, arranca y arroja los frutos. Otros chicos, abajo, los reciben. Esa noche duermen en una pieza de hotel cuya ventana da a los techos y más allá se ven las luces del puerto. Ya es el día siguiente. Se levan­tan temprano. Con los bultos despachados, los últimos trámites realizados, los papeles en regla, consumen el tiempo que les queda caminando por las calles cercanas, sin ale­jarse, regresando cada tanto al muelle donde embarcarán alrededor del mediodía. Mucho antes de la hora en que han sido citados, todos los que van a partir están reunidos cerca del barco. Por fin llega el momento. Después de tre­par por la pasarela y ser guiados hasta los camarotes, los que emigran vuelven rápido a cubierta y permanecen aso­mados a la borda. El barco se separa lentamente del mue­lle y es como si todos y todo —ellos, el aire, el cielo— con­tuvieran el aliento y alrededor se hiciera un gran silencio. Sin embargo hay mucho ruido. Una banda de música los despide desde tierra. El muelle se les escapa, se van, se ale­jan. Muchos lloran, mujeres y hombres. Los gritos de des­pedida intentan sobreponerse a la música y a la distancia que se agranda: adiós, hasta pronto, escriban, un beso a mi hermana. Casi de inmediato suena una campana y los ca­mareros avisan que deben bajar al comedor para almorzar. Agata tiene la impresión de que se trata de una maniobra planeada para arrancarlos de la cubierta, para establecer una barrera y mitigar la conmoción de la partida. Cuando vuelven a subir ya no ven más que agua y una costa lejana a la derecha. "Eso debe ser Francia", dice alguien. En una de las valijas Agata guardó una bolsita con tierra del jardín de su casa de Trani. Pero todavía no es tiempo de recordar. Por ahora sigue apresada en el mismo silencio que la en­volvió al dejar el muelle, un estupor que anula toda posibi­lidad de reflexión. "Aquella debe ser la costa de España", dice alguien más tarde. Hay gente de todas partes, del sur y del norte de Italia. Los camarotes de los del norte están se­parados de los del sur. Las mujeres están separadas de los hombres, aun los matrimonios. Saben que en la parte de arriba del barco está la primera clase. Tienen prohibido el acceso a esa zona. Llegan a Las Palmas, única parada an­tes de la gran travesía. Algunos botes flanquean el barco y lo acompañan cuando entra a puerto. Desde los botes, chi­cos negros piden que les tiren comida. "Italianos buenos, italianos buenos", les gritan. Los marineros advierten a los emigrantes que no arrojen nada, está prohibido. Pasan al­gunas horas en tierra, recorren los puestos donde se ven­den juguetes, especialmente muñecas. Aprovechan para mandar las primeras cartas, las primeras postales. Un ro­mano descuidado arroja al buzón, junto con las cartas, el sobre donde guarda el pasaporte y toda su documentación. Es domingo y no hay dónde acudir para que abran el bu­zón. El barco partirá a la hora establecida. El pasaje está asomado a la borda. A último momento, cuando los mari­neros ya están por retirar la pasarela, ven llegar al romano en un taxi, agitando sus papeles. Algunos aplauden y otros le dan la mano y lo felicitan. Después siguen días y días donde sólo hay cielo y agua. El barco avanza, es firme, se­guro, los alberga. Agata se somete a esa tregua. La comida es abundante. Después de los años de guerra, de las priva­ciones, del miedo, de las muertes, es bueno abandonarse. No hay mucho para hacer: ordenar las cuchetas y lavar la ropa por la mañana, sentarse en cubierta por la tarde, charlar: a mí me espera mi marido, a mí un tío, a mí un hermano, a mí nadie. Se van estableciendo grupos. Los hombres juegan a las cartas. A Agata nunca le ha pasado permanecer tanto tiempo ociosa, nunca le han servido el desayuno, el almuerzo, la cena. Se siente tratada como una señora rica. Uno de los emigrantes se descompuso desde que zarparon, no abandona la cucheta, no puede comer, vomita, no soporta el barco. Lo trasladan a la enfermería y no lo vuelven a ver. El capitán se encariña con Elsa, y algu­nas veces la lleva a almorzar con él, a la mesa de los oficiales. En Buenos Aires lo espera una hija que tiene la misma edad de Elsa, y para quien compró una gran muñeca en Las Palmas. Dos frailes suelen sentarse con Agata. Uno es un hombre maduro, gordo y rojo. El otro es jovencito, muy flaco, transparente. El fraile gordo lo reprende porque nunca quiere comer. "No obedece", le dice a Agata. El des­tino de los frailes es un lugar llamado Santiago del Estero. El fraile gordo habla mucho con Guido, le enseña palabras en latín, le regala un libro, comenta que es un chico inteli­gente. Le propone a Agata llevárselo con él, lo hará estu­diar, le dará una carrera, lo ayudará a labrarse un buen porvenir. Agata sonríe y no dice nada. De tanto en tanto el fraile reitera la propuesta. Para salir del paso, Agata le con­testa que para esas cosas se necesita la autorización del pa­dre, habrá que hablar con él cuando lleguen a Buenos Ai­res. Todavía no es tiempo de plantearse interrogantes con respecto al futuro. Un día es igual a otro. El barco avanza, ellos se dejan llevar. Hay un napolitano que se la pasa can­tando, contando cuentos y haciendo juegos de malabarismo. Entretiene a todos. Hay una mujer gorda y joven, con una nena de un año, que no tiene equipaje, ni siquiera una valija, sólo un atado de ropa, no sabe escribir ni leer, habla un dialecto incomprensible, el cura de su aldea se encargó de los trámites para que pudiese viajar a reunirse con el marido. Las que comparten su camarote luchan para que mantenga su lugar limpio, para que por lo menos lave a la criatura. Ella se sienta en cubierta con su hija en brazos y habla con quien tiene más cerca, al parecer cuenta su his­toria. Los otros la escuchan, aunque muchos no entienden lo que dice. Alguien le hizo una broma al napolitano: le ro­bó un zapato. El napolitano está parado en cubierta con un pie descalzo. Anda así desde hace varios días porque no tiene otro par. Habla en voz alta, acusa, está dolorido y furioso. Los demás lo miran desde lejos, divertidos y expec­tantes. Por fin el napolitano se quita el zapato que le que­da, lo levanta sobre su cabeza, lo muestra y después lo arroja al mar. En ese momento, venido desde alguna parte, el otro zapato cruza el aire y cae a sus pies. El napolitano lo levanta y lo tira también por encima de la borda. "Aho­ra", grita, "tendré que desembarcar descalzo". Son trage­dias mínimas, ocurren y se diluyen sin alterar la monotonía y la tregua que el barco impone. Mientras permanezcan en él los que emigran todavía están libres de recuerdos y de ilusiones. Una mujer joven, véneta, coquetea con los hom­bres y sobre todo con un marinero. El marinero aprovecha un momento en que está sola y se le mete en el camarote. La mujer grita. El marinero va a parar al calabozo. Dicen que será procesado. Hay un egipcio que siempre anda dan­do vueltas entre los diferentes grupos. Invita a una nena de ocho años a acompañarlo con el pretexto de buscar cara­melos en su camarote. Un camarero, que fue boxeador, lo intercepta en el pasillo y le da una paliza. Devuelve la nena a su madre y le recomienda que no la deje sola. Hay una pelea entre dos hombres por algo que fue robado y esa no­che el capitán pronuncia un discurso. El barco sigue sur­cando el océano. Todo postergado, todo en suspenso. Cru­zan el Ecuador y hay una fiesta. El hombre que había enfermado al partir sigue mal, dicen que tal vez no llegue vivo a destino. Una mañana, alguien, parado junto a Ágata en cubierta, señala una línea oscura, una sombra apenas visible en el horizonte: América. La tregua está a punto de extinguirse. A partir de entonces es como si despertaran de un letargo. Comienza a notarse la impaciencia, los diálo­gos cambian. Se habla de mantenerse en contacto, se intercambian direcciones: "Escríbame, yo le escribiré". Por fin, una noche, una costa cercana, luces. El barco se detiene y deben esperar hasta el amanecer para entrar a puerto. Hay un control sanitario. Los médicos determinan que uno de los emigrantes, un calabrés, padece una enfermedad infec­ciosa: no lo dejarán bajar, se comenta que lo mandarán de vuelta. El hombre llora, suplica. A todos les da pena el calabrés que será repatriado. Es lo último que comparten los que van a desembarcar.




SIETE



El avión aterrizó en el aeropuerto de Fiumicino a las diez y veinte de la mañana. Cuando las ruedas tocaron la pista y comenzó a carretear, el pasaje aplaudió. La mujer de la izquierda le preguntó a Agata si alguien la estaba es­perando y ella contestó que sí. Mientras avanzaba lenta por el pasillo, frenada por los pasajeros que no terminaban de sacar sus bolsos de las gavetas, sintió impaciencia por primera vez. Se asomó a la escalerilla, miró el cielo y pensó que era cielo italiano. Vio una bandera ondear sobre un edificio. Bajó con cuidado, sosteniéndose de la baranda y siguió a los demás. A pocos metros los esperaba un ómnibus del aeropuerto. Anduvieron unos minutos y Agata vio aviones mucho más grandes que el suyo. Bajaron del ómnibus y, mientras todos se dirigían hacia el interior de un edificio, Ágata se detuvo y miró alrededor buscando un lugar donde hubiera tierra. En el avión había pensado que, al llegar, lo primero que haría era tomar un puñado de tierra, tocarla. Pero ahora sólo veía asfalto y cemento.
Apuró el paso y entró detrás de los demás. Tuvo que ha­cer cola y cuando el empleado le formuló una pregunta se dio cuenta de que eran las primeras palabras que iba a pronunciar en su país y en su idioma. Contestó con énfasis excesivo y el hombre le dirigió una mirada rápida y extra­ñada. Después supo que ya estaba todo listo, que no habría más trámites. Fue a esperar que en la cinta apareciera su valija. Había mucho ruido y desorden alrededor, los chan­gadores ofrecían sus servicios a los gritos, el cigarrillo col­gado en el costado de la boca, y Agata pensó que ese lugar no se diferenciaba en nada del otro aeropuerto, el que ha­bía dejado catorce horas antes. Llegó la valija, la arrastró fuera de la cinta y alguien la ayudó a colocarla sobre un carrito. Agata caminó a lo largo de una valla detrás de la cual estaban los que esperaban a los pasajeros. Para salir tuvo que sortear parejas y grupos que se abrazaban y obs­truían el paso. Buscó con la mirada a Sor Verónica, pero no la vio. Aparecieron dos monjas y Agata fue a su encuen­tro, pero la esquivaron y siguieron de largo. Permaneció en medio de la gente, girando la cabeza hacia un lado y hacia otro. Alguien se la llevó por delante, la hizo trastabillar y oyó una voz que le pedía disculpas. Vio a un hombre joven, trajeado, que se alejaba con paso rápido.
Empujó el carrito para apartarse de aquella confusión y eligió un sitio donde pudiera estar tranquila, pero que re­sultara visible para quien viniera a buscarla. Se arrimó a una pared y se puso a esperar. Había grandes pantallas que anunciaban las llegadas y las partidas de los vuelos. Buscó el suyo y lo encontró. Se dijo: "Estoy en Italia". Pero no era más que un pensamiento, todavía no lograba sentir que fuese cierto. Cuando veía acercarse una mujer sola la mira­ba fijo: "Tal vez Sor Verónica no pudo venir y envió a al­guien". Detectó varias caras conocidas del avión, que se alejaban hacia la salida. Escuchaba fragmentos de conver­saciones de la gente que pasaba. Se puso a leer todos los letreros publicitarios y los carteles indicadores. Pasaron largos minutos y comenzó a invadirla un sentimiento de desamparo: había regresado a su país, no había nadie es­perándola, estaba sola en ese gran aeropuerto. Se dijo que debía tranquilizarse, tenía la dirección del colegio, si nadie aparecía tomaría un taxi. "Tal vez hubo un error con la fe­cha y el horario". Colgada del brazo derecho llevaba la car­tera y encima el tapado. Los cambió al brazo izquierdo. Advirtió que la cartera estaba abierta y la cerró. Oyó una voz que la llamaba y ahí estaba Sor Verónica que la besaba y se disculpaba por la demora.
—El tráfico —dijo la monja—. En Roma es terrible. ¿Solamente trae esta valija? Vamos, es por acá.
Sor Verónica se hizo cargo del carrito y arrancó con pa­so rápido. No paraba de preguntarle sobre el viaje, el pue­blo, el colegio, Elsa, las otras profesoras. Ágata contestaba con monosílabos mientras se esforzaba por mantenerse a la par de esa mujer llena de energía. Salieron al aire libre, dejaron el carrito, la monja cargó con la valija y bajaron una escalera.
—Venga, conseguí que me dejaran estacionar cerca, pe­ro sólo por unos minutos.
Llegaron al coche, al final de una rampa de cemento, y entonces Ágata vio un cantero con un árbol en el medio y flores alrededor. El primer impulso fue acercarse y recoger un puñado de tierra. Pero luego sintió pudor y se contuvo. La monja metió la valija en el baúl, abrió la puerta del co­che y le dijo:
—Suba, ya vuelvo.
Se alejó unos metros y habló con un policía, seguramente el que le había permitido estacionar. Agata no subió al coche. Fue hasta el cantero, se agachó, hundió los dedos en la tierra, levantó un puñado, lo observó, lo palpó, lo apretó en el puño. Entonces fue como si desde ella algo partiera y se proyectara hacia el pasado, hacia los años pa­sados, hacia lo que ella había sido desde aquella partida en el barco, y después de recorrer y abarcar todo eso, ese algo regresara y un círculo se cerrara, ahí, en ese punto de con­vergencia que era ella, Agata, con la mano extendida, en cuclillas frente a las flores rojas del cantero. Oyó la voz de Sor Verónica que le decía:
— ¿Vamos?
Giró la cabeza y vio a la monja sentada al volante. Dejó deslizar la tierra entre los dedos, se enderezó y su­bió al coche. En el camino Sor Verónica le explicó que el colegio es­taba en las afueras de Roma, que no entrarían en la ciu­dad, la rodearían por una autopista.

— ¿Cuándo piensa viajar a su pueblo?

—Cuanto antes —dijo Agata.
—Bien —dijo la monja—, hoy se quedará con nosotras, mientras tanto veremos los horarios de los trenes.
Agata miraba por la ventanilla, veía los letreros de seña­lización con flechas apuntando al sur y al norte, leía los nombres: Civitavecchia, Benevento, Palermo, Siena, Perugia, Arezzo. Pensaba que por uno de esos caminos se llega­ría a Trani.
El colegio estaba sobre una loma. Sor Verónica la acompañó hasta su habitación, en el primer piso.
—Póngase cómoda, descanse, yo me encargo de averi­guar los horarios.
La habitación era pequeña y austera, olía a limpio, en las paredes no había más que un crucifijo oscuro. Golpea­ron la puerta. Ágata abrió y se encontró con una monja
menuda, muy arrugada, que se presentó como Sor Teresa. Le preguntó si deseaba algo, le dijo que todavía estaba a tiempo para almorzar. Rápidamente le informó que el pre­cio de la habitación incluía el desayuno, pero no el almuerzo ni la cena, que debían ser pagados aparte.
— ¿Cuántos días piensa quedarse? —preguntó.
Agata contestó que tal vez partiría al día siguiente y que no deseaba almorzar, sólo quería descansar.
Cuando quedó sola fue a la ventana, vio árboles y te­chos y el declive del terreno que bajaba hacia el valle. Sin­tió deseos de salir y mirar todo aquello de cerca. Se dijo que habría tiempo y se puso a ordenar sus cosas. Abrió la cartera, buscó el sobre con el pasaje y el pasaporte y no lo encontró. Tampoco estaba la billetera. Vació el contenido sobre la cama, revisó los bolsillos del tapado. Entonces se acordó del empujón en el aeropuerto. Parada en el medio de la habitación, paralizada, percibió al mismo tiempo el silencio que la rodeaba y el vacío que se producía en su ca­beza. Permaneció así, sin saber qué hacer. Finalmente bajó, bordeó un patio con flores y una fuen­te en el centro, se metió en un largo pasillo y desembocó en una sala en penumbras sin cruzarse con nadie. Se aso­mó a la única puerta entreabierta: daba a la capilla. Sor Te­resa estaba arrodillada en el último banco, la vio y se levantó.
— ¿Qué necesita?
—Hablar con Sor Verónica.
—En este momento no está.
—Es urgente.
—Tuvo que salir, vuelve en una hora.
—Me robaron.
— ¿Qué le robaron?
—Los documentos.
— ¿Dónde?
Agata explicó como pudo. La monja llamó a otra, Sor Angélica, y después apareció una tercera. Le preguntaron si llevaba dinero en la cartera. Les dijo que muy poco, lo suficiente como para moverse los primeros días, el resto lo tenía guardado en un bolsillo que su hija le había cosido en el interior del vestido, y también había enviado una par­te por intermedio del Banco.
—Entonces no es tan grave.
—Pero estoy sin documentos —dijo Agata—, ¿qué hago ahora?
—Le extenderán otros. Los documentos se recuperan, la plata no.
Entre las tres la tranquilizaron, le dijeron que no se preocupara, que todo se arreglaría, que esperara a Sor Ve­rónica y ya verían qué se podía hacer. Comentaron que así era Italia ahora.
—A mí, hace una semana, me robaron en un ómnibus.
—No vaya sola por la calle, nunca lleve cosas de valor.
Le ofrecieron una silla, le trajeron un vaso de agua, la siguieron consolando.
—Pobre señora —dijo una.
—Pobre mundo —dijo otra.
—Tenga —dijo Sor Teresa, y le dio una estampita de la Virgen—, la va a ayudar.
Agata la tomó y volvió a su habitación. Revisó una vez más la cartera y los bolsillos, abrió la valija. Se sentó en la cama y se puso a pensar en el recibimiento que le había dado su tierra.




*de La tierra incomparable, © Editorial Planeta (1994), © Antonio Dal Masetto.








Los amigos son una costumbre solar*

-a Cacho Agú, con un abrazo.


los amigos son una costumbre solar,
la segura semilla de la flor del silencio,
el más que mejor rito de la cotidianía,
la bendición perfecta por la que estamos vivos...

son la espuma del viento que celebro cantando
porque allí el transcurso del tiempo se florece
rindiendo su primicia de bienvenido abrazo
en riego imprescindible de certidumbre en mano...

los amigos son fieles aún cuando la ausencia
nos regala su turno de extrañamiento humano,
y aprendemos respeto paciente por los días
hasta que otra vez alguien nos convida a acercarnos...

se nos allega otro, con su nombre y su historia,
y pactamos de nuevo convivir un nosotros,
y seguimos creciendo nuestro común destino
dentro un inmenso límite de lluvia entre los árboles...

¡y qué bueno es juntar la lluvia y los amigos!:
la bruma buena cuya lleganza es descansancio,
como el mate aromando ante la compañía
de la absorta candela y las letras que besa la poesía...

los amigos nos dejan nombrados, sin olvido:
los de siempre, los nuevos, los a llegar mañana,
en franca y encendida fiesta honda y sincera
que nos nutre de puro milagro del misterio...

cuando el azul velero de la luz nos recoge
quedan siendo lo único que de verdad tuvimos...




*de Horacio C. Rossi. terrazio@ciudad.com.ar









Viernes, 08 de Febrero de 2008
UNA CUESTION TRANSITORIA*



*Por Eugenio Previgliano


Si algo me queda en la memoria de esta última copa del mundo en Francia es el recuerdo del partido Francia vs. Inglaterra con todos los supporteurs franceses cantando La Marsellesa. También me queda el penoso recuerdo de haberme visto obligado a dejarle a Carmen en Barcelona toda mi ropa de invierno y muchos libros por leer para no pagar una exorbitante multa por exceso de equipaje.
Sin embargo también los argentinos tenemos un bello himno, relegado en parte al abandono por obra de Julio A. Roca, quien junto con sus ministros sancionó un decreto que suprime algunas estrofas del Himno Nacional Argentino. Es interesante recordar algunos de sus considerandos, por ejemplo aquel que predica "contiene frases de propósito transitorio". Me resulta dudoso que tenga propósito transitorio enunciar que:
"Se levanta a la faz de la tierra /Una nueva y gloriosa nación/Coronada su sien de laureles/Y a sus plantas rendido un Leon"
¿Qué oscuros motivos hay para que el Pueblo de la Nación Argentina no entone estas bellas y sensuales estrofas cada vez que deseamos poner de manifiesto los tremendos lazos que nos unen?
Las afirmaciones del presidente Julio Argentino Roca y sus ministros incluyen que esas frases "han perdido su carácter de actualidad". Conviene, para mejor comprensión de esta idea, transcribir otras frases que a juicio de Roca habían perdido actualidad para el 30 de Marzo de 1900:
"A vosotros se atreve ¡Argentinos! /El orgullo del vil invasor, /Vuestros campos ya pisa contando /Tantas glorias hollar vencedor./Mas los bravos que unidos juraron /Su feliz libertad sostener./A esos tigres sedientos de sangre /Fuertes pechos sabrán oponer"
El delicioso poema épico de López y Planes, conocido antes como Canción Patriótica y estrenado en una elegante soirée en lo de Mariquita Sánchez de Thompson, fue sancionado como Himno Nacional Argentino por la Asamblea Constituyente de 1913, la misma que abolió la tortura -ideal que quien sabe si habrá perdido vigencia- y la esclavitud -¿otro anacronismo?- estableciendo una fecha para la libertad de vientres.
En orden a la transitoriedad, supongo que en esta categoría podría tal vez poner el sentimiento de despojo al dejar mis libros y abrigos en manos de Carmen, mi prima catalana, deslumbrado como estaba por la vuelta a la Patria, a mis hijos y a mis bellas actividades entre amigos criollos.
Pero si estas ideas pueden parecer curiosas, no menos difícil de comprender es que en los considerandos de su decreto, Roca y sus adláteres argumentaran que las frases olvidadas del himno, cuya transitoriedad es difícil de pensar, "mortifican el patriotismo del pueblo español y no son compatibles con las relaciones internacionales de amistad, unión y concordia que hoy -30 de Marzo de 1900- ligan a la Nación Argentina con España. ¿es que nos han pedido desde entonces disculpas por el crimen del colonialismo? ¿qué significa exactamente iberoamericano? ¿italohispanoamericano? Ocurre sin embargo que Carmen no ha estimado pasajera mi inquietud y ha trabajado sin sosiego y se ha puesto en gastos para enviar por correo no sólo el paquete con mis cosas sino una vasta colección de exquisitos regalos para toda la familia y yo, que soy algo distraído, demoré varios días en ir a retirar ese paquete y creo que hace apenas un par de días que repartí los regalos teniendo pendiente todavía notificarle del éxito de su generosa empresa ¿qué clase de disculpas debería pedirle después de este ingrato silencio? ¿Alcanzará con pedirle disculpas publicamente?
Justamente fue en Barcelona, quizás la menos española de las capitales de la península donde se empezó a gestar el acercamiento entre peninsulares y criollos: autoridades y pueblo saludaron con fervor el arribo de la Fragata Sarmiento el año 1900 y Roca, en un rapto de pasajero entusiasmo habló de mandar a Roque Sáenz Peña de Ministro a España para recomponer los lazos de amistad y colaboración.
Hay en él -dicen los considerandos del decreto de Roca hablando del Himno Nacional- estrofas que responden perfectamente al concepto que tienen las naciones respecto de sus himnos en tiempos de paz... las que pueden y deben preferirse para ser cantadas en festividades oficiales. ¿No preferiría el lector cantar en una final contra, por ejemplo, Brasil, esas estrofas anatemizadas del himno a tener que esperar los laureles para manifestar su fervor?
En estos días aún en la península sigue la discusión respecto de su canción patria, restaurada como tal durante la dictadura de Franco para la cual el Comité Olímpico Español anda buscando una letra razonable. En 2003 una banda australiana tocó la canción patria de la república durante una competencia deportiva y generó un escándalo de dimensiones: no parece el himno español muy asentado a los ojos extranjeros y quien sabe cuántos serán capaces de preocuparse en la madre patria -hay una sola- por la bella letra de nuestro himno.
Sin embargo tanto en la vida de las personas cuanto en la de los pueblos hay cosas efímeras y otras más profundas, misteriosamente resilientes: ¿en cuál categoría poner mi conflicto casi irresoluble con la generosa Carmen? ¿y las estrofas que faltan del himno donde las pondremos?



-Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-12240-2008-02-08.html





*

Queridas amigas, queridos amigos:

El domingo 10 de febrero del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores peruanos Ernesto López Mindreau, Octavio Polar y Federico Gerdes. Las poesías que leeremos pertenecen a Cristina Pizarro (Argentina) y la música de fondo será de La Posta (Agentina). ¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067





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