miércoles, julio 09, 2008
HASTA QUE LA HISTORIA NOS ALCANCE...
*Foto de Valeria Marioni y Florencia Soler Abbate. hijasdelviento@hotmail.com
*
Siguieron amándose.
A pesar de ellos mismos.
Hasta que la historia
-tan presente-
de cada cual.
Los alcanzó
de una vez por todas
en un mismo día.
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
HASTA QUE LA HISTORIA NOS ALCANCE...
Declaración*
Te dije a los ojos que te quería.
Tenía que habértelo dicho a los oídos porque no te enteraste de nada.
*Joan Mateu. joan@cimat.es
Miércoles, 9 de Julio de 2008
TEATRO EL GRUPO CATALINAS SUR CUMPLE 25 AñOS EN ESCENA
Intimidad y secretos de los más queridos por el barrio*
Con sede en La Boca, la compañía de Adhemar Bianchi viene reivindicando desde 1983 un teatro vecinal, hecho de improvisación y lazos fraternales entre sus miembros, con un entusiasmo que entrecruza generaciones y trayectorias.
*Por Facundo García
En las escuelas de teatro nadie enseña a hacer choripanes. Y si bien éste no es el lugar para discutir esa ausencia, sí vale la pena señalar el respeto que los vecinos del Grupo Catalinas Sur de La Boca tienen por ese ritual parrillero que los reunió por primera vez y que justamente hoy, cuando cumplen veinticinco años en escena, sigue siendo el prolegómeno de las obras que presentan en el teatro que construyeron y están a punto de agrandar. Gracias a esa perspectiva amplia de lo que significa la cultura en un barrio, quienes se acercan diariamente al local de Benito Pérez Galdós 93 presencian postales de otra Argentina posible. Alrededor del galpón, los viejos hablan con los adolescentes, los pobres debaten con los conchetos y los intelectuales intercambian opiniones con los obreros. “Es que vos no sabés la fuerza que da el hacerse famoso en el barrio”, invita a pensar Adhemar Bianchi, el dramaturgo uruguayo que coordina desde la primera hora.
Quién hubiera pensado que la kermés que la comisión de padres de una escuela armó en la plaza Malvinas allá por 1983 iba a terminar en algo tan grande, con trescientas personas involucradas y reconocimiento internacional. “Lo que hemos conquistado no tiene nada que ver con esa farsa efímera que promocionan en la tele –sintetiza Bianchi–. La fama vecinal se asocia con la posibilidad de armar, alrededor de casa, una existencia más humana.” Nada menos. Si uno entra al baño de la sede, aparece una joven rubia que concentra dos ojazos azules a la altura del cinturón del visitante. A no apurarse: es un graffiti que conserva su perfección gracias a la limpieza y organización minuciosa de cada uno de los espacios. Ambitos que, por otra parte, se multiplican cada vez más, ya que después de haber terminado de pagar una hipoteca de seis mil dólares mensuales en 2001, el plan del equipo es extender las instalaciones propias para independizarse del alquiler de un tinglado que hace las veces de depósito. De todas formas el núcleo, la verdadera riqueza de Catalinas, está en una dimensión que no tiene nada que ver con las finanzas.
Una forma de crecer
En estas dos décadas y media, el elenco ha sido un tobogán por el que se desplazaron varias generaciones. Incluso hay chicos que juntan voces con abuelos, padres y hermanos. ¿Un caso típico? El de la rubia Gilda, que se acerca ondulando alegría poco antes de que se abra el telón. Oriunda de Ciudadela, la actriz y cantante es una de esas princesas del conurbano que de un solo guiño son capaces de cambiarle el día a toda la barra de la esquina. Para economizar descripciones, basta con mencionar su nombre completo: Gilda Arteta Ortelli. “Así, guarango como suena, y me la banco”, sonríe. Más tarde se transporta a la noche en que su mamá –que hacía el mismo rol que ahora cubre ella en la obra El Fulgor Argentino– le confeccionó el vestidito para su primera interpretación. A simple vista se nota que el tiempo pasó, y hoy aquel papel de nena está a cargo de una hermana menor, y quizá más adelante sea para una hija o una sobrina. Así viene la mano en este rincón boquense.
Catalinas se ha revelado como semillero de los lazos más impredecibles. “Lo que pasa es que antes, en los barrios, vos tenías dónde interactuar –aporta Bianchi–. El cine, la plaza, los ateneos anarquistas, los clubes. Hoy todo eso está en crisis.” La misma arquitectura de las urbes modernas favorece el aislamiento. “Fijate cómo son los hogares ahora. Departamentos para una o dos personas, donde casi se garantiza que no te vas a cruzar con otro. Exactamente lo opuesto a lo que proponían las casas chorizo –añade el dramaturgo–. Y te agrego algo, acá ya hemos formado varias familias, con bebés y todo.”
Usina de anécdotas
Desde aquellas reuniones fundacionales, el grupo ha ido navegando las agitadas aguas de la historia con las velas de la buena onda siempre desplegadas. Tras algunos tropezones, llegaron a ser unos noventa y hasta ciento veinte compañeros frente al público, y ese número se ha mantenido desde entonces. Con altibajos, claro. “En realidad –sostiene Stella Giaquinto, una señora de Boedo que se incorporó para actuar y ya se anima a la dirección– nosotros reproducimos en una escala micro las mismas tensiones que tiene la sociedad.” Bianchi asiente, y destaca la preeminencia de la clase media pauperizada en el proyecto: “Cuando arrancamos éramos treinta y cinco. Para viajar de un lado a otro de la ciudad teníamos veinte autos. Al presente somos más de noventa y tenemos únicamente seis coches. Sacá tus conclusiones”.
Retomando, Stella confiesa que una de las razones por las que decidió acercarse fue la soledad que se vive en la selva de asfalto. “Yo también soy uruguaya –revela–, y empecé a sentir que no me sentía contenida ni allá ni acá. Hoy te puedo decir que toda esta gente es mi familia.” No ha sido la única. “Lo mío no es nada –avisa la mujer–. Acá ha habido gente que se cruzaba el Río de la Plata. Se tomaban el barquito y se venían al ensayo.”
Todo esto es menos de la centésima parte de todo lo que guarda la esquina que a las ocho y pico vigilan los bomberos voluntarios, encargados de cuidar los coches del público. Esa variedad no impide, sin embargo, que haya seres cuya huella se recuerda permanentemente. La de Luba, por ejemplo. Era una viejita rusa que atendía un bazar y que se integró a los ochenta años, para largar recién a los noventa y nueve, y no por voluntad propia, sino porque se la llevó la parca. “Luba tenía su propio bloque en el show –boceta Stella–, y siempre era muy puntual. Una vuelta faltaban cinco minutos para empezar y no había llegado. La llamamos por teléfono y nada. Nos empezamos a poner nerviosos y la fuimos a buscar.” El camino fue corto, porque la veterana vivía en una de las torres. Tocaron el timbre. Ni un murmullo. Había que prepararse para lo peor. Entonces los rescatistas abrieron la puerta por su cuenta y encontraron a Luba en la cama. “Ay, tocala vos a ver si está viva”, pidió Stella a otra vecina. Justo en ese momento la anciana abrió los ojos y se asustó al ver tanta gente dentro de su pieza. Se había quedado dormida. “A los diez minutos estaba recitando sus líneas”, rematan los vecinos, a las carcajadas.
No hay pachorra ni bajón en este costado del Riachuelo. La agenda siempre abunda en visitas a otras iniciativas comunitarias, o en actuaciones gratuitas en plazas y comedores. Cada tanto un notición rompe la rutina. En 2001, por citar un hito entre tantos, los rumores de lo que se estaba haciendo acá cruzaron el Atlántico y llegaron hasta las orejas de los directores del Festival de Teatro El Grec de Barcelona. El problema era que, si invitaban a España, había que pagar el pasaje a una gran cantidad de personas que encima no eran profesionales. Finalmente, los europeos se pusieron con cien pasajes en avión, y no hubo allí acomodos ni casualidades, sino la cosecha lógica de haber peleado.
“Esto es algo nuevo, todavía no definido –interpretan–. No somos teatro off, ni partidario ni nos parecemos a otras iniciativas independientes ¿Qué sala tiene hoy dos estrenos por año, un repertorio que llena todas las semanas, festivales cada dos por tres y capacidad operativa para hacer la escenografía que quiera?” La pregunta trae voces desde adentro. “A ensayaaar”, se escucha. Los chicos que no actúan van a la guardería donde los cuidarán mientras dure el espectáculo. Los espectadores ya merodean con sanwiches y vino, cerveza o gaseosas. Faltan diez minutos para demostrar por enésima vez que aunque la vida no dé a todos el cuerpo ideal o una voz gardeliana, vale la pena hacer el intento de expresarse y tentar a la magia.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/10-10574-2008-07-09.html
Consejos para independientes
Se estima que hay más de veinticinco grupos de teatro comunitario funcionando en distintos puntos del territorio nacional. Como uno de los más antiguos, Catalinas Sur tiene la posibilidad de compartir algunas lecciones aprendidas hasta aquí: es importante fortalecer las raíces en un territorio. Eso significa que el elenco debe articularse con la comunidad donde se desarrolla, en vez de optar por el proverbial aislamiento que eligen tantos artistas. No es indispensable ubicarse dentro de los centros de alta cultura. Partiendo de los conceptos de Memoria e Identidad ya se puede empezar a armar una obra.
Un eje clave es mantener las puertas abiertas a la participación. El derecho a las actividades culturales no debe ser entendido como un acceso de meros espectadores, sino como una senda para producir actividades propias. Es acertado conseguir el compromiso de alguien que conozca la técnica teatral. Igual, los que más saben tienen la responsabilidad de empezar a transmitir conocimientos inmediatamente, para evitar depender de una sola persona. Las autoridades deben ser elegidas democráticamente. En Catalinas han utilizado como herramienta legal la asociación mutual que crearon cuando eran una cooperadora escolar. El financiamiento puede venir de vender comida, de una cuota social pequeña que aporten los promotores de la movida o de mil cosas más.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/subnotas/10574-3326-2008-07-09.html
Un polo de incansable actividad
En el Galpón de Catalinas Sur (Benito Pérez Galdós 93, La Boca) se hace casi de todo. Un buen principio es concurrir a alguna de sus puestas teatrales. Los viernes está Venimos de muy lejos, el resultado de un trabajo recopilatorio que se hizo entre varias familias del barrio para contar las peripecias por las que pasaron los abuelos inmigrantes al llegar al país. Los sábados, en cambio, está El Fulgor Argentino, una recorrida histórica que toma las idas y vueltas de un Club Social en clave sainetesca, y sobrevuela la historia entre 1930 y 2030. Los domingos a las 16.30 hay títeres: La niña de la noche es una versión de un cuento de Ray Bradbury en el que un muchachito aprende que la oscuridad, más que una situación a temer, es una celebración de los sentidos.
Por otra parte, se pueden cursar talleres. Hay teatro para adolescentes, para adultos, circo y teatro dedicado a los niños, circo para jóvenes y adultos, baile de candombe y títeres. Paralelamente, acaba de formarse una orquesta de música popular y en la próxima temporada el área circense se reforzará con un proyecto social que buscará poner los malabares al servicio de la inclusión. Desde agosto, habrá actividades todos los domingos en la Plaza Malvinas. Se estrenarán dos nuevas obras, y por más que en octubre y noviembre se cierren las puertas de la sala –para agregarle un primer piso–, está planeado que por esa fecha se desarrolle un Primer Encuentro de Teatro Comunitario.
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/subnotas/10574-3327-2008-07-09.html
*Fuente: Página/12.
LA OCTAVA MARAVILLA*
*De Vlady Kociancich.
48
El ómnibus se detuvo en el puesto fronterizo de Berlín Oriental y pasajeros y equipajes fuimos minuciosamente registrados durante una hora.
El campo siempre tiene algo de opresivo y a esta llanura gris la agobiaba doblemente su destino de surco abierto para separar, sin siembra ni cosecha. Cuando el gendarme me pidió los papeles y comenzó a interrogarme en alemán, su prepotencia no me conmovió. Tampoco la furia que le iba ganando la cara y que yo observaba con la misma curiosidad que me despertaban las siniestras torres de vigilancia, cargadas de soldados, de armas y reflectores.
Un pasajero, un alemán de edad mediana, me defendió ante el guardia. La contenida indignación lo estremecía. Hablaron los dos, el gendarme de pie en el pasillo del ómnibus, el otro sentado, alzando la cabeza hacia él y señalándome. Por fin, de mala gana, el gendarme me devolvió los papeles. El pasajero, en inglés, se disculpó por la actitud del guardia.
-No sé por qué lo hacen. No sé. No hay necesidad.
Sacudía la cabeza con excesivo azoramiento, porque el silencio de la gente en el ómnibus cuando lo registraban, era una sola cuerda tensa y las caras tenían la dureza inexpresiva que otorga el hábito de la amenaza. Le agradecí su intervención. No por mí, sino por él, que pertenecía a alguno de esos dos bandos (no averigüé a cual), y que todavía temblaba de temor, de humillación o de vergüenza. El hombre asintió una vez, brevemente, y se puso a mirar por la ventanilla.
Yo estaba afuera. afuera y cansado y triste, en la madeja de mi propia confusión. Todo lo que deseaba era salir de Berlín, llegar a cualquier otra parte. También yo volví la cabeza hacia la ventanilla.
En el aeropuerto, un empleado de Intourist que sólo hablaba ruso y alemán, se hizo cargo de mí y de mi equipaje y fue realmente como si, convertido por la ignorancia de la lengua y del lugar en un chico muy chico, me dejara cargar en brazos, transportar al avión que partía hacia Moscú. Dormí durante todo el viaje.
Mi estadía en la URSS abarcó unos veinte días. Permanecí en Rumania otros quince. Luego una semana en Belgrado y otra en Praga. Una conversación telefónica con el editor de la revista me envió a un congreso en París. Asistí al congreso, tomé notas, vendí publicidad. Un funcionario del turismo italiano me aconsejó trasladarme a otra importante reunión en Roma. Jamás había hecho un viaje tan extenso.
¿Deseaba volver a Buenos Aires? No lo sé. De todos modos, no hubiera podido hacerlo. Una especie de demonio caprichoso se ocupaba de que todo saliera bien. Mis envíos de material periodístico llegaban puntualmente; los avisadores pagaban, encargaban más páginas, reemplazaban un cuarto o un medio por un lleno a color, solicitaban notas promocionales. El éxito me obligaba a permanecer más tiempo en una ciudad y a visitar otras que no figuraban en el itinerario. El editor de ALAT aplaudía desde Buenos Aires, me conminaba a seguir, a aprovechar esa rara racha de suerte. Yo subía y bajaba de aviones, me registraba en hoteles, firmaba recibos, cobraba en bancos, asistía a un cocktail, me sentaba a sucesivas mesas de sucesivos restaurantes, dormía, me afeitaba, leía el International Herald Tribune.
Una mañana, en un café de Roma, frente al Panteón, tuve conciencia de que además de ese largo viaje estaba haciendo otro.
Bebía mi café distraídamente, no muy despierto aún, cuando un rayo de sol entró por la ventana y me deslumbró. Volví la cabeza hacia el Panteón.
Las redondas columnas era azules todavía, pero la leyenda en el arquitrabe comenzaba a absorber el amarillo de la luz, que ya doraba el nombre de Marco Vipsanio Agripa. Miré cómo resbalaba el sol por las columnas, en camino a la plazoleta y a la fuente allá abajo. Una mano hábil y silenciosa borraba sombra a sombra, azul a azul, volvía de oro a un pez de mármol verde y ponía chispas en el agua que brotaba de su gran boca abierta, antes negra e inerte en la oscuridad.
"La primavera", me dije, inmediatamente feliz. Esté donde esté, la primavera siempre me conmueve. Pero esta mañana traía otro mensaje además del primitivo alivio de un sol que regresa. Me decía que empezaba a alejarme de Berlín, me prometía olvido. Pagué y salí a la calle.
Toda Roma se ponía en puntas de pie para atrapar a ese gran pájaro de colores que planeaba sobre la ciudad. Cada rincón, cada muro, cada fuente, lo asían fugazmente para perderlo y recuperarlo en un alegre juego amoroso. No concurrí a mis citas. Caminé y caminé. Devoré los amarillos y los ocres y los verdes secos e infinitos de Roma, hambriento de sol, de tibieza, de libertad. Y al concluir el día, por primera vez me sentí a salvo, por primera vez me atreví a explicarme la aventura, la pesadilla de Berlín:
Un hombre enfermo, un hombre exhausto y triste, tuvo un sueño.
Llegaba a una ciudad desconocida y esa ciudad le era hostil. Encontraba a su padre muerto y lo negaba por cobardía. En la ciudad soñaba el barrio de su infancia y en él una casa que pobló con sus temores, sus obsesiones, sus deseos. Un falso amigo le abría una puerta. La puerta era el cine y podía negarse a trasponerla. Soño entonces que la elección confería dignidad y sentido de ser a una indigna, insensata existencia. Que era consciente del peligro y por ello capaz de coraje. Pero se sentía tan solo que tuvo que inventar la compañía de personajes secundarios y apuntalar la escena con trastos de utilería de una vieja obra: un patio, un reloj de hierro detenido en las diez; su mujer, que nunca lo quiso, en la figura de una joven de pelo negro y ojos verdes, sentada con un libro sobre la falda; el olor de eucaliptos en una calle, una pérgola vacía, un mosaico roto; una muchacha rubia, que lo amaba y que perdió antes de amarla; un poeta dibujado en la pantalla de una moviola, una historia que le hubiera gustado escribir. Soñó todo esto el hombre y luego despertó, acompañado por un testigo a quien, con la elocuencia de los soñadores, lograría trastornar.
Protegido por la luz terrena de Roma, caminando hacia el sol que regresaba, pude evocar ahora, sin aprensión alguna, la inquietud de Safet. Safet, que había recaído en las supersticiones del otro lado del mundo, a quien compadecí en el recuerdo de nuestra despedida, Safet estrechándome la mano largamente, pidiéndome que lo aceptada con serenidad. Una vez más de esas sombras azules que huían de Roma ante la invasión del sol.
Volví a Buenos Aires. No me importó que me recibiera el otoño porque estaba en casa, ni que llegara el invierno porque de todos modos, desde la mañana en Roma, sabía que hora a hora, minuto a minuto, me alejaba de la pesadilla y de Berlín.
Decidido a olvidar, olvidé. Trabajaba rutinariamente en la editorial, vivía rutinariamente en mi casa. El encierro y la soledad me protegían como el abrazo de una madre. Cuando las pesadillas me asolaban, salía al balcón y miraba el jardín, la firme palmera, las plantas. O bajaba al barrio y apuntalaba mi serenidad con una charla en el almacén, con una broma al chico de la playa de estacionamiento. Por miedo de perjudicar esa convalecencia, me prometí no salir de Buenos Aires. Con diversas excusas fui postergando viaje tras viaje hasta que designaron a otro periodista para la tarea. Nadie comprendió cuánto me aliviaba la pérdida de un puesto tan envidiado.
Estaba solo en una ciudad inmensa y sin embargo, no me sentía solo. Buenos Aires me acompañaba. Yo era parte de esas calles, de esa gente que hablaba como yo, de esas costumbres, esos vicios, esos caprichos que compartíamos. Parte de Victoria, que la habitaba secretamente, parte de los amigos que había tenido y volvería a tener cuando cicatrizaran las heridas.
Tan unidos estábamos Buenos aires y yo, que no advertí que juntos hicimos el viaje hacia el 23 de febrero, que juntos agotamos mi pobre plazo de trescientos sesenta y cinco días.
*Fragmento de La Octava Maravilla. Seix Barral. Biblioteca Breve-
Nueces y lágrimas*
Tengo chuchos de empezar el día en esta quietud gris. El cielo ceniza cerrado. Los países de nubes frías marchando lento al oeste, corriendo al sol a la pequeña utopía del después.
El aire es una esponja de angustia, y más allá del vaivén de los brazos de la parra, algunas gotas se resisten a perder su luz y su forma en una irreversible caída.
Quizá sea sólo mi imagen estirando la mano en el aire, buscando aquellos frutos del nogal donde las grietas anuncian la inminente caída de la nuez. Esta será una pequeña cosecha.
O, es mi incompetencia para atravesar las murallas de la memoria, como en esta mañana cuando las gotas son lágrimas jamás llovidas.
Pero estoy acá, abajo del viejo nogal, resistente a muchas calamidades, la raíz cortada por el caño de Aguas Argentinas, la poda equivocada que hice el año pasado, y la siguiente sangría de savia que no pude parar en varios meses.
Pero allí esta, obstinado como la mano que lo plantó, haciendo rodar por el aire las nueces antes de Semana Santa.
Seguro tiene más de 30 años, aunque es una época nebulosa y no puedo afirmar nada con justeza, aun en un día como hoy donde he mirado de ausencia las cosas, impregnadas de soledad, quietas para siempre, sin sentido.
Mientras escribo surge una imagen del pasado, allí mi padre tiene más de cincuenta años, son las dos de la tarde, lo veo sentado de espaldas con su campera de cuero negra, ha llegado hace un rato de la fábrica a la que entra a trabajar a las cuatro de la mañana. Puedo ver que mira algo sostenido en su mano derecha a la altura del pecho. En la mano izquierda tiene un vaso de vino blanco a medio llenar. Esta frente al armario, donde se guardan las copas y vajillas de casamiento de dos generaciones. Donde Hoy mi madre ha encendido una vela y me encarga que me fije si se apaga.
Pero él esta allí de espaldas y yo lo veo en silencio, quizás con el mismo silencio nos prodigamos durante muchos años, yo lo veo sin querer interrumpirlo, la mirada no sale de ver hacia la palma de su mano derecha, la mano izquierda inmóvil en el aire con el vaso de vino.
Así, estuvimos un rato, suspendidos en el tiempo, viéndolo mirar algo en silencio, hasta que él intuyo mi presencia y me brindo su rostro. Sus ojos estaban hundidos en lágrimas, en la mano derecha llevaba una billetera de cuero negro donde se veía en una foto tipo carnet la imagen de su madre, igual antes del tiempo al rostro de su vejez, 20 años después.
Lo veo hablándome en su media lengua, casi italiano, y no recuerdo sus palabras, pero ese día le había llegado la noticia de la muerte de su madre, no teníamos teléfono y solo recibíamos cartas escritas por su sobrina menor a la que no había visto nacer. Sé que no pude expresarle emoción alguna, ni abrazarlo, así de cerrados estaban los sentimientos.
Imagino, que habré sentido el mismo chucho frío que siento ahora, en ese verlo solo, llevando su dolor en silencio, cerrado, solo chorreando lágrimas.
Lo veo en esa soledad que siempre llevaba con él y que ahora yo comparto de palabras sobre un cuaderno, y en letras sin voz del teclado.
Sólo dos veces en la vida vi. llorar a mi padre, la segunda fue en último cumpleaños, a los 78. Ya había llorado en el hogar de día, no estaba acostumbrado a emocionarse, se conmovió "con tantos viejitos que me besaron". Ese atardecer era un día oscuro y frió. Fuimos a visitarlo con mis hijos y mi ex mujer. Él siguió llorando mientras los nietos soplaban la velita por segunda vez.
Nunca podré remediar no haber podido transmitirle alegría ese día, un 4 de abril de tres años atrás, lo veía mal y me sentía incapaz de mejorar las cosas.
Nunca le dije que lo quería, y pensé que no podría expresarme.
Fue así, hasta que desgarre el silencio sagrado de esa terapia.
Pero él, ya no podía oírme.
-2004-
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
*
No por mucho madrugar
se amanece.
*
A resultados grandes...
por vías intestinales.
*
De rodillas y contrito
arribaré más bajito.
*
Por las calendas
griegas y romanas nos darán bola.
*
Suelen las fieras domesticadas
ser melómanas.
*
Que es nada
lo que sé
sólo sé.
*
Corromper
y dejarse.
*
Pindongas clericales
atiborran arrabales.
*
A la madre de todos los vicios
la sirve regularmente el padre
de todos los fornicios.
*
El hombre más fuerte
es el que está.
*
Los viejos del futuro
ahora últimos
(con mucha suerte)
serán los primeros.
*
Dícese del buey
lamiéndose solo:
¡qué bien lo hace!
*
Más vale pájaro en mano
que sin destino.
*de Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
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