jueves, agosto 21, 2008
DESDE EL VERDE CRISTAL DE LA BOTELLA...
*Ilustración de Ray Respall Rojas. tgrafica@cubarte.cult.cu
(indicar "Para Ray" en el asunto del correo)
El bastión*
Tengo una cita
en la esquina aleatoria del desencuentro
inevitables pájaros cabalgan tempestad
estrujan mares árticos sobre solitarios
que aguardan de rodillas
el abrazo indulgente del poema
y su plegaria monótona
creciendo tulipanes desde las palabras
y música transpirada de silencio
tirita el desamparo bajo piel
intento aislarme de los otros
evito que mi sensibilidad se extravíe en la plaza
detrás de palomas amadoras
o el éxtasis escape por mis ojos
grabando esta soledad soterrada
última muralla poética
defendida con valentía
a máquina y lápiz.
*de Diana Poblet. soydian@yahoo.com.ar
DESDE EL VERDE CRISTAL DE LA BOTELLA...
El violín*
En la Calle
del Agua
hay un muro
donde
crece voraz
la Primavera.
Donde
el corazón
se encuentra
a salvo
frente
a una reja
agobiada
de suspiros.
Detrás
de un abanico
de varillas
doradas
la luna
esconde
su perfil
de magnolia.
Florecen
los geranios
y un violín,
ensimismado
y mágico,
combinando
sonidos
desvanece
monedas.
De Mis zapatos nuevos -Poemas
*de Ana Broglio. anabroglio2@yahoo.com.ar
FURIA Y REPOSO*
Las generalizaciones me provocan horror, pues atentan contra la individualidad, y borran los detalles, que acaso son lo único digno de mención en este mundo que mezcla sus colores y se va reduciendo a un marrón sucio homogéneo.
Pero, y esta es la trampa del lenguaje y del pensamiento, necesitamos crear categorías para referirnos a los individuos. Cuando digo que la Beltza es una perra, le estoy otorgando la posibilidad concreta de tener cuatro patas, orejas, hocico, de rascarse sentada y de orinar agachadita. Si me niego a nombrar su especie, al describirla, de inmediato y aún en contra de mi voluntad particularista, quien me escucha sabrá que es un perro, hembra.
Después vienen las generalizaciones de trazo medio y de trazo grueso, abarcando comportamientos y supuestas idiosincrasias. Caer en eso es peligroso.
Quien visita una tierra extraña, a su vuelta dirá cómo son los españoles, los franceses, los italianos, basándose en escenas vistas desde un autobús o en un hotel, y le dará igual que los Madrileños sean capitalinos y los de Extremadura muy extremeños. Los españoles son así, dirá, como si quien habita el borde del Cantábrico pudiese encajar como una pieza de puzzle con quien nunca ha bajado de las montañas.
Pero soy culpable de haber notado en Euskadi algunas cosas que me impactaron fuertemente por la diferencia con los hábitos y costumbres en mi ciudad, Santa Fe.
Viví cuatro semanas completas dentro de una familia euskalduna, compuesta por veinte personas. También realicé viajes de todo el día con dos señoras, anduve en piragua con una mujer joven, estuve en reuniones con matrimonios del lugar. Pude estar en contacto con gente y verlos moverse en sus vidas cotidianas. No puedo decir que sé cómo son, pero ciertas actitudes me saltaron a la cara.
Cuando algo no funciona, o se cae, o se rompe; cuando no pueden abrir un frasco o no encuentran lugar para estacionar, no exclaman “¡la puta madre!”. Cuando alguien hace algo inapropiado se quejan de la actitud, del comportamiento, de lo que esa persona hizo, no la denigran inmediata y personalmente con “¡qué pelotudo!”. Cuando están con sus parejas, no están haciendo constantes bromas solapadamente hirientes. Cuando están con sus amigos, el diálogo no es un intercambio de bromas ácidas e insultos que no se pueden contestar porque se supone que son eso, bromas. Hablar mal y suponer lo peor de los otros, aún sin conocerlos, no es habitual y constante.
En suma, me golpeó el bajo nivel de agresividad en las relaciones personales, a diferencia de la ferocidad y falta de paciencia que esgrimimos aquí, entre nosotros. Me golpeó porque dentro de la piscina no se puede hacer otra cosa que nadar, pero si uno halla una escalerilla se puede dar cuenta de que el reposo existe.
Y habrá negatividades de por allí y positividades de por aquí. Y excepciones, claro.
Pero anoto la observación de que en algún lugar, la gente, así, en general, la gente vive con menos furia, y me parece que es así, en general, un poco más feliz.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
TONOS DE VERDE*
Cierta vez, una amiga venida de Europa, mirando el paisaje que admiraba desde mi balcón, dijo: "Lo más sorprendente son los tonos de verde. Es increíble cuántas tonalidades se dan en este clima". Yo nunca he viajado para poder comprobar las diferencias tonales entre el acá y el allá, pero no dejó de
sorprenderme su observación, pues para mí era tan normal la visión de las copas de aquellos disímiles géneros vegetales, que estuve a punto de perderme la maravilla que encerraban. La vida es así, tiene tonos, capas, subsuelos, el deslumbramiento depende de los ojos del que mira.
Cuando Aida logró, tras meses visitando posibles viviendas, encontrar el refugio ideal para sus lienzos, no cabía en sí de gozo. Había sumado sus ahorros vendiendo cuadros de catedrales y Cristos de la Habana, al apartamento que le dejó su madre al morir, pequeño, pero muy bien situado en el centro de
la ciudad, a la casita en las afueras de la tía Berenice, para obtener, finalmente, su soñada casona de impecable arquitectura colonial, gracias, entre otras cosas, a las prisas de un matrimonio que se acababa de separar y andaban como locos por reinstalarse lo más lejos posible uno del otro.
La casa, un poco abandonada - bastante, si no lo hubiera visto con sus ojos de artista - era una mansión de dos plantas, con patio de frutales y jardín delantero. Un enorme garaje, a falta de auto propio, le serviría para instalar su estudio, donde al fin disfrutaría de la tranquilidad para emprender
su obra, no aquella que había estado obligada a hacer por requerimientos de un mercado poco amante del verdadero arte, en busca solo de un souvenir apurado que colgar en sus paredes como prueba de su osadía al visitar la isla, eternamente amenazada de una invasión enemiga que, por suerte, nunca llegaba.
Fue la tía Berenice, la que con el sentido práctico de siempre, dijo al segundo día: "El calentador de agua no funciona", al tercero: "Las losas de la cocina están levantadas, en las rajas se meten los ratones", al cuarto: "La columna de la sala tiene grietas", al quinto: "El techo del comedor tiene filtraciones, parece que el baño que le queda encima tiene alguna tubería reventada", y al sexto: "Creo que necesitamos reparaciones generales"...
A la semana estaban buscando un albañil, un plomero y un maestro de obras.
Les apareció todo en uno. Un señor de piel bien oscura, delgado y alto como caña de bambú, que caminaba semi inclinado para no tropezar con los marcos de las puertas. Dijo ser especialista en la materia, resultó que no cobraba un presupuesto muy elevado y se encargaba de traer los materiales - cuyo origen y legalidad por discreción decidieron no averiguar -.
Quedaron en que empezaría cuando lo tuviera todo listo.
Pocos días después se detenía un camión frente al bello portal, con sus columnas barrocas llenas de enredaderas, y las escaleras de mármol vieron como sobre ellas se dibujaba un surquillo de restos de arena, resebo, cemento, y otros materiales más o menos similares, destinados a cubrir grietas, tapar
oquedades, resanar efectos del tiempo y el abandono...
Le siguieron cajas con azulejos, color rosa para el baño de la tía, púrpura para cumplir el sueño de Aida de tener un baño semejante al que vio en casa de los amigos diplomáticos que le compraron el último lote de óleos con vistas capitalinas, verdes con cenefa para la cocina... tras ellas subieron más
cajas contenedoras de tuberías, codos, llaves y otros artilugios que servirían para que el agua, detenida en el piso bajo desde hacía veinticuatro horas, subiera de nuevo a las duchas y sanitarios. Cuando terminaron de bajar la última caja y colocarla en el amplio recibidor, Aida aplaudió.
A la mañana siguiente, con un enorme maletín bajo el brazo, llegaba el maestro de obras. "¿Sus herramientas?", preguntó Berenice, tal vez deseosa de iniciar una conversación y sentirse más a tono con la intromisión de un desconocido en su vida, ya de por sí cambiada cuando decidió apoyar a la
sobrina - ausente ahora porque era el día que le tenían asignado en la Asociación para comprar pinturas-, en su deseo de mejorar de vivienda. Hasta el momento no había pasado de ser una amable solterona, querida por todos en su rinconcito alejado del bullicio. Este salto al "mundo de afuera y la vida en
común", la tenía un poco desajustada.
- No, señora, es que no puedo trabajar si no me inspiro con la música.
Justo cuando la tía iba a decir que ella amaba la ópera y los clásicos, que tenía una buena colección y que tal vez se los podía mostrar cuando terminara su jornada, el señor Junco - así le llamaremos, pues no podía ser otro su apellido con tal apariencia - extrajo una reproductora de cassettes del bolso, marchó a grandes trancos tambaleantes hacia la cocina, la enchufó a la corriente y apretó la tecla PLAY. El sonido emitido y el volumen del mismo, fue suficiente para acallar a la anciana, que se retiró a su cuarto con el pretexto de tomar una aspirina, frase solo escuchada por sus pobres oídos, pues ya el maestro cantaba a toda voz mientras preparaba su mezcla.
Cuando llegó Aida cargada de tintes y lienzos en blanco, destinados a dejar constancia de su talento, la sorprendió una música ensordecedora y un albañil ceniciento de puro embarre que le espetó: "Por algún motivo la mezcla no cuaja". Corrió a ver a la tía y la encontró casi llorando, con una bolsa de
hielo en la cabeza. De algún modo logró convencerla de que, si ese era el único modo de que el hombre se inspirara a trabajar, mejor valía dejarlo, pues ya se le había dado la mitad del dinero por adelantado, además del de los materiales y dónde conseguirían otro antes de que se echara a perder el cemento, "al menos es persona honrada, porque en toda la mañana no se ha movido de la cocina, si no, las huellas andarían delatándolo por la casa".
- No te preocupes, mi hijita - le respondió Berenice entre sollozos - yo me acostumbro. Si Dios quiere esto acaba pronto.
Se equivocaba.
Primero fue la mezcla que no tomaba consistencia, a pesar de que "los materiales eran de primera", luego las lozas no se fijaban al piso, más tarde las tuberías, cuidadosamente armadas en compleja maraña, comenzaban a caer en el momento preciso en que recomenzaba a correr por ellas el agua, el tomacorriente de la cocina explotaba y el concierto de Paulito, La Charanga, NG la Banda y Bamboleo no tenía para cuando acabar, pues la reproductora se encontraba en el momento de la explosión trabajando con baterías. Cuando las puertas comenzaron a cerrarse y a abrirse solas, los objetos a caer de las mesas a pesar de las ventanas cerradas y la gravilla a derramarse de los sacos
cerrados, la tía y la sobrina comenzaron a prestar atención a los comentarios del albañil-plomero acerca de que no era su falta de pericia, ni la calidad de la materia prima la causante de tanto desatino: la casa tenía un fantasma.
- Yo tengo un padrino muy bueno - dijo el señor Junco sacándose del bolsillo un montón de collares de cuentas multicolores -, fue el que me dio los collares de los santos. No piensen que escondo la religión, es para que no se me manchen que me los guardo, pero siempre van conmigo.
Berenice trató de balbucear algo ininteligible, acerca de la iglesia única del señor, el paganismo, los falsos ídolos y la herejía, mientras Aida sonreía desde el escepticismo inculcado en las clases de comunismo científico.
Un Buda de porcelana se derrumbó aparatosamente de su repisa sobre el cubo de mezcla, aunque no corría la más mínima brisa, la puerta de uno de los cuartos superiores se cerró y las tuberías vueltas a colocar en correcta armazón comenzaron a zafarse, casi al compás de las tumbadoras de los Papines, que atronaban el cuarto contiguo.
- Decía - carraspeó el maestro de obras -, que si quieren lo llamo.
Para asesoría...
Dos cabezas asintieron al unísono.
No más romper el sol, ya estaba llegando el señor Junco con su Padrino, que resultó ser un joven rubio, de ojos claros, con muy poca o ninguna sangre africana en sus venas - en estos lados del mundo nunca se sabe qué ocultan los genes -. El Padrino comenzó por preguntar si no habrían sido los ratones, luego sugirió registrar la casa por si había algún animalito colado, un gatito huérfano o un pajarito que hubiera quedado atrapado desde el día en que se cerraron las ventanas para comprobar que no era el aire quien tumbaba los objetos. Un cenicero voló en perfecta trayectoria de semi elipse para
estrellarse contra su sombrero, que acaba de colgar en un gancho de la puerta.
- En fin, empecemos - masculló - solo quería estar seguro.
Pidió el teléfono y llamó a una amiga espiritista. Se necesitaba alguien que identificara la identidad del causante de tanto destrozo, él solo administraba la cura. La médium, una muchachita de apenas dieciocho años, con un vestidito hecho con medio metro de tela, llegó casi a la hora de almuerzo y
fue recibida en el portal por una andanada de arena lavada, que se elevó de uno de los sacos en señal de protesta.
- Es un muerto oscuro - fue la frase con que hizo entrada al recibidor.
Decidieron reponer fuerzas, pues les esperaba un trabajo duro, así que comieron arroz frito, cocinado por el Padrino, que resultó ser un experto en platillos asiáticos. La comida fue servida festivamente en el patio, a la sombra de unas palmitas muy simpáticas y seguras - la mata de mangos y la de aguacates fueron desechadas por razones obvias -. Mientras comía a cuatro carrillos, la pitonisa contó que había descubierto sus poderes desde la primera infancia, cuando se dio cuenta que llevaba horas jugando con el espíritu de unos hermanitos gemelos, y no con dos niños vivos y coleantes. Una vez
terminado el almuerzo, que Aida elogió casi excesivamente, impresionada por los ojos del cocinero, pusieron manos a la obra.
Se creó el ambiente propicio, en un cuarto que se despojó previamente de adornos y cuadros, para evitar lanzamientos. Fueron encendidas dos velas y colocado entre ellas un vaso de agua, la muchachita se retiró al baño y reapareció transfigurada, con un pañuelo de óvalos anudado en la cabeza y una
mantilla sobre los hombros. "Así es como viene la gitanita", les explicó mientras encendía un tabaco y se colocaba un crucifijo entre las manos. Poco después, con los ojos en blanco, entremezclando español y caló, comenzó a describirles al agresor. Era trigueño, alto, con un bigote bien poblado, de complexión robusta y llevaba un maletín en la mano.
- Ese es tu papá, Aidita, lo reconocí por el bigote y la maleta, siempre estaba de viaje - saltó Berenice, pero fue mandada a callar con una seña.
- Lleva una camisa de flores y un pantalón color marrón, los zapatos son del mismo color, mocasines, con hebillas - siguió la otra desde su trance.
- ¡Tía, ni loco mi padre su hubiera vestido con tan mal gusto! - protestó Aida - Además, no tenía camisas de flores ni zapatos mocasines, lo de él eran trajes color entero o guayaberas, las camisas siempre claras y los zapatos de cordón.
- Pero entonces, ¿quién es? - preguntó el Padrino, aprovechando que se había roto la norma de no interrumpir a la vidente.
- Dice - dijo esta tras una convulsión que obligó a persignarse a Berenice -, que es el arquitecto que construyó esta casa. No quiere que le sigan perturbando. ¡Que se vayan los intrusos! ¡Aahhg! - y con una última contracción, que envidiaría cualquier bailarín de danza moderna, cayó al suelo, de regreso al mundo de todos los días.
Una vez recuperada, fue despedida entre frases de agradecimiento, tras abonársele un billete de veinte pesos, que tomó diciendo que ella no cobraba por su trabajo, pero necesitaba dinero para ponerle flores a la gitanita. De regreso a la sala, el Padrino se colocó la gorra de oficiante, el maestro de
obras sus collares y, entre comentarios acerca de la urgencia de hacer ese mismo día la obra purificadora, pues ya el espíritu estaba sobre aviso y podía tomar medidas extremas, comenzaron a extraer una serie de ingredientes de una bolsa. Para cualquier iniciado eran elementos obvios en una cura espiritual: cascarilla, cuatro pedazos de coco, trocitos de pescado y jutía ahumados, manteca de corojo, pólvora, aguardiente, hierbas sagradas... pero para la pobre Berenice solo fueron el motivo para ir a buscar su rosario.
- Necesito una botella - dijo el Padrino.
- ¿Una botella? - palideció la tía mientras pasaba las cuentas de una mano a otra mecánicamente.
- No se preocupe, señora, una botella vacía, cualquiera con tal de que tenga tapa, es para atrapar al muerto, para embotellarlo, si le gusta más así.
- ¿Usted dice, embotellar, como en los cuentos árabes del genio encerrado? - sonrió Aida.
- Pues aunque no lo crea, esas historias tienen mucho de verdad - aseveró el señor Junco, con tal expresión que a Aida se le congeló la sonrisa.
- Es que... - se hurgó nerviosamente la anciana una oreja con un hisopo terminado en algodón, descubriendo que perdía audición cuando se lo introducía -, con el lío de la mudanza botamos todos los trastos viejos y no tenemos botellas vacías, de ningún tipo. Ni me atrevo a pedírsela a los vecinos, porque la fama de bruja no me la quita nadie en el barrio ni en cien años, y yo que soy recién llegada, imagínese.
Por uno de esos enigmas del destino, todos los ojos se dirigieron a un botellón antiguo, de cristal soplado, que misteriosamente había sobrevivido a los lanzamientos. Su hermosa tapa esférica brillaba a la luz, lanzando destellos verdosos.
- ¡Ah, no! - protestó ella sin necesidad de que se hiciera algún comentario -. La botella que la abuela trajo de Italia... no. Si tiene que ser así, que se quede el muerto suelto por la casa, porque a mí no me botan el único recuerdo que me queda de ella ni por las siete maravillas del mundo.
Por toda respuesta, Aida la tomó suavemente del brazo y la llevó al comedor, desde allí comenzaron a llegar cuchicheos cada vez más altos, una defendiendo el derecho a conservar su amada reliquia, otra recordando los percances de los últimos días, los materiales echados a perder, la cuenta de gastos que se elevaba, los adornos rotos, la obstinación de tenerse que bañar con un cubo en el reducido baño de servicio, la tranquilidad perdida, "recuerda que hasta que no se terminen los arreglos no se acaba la música salsa"...
Al parecer este último argumento fue más que convincente, porque regresaron a la sala, donde ya los esperaba el Padrino con la botella en la mano, "para evitar que el difunto nos la rompa, ahora que sabe que es la única que tenemos".
- Mi tía dice que presta la botella, con tal que después se la dejen donde estaba.
- Allá usted, señora, si se quiere quedar con el genio embotellado, como dice su sobrina... - se encogió de hombros el señor Junco.
Lo que sucedió entonces es un secreto vedado a los oídos profanos, solo diré que la ceremonia fue todo un éxito. Ya está la mezcla fraguando y las tuberías esperan el momento en que el agua corra por ellas. El Padrino le da recetas de comida china a Aida, al tiempo que ésta le invita a ver sus pinturas "una noche, con calma, mi obra no es fácil, yo soy una pintora conceptual". La tía Berenice se abanica en su sillón, con dos taponcitos de algodón en los oídos, dando gracias al Señor por haberla ayudado a encontrar de formas misteriosas el modo de mitigar los sonidos...
Y yo, desde la botella - en mala hora la respeté; es que tengo debilidad por el vidrio soplado, máxime si es antiguo -, pienso que si no me hubiera dado por molestarlos, no estaría ahora en esta ridícula situación.
Cuando las vi llegar me cayeron tan bien, la pintora con sus meditaciones entre inciensos, la tía con sus conciertos de Bach, que pensé que íbamos a ser felices para siempre.
Fue la llegada del señor Junco con su polifonía ensordecedora la que me dio por echar a perder los materiales primero y romper las estructuras después - no sabré yo de esos menesteres -, luego, al ver que no se iba, me fui enfureciendo, dando portazos cuando entraba o salía de las habitaciones,
comencé a tirar objetos, creo que hasta se me fue la mano con algunos adornos de la viejita, pero es que la música tan alta me exaspera... Si solo hubiera tenido paciencia, ya estaríamos libres de él. Quién me iba a decir que el muy condenado era un iniciado.
Pero ahora es evidente que la pintora se ha enamorado del Padrino y éste le está diciendo que le encanta el rock - a mí que las tumbadoras me daban migrañas -. Ella, con tal de complacerlo, le dice que no puede vivir sin Pink Floyd, Queen, Black Sabath y sabe Dios cuántos grupos cuyos nombres no comprendo, pues su inglés no es muy bueno. Él le sonríe embobecido y la tía, gracias a sus algodoncitos, ignora la conspiración que se está fraguando a nuestras espaldas.
Por eso decía lo de los tonos de colores al principio, quiero que me entiendan porque aquello no parecía tener que ver con el resto de la historia.
No supe lo que tenía hasta que lo perdí irremediablemente...
Ahora el único tono con el que veo el mundo es el verde del cristal de la botella.
*de Marié RojasTamayo tgrafica@cubarte.cult.cu
(indicar "PARA MARIÉ" en el asunto del correo)
-Este cuento fue llevado a la televisión cubana, la adaptación fue nominada al Festival de Radio y Televisión 2007
Luna lectora*
Cuando una de las hormigas negras la mordió en su pierna izquierda, la niña la reconvino con severidad. Le advirtió en su lenguaje todavía no del todo desarrollado, que de ninguna manera quería decir que no tuviera notables matices, que no estaba bien lo que la columna de trabajadores estaba haciendo. Caminando en puntas de pies iba señalando a la última mordedora y con sus pequeños dedos le indicó a ella, como a toda la indiferente fila de hormigas, que era la tercera vez que esto ocurría. Aguantado el dolor les precisó que se había sentado bien al filo de la sencilla pileta natación para no entorpecer el lleva que te lleva de hojas y ramitas.
Les hizo notar, ya con un tono de voz más elevado, que ellas debían seguir la línea negra de alquitrán que unía el cemento del borde de la pileta con el mosaico. Usando en forma imperiosa la primera figura del singular agregó: -Yo leo mis cuentos acá- y señaló los cerámicos marrones que tenían la propiedad de rechazar el calor que el insistente sol de La Rioja producía.
El notable diálogo, si tomamos las tres mordeduras de las hormigas como una forma de comunicación, no tenía hasta ese entonces testigos. El padre de la niña estaba agachado, absorbido por la limpieza de la parrilla, en esa posición era sabido que se le producía una particular sordera que desaparecía automáticamente al volver a la posición erecta. Por su parte la abuela, como siempre en días domingo, canturreaba una vidala chayera mientras preparaba las ensaladas.
La madre, eternamente atenta a las idas y vueltas de la pequeña, estaba tratando de dormir en sus brazos a su otra hija recién nacida. De los tíos todavía no había noticias dado que remoloneaban para levantarse de la cama.
Por suerte esas ausencias impidieron corregir a Luna en aquello de que leía cuentos, dado que con sus casi cuatro años eso era imposible. Cualquiera de los mencionados, más bisabuelos, tías y abuelos, podría haber intervenido para ordenar en forma coherente la realidad: -Luna vos mirás cuentos- o –Luna vos contás cuentos. Nada de eso ocurrió por las ocupaciones y ocios diversos de los adultos, lo que permitió a la niña seguir entablando negociaciones con el ejército de hormigas. Ayudó que una de ellas, de contextura más grande que las otras, se detuviera cerca del dedo admonitorio de la chica.
Luna tomó en cuenta el hecho y pensó que esta voluminosa hormiga era algo así como el padre o madre del resto. Esto le hizo cambiar un poco el tono, después de todo se estaba dirigiendo a un adulto desconocido, pero no modificó ni un poco su reclamo. Reiteró la cantidad de veces que fue mordida, indicó con pelos y señales a la última ejecutante de tan agresivo acto y reclamó que se respetaran los acuerdos persistentes: línea de alquitrán para las hormigas, baldosas de cerámicas para ella. Prohibición absoluta de morderla, como también reconvino a que ninguna, pero ninguna oliera, transitara u osara arrancar el más mínimo pedacito de papel alguno de sus libros.
Como entendía que ella no podía poner todas las condiciones del tratado de paz hizo las concesiones que entendía los animales no iban a desechar: no quemaría la fila de hormigas con fósforos, tampoco les inundaría el hormiguero con el agua de la manguera, Luna daba por descontado que las hormigas la veían todos los días regar con ahínco. Tampoco iba a pedir que sus padres le regalaran un oso hormiguero. Por último, agregó, que no elevaría sus quejas al almirantazgo de los adultos, donde ella tenía sobrada influencia, para que rociaran sistemáticamente con veneno todo el jardín.
Viendo que la hormigota seguía escuchando mientras se rascaba la cabeza con sus patas delanteras completó, con confianza, que tenían que darse cuenta que una cosa era la picadura de las pequeñas hormiguitas rojas y otra muy distinta la mordedura de las grandotas hormigas negras. Que ella sólo quería seguir leyendo cuentos al sol y que poco le importaba la vida de la infatigable fila de hormigas.
Parecía que la negociación había terminado en un franco tren amigable, eso hizo que la pequeña se volviera a sentar para retomar el placer que le producían libros de cuentos que le enviaba su abuelo desde una ciudad lejana, pero una disloca hormiga salió de la fila y la atacó sin más. Sorprendida por el desleal acto rompió en un inconsolable llanto y se dirigió hacia su padre para pedir justicia, esta señal de aguda alarma hizo que cada uno de los ocupantes de la casa entrara en alerta roja: madre, padre, abuelos y tíos fueron hacia el lugar del hecho para tratar de defender a Luna del desconocido peligro en que se encontraba. En pocos menos que cinco o seis lágrimas todos se acercaron para protegerla y consolarla. Hubo que esperar a que se calmara para que pudiera mostrar las ronchas producidas por las que, hasta no hacía mucho, habían sido sus vecinas a la vera de la pileta.
Siendo un grupo familiar de acentuadas prácticas comunitarias ahí mismo se convocaron en una asamblea para resolver de la mejor manera el conflicto: ejército agresor – Luna lectora. Por ciertos principio generales ecologistas no podían rociar con nafta y prender fuego al hormiguero, tentación primera ante la indignación que las lágrimas producía en los adultos. Tampoco actuar con venenos prolongados por la presencia de las niñas y animales domésticos. Mucho menos tomar un grupo de veinte o treinta como rehenes y colocarlas dentro de un frasco. Mucho menos era cuestión de arrancarles las patitas a doscientas o trescientas de las malvadas agresoras. En un acto que se consideró justo y razonable se destruyó la pileta, dado que debajo estaba el hormiguero, lo que obligaría a las hostiles vecinas a dirigirse a otro jardín vecino. Para reservar el lugar a los fines que la niña había impuesto, con los cerámicos rescatados se hizo un hermoso banco de jardín para Luna y sus acompañantes en la aventura de la lectura.
*de César Hazaki. cesar.hazaki@topia.com.ar
CUENTA VALERIA*
"Crónicas del Hombre Alto nº 41"
Cuenta Valeria que hace unos meses comenzó a coordinar un taller literario destinado a gente joven. Cuenta que las reuniones se realizan los sábados a la hora de la siesta y que, para su gran asombro, han sido varios los interesados que acudieron a la convocatoria. Cuenta que, si bien no todos asisten con regularidad, ha conseguido igualmente conformar un pequeño grupo estable, compuesto por cuatro noveles escritores: Joaco, Caro, Ana y Pancho.
Cuenta Valeria que, al igual que ella, sus talleristas son estudiantes veinteañeros y que esa existencia de códigos comunes favorece la mutua comunicación. Cuenta que no siempre el ánimo del grupo es el ideal, que a veces hay quien llega contrariado por la inminencia de un examen, o abrumado por vaivenes amorosos o, simplemente, arrastrando todavía los efectos colaterales de la trasnochada del viernes. Cuenta también que, tal vez justamente por ese motivo, las reuniones de los sábados operan en ellos como un refugio frente a las asperezas de lo cotidiano, creando un microclima singular dentro del cual la literatura suele terminar pareciéndose a una excusa -hermosa, pero excusa al fin- destinada a promover el cálido abrazo de las almas.
Cuenta Valeria que los chicos y las chicas que asisten a su taller están atravesando esa etapa de timidez inicial en la que no terminan de asumirse como escritores. Cuenta que les cuesta mostrar sus creaciones y que escudan su vergüenza en un genuino interés por leer textos ajenos. Cuenta que, un poco para poder sobrellevar esta actitud pudorosa, y otro poco para cumplir una función estimuladora, se le ocurrió la idea de elegir una obra no demasiado extensa y destinar un segmento de cada encuentro a su lectura. Cuenta que propuso varios títulos y que incluyó en el menú uno de mis libros. Cuenta que, luego de dar unas breves referencias acerca de cada una de las obras en danza -y aquí me permito sospechar en ella cierta cariñosa arbitrariedad, acaso inconsciente- el grupo terminó votando por leer mi novela.
Cuenta Valeria que abordan un capítulo por semana, que la lectura del libro les resulta ágil y entretenida, que se ríen mucho, que a veces una frase o una escena termina siendo el disparador adecuado para que los presentes se extravíen en largas charlas, tan entusiastas como carentes de rumbo predecible.
Cuenta Valeria, textualmente: "la verdad que la pasamos genial leyendo tu libro".
¿Cómo no sentirse complacido y conmovido ante semejante declaración? Enterarse de que hay un grupo de personas -y mucho más si se trata de personas jóvenes- que sábado tras sábado monta un rito colectivo en torno a algo que uno ha escrito provoca una alegría a la que resulta difícil hallarle analogías eficaces. La tarea del escritor, se sabe, es eminentemente solitaria. Casi nunca tiene uno la posibilidad de conocer qué impresión (buena o mala) ha causado su obra en los lectores. Mucho menos aún, de asomarse a la imprevisible cadena de íntimas derivaciones que ha generado la travesía de ese texto por el mundo. Poder romper ese aislamiento es una experiencia siempre fascinante, independientemente del resultado al que nos lleve. Pero cuando ese resultado consiste en descubrir una historia como esta que me ha sido referida, saltar la cerca nos conduce a la felicidad más pura.
Cuenta Valeria detalles de esa rutina que se despliega en su taller los sábados a la hora de la siesta. Lo cuenta con suma frescura, seguramente sin imaginar el profundo significado que su relato guarda para mí. Y yo aquí, desde este lado de sus palabras, siento agradecido que esa complicidad tejida alrededor de mi libro constituye, ni más ni menos, la justificación más acabada de su escritura.
*de Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@ciudad.com.ar
"UN GIGANTE DORMIDO"*
*Un documental de Sandra Godoy y Julio Tejeda
Para el observador fortuito, el visitante casual, Tafí Viejo no es más que otro escenario repetido a lo largo de nuestro territorio.
Talleres ferroviarios cerrados y una red ferroviaria aniquilada.
Pueblos enteros confinados a la desaparición y el olvido.
En Tafí Viejo, como en tantos otros pueblos ferroviarios, tuvo lugar una contienda desigual.
Una incalculable pérdida moral y económica es el legado de un plan sistemático y progresivo que se desarrolló desde la década del 60 hasta el presente.
Los Talleres albergan a 66 de los 5.000 ferroviarios, que en los años 50 fabricaban y reparaban vagones y locomotoras.
Un Gigante Dormido aún espera la reactivación prometida.
LUNES 25 DE AGOSTO
A LAS 20:00 hs.
TEATRO IFT
Boulogne Sur Mer 549 - Abasto
Como llegar:
Subte Línea B - Estación Pueyrredón
Líneas de colectivos: 24; 26; 41; 68; 71; 101
115; 118; 124; 132; 146; 168 y 180
ENTRADA LIBRE Y GRATUITA
INFORMES Y PRENSA: info@ungigantedormido.com.ar
(011) 15-5-1774402 o 15-3-1857035
InventivaSocial
"Un invento argentino que se utiliza para escribir"
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos dirigirse a : inventivasocial(arroba)yahoo.com.ar
-por favor enviar en texto sin formato dentro del cuerpo del mail-
Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.
Blog: http://inventivasocial.blogspot.com/
Edición Mensual de Inventiva.
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Un viaje por vías y estaciones abandonadas de Argentina.
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Las opiniones firmadas son responsabilidad de los autores y su publicación en Inventiva Social no implica refrendar dichos, datos ni juicios de valor emitidos.
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Inventiva Social no puede asegurar la originalidad ni autoria de obras recibidas.
Respuesta a preguntas frecuentes
Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.
Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.
Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.
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