jueves, noviembre 13, 2008

LA VANA ESPERANZA DE QUE NO SEA VERDAD...



*Ilustración de Freyja. freyja_walkyrien@hotmail.com


Pequeñeces*



Ella a veces me devuelve a la infancia.
Dice que será motociclista, violinista, aviadora.
Dice que tendrá una fábrica de chocolates y una calesita propia para andar hasta que se aburra sin pagar boleto.
Dice que cuando crezca será así de alta, jugará basket y no irá a la escuela.

Ella es todo proyecto en su cumpleaños número ochenta y siete.
Yo soy todo el silencio.



*De diana poblet. soydian@yahoo.com.ar






LA VANA ESPERANZA DE QUE NO SEA VERDAD...






Travesías*


La había visto ya varias veces; al sentarme en el escritorio a escribir, aparecía, sin intención de hacerse ver. Pasaron los meses y llegó la hora de empacar, todo era un desorden desesperante. Cómo elegir esos últimos objetos personales que me acompañarían en esta travesía. Un largo peregrinar.
Ya instalada, finalmente comencé a poner cada cosa en su lugar. Los espacios me parecían extraños, esa geografía poco familiar me perturbaba demasiado.
Cuando acomodé todo, papeles, libros, el ordenador pronto al desafío, casi dispuesta a comenzar con ese impulso vital de escribir, apareció. ¡No podía creerlo!
Mientras se acercaba al borde del escritorio sentí una emoción indescriptible. Me había acompañado en esta vuelta a mis raíces, estaba ahí, fiel a la cita cotidiana, siempre discreta, moviéndose como si conociera mejor que yo nuestro nuevo espacio.
Bella, pequeñas pintitas rojas en su lomo, no podía ser otra.
¿Quién podría creerme? ¿A quién podré contarle que atravesamos juntas el Atlántico?
La garganta cerrada por la emoción del encuentro, recordé a mi abuela, "no las mates nunca" decía, "te traerán suerte en tus aventuras".
Decididamente, tendré que ponerte un nombre.
¿Le gustará "Lula" a una arañita viajera?




*De Alicia Jardel. aliciajardel@yahoo.fr

(Un homenaje a Lula Parra, la hija de Violeta, que vivio en Bruselas y murió el año pasado.
En recuerdo a esta amiga, este breve cuentito)







Simbólico*



Ese recuerdo rueda sobre la piel
filoso y metálico
crispa en el vórtice esta noche,
amazona oscura que recitó acantilados
voz quejumbrosa que bronceó lunas.
De la ausencia que huele a pinos,
ya no recuerdo ni su nombre.
Sólo un inevitable temblor
al gatillar esta máquina,
me embosca.




*De Diana Poblet soydian@yahoo.com.ar








Carta a una señorita en París*



*Julio Cortázar



Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha.
No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus
diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en
el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una
lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía.
Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra
casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y
segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito.
Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier
casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo
pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y
cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte.
Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos.
Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol
tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera
sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los
primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego
mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a
lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el
pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para
quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas
las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que
yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa.
No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée,
o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o
saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio.
Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse.
No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.



*FUENTE:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/cartapar.htm








Entrega*


Cuando en el aire susurre el viento
y no comprendas su sentido;
cuando maldigas las tardes de lluvia,
las noches blancas o el rocío;
cuando veas salir el sol de los vivos
y morir la mañana a espaldas del río
y no veas en ello nada divino;
cuando carezcas de recuerdos,
se te acaben los caminos,
mires y no veas la vida,
te miren y vean sombras.

Cuando te nombren como a un olvido,
y buscando en tu alma
encuentres vacías las fechas futuras;
cuando descubras que nada dejaste
al costado de ningún camino,
cuando comiences a comprender
que no era necesario
comenzar a morir
para desear estar vivo;
has un intento y abandónate al camino,
deja tu alma y no se habrá perdido.



*de Silvia Berlasso. silvia_1856@yahoo.com.ar







Ser consciente*




*Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona



UNO Días atrás -en ese suplemento en español que funciona como un destilado de noticias de The New York Times y que viene incluido en El País del jueves- leí una noticia que primero leí, después recorté, enseguida guardé en mi carpeta de Asuntos Internos y que ahora transcribo aquí.
Parece que ahora el Gmail -servicio de correo electrónico de Google- ofrece a sus usuarios una nueva habilidad que es casi un súper-poder. Un programa -todavía en etapa experimental- llamado Mail Googles y que no es otra cosa que una suerte de conciencia electrónica externa para proteger al
remitente de su conciencia interna.
Mail Googles vendría a funcionar entonces como una suerte de ángel de la guardia epistolar.


DOS La cosa es así: parece que los especialistas de Google descubrieron la existencia de un nuevo y creciente problema. Y que ese problema no es otra cosa que los correos electrónicos nocturnos (en especial aquellos tipeados en estado de embriaguez) redactados sin pensar demasiado (o pensando de más en lo que no se debe pensar) y pronta e inconscientemente enviados con un irresponsable click on the rocks.
El servicio en cuestión se activa y funciona entre las diez y las cuatro de la mañana de los días de semana -franja horaria que los estudiosos han decidido que es la que transcurre entre la copa número 1 y la copa número No Me Acuerdo- y consiste en el paso previo, antes del send, de tener que resolver "cinco sencillos problemas matemáticos" que obliguen a pensar un poco mejor en lo que se está haciendo, despabilarse un poco y ser consciente de que tal vez eso que le estamos comunicando a una ex pareja o a una posible pareja futura o a un jefe que no demorará en ser un ex jefe a la mañana siguiente, no es algo que tenga demasiado sentido poner por escrito y, mucho menos, ser enviado a la velocidad de la electricidad porque, sí, quien juega con electricidad se electrocuta.


TRES Y la noticia fue recibida con alegría, alivio, y se la considera tan importante como los controles de alcoholemia y las pruebas psicológicas antes de venderte una Magnum 44. Y la verdad que yo hace tiempo que vengo diciendo que no habría que venderle a cualquiera una computadora (el equivalente a un arma de fuego disparada a quemarropa) porque hace parecer tan fácil y produce espejismos tan prolijos (esa pantalla limpia, esos manuscritos impecables) para todo aquel que se sienta y se dice: "Aquí va la
nueva obra maestra de la literatura".
Pero por algún lado se empieza. Y leo en la noticia de The New York Times -firmada por Alex Williams- que varias personas que beben y teclean al mismo tiempo confesaron a los estudiosos de historias de esas que hielan la sangre y hasta a la incongelable vodka. Y que una tal Kate Allen Stukenberg -directora de una revista de Houston- se lamentó de que "lo peor de Mail Googles es que sólo se puede utilizar con Gmail" y propone implantación de dispositivos similares en el teléfono móvil. Yo iría más lejos: yo propondría que se implantara también en blogs y, ya que estamos, en Silvio Berlusconi.


CUATRO ¿Y cómo fue que surgió la idea de Googles? Conozcan a Jon Perlow -ingeniero electrónico trabajando en la división Gmail-, quien una mañana fue a revisar su carpeta de emails enviados durante la líquida noche anterior y se encontró con la solidez avergonzante de varias poluciones nocturnas, incluyendo un desesperado pedido de volver a intentarlo a una ex novia que, seguro, cambió de nombre y domicilio luego de leer eso.
Y, claro, todo comenzó con la inmediatez del teléfono, con la vertiginosa aceleración de la posible vergüenza. Un vaso en una mano, un auricular en la otra y allá vamos. Atrás quedaba para siempre la meditación obligada de las cartas y el obligatorio paseo hasta el correo --haciendo eses o haciendo
íes- que daba la posibilidad de recuperar un tanto la sobriedad por el camino y pensárselo mejor. O, por lo menos, de descubrir que no se tenía dinero para las estampillas porque, tampoco, se tenían bolsillos.


CINCO Ahora, la vida es mucho más peligrosa. Ahora el teléfono se ha convertido en mutación topododerosa de agenda/máquina de escribir/buzón/cartero. Todo en uno y en cuestión de minutos. Y Williams advierte, muy especialmente, de algo llamado "comunicación asincrónica". Lo que se traduce como ese súbito impulso que se siente en una fiesta -luego de estar conversando durante un rato demasiado largo con un tal Jack Daniels o con un tal Johnny Walker- de responder a todos esos mensajes que se dejaron pendientes de contestación en la oficina y, ya que estamos, por qué no
incluir un chistecito...
El artículo de The New York Times incluye un testimonio de Ryan Doge, asiduo a los blogs de citas: "Si has perdido completamente las habilidades motoras, probablemente Mail Googles no sea necesario. Pero hay un punto peligroso de intoxicación en el que estás lo suficientemente lúcido para manejar el teclado, pero lo suficientemente borracho para creer que declararle tu amor vía Facebook a esa chica de tu clase de primer año de secundaria es la mejor idea del mundo".
Y, claro, no sólo no es la mejor idea del mundo, sino que ni siquiera es una idea. Porque las ideas son cosas que se piensan y no cosas que, simplemente, se le ocurren a esa persona que es uno pero que ya no es uno exactamente.


SEIS Lo que me llevó a pensar en el fuerte y espirituoso vínculo entre alcohol y escritura. Desde el principio de los tiempos, la botella vacía y la página en blanco se han llevado muy bien. Glu-glu-gloogle y todo eso. Leí varios libros sobre el tema -leí varias vidas y varias obras- y la explicación parece ser sencilla: los escritores son personas por lo general introvertidas y la bebida te vuelve locuaz. Tanto en la fiction como en la non-fiction. Pero, claro, es una relación peligrosa. "Una de las desventajas del vino es que hace que un hombre confunda las palabras con los pensamientos", advirtió Samuel Johnson. Kingsley Amis se refería a su vaso de scotch como "un rompehielos artístico" y J. G. Ballard explicó que "no hay ningún secreto. Uno abre la botella, espera unos tres minutos y dos mil años o más de artesanía escocesa se encargan de todo lo demás". William Faulkner, en cambio, se consideraba alcohólico, pero advertía que jamás había podido escribir una sola línea borracho. John Irving -quien siempre se lamentó de que Hemingway y Fitzgerald no hayan alcanzado el máximo de sus capacidades por culpa de marinar durante años sus cerebros- se congratula de olvidarse de todo apenas con una copa de vino (y sobre todo de escribir) y recuerda una frase de D. H. Lawrence: "La novela es el ejemplo más alto de sutiles interrelaciones jamás descubierto por el hombre". A lo que Irving agrega: "Así que consideren tan solo por un segundo lo que la bebida les hace a las 'sutiles interrelaciones'. Es más: olvídense del 'sutil' y
piensen nada más que en las 'interrelaciones', eso que hace funcionar las novelas. Sin eso, no tienes narración sino palabrerío incoherente. Los borrachos son incoherentes y sus novelas también".
De acuerdo.
El problema -volviendo a lo del principio- es cuando los emails diurnos de personas sobrias, personas que han resuelto con éxito los "cinco sencillos problemas matemáticos", suenan y se leen, sin importar el día o la hora, como perfectos exponentes de "comunicación asincrónica".
Hoy recibí varios, demasiados.
Y el día no ha hecho más que empezar.
Salud, por favor.



*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-114924-2008-11-13.html







VIII*



Un cardumen
insiste
en la corriente
de ese río
que no volverá.

Ni siquiera
a buscar
la pena
mía
que busca
su naufragio.


*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar





Convocatoria*


El trilingüe Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL "Estrella Errante" (impreso y digital), que desde hace 17 años se edita en Salzburgo, Austria, convoca a ensayistas, narradores y poetas a colaborar con el trabajo de difusión cultural que llevamos a cabo.

Las colaboraciones deben tener una extensión máxima 4 páginas para ensayo y cuento. Para poesía se ruega enviar una selección de poemas de un máximo de 10 páginas. Los escritos deben acompañarse de un breve curriculum vitae (que contenga la dirección postal) y una foto digital del escritor a la dirección euroyage@utanet.at
Los textos seleccionados serán traducidos al alemán y publicados de manera digital e impresa.

Más informaciones sobre nuestra labor cultural sin ánimo de lucro en Europa encontrarán en nuestra página de internet www.euroyage.com
Cordial saludo,



*Dr. Luis Alfredo Duarte-Herrera
Director de YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schiessstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel: ++43 662 825067


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