miércoles, febrero 11, 2009
DEL PÁJARO DE PLATA Y EL PERRO AZUL...
ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL ROJAS.
La máquina más cara del mundo*
En una casa de remates, encontré un objeto muy raro. No tenía precio. Cómo toda mujer curiosa tomé con mis manos, una pequeña caja de madera. En su tapa había un relieve vidriado que según por donde enfocaba la luz, el color cambiaba. Del naranja pasaba al amarillo, del amarillo al limón, del limón
al turquesa y todos los matices más hermosos que mis ojos habían percibido.
Intente trabajosamente abrirla para observar qué había adentro.
Y misteriosamente, (fijándome que el vendedor no se molestara de estar toqueteándola) comenzaron a salir flotando numerosos globitos muy brillantes. Emprendieron a volar por el negocio con una gracia increíble.
Fascinada por el descubrimiento, pude agarrar uno que tenía la cara de Borges, al apartarlo encontré en letras diminutas sus obras completas.
En otro la obra de Einstein y en otro la de Freud.
No podía con mi regocijo, había descubierto en esa cajita de madera, en un lugar muy disimulado, la máquina de los sueños.-
*de Azul. azulaki@hotmail.com
DEL PÁJARO DE PLATA Y EL PERRO AZUL*
CANCION DEL VIENTO ZONDA*
El pájaro de plata teme al viento Zonda.
El perro azul lo sigue con sus ojos de luna vacía
Intenta dominar los remolinos zigzagueantes.
Aun no han partido y ya regresan.
El pájaro de plata y el perro azul
Han vuelto de la comarca de los cenagales de la nada.
Emergen juntos en un arrefice de coral.
El viento Zonda canta.
El pájaro de plata y el perro azul, sienten
que no solo los une la canción del viento .
Envueltos en plata y en azul,
ya no son dos mares, ni dos cielos, son uno.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Fábula encadenada*
Si el perro verde pilla la liebre, liebre que persigue al sombrerero, sombrerero loco, loco por las aves, aves fénix, fénix que resurgen de sus cenizas, cenizas de puros, puros habanos con vitola, vitola verde y oro, oro del Rin o del Nalón, Nalón con carbón, carbón de cock, cock sin bacilo... Sería posible que el grajo vuele bajo, bajo la sombrilla, sombrilla de playa, playa de arenas, arenas de reloj, reloj no marques las horas, horas perdidas en la espera, espera un poco, un poquito más.
*de Joan Mateu. joan@cimat.es
EL TIEMPO EN EL CARILLON*
El carillón de la iglesia liberó siete campanadas. Era la hora del desayuno.
Lucía que hacía más de una hora que estaba trajinando en la cocina, comenzó a llamar a su familia.
- ¡Arriba todos! Van a llegar tarde.
El primero en asomarse fue Oscar, su marido, ya listo para salir, portafolios en mano y disponiéndose a tomar el café de pie.
- Oscar, no es un ejemplo para los chicos, siéntate, por favor.
Luego entró Lía, aún sin peinarse y con todos los elementos de la escuela tomados de cualquier manera total los iba a tirar sobre la primera silla que encontrase. Por último llegó Sebastián restregándose los ojos, medio dormido y rezongando porque no era domingo.
Así tomaban el desayuno todos los días hábiles de la semana; el sábado y domingo sólo el viento escuchaba el carillón de la iglesia.
- ¿Cuándo cambió? – se preguntó Sebastián registrando en su memoria.
Pero en realidad tendría que preguntarse cuando comenzó a cambiar. Quedó pensativo un rato.
- Creo – se dijo – que fue cuando Lía comenzó la escuela secundaria; dejó de pelearse por la mermelada, hablaba poco, volaba con su mente y la mirada se le perdía a lo lejos. Al tiempo se supo que Alfredito la tenía loca.
Por esa época la situación económica se puso dura y muchas veces Oscar se iba más temprano a la oficina, ya no desayunaba.
- Mamá intentó por todos los medios mantener la rutina alegre de la familia. – Seguía recordando Sebastián.- Pero, pobre, el paso del tiempo se tornó demasiado vertiginoso y fuera de control.
La figura de Lía apareció muy clara en su mente.
- Si, eso fue...y luego, cuando Lía comenzó la Universidad se quedaba estudiando en la noche, por lo tanto no había modo de que se levantara antes del medio día.
Lentamente se dirigió a encender el fuego y calentar el agua para el café.
- Yo tampoco pude detener el tiempo – dijo ya en voz alta. – El estudio, los bailes, las chicas...
Se dejó caer en una silla. Al entrecerrar los ojos creyó ver a su hermana cuando subía la escalerilla del avión con su marido para radicarse en los Estados Unidos.
- ¡Mamá, cómo te deprimió esa partida! Y a papá lo absorbió cada vez más el trabajo. ¡Qué sola debes haberte sentido! Ahora comprendo, tanto como para morirte ¿no? Después de eso siguió un gran silencio invadiendo toda la casa. Papá y yo casi no hablábamos...Al poco tiempo tuve que mandar aquel telegrama: “Lía, papá murió anoche”.
El carillón de la iglesia liberó siete campanadas.
- Hora del desayuno. – Dijo Sebastián. - ¡Qué hermosa la infancia cuando estábamos todos peleándonos por la mermelada! Ahora tomo mi café en silencio
*de EMILSE ZORZUT. zurmy@yahoo.com.ar
VISITA A LOS DIOSES*
El río es marrón, pero si habría que usar los colores para retratarlo en una tela, entonces viene el problema de ponerle blanco a veces, otras un increíble tono malva, y otras ese celeste engañoso con el que suele espejar el cielo. No se deja apresar este río, no se deja definir, fluye, cambia, se desprende de la piel y muta para confirmar a Borges que confirmó a Heráclito que dijo lo que todos sentimos alguna vez mirando el agua, que el río es el mismo, que el agua pasa, que la ilusión de bañarse en las mismas aguas es la mentira de creer que se puede detener el tiempo, que se lo puede volver atrás; la mentira de pretender que la forma mantenga el contenido en este colador que es el tiempo, que es la historia, que es este río que se precipita por la llanura, sobre el continente, a través de la inasible Historia.
Verlo desde la costa no es transitarlo en bote de madera. No es para nada, contemplarlo desde la orilla, sentir el ruido del motor Villa explotando en un escándalo continuo, recibir con eco los sonidos de los chicos morenos pescando en la barranca, los pájaros que gritan sus cosas allá arriba, las olitas que se enmudecen pero persistentemente agregan un sordo tamborileo que trepa por las tablas despintadas.
Hay que hacer el viaje en bote de pescador, bote hecho a mano para que las curvas tablas encajen y formen la silueta primordial del pez. En una lancha rápida, en un barco, en un velero, se puede llegar a creer que se entiende algo. En el bote de pescador la lentitud, la vista a ras del agua aquieta la soberbia, uno se conforma con formular apenas alguna pregunta cuya respuesta conocerán los dioses.
La borda fue amarilla, fue roja, ahora es las dos cosas y tiempo y viajes. La pintura descascarada corresponde con los remos macizos en el fondo, con las tablas un poco carcomidas, con este río que tiene agua nueva y es viejo como los mares océanos.
El bote avanza por la orilla que se derrumba. Barranca entrerriana a dos colores, arriba una tierra blanca que supongo calcárea, y abajo la arcilla que cede y forma cuevas y se termina tirando al río con la melena de pasto y algún árbol que se inclina y moja la copa y al fin acaba en el agua que todo lo devora.
Brazo ancho que cruzan los caranchos en planeo extático de depredador.
Brazo ancho el de este río navegado por camalotes.
Y basta hallar una boca, y meterse en el arroyo serpenteante. Las orillas ya con una dimensión humana, las riberas con camalotes floridos, un sendero de agua declaradamente marrón en el medio, estrecho, marcando los sinuosos visajes con la senda justa para el bote. Las flores flotantes agrupadas en varas violáceas, bellas, perfectas, ofrecidas al amor de los insectos y a la admiración de los hombres.
En los lados, el verde perfecto.
Los árboles se rizan en enredaderas que forman tiendas, que crean la sombra y el escondite. Entre el verde compacto se encienden unas hojas que al secarse se colorean de un naranja de fuego. Otras son llamas rojas imposibles. Otras hojas son amarillas. Pero el verde ejerce su dominio heterogéneo. Hay muchos verdes; cada planta contribuye con su hebra para formar un dibujo incognoscible.
La canoa entre los camalotes en la orilla. El asado que humea blanco y sabroso. Las libélulas, las mariposas, los hongos de sombrero blanco, de sombrero marrón. El sapito en la grieta de la arcilla con sus ojos desorbitados. Las pisadas del carpincho que subió del agua. Los cardenales de rojas cabezas persiguiéndose entre las vertiginosas ramas de un árbol. Mi presencia insignificante.
El día que gira con truenos lejanos.
Hay que empujar el bote para sacarlo del barro, hay que bogar con el remo que se hunde en el cieno flojo para que la hélice no se enrede en los camalotes.
El glorioso cielo de la tarde que cae cuando es la vuelta.
En el reflejo de las nubes sobre el agua veo las torres y cimas de la ciudad de los inmortales. Había intentado ser puerilmente feliz. Mancillada de civilización, viciada de literatura, me resigno a llevar mi mundo sobre los hombros. Cómo verá al mundo, cómo me verá a mí el Martín Pescador sobre la inmóvil rama del poniente.
No me hago el propósito de regresar. Cualquier propósito de la voluntad humana es ridículamente infantil frente a la inmensidad de los elementos.
Los hombres azules dicen en el Sahara "el desierto es más grande" para marcar la omnipotencia de ese vasto ser que dispone de las míseras suertes de hombres y de camellos. Miro en derredor y pido clemencia a este otro Dios que se recuesta sobre la América.
Yo me digo que el Paraná, el arroyo, los pájaros y los insectos son ahora sólo imágenes en mi memoria endeble. Yo, condenada a la desaparición, acabo diciendo, diciéndome, "el río es más grande".
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Aun*
Aun
no decides tu destino
Te lanzaste al mejor
estilo
de mentiras
A esquilar
tu conciencia sin señales
Hubieras
Querido
vengarte de tu
otro yo de mercader.
de huevos
desyemados.
Que argumento
para la puerta
sin llaves.
*de NOELIA JUDITH GUIÑAZÚ. judith.guinazu@hotmail.com
La noche boca arriba*
*Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los
pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el
choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas
sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina.
Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...";
Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy
estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían
cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo
pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche
en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida.
Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales
palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto,
entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida.
Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies
se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo
apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los
guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche.
Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el
pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta.
Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta.
Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, yen los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo.
Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de
la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha.
Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.
Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían
por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
*Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/cortazar/nocheboc.htm
INVENTIVA SOCIAL*
Al Lic. Eduardo Francisco Coiro
La sociedad va a reinventarse a sí misma
en la persona y corazón de una niña
de doce o catorce años
al final de un invierno y de una guerra;
va a inventarse otra vez
hombre por hombre
sin miedos entre el hombre y la víbora
entre la araña y el hombre
entre hombre y tiburón
entre el hombre y su vecino
la plantita venenosa arrancada de raíz
y la rosa sin precio en florería
Mujer por mujer
tiene que reinventarse
en la persona o corazón de un niño
al final de un tornado terrible
donde ya casi nada estaba en pie
Y cada uno nacerá de todas las muertes
menos los peores asesinos
Y cada uno habrá aprendido a amar
desde tanto dolor acumulado.
Cada grano de arena será bello
y se enamorará de la luna
y será para siempre correspondido.
y volverán
a reinventarse el silencio
y la risa
la pelota de fútbol sin dueño
el bastidor para bordar las flores
la bicicleta con luces y timbre
la cocinita para hacer postres en cumpleaños
el lápiz para aprender a no tachar
un país sin bandera ni fronteras
un planeta sin bancos de usura
una mesa redonda y un pan
un aire transparente para verse los ojos
y que sea imposible mentir u odiar
Nunca más plazas de toros
nunca más gallos de humana riña
nunca más caza deportiva
polígonos de tiro,
motines trágicos,
panoplias monederos y cadenas
La humanidad que muere para sembrarse
renacerá en sociales inventivas
donde no tenga su interregno el miedo,
donde ya nadie más secuestre niños
asesine a su novia o esposa
la sociedad donde ganan los malos
que se quede con lo que destruyó;
el mundo en su aritmética de guerras
que se muerda su cola de dragón
Que renazcan el niño que no pudo ser niño
la enamorada que no pudo dar a luz
el poeta fusilado por la espalda
Que no vuelvan dineros ni relojes
ni látigos ni bombas de terror
La humanidad que había en tantos versos
y tantas veces cayó pisoteada
que vuelva a ser lo que no pudo ser hasta hoy.
*de Rubén Vedovaldi. RubenVedovaldi@netcoop.com.ar
*
belleza,
me encanta cuando te diseminas por la vida,
ante mis ojos, que como dos gotas de miel,
te miran, te tocan, te enamoran,
cuando haces el papel de flor de jardín ajeno,
tan sensible, tan prohibida,
cuando te vienes sobre la tierra convertida en aguacero,
con el ímpetu de la gravedad y el amor de las nubes,
cuando caminas por la acera con el vientre henchido,
y una criatura late en tus esencias,
tiene tantas formas mi belleza, esa que amo,
que me olvido de los ángeles, del cielo, del paraíso,
(esa vida prometida más allá de la vida),
y me concentro en ti, ahora, aquí,
en este instante fecundo e inmortal,
de lo bello.
*de iskra - José Miguel Rodríguez Ortiz. desdelcorazon@cubarte.cult.cu
*
Apreciadas amigas, queridos amigos,
El número 86 de nuestro Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL "Estrella Errante", edición Enero/Marzo/2009, puede ser ya consultado en nuestra página en internet www.euroyage.org
bajo el link:
http://www.euroyage.org/es/xicoatl-86
CONTENIDO:
· ENSAYO: Onetti: la lección del maestro. Jorge Isaías.
· NARRATIVA: Los sin nombre. Amelia Arellano.
· - Cuentos cortos. Joan Mateu i Marti.
· POEMARIO: Poemas. Blanca Helena Muñoz de Escobar.
· AUSTRIA: Poemas. Wolfgang Kauer.
La edición impresa de XICóATL # 86 puede ser puede ser solicitada a YAGE por e-mail a la dirección euroyage@utanet.at al precio de 7.- Euros (incl. envío postal).
Cordial saludo,
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur
www.euroyage.org
Schießstatt-Str. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel: ++43 662 825067
*
Suscribase a la edición cotidiana de inventiva social*
Cuota anual 2009 para lectores y/o escritores: $45 en Argentina.
-10 Euros desde el exterior-
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Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.
Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.
Cuales son los ejes de la propuesta?
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