viernes, julio 31, 2009
BAJO LA PIEL DE ÁRBOL MILENARIO, PALABRAS ESCONDIDAS...
AMEN*
Lo conocí mucho antes del destierro
Antes de la luz.
Estaba en el espacio de un tiempo sin edad.
Habíamos recorrido los cauces del Río del Olvido.
Vimos las huellas de Caín entre amapolas y lirios pisoteados.
Encontramos golondrinas degolladas.
Testigos de la puerta tapiada de la bella durmiente.
Divisamos la morada del lobo y su cortejo.
En nombre del Padre al vacío empujaban el Hijo.
Fuimos al adiós de la rosa impoluta del martirio.
No conocía su voz ni sus silencios.
Oí su voz. ¡Ay! y era mi voz.
Voz silencio de arena y equinoccio de otoño.
Voz de sal y bálsamo en el costado abierto.
Voz de vides, de leños crepitantes.
Voz de puñal de plata.
Voz de grito.
No he tocado las yemas de sus dedos ni sus brotes.
No he tocado sus manos, ¡ay! sus manos. Conocidas, antiguas.
Manos con manchas angustiosas de tinta.
Manos aferradas a las salvajes crines de los vientos.
Manos de ocasos y de auroras.
Manos de pan y vino.
No he tocado las yemas de sus dedos.
Sin embargo, he andado y desandado sus arterias.
He besado el arco tenso de sus sienes.
He recorrido, con mi boca, la alfombra de sus huellas.
He descansado en sus cepas, niña triste de incienso.
Es el mensajero del retorno del agua.
De la palabra nueva. De la sal y la greda.
De la lumbre y el aire.
De la unidad de naipes fragmentados.
Si embargo, quizás nadie lo sepa.
Bajo la piel de árbol milenario, palabras escondidas
Escondidas palabras, saben a veneno, a bilis, a miel amarga.
Nadie ha de saber tampoco, cuando ahueca su mano
(Saciedad hoguera del poeta.)
Muere gota a gota…
Y a la vez renace.
Renace. Bálsamo, savia, zumo de eternidad, amén.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
BAJO LA PIEL DE ÁRBOL MILENARIO, PALABRAS ESCONDIDAS...
Laberintos*
Obligado, apabullado, inquieto, quedó, sin darse cuenta, encerrado en su propio destino. La ambición de sentirse soberano, lo fue intimidando hasta quedar preso en su tenaz decisión.
*de Azul. azulaki@hotmail.com
La justicia de la selva*
*Martín Caparrós
31.07.2009
Hace unos meses, Jorge Lanata escribía todavía en este diario que en la Argentina todo el mundo termina en Comodoro Py. Ayer, buscando vaya a saber qué, lo releí, y de pronto me inquietó ese nombre: Comodoro Py. Me di cuenta de que lo había pronunciado tantas veces sin tener ni idea de quién era: de
qué estaba diciendo. Es curioso y nos pasa todo el tiempo: decir sin saber qué. Con los nombres de las calles, tantas veces. No sólo por nuestra ignorancia militante sino también porque las calles encierran una injusticia básica: quienes las nombraron partieron de la base de que hay una Etapa Fundacional de la Nación cuyos ciudadanos merecen todos los honores -y a los siguientes que los parta un rayo. Por eso, cualquier pelafustán nacido antes de 1850 que no haya sido un plebeyo completo -y mejor si fue abogado o militar, faltaba más- tiene su calle en algún rincón de la res pública y, en cambio, personajes equivalentes de cien años después se perdieron en la merecida noche de los tiempos. Este comodoro, pensé, debía ser de esos privilegiados cronológicos. Pero no tuve que pensar mucho: estamos en tiempos de Satisfacción Inmediata del Moderado Ansia de Saber, lo que ahora llaman SIMAS, sponsoreada por google, wikipedia & Co: eso que solía llevar horas de búsqueda -o, más habitualmente, se olvidaba- se ha vuelto cuestión de 0.42 o 0.28. Es un cambio importante, aunque todavía no consigo entender cómo nos cambia.
En cualquier caso, en 0.31, mi SIMAS me informó que el Comodoro Luis Py era un español que llegó en 1843 al Río de la Plata "y de inmediato ingresó a la Escuadra Argentina. Entre 1871 y 1872 fue comandante militar de la isla Martín García. La historia lo recuerda especialmente porque en 1878 dirigió la expedición que el Presidente Avellaneda mandó al Cañadón de los Misioneros en la Provincia de Santa Cruz, donde izó la bandera argentina el 1° de diciembre, como reafirmación de la soberanía nacional sobre aguas patagónicas, que se veía amenazada por la presencia de buques extranjeros".
Como ven, un perfecto banal -un militar menor que no merecía los 0.31- cuyo nombre repetimos tanto. Alguien diría que no es casualidad que sea el nombre más habitual de la justicia.
La justicia en la Argentina es más o menos eso: una banalidad que repetimos tanto. La justicia en la Argentina es, para empezar, una institución que funciona tan mal como todas las otras, bajo influencia legal extrema del poder político -léase Consejo de la Magistratura- y bajo influencia ilegal extrema del poder político -léase subsecretario que llama al juez para convencerlo de que haga esto o lo otro porque si no ya vas a ver.
La justicia en la Argentina es, para seguir, el espacio de una desigualdad constante, donde es muy distinto ser cuarentón lechoso que morocho jovencito, donde zafan los que pueden pagarse buenos abogados y capotan los que no: donde las diferencias de clase y los vericuetos leguleyos son mucho
más eficientes que cualquier razón o verdad.
La justicia en la Argentina es, para seguir siguiendo, la instancia donde depositamos la esperanza de que alguien haga lo que no hacemos: ante los infinitos delitos visibles -no los ocultos- que cometen los que ocupan el poder político, la sociedad no los sanciona con política -con movilización, votos, repudios varios- sino que espera que alguna vez, cuando pierdan su silla, los agarre la justicia y haga algo.
Pero lo que entendemos por justicia -el conjunto de normas legales que regulan nuestra vida común- es una convención: un acuerdo social, la letra que hace explícito un pacto implícito entre todos los ciudadanos o, por lo menos, los que pueden participar de un pacto. La justicia es un consenso: lo que la mayoría -o, a veces, los poderosos o, si no, también, la mayoría convencida por los poderosos- de un país coincide en considerar correcto: justo. Que puede, por supuesto, variar mucho. La justicia en Israel cuando la Biblia consistía en cobrar ojo por ojo y matar a cualquiera que trabajara en sábado: era justicia, todos coincidían. La justicia en la edad media cristiana consistía en obtener confesiones por tortura y meter la mano del reo en agua caliente: si se quemaba era culpable; era el juicio de Dios, y todos lo aceptaban. La justicia en el islam contemporáneo consiste en matar a pedradas a la mujer adúltera y cortar la mano del ladrón: es justo para ellos. La justicia en el mundo actual consiste en que si yo me compré cinco kilos de pan me lo puedo comer todo aunque a mi alrededor veinte niños
hambrientos pidan rueguen y lloren -porque el pan es mío: es la ley, coincidimos. La justicia en la Argentina actual también consiste en que una mujer no puede decidir si quiere seguir adelante o no con su embarazo, o que un menor no debe ser juzgado y condenado igual que los mayores. Y no fue siempre así, ni siempre será.
La justicia es un valor relativo, variable, con pretensiones de absoluto: cada sociedad tiende a creer que su idea de justicia es ahistórica, inmutable. Por eso, entre otras cosas, justicia es una palabra con un valor muy positivo todavía, una palaba que legitima lo que toca: será justicia, ese reclamo es justo, la justicia social, estamos contra la injusticia, viva el justicialismo y el justo medio y el comercio justo. Por eso me impresionó ver estos días en medios de la patria las historias del "militar justiciero de Mendoza". Ustedes ya lo deben saber: el sargento de ejército que oyó un ruido, se asomó a la ventana de su casa en Las Heras -era de madrugada- y vio a alguien agachado, dijo, al lado de su coche, apuntó su 11.25 -¿ya la tenía en la mano?- y le metió un tiro en la espalda. Entonces, para perfeccionar su gesto, bajó, metió el cadáver en el baúl de su coche según las mejores tradiciones de su arma y, un auténtico clásico, quiso hacerlo desaparecer en un basural. Pero alguien lo vio -lo raro de la vida es que siempre hay alguien que te ve- y lo denunció; unas horas después la policía le tocó la puerta y lo detuvo. El sargento Borgino dijo que había actuado en legítima defensa -de su propiedad privada, quizás aclaró, porque su vida nunca estuvo en peligro. Quedó preso, pero varios medios lo llamaron el "militar justiciero de Mendoza". Si lo dicen con sorna no se les nota. Un justiciero es alguien que ejerce o impone la justicia: para todos estos medios, el sargento Borgino es uno de ellos.
Supongo que también lo es para mucha más gente. Cada vez más personas, hastiadas y aterradas por los asaltos y los relatos de los asaltos, piensan que pegarle un tiro por la espalda a un tipo que te quiere hacer el auto es -una forma mejorada de- justicia. De eso hablábamos: de que la justicia es consensual y que, por lo tanto, puede cambiar. Que así como los diputados aumentaron brutalmente las penas por ciertos delitos cuando Blumberg sacudió Buenos Aires, así podrían disminuir otras si se consolida el consenso de que tirar contra un delincuente no está mal. La tendencia no es nueva pero se está afirmando: cada vez hay menos reparos en llamar a un asesino un justiciero.
Es uno de los efectos del segurismo. El Estado ya mostró que no consigue cuidar a sus ciudadanos: sus fuerzas de represión se parecen demasiado a lo que deben reprimir, su justicia es un desbarajuste, sus cárceles rebosan y destrozan, sus -dudosísimas- políticas sociales siguen produciendo pibes chorros. Los ricos ya demostraron que el cuidado del Estado no les sirve y ahora se compran su propia protección -vigilantes, garitas, alarmas, coches blindados y otros chiches. El resto, entonces, abandonado a su suerte, entiende el mensaje, sigue el modelo y decide cuidarse a sí mismo: ocuparse de su propia seguridad con un arma en la mano. Lo seguirán haciendo, cada vez más, mientras el Estado no consiga probarles que no es necesario. Si eso no sucede y el consenso avanza, la aprobación social se irá consolidando y, algún día, sancionaremos que matar así es justicia: cosa de justicieros. La ley de la selva, al fin y al cabo, es una ley. Donde gana el más fuerte -como siempre, pero sin tanto disimulo.
*Fuente: Crítica digital
http://criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=28424
*
La extranjera lee las instrucciones, crea cartografías inesperadas, imágenes que se sacuden de cenizas y muestran la intimidad de las luces o el lado de las sombras.
Primero hay que inventar el laberinto.
Surgen restos que buscan el cielo ventana de Magritte o del verano, señales, rastros, se abren en capas como un interminable juego de muñecas rusas.
Después vendrán los hilos.
Voces, hilos que cuentan poeman, se amuchedumbran para convencer a la extranjera de la lengua que se deje tocar los costados huidizos.
Escribir poesía, esa manera de ganarle espacio a lo indecible, a la muerte sin letra de lo
mudo. Esa manera de hacerse, de dejar un testimonio de lo que nos tocó vivir, para los que vendrán. Esa manera de tocar al dolor y a la injusticia para que tengan, al menos, el consuelo-testigo de lo humano.
*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
COMODORO PY*
Buenos Aires, 1884. El Comodoro Luis Py, de 65 años de edad, sorbe la bombilla con parsimonia mientras contempla ese horizonte pampeano que marea, tan parecido a esa línea del horizonte que contemplara durante décadas -a bordo de las respectivas embarcaciones en las que le tocó desempeñar funciones navieras-, que casi lo asusta. Oriundo de Barcelona, aunque actuase desde los 24 años al servicio de la Armada Naval, bajo el comando del Almirante Guillermo Brown durante el sitio de Montevideo, a bordo de la goleta “Chacabuco”, había dedicado su vida entera al dominio de la navegación fluvial y marítima. Los recuerdos de sus pasadas acciones, por las que le fuera otorgada una medalla de oro al serle asignado el cargo de Comodoro, afloraban en su memoria con creciente orgullo. Y habían pasado apenas cinco años desde aquel dorado momento de gloria. Apenas cinco años, y ya parecían haberlo olvidado por completo…
Aunque quizá, la desmemoria no se hubiera generalizado, y haya quienes sí lo recordasen. No precisamente para premiarlo…
Ceba otra amargo y permanece contemplando el horizonte del creciente anochecer. Un paisaje que marea… ¿Alguna vez había sentido los efectos del mareo a bordo de alguna embarcación? Le había resultado tan natural permanecer a bordo, ajeno a cualquier efecto colateral de la navegación, que a veces se preguntaba si no lo habrían parido a la mitad de algún viaje por el Mediterráneo, arribando a las costas de Barcelona a poco de nacer. Pero ésas sólo eran especulaciones en el aire. Lo concreto había ocurrido después, durante su carrera naval bajo la jurisdicción argentina, participando de la Guerra contra el Paraguay –en la que falleciera su hijo Enrique, en 1865, a bordo del vapor “Guardia Nacional”-, o en sucesivas actividades a lo largo del Atlántico Sur -entre 1878 y 1879, a bordo de la goleta “Cabo de Hornos”-, patrullando las costas en eterno conflicto con el gobierno chileno. Hasta que el General Julio Argentino Roca le solicitó un respaldo marítimo de seis meses en su avance hacia “el desierto”…
Esboza una media sonrisa irónica. Imágenes fragmentadas afloran delante de sus ojos. Cañonazos que retumban entre las olas, gritos desgarrados provenientes desde la costa, y el ejército civilizador de Roca que arrasa la línea del malón, secundado por la artillería naval de Py, dejando cientos de cadáveres a su paso…
Sorbe ruidosamente la bombilla; el mate se ha lavado. Se incorpora del cuarteado banquito de madera con cierto esfuerzo -¿por qué será que al haber dejado el mar a cambio de la pampa, su cuerpo chille y se queje, como si se le hubieran salinizado los tendones, corroyéndole las articulaciones, para que no extrañe el efecto residual de sus incursiones marítimas?-, portando el mate y dejando la pava en el suelo. Y se halla a punto de abrir la puerta entornada del rancho, cuando un sonido desconocido le llama la atención. De inmediato, recupera la fina percepción de sus sentidos, manteniéndose en alerta, como cuando tripulaba sus respectivas embarcaciones, dispuesto a cualquier clase de reacción.
Pasos. Sigilosos, en número creciente, partiendo ramas secas caídas. Pero pasos al fin. Humanos. Nada que ver con las cuadrúpedas pisadas de los animales.
Luis Py se vuelve, girando la cabeza a un lado y al otro, intuyendo un peligro inconcebible. ¿Quién podría estar acosándolo? Sin darse cuenta, esgrime el mate como si se tratase de su antiguo sable de combate, con la bombilla apuntando al cielo. Vienen por él, no caben dudas; más allá de que comprenda el motivo o la identidad de sus agresores, sabe que lo cercan. Y antes que el miedo, el coraje aflora entre sus labios.
-¡Salgan al descubierto, mierda! ¡Den la cara, como buenos cristianos!
Pero las arteras siluetas que se mueven alrededor del rancho poco tienen que ver con el cristianismo. Aparecen por izquierda y derecha –babor y estribor; las rutinas son difíciles de olvidar-, en parejas, con filosos cuchillos en alto, emponchados con pieles de animales, aullando la venganza. Caen letales sobre él, sin darle tiempo a defenderse, más que al amague de un inútil gesto defensivo, alzando el brazo derecho con el mate, que consigue eludir la cuchillada inicial, más no las siguientes… Las primeras estrellas se convierten en mudos testigos del derramamiento de sangre condecorada, ajusticiada por los parientes de las víctimas de la Campaña al Desierto roquista, quienes hunden una y otra vez sus aceros sobre este marino de ley, segando su destino para siempre.
Un capitán de navío se hunde con su propio barco. Sin embargo, el Comodoro Luis Py carece de embarcación o de curso de agua donde fondear por el resto de la eternidad. A falta de ello, sus victimarios incendian el rancho. El resplandor de las llamas ilumina la mirada fija y vacía del antiguo marino, que quizá nunca, a partir de este traidor baño de sangre, consiga descansar en paz…
*
Varias décadas después, en la zona donde había estado emplazado aquel rancho reducido a cenizas, los propietarios del flamante Ferrocarril Compañia General Buenos Aires, más conocido como Trochita Angosta, decidieron emplazar allí una estación ferroviaria, en los límites del partido de Bragado. La misma funcionó hasta que el ramal dejó de prestar servicios, en 1977. Con los años, el lugar se fue deteriorando, sirviendo como precaria vivienda de indigentes o refugio de animales salvajes.
Sin embargo, testigos ocasionales afirmaban que aquel lugar estaba encantado… Más de uno –con unas cuantas copas de caña encima- juraba haber visto al frente de la ruinosa estación, de pie sobre el filo de las vías muertas, con su uniforme de gala condecorado y el tricornio de oficial encasquetado en la cabeza, al Comodoro Py, la vista fija en el horizonte, a punto de dar una orden y corregir el rumbo, evitando colisionar contra las acantiladas costas patagónicas…
Durante los años posteriores a aquella fatídica fecha –en múltiples sentidos- de 1977, la zona había comenzado a inundarse, originando la presencia de enormes espejos de agua estancada, que no sólo atraían la presencia de ocasionales pescadores, sino de visitantes inesperados, impensables para los lugareños, pero codiciados por las sectas milenaristas y ciertos desfachatados noteros de programas sensacionalistas de TV.
El agua también había atraído a los OVNIS...
Misteriosas luces brillantes se habían comenzado a ver en el vecino partido de 25 de Mayo, y con el tiempo también se habían extendido hacia Bragado. Las huestes de curiosos acudían con sus cámaras fotográficas y organizaban campamentos de avistamiento, registrando cualquier anomalía lumínica nocturna, debatiendo entre sí acerca de la posible estructura y métodos de navegación sideral de las naves espaciales –que utilizaban el agua como combustible-, del mensaje de paz y evolución cósmica que los sabios extraterrestres venían a legarnos, de la posibilidad nada remota de que quisieran abducir a los lugareños para llevarlos de visita a sus remotos y perfectos mundos evolucionados…
Las espectrales apariciones del espacio exterior competían en pos de la fama con las del Comodoro Py, aunque estas últimas fuesen una tradición más localista, una atracción casi municipal, y sólo trascendiesen a nivel nacional las fugaces -pero cíclicas- apariciones de los OVNIS. Estos parecían caracterizarse por los formatos esféricos, con un intenso resplandor amarillo que los destacaba fácilmente entre los tenues puntos luminosos de las estrellas, aún en despejadas noches de luna llena.
Con tal motivo, sendos equipos móviles de TV habían sido destacados en la zona, aguardando por los futuros avistamientos. Uno de tales equipos se había emplazado cerca de la ruinosa estación ferroviaria, desierta por el momento –aunque tal vez se ocupase de un día para otro: los indigentes migraban continuamente a lo largo y a lo ancho de la provincia-. Al frente de tal equipo, remedando en los televidentes el entrañable recuerdo de José De Zer y sus fantásticas notas de la década del ‘80, se hallaba Damián Adonis –probablemente un seudónimo-, floreciente estrella del periodismo fashion, quien no le hacía asco a ninguna nota, siempre y cuando su nombre figurase en luminosas letras de molde, al inicio y al fin de cada segmento, donde inundase la pantalla su bronceado rostro al compás de su engolada voz de locutor. Su ascendente figura había ido creciendo con los años, y aunque más de un compañero opinase –no sin cierta satisfacción- que el carácter bizarro de sus últimas notas le quitase prestigio a su carrera, Damián seguía adelante, sin preocuparse demasiado por las opiniones ajenas –le importaban muy poco sus semejantes, interesado exclusivamente por sí mismo-, ni por darle algún sesgo determinado a sus apariciones televisivas. Con tal de permanecer en el aire, poco le importaba entrevistar al Presidente, hacer una publicidad de jabón en polvo, o avistar OVNIS en medio de la pampa.
O tal vez, emitir en su propio segmento del noticiero, cualquier nota que mereciese la pena llevarse unos cuantos puntos de rating, manteniendo su bronceada imagen siempre en alza.
Aquella noche de invierno ocurrió lo inesperado. Y Damián Adonis demostró ser un verdadero buitre, devorador de cualquier clase de carroña.
Sus respectivos compañeros, Ezequiel el camarógrafo y Pablo el sonidista, ateridos por el frío, cebaban mate amargo junto al “sol de noche”, deseosos de una cena caliente y una cama abrigada, quizá en compañía de alguna adorable y joven mujer, que bien podría no ser la propia… La música de Andrés Calamaro emergía del parlante de la camioneta del canal, entonando oportunamente “Fabio Zerpa tiene razón”. Mientras tanto, Damián se acercaba sin mayor interés hasta los erosionados muros de la antigua estación. Encendió un cigarrillo, exhaló el humo con decisión, y contempló el cielo por enésima vez, sin advertir nada que fuera muy distinto al resplandor de las estrellas, nítidas y distantes.
El reflejo estelar sobre la superficie de las improvisadas lagunas, fruto de las recientes lluvias, lo distrajo un momento, aunque su mente aún se mantuviese ocupada en idear cualquier pretexto para emitir al aire en su próxima salida. ¿Inventaría algo, como había hecho el gran José De Zer con su ya mítico personaje: el duende maligno que lo instaba a ser atrapado por un misterioso pozo donde desaparecía gente? Algo incoherente, sin duda, pero que las actuales generaciones quizá ni siquiera conociesen. El culto a la memoria es algo inexistente en un país que niega su propia historia.
Fue entonces cuando sus propios sentidos se debatieron entre la exaltación y el terror. Por un lado, ansiaba llamar a sus compañeros a los gritos para que acudiesen de inmediato con los equipos, dispuestos a grabar el incidente hasta el último detalle. Por el otro, deseaba salir corriendo de inmediato, aullando como un poseído, decidido a no regresar jamás por aquellos lugares endemoniados.
Por encima de la superficie del agua, tachonada de estrellas, con un tenue resplandor lunar asomando por la derecha, comenzó a delimitarse una silueta, difusa pero enorme. Muy lentamente se fue definiendo, como si emergiese a jirones de la pesadilla de un alucinado, reunificando sus fragmentos, ganando consistencia a medida que transcurrían los segundos. Recién entonces, Damián Adonis, incrédulo, con el cigarrillo apenas sostenido entre sus labios, comprendió que se trataba de un barco a vela de mediados del siglo XIX, siniestro y descascarado, flotando a un par de metros por encima del agua. La proa de la nave enfilaba hacia la estación, avanzando morosa, como si se hallase próxima a atracar en su destino final. No se distinguía ninguna figura animada sobre cubierta. Daba la impresión de que la embarcación fantasmal estuviera abandonada desde hacía siglos; como si hubiese emergido desde el abisal fondo del océano sólo para acudir en busca de un único pasajero…
Damián parpadeó varias veces, deseoso de pedir ayuda o consuelo, pero su garganta estaba muda. La escena se desarrollaba en completo silencio, como si no perteneciese al plano de la realidad. Y sin embargo, las texturas del casco y de las velas parecían estar al alcance de la mano, con sus propias manchas y rugosidades.
Entonces Damián sintió una presencia a sus espaldas, y se volvió, aterrado. La imagen amenazó con desbordar el interior de sus intestinos. Una pálida silueta marchaba a paso marcial –aunque pareciese desplazarse en cámara lenta- en dirección a la laguna, vestida con un impecable uniforme de gala, luciendo una brillante medalla dorada sobre el corazón y un tricornio azabache sobre la cabeza. Temeroso de que lo atacase o derribase al permanecer en el mismo lugar por el que habría de pasar aquel inexplicable personaje, Damián –ignorando por completo la identidad y tradición fantasmal del Comodoro Py- se hizo a un costado, aunque experimentara una progresiva rigidez muscular, propia del espanto.
El marino pasó a su lado, sin registrarlo siquiera, y caminó por encima de las aguas. Sobre el flanco de estribor de proa había aparecido una escala de cuerda, mediante la cual aquel oficial se disponía a trepar hasta llegar a cubierta, para luego alejarse navegando de allí, quizá para siempre.
Inexplicablemente, Damián reaccionó y emergió de su letargo.
-¡Hey! ¡Vengan, rápido! ¡Y traigan la cámara! ¡Vamos, apurensé, que lo perdemos!!!
Sus compañeros alzaron las cabezas, dejaron a un lado el mate con cierto desgano y llegaron al trote con la videocámara, oteando el cielo en busca de luces extrañas.
-¡Arriba no, imbéciles! ¡Ahí, en la laguna!
Pablo y Ezequiel contemplaron el paisaje en la dirección que Damián les indicaba, y luego se miraron entre ellos, con aire incrédulo, aunque ya casi resignados a los desplantes de su coordinador de equipo de exteriores..
-¿Qué les pasa? -, se alarmó Damián. -¡Empiecen a filmar, carajo!
Ezequiel se echó la cámara al hombro y dejó correr la cinta, apuntando la lente hacia donde le indicaba el brazo del notero estrella. Adonis apenas podía creer lo que veía: el marino condecorado alcanzaba los barrotes superiores y se subía a horcajadas, cruzando una pierna y luego la otra, para finalmente cuadrarse en el extremo de la proa, hacer la venia y mantener la vista fija en el horizonte estrellado, saludando a sus hipotéticos superiores, con el orgulloso sentimiento de la misión cumplida, mientras la oscura nave retrocedía por donde había venido y comenzaba a difuminarse en la noche.
-¿Vieron eso? ¿Lo vieron? -, insistía Damián Adonis, presa de la mayor excitación, mientras los rasgos de la silueta naval terminaban por disiparse, volviendo a revelar el reflejo de un abierto cielo nocturno sobre las aguas. Y sin presencia alguna de OVNIS.
-¡Rápido! ¡Hay que emitir la nota enseguida! -, ordenó Damián, corriendo hacia la camioneta en busca del espejo y el maquillaje. -¡Con esto nos salvamos de haber hecho un viaje al pedo!!!
Pablo y Ezequiel volvieron a mirarse, encogiéndose de hombros, aunque esbozando cínicas sonrisitas mientras regresaban a montar el equipo y transmitir al canal, donde los gerentes de programación probablemente harían con su notero estrella algo mucho más decisivo que mantener un silencio respetuoso.
La nota se emitió en el noticiero de la medianoche. Y por más que un exaltado Damián Adonis creara con su relato el entorno fantasmagórico necesario para presentar imágenes de un marino del siglo XIX aparecido en medio de la pampa, las imágenes eran irrefutables.
Al canal llegaron dos minutos exactos de un difuso paisaje campestre nocturno, revelando una laguna estrellada de superficie inmutable, y sin rastro alguno de presencia humana, material o espectral…
*de ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar
-Del Inventren 2004 .
*
Queridas amigas, apreciados amigos:
En los próximos tres programas de Poesía y Música Latinoamericana, en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!) presentaremos:
El domingo 2 de agosto de 2009 música del compositor español Agustín Castilla-Àvila, poesías de Marcelo Marcolín (Argentina) y música de fondo de Wayanay (Andes).
El domingo 9 de agosto de 2009 música del compositor brasilero Albery Albuquerque Júnior, poesías de Francisco Azuela Espinoza (México) y música de fondo de Los Huasos Quincheros (Chile).
El domingo 16 de agosto de 2009 música del compositor mexicano Armando Luna Ponce, poesías de Elena Fassio (Argentina) y música de fondo de Jorge "Lobito" Martínez (Paraguay).
¡Les deseamos una feliz audición!
ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!! (Recomendamos usar http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).
REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
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