martes, septiembre 15, 2009

EDICIÓN SEPTIEMBRE 2009.





Manzanas*




Canté mi mejor canción esta noche:
A la luz de la Luna,
Silenciando a los grillos,
En la banqueta,
Tirado,
Sucio
Y convirtiendo en monedas
Las miradas de algunos.


Mi mejor canción
Se ha escuchado esta noche,
Y algo se ha conseguido para comer.



Se cantó esta noche
La mejor canción que alguien pudo entonar:
Y no hubo aplausos,
Ni anuncios publicitarios,
Ni firma de autógrafos;
Pero algunas monedas se lograron reunir.


Canté mi mejor canción esta noche:
Los pasos tronaban con el cemento
Y las horas pasaban
Como si fuesen algún animal.



La mejor canción de esta noche,
A penas nos ha dado para soñar.



*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com








TORMENTAS*


*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar


Ahora, con estas calles que ganó el asfalto, con esta falta de árboles añosos, en esta profusión del sol que no contienen los árboles raquíticos de la vereda, ahora que el Verano entra a saco en el pueblo y no da resuello ni esperanza a nadie, es que me acuerdo del otro pueblo. El más antiguo, el que subyace debajo de éste, el que nadie ve, el que si lo vió, ya lo olvidó, o quiere olvidarlo, en una inútil herida hacia delante.
Cuando me refiero al pueblo de antes no hago alusión al que conoció mi infancia vagabunda, no estoy extrañando ese perdido espacio donde creo haber sido feliz, no.
Me estoy refiriendo concretamente al año cuarenta, año en que según los mayores de un tiempo relataban, llovió durante quince días sin parar y el agua anegó campos, el viento destruyó casas, desgajó árboles y casi hace desaparecer al pueblo. En mi niñez, según siempre contaban mis tías y mi madre, a eso de las tres de la tarde el cielo se empezó a poner ceniza, montándose en hollinada sábana y de pronto la noche cayó sin aviso sobre esas pocas almas tranquilas que realizaban sus tareas al mejor entendimiento y la mejor paz posible.
Las tareas rurales o las vinculadas a ellas o al comercio que generaban esa fuente de preocupación y comentario incesante y excluyente. La única conversación que podía salirse un poco era sobre el fútbol en los hombres y la incursión de un nuevo actor cinematográfico en las mujeres. También se hablaba del tiempo, pero el tiempo lo abarcaba todo y no solo las ciclos de las sequías y de las lluvias. Hablar del tiempo, era hablar simplemente de la vida, de la vida simple, pero también de la vida trascendente.
Y cuando nosotros criticábamos esta forma de hablar de los mayores, pensando que una coyunda de rutina y de costumbre le crecía como escamas en la espalda, era tan real como la vida, aunque en ese tiempo no lo supiéramos. Ya nos llegaría la hora, como a todos. Para eso nos faltaba tiempo, sin pretender hacer un juego de palabras. Como habrá sido esta inundación que varias generaciones de copoblanos la tenían siempre presente, al grado que cuando el cielo se encapotado de forma alarmante, no faltaba el comedido alarmista que expresaba en el momento menos adecuado.
-Parece que se viene una tormenta igualita a la del cuarenta.
Así comentó un día Pedrito Lencioni mientras fumaba un “Fontanares” broncoso y renegrido y con la mano libre del cigarrillo se apoyaba en un “siempreverde” añoso. Al oírlo doña Rosa Campos, a la sazón mujer coqueta y no tan entradas en años todavía apuró el paso que traía firme y generoso desde la lejana iglesia que espantaba palomas con su inmensa campana chilladora. Y lo apuró tanto que se le rompió un taco de su zapato nuevo, justamente el de ir a misa y asistir a los bautismos y se le torció el pie con un cuasi esguince de tobillo. Del cual se salvó “incontinenti”, pero no de las rigurosas dos semanas de reposo que le indicara el magnánimo doctor Roberto Coppo, llamado también cariñosamente “El médico de los pobres”, inolvidable en la memoria de todos los habitantes que lo conocieron, hayan sido o no sus pacientes.
Lo cierto, es que esa fantasmática “tormenta del año cuarenta” estuvo siempre presente encima de la infancia y apenas un tropel de nubarrones pampas y de aquellos que las nuevas generaciones no conocen porque ahora llueve un par de veces por año (que atribulaban al corazón más duro y hacía temblar el fuego del mas firme) nos asustaban, digo que esas tormentas, aquellos temporales ya no vienen y uno recuerda esa frase de García Márquez: “El tiempo ya no viene como antes” y los hombres tampoco, debo agregar yo con una tristona melancolía que no elude ciertas ratificaciones y ciertas certezas que siento crecer en mí cada vez más firmes, según pasan los años.
Esto tampoco quiere decir que las lluvias no se transformaban en largos temporales, pero no al extremo de inundar toda la zona, pero, eso sí, para ser sincero el famoso y castigado “Barrio de las Ranas” nunca escapaba al azote de las inundaciones, hasta que en épocas recientes la comuna le construyó un canal muy hondo, que acabó con la zozobra de toda esa pobre gente que vivía con “el Jesús en la boca” como decía una de mis abuelas cuando quería hacer metáfora de una situación de permanente sobresalto. Tampoco vienen esas lluvias copiosas que llenaban los hondos zanjones de ranas y de bagres que nosotros pescábamos en el último puente y la última alcantarilla del pueblo, la de don Leandro Correa.
Munidos de un hilo con un trozo de carne que al contacto con el agua se tornaba cada vez más pálido, o con anzuelos que fabricábamos con alfileres de gancho hurtados en un descuido a nuestras madres, le atábamos con hilo de algodón muy fino, le prendíamos una caña de Indias al otro extremo, y a tirar el anzuelo al azar de la correntada de todo esa masa de agua aluvional, que venía de todo el pueblo, desembocaba en ese tubo inmenso en la puerta de don José Vélez y arremetía en los canales que eran los afluentes naturales de esa gran cañada que llamaban “El noventa”, perteneciente a la Estancia Maldonado adónde iríamos a nadar cuando pasara la lluvia y el sol fuerte, invitara al chapuzón entusiasta que hoy entreveo como si nunca hubiese sido cierto.





REGRESO*



El hombre de los ojos insomnes, duerme.
Duerme mecido, en rituales de viejas caracolas.
Tambien duerme el deseo.
Lo despierta la noche y el penetrante olor a vida.
Los espejos. Los retratos vivientes. La estremecida piel.
Ha perdido su pasos, su insolencia.
Ah, si pudiera volver, recordar, regresar.
Pero es de noche y teme. Noche de terciopelo.
Acechan los pájaros del miedo.
Teme. Teme abrir los cerrojos.
Las ventanas pircadas. Las clausuradas puertas.
Teme y desea. El escozor se arrastra como felino en celo.


Es agosto y los almendros brotan.
También germina el fuego.
Se encienden las cenizas.
Las azules grutas tantas veces besadas.
El ritual del puñal que cincela y canta.
Y teme, y desea y excomulga las antiguas muertes.
Y regresa.
Regresa, sabiendo que un viaje es solo eso: un regreso.



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar








Velociraptor*




Los médicos son especialistas en recomendarte aquello que menos ganas tienes de hacer. El mío no es una excepción y después de prohibirme el café, el tabaco y el azúcar me recomendó caminar por lo menos una hora diaria.

En aras a la salud, subí al coche y me dirigí a unas montañas cercanas pensando que si debía caminar, al menos lo haría en un paraje agradable. Al tercer día de caminar por sendas y caminos del bosque me di cuenta de que me aburría soberanamente, por lo que decidí internarme entre los árboles y explorar nuevos lugares "nunca hollados por el hombre". Mi imaginación me ayudaba a mantenerme entretenido, por eso cuando descubrí aquella cueva me alegré tanto, ya que rompía la monotonía de los senderos. Me acerqué a ella y entré para explorarla.

Era profunda y se hacía algo más grande al cabo de unos cinco metros. De pronto, me pareció notar una presencia que deduje sería de algún animalejo ya que por aquellos andurriales no se acercaban mas que cazadores en temporada de jabalí. De pronto, aparecieron dos ojos a un par de metros de altura y un resoplido me erizó los cabellos. En milésimas de segundo di la vuelta y comencé a correr al mismo tiempo que algo enorme me perseguía.
Salí de la cueva y corrí alocadamente. Trastabille y caí el suelo entre piedras y raíces. Me di la vuelta inmediatamente y vi un animal prehistórico, que se dirigía a mi sobre sus dos enormes patas traseras, mostrando una dentadura imponente y con una especie de pantalla alrededor de su cuello. Era, sin duda un velociraptor, el más peligroso de los depredadores Periodo Cretácico.
Se acercó a mi, que estaba indemne en el suelo, y me olisqueó mientras yo esperaba la dentellada fatal. Emitía unos rugidos a través de aquella boca babeante, que me sobrecogían por lo que aun no entiendo como tuve fuerzas para agarrar una rama del suelo y arrojársela. La rama le pasó por el lado de la cabeza e intuí que esto le habría irritado aún más. Cerré los ojos dispuesto a morir y esperé.

Cuando abrí de nuevo los ojos vi al animal a medio metro de mi, con la rama en la boca y moviendo la cola. ¡La había ido a buscar y me la traía!. La tomé aterrorizado y volví a arrojarla. El velociraptor fue a buscarla y correteando me la volvió a traer. ¡Estaba jugando!
Repetimos el juego muchas más veces, hasta que se cansó y se fue a su cueva.

Ahora cada tarde voy a jugar con él lanzando el palo cada vez más lejos y esperando que me lo traiga de nuevo, pero he tenido que volver al médico que no comprende porque el caminar me ha producido un esguince en el codo.




*de Joan Mateu. joan@cimat.es






DEJA VU*



El niño ha llegado con pasos vacilante.
Duerme la ciudad en un credo extranjero.
Pude describir uno a uno los colores de la calle.
Busca. No sabe lo que busca.
A quien busca. Porque. Sobre todo porqué
Tiene amor, lumbre, palmeras y fulgores.
¿Qué habría de buscar?
En sus piernitas flacas se anuda la tristeza.
Desamparo. Orfandad hermana. Partidas.

No conoce esta comarca extraña.
Pero está seguro, ya estado allí.
Conoce las bocas de sus calles.
Sus ojos somnolientos. Sus pasos.
Un olor desconocido lo estremece.
Remueve sus entrañas. Sacude, agita. Vibra.
Es un olor frutal, a hembra. A duraznero en flor.


Se reconocen al instante.
Son parte de una leyenda arcana.
Se adhieren como hiedras.
Penetran en las profundas grietas.
Rómulo es Remo.
Lo lame, lo acuna, lo acurruca en su pelaje oscuro.
El niño se prende de los pechos duraznos.
Se hace pájaro. Liba, muerde, muere.
Cierra los ojos, paladea, goza, orina.
Ah, el sabor es tan dulce como lo es la vida.
Se refugia en las suaves colinas.
Ha llegado a su puerto. Ya ha estado allí.
No importa si el hoy es solo ahora.



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar









Fragilidades*







Las cosas bellas son frágiles
como pétalos
como párpados
las cosas auténticas y bellas
siempre están alejándose
apenas si podemos
como al plumerito de cardo
pedirles un deseo
consagrarlas al recuerdo
y quedarnos
mirando como se las lleva
la vida ese viento.




*de Verónica M. Capellino. veroaleph@hotmail.com








La okupación*


El príncipe encantador quedó sorprendido cuando le abrió la puerta aquella anciana de apariencia amable que le miraba desde el dintel de la puerta. Él esperaba encontrarse a Cenicienta, traía el zapatito de cristal en la mano, quería casarse con ella y en su lugar apareció aquella abuelita que le
miraba curiosa y le preguntaba por una cesta.

Se fue maldiciendo al lobo que le engañó enviándole a casa de la abuelita de Caperucita. Murmuraba muy enfadado: "Desde que se ha iniciado el Movimiento Okupa*, cada vez hay más inseguridad. Hasta el lobo "okupó" un cuento que no era el suyo. ¿A dónde iremos a parar?"




*de Joan Mateu. joan@cimat.es
*"El Movimiento Okupa" consiste en la ocupación de propiedades, ya sea tanto de terrenos, de edificios o lugares abandonados, con el fin de utilizarlos como tierras de cultivo, vivienda o lugar de reunión.




¿La lluvia viaja en un tren?*



Son varios los años que llevo viviendo y muchos también sin dormirme con el ruido del tren.
Durante aquellos en que todavía podía esperar que mi madre viniera a arroparme, suspendiendo el ritmo del pedal de su costura, yo mezclaba en duermevela el ruido monótono de la máquina de coser y el ostinato del tren que traía la lluvia haciendo globos en sus acordes.
¿Oís?, me decía mi vieja, va a llover. Cuando el tren hace ese ruido va a llover.
Ella volvía al pedal y yo me confortaba en ese calor, hasta que mi egoísmo se hacía insoportable y entraba en cuenta de que mi padre pedaleaba doce kilómetros desde la fábrica cruzando la noche claustrofóbica de la tormenta y que mis vecinitos estarían intranquilos poniendo refuerzo a las chapas y la madera de la entrada, buscando trapos y ollas para que la oscuridad y la tristeza no lo fueran tanto y para que al día siguiente no tuvieran que sentirse tan desgraciados como en realidad eran.

El sopor se me llenaba de una culpa que era de otros, pero yo la sentía mía.

Igual que hoy.

Entonces el desvelo acompasaba los latidos tenues del despertador panzón de campanilla y las nueve lunas de Crandall en el Ranser de mi hermana. Todo sonaba al ritmo que marcaba mi tensión sanguínea, hasta que en un descuido de las horas que avanzaban sin noción, escuchaba el crujido de la silla de paja y el almohadón que mi gato dejaba caer para desperezarse y recibir a mi padre.
Mi vieja corría la estufa a kerosén de la entrada y entonces eran ruiditos de besos y susurros de cómo están las nenas y te arreglaste bien hoy. Hasta el quiebre del cabello de mamá, electrizado por la estática, se oía desde la pieza. Esperaba los pasos de papi para despejarme el flequillo, besarme en la frente y dejarme el alfajor debajo de la almohada, convencido de que había logrado una vez más no despertar a las nenas.

No distinguí tan fácilmente ese ruido entre aquellas palabras con caricias. Pasó bastante tiempo hasta que pude darme cuenta de qué me hablaba mi madre. El ruido era una música monótona y agradable de aire que se inflaba de noche, de humedad, de secretos, de tristeza, de gente despierta que, no entendía yo qué hacían a esas horas, por qué no estaban durmiendo, dónde estarían yendo.
Todavía lo traigo en las noches en que la ansiedad por alguna cosa vana me acompaña hasta la cama y no quiere soltarme. Percibo furiosa mi puño cerrado, escucho los ruidos de los otros que no entienden mi cansancio, y los dientes bruxados buscan un culpable para mi incapacidad de relajarme.
Convoco el tren con su humedad distante y me dejo envolver en la tibieza de los besos.


Fui y seré una insomne crónica y, por tanto, he aprendido a degustar los sonidos de la noche.
Cuando era niña no sabía escribir, mejor dicho, no sabía darle lápiz a mis pensamientos. Se agolpaban entremezclados, se superponían y salían hilvanando ideas peregrinas. Si hasta de eso me sentía incapaz. Qué clase de idiota soy que estoy pensando en algo que me pone triste y me río de la cara de mi compañero, dibujada en el residuo del día, cuando la maestra le pregunta por los viajes de Colón y él, como siempre, ni idea.

Los ruidos de las noches de acá son secos.
Los de ahora no se inflan, se resquebrajan.
Son pasos noctámbulos de perros con sarna que hacen chirriar las piñatas de plástico de la basura siguiendo el rastro de un paquete vacío de salchichas o una cáscara de mandarina que rozó la olla de la comida del comedor municipal y los confunde con la vida.
Retroceden al instante los pasos infructuosos y buscan la rendija de la puerta por donde se escapa algún residuo de aroma a churrasco, o la luz encendida de alguna noctámbula. Se mezclan con la batería agotada del cascajo del vecino y las puteadas al compás de los resbalones para empujar la catramina.
Se oye por debajo de la puerta el aliento caliente y decepcionado de la madrugada de escarcha y el temblor; la motito pedorra del chorro que raja con un módem que no sabe a quién podrá venderle porque ni sabe qué es, pero tenía lucecitas y debe ser caro; la tranca del ex marido que viene a cagar a palos a la esposa por las dudas, sin siquiera deducir que la pobre recién llega de trabajar como una bestia para seguir creciendo con los pibes.
Se oyen llantos, se oyen gritos, cañerías despabiladas, risas alcohólicas, alaridos de vindicación hechos cumbia, redobles de caballos desorientados por la tierra reseca, tuning de pachanga y regatón con luces celestes que hieren a la luna menguante.
Se oye todo pero nunca el tren.
Por aquí también ha dejado de llover.
Es que necesita la lluvia de mi tren para poder llegar y consolar el egoísmo intranquilo de mi sueño.
Yo. Sigo sin poder dormir.


*de Lucía Cinquepalmi lccnqplm@yahoo.com.ar








UNA HISTORIA SIN IMPORTANCIA

DOBLE VIAJE*




Una leve sensación de calor comenzó a recorrer su cuerpo. Por un momento sus arterias y venas fueron túneles estáticos donde la circulación se desaceleró. Con suma lentitud las imágenes externas fueron penetrando en su conciencia pasando con dificultad por una retina somnolienta.
El suelo lo había recibido haciéndole sentir su dureza y el dolor que le causó en su brazo derecho iba adquiriendo intensidad como una alarma roja. Con un esfuerzo pudo incorporarse y nuevamente la hamaca de mimbre recibió su cuerpo y lo contuvo en su pesado abandono.
A través de esa lenta toma de conciencia pudo ver las rosas rojinegras que eran su orgullo y percibir con qué indiferencia seguían erguidas; también los rayos del sol primaveral le molestaron. Todo estaba igual pero a él le había pasado algo, un lapso de tiempo de su vida se le había perdido y no poder precisar cuánto lo inquietaba.
Como un rayo vino a su memoria el infarto que había sufrido dos años antes; pudo superar la crisis pero el médico había sido muy claro: vida tranquila, nada de problemas y cambio de clima. Fue entonces cuando se radicaron con Marisa, su esposa, en ese pueblito serrano; desde su puerta podía contemplar los cerros, los mil colores que adquirían en el transcurso del día, en cada mes del año. Había aprendido un modo muy especial de disfrutar esos cambios de color que lo revitalizaban y le permitían gozar de la vida como nunca lo había hecho.
Otra novedad fue dedicarse a la jardinería; cultivar rosas era criar hijos, ayudarlos a crecer aunque también verlos morir. De todos modos había vivido apaciblemente y Marisa lo había ayudado mucho con ese modo suyo de pasar por la vida sin apuro que era un modo de fantasear la eternidad. Su lema era: hay más tiempo que vida.
Físicamente su esposa era una mujer regordeta que se levantaba cantando todas las mañanas, que iba y venía todo el día sin cambiar de humor y sin demostrar cansancio.
En ese dejar correr los pensamientos lo sobresaltó la presencia de su mujer quien le traía un mate humeante.
Esa noche Diego apenas pudo dormir, lo dominaba un sentimiento difuso, mezcla de miedo y resignación. Sin darse cuenta se fue sumergiendo en un recuento de su vida, su casamiento con Marisa, el nacimiento de los hijos, los problemas que acarreó llevar adelante el hogar.
Tenía tres hijos: Marcela la primogénita y compinche. Al pensar en ella aún hoy revivía un sentimiento de culpa porque cuando estaba por nacer, él quería un varón . Después nació Carlitos y por último Silvana; los tres fueron el gran reto al que lo enfrentó la vida, pero aparentemente por los resultados, había salido airoso. O tal vez a él le parecía porque se juzgaba benévolamente, quizá cuando tuviera que hacer el rendimiento final la situación se definiría en forma diferente. De pronto se sobresaltó y se dijo a sí mismo:
- Eres un exagerado, todo esto por un simple desmayo.
Al poco rato se quedó dormido.
Cuando la luz tenue del amanecer se filtró por la ventana se levantó tratando de no hacer ruido, salió de la casa y se puso a mirar hacia el cerro. Este amanecer era diferente, inventaba tonalidades nuevas, los verdes eran más intensos, los rojos parecían arder, todo era distinto. En menos de veinticuatro horas todo había cambiado.
El tono asustado de Marisa lo volvió a la realidad.
- ¿Estás bien? ¿Qué te pasa?
- Nada – contestó, - sólo quise ver el amanecer.
Después del almuerzo volvió a su hamaca de mimbre y Marisa le trajo su infaltable infusión de yuyos que siempre seguía a las comidas.
- ¿Vamos hasta el cerro?- propuso de pronto y en instantes ella estuvo lista para salir.
Mientras el ómnibus que los llevaba rodaba por las calles Diego pensaba en las veces que había hecho ese camino a pie, sin apuro y respirando el aire fresco; también recordaba la competencia con sus nietos cuando jugaban a quien llegaba primero a lo alto del cerro, de la cual era siempre perdedor.
Surgieron las imágenes de sus nietos: Cecilia era la nieta mayor, hija de Marcela, Hugo y Rosita eran los hijos de Carlitos y Silvana lo había regocijado con tres hermosos chiquillos. Esa prolongación de su sangre lo hacía sentir orgulloso, aunque también había sentido miedo por ellos, por su futuro. O tal vez era miedo por sí mismo. ellos eran la evidencia de la limitación de su tiempo.
Le costaba esfuerzo retener alguna que otra palabra de los comentarios de Marisa; los sonidos se convertían en pelotas que dejaban como único dato conciente la sensación del impacto.
Llegaron a lo alto del cerro y apoyado en el balcón de piedra Diego miró el panorama. Desde allí se dominaba todo el pueblo y los campos que se perdían entre las elevaciones menores. Los montecitos aislados que se habían salvado del rigor del hacha parecían banderas de victoria, los campos cultivados con sus cortes geométricos que incluían todas las gamas de los verdes, formaban un tapiz que ondeaba como una inmensa alfombra voladora.
No había límites para la capacidad creadora de la naturaleza o de Dios; esta duda adquiría en este momento una dimensión que nunca tuvo. Antes no habría vacilado en afirmar “la naturaleza”, ahora la idea de Dios funcionaba como una luz roja que a intervalos discontinuos se prendía y se apagaba en su conciencia.
- Quiero ver a los nietos - dijo de pronto. – Mañana nos vamos a la Capital.
Marisa vivía añorando a sus hijos y nietos, Diego se hacía el fuerte porque se había impuesto dejarlos vivir su vida y gozar la propia sin demasiadas preocupaciones, pero esta vez era distinto, surgió en él una urgencia que anuló todo razonamiento.
El monótono desplazarse del tren había adormecido a Marisa, los ojos de él iban alternativamente de ella al paisaje mientras que todo dentro era algo confuso. La máquina tragaba kilómetros pero a Diego le parecía que iba montado sobre una tortuga. Nunca se le había hecho tan largo el viaje.
- ¿A dónde vamos primero? – preguntó su esposa cuando llegaron.
La pregunta estaba de más. ¿a dónde iban siempre primero? A casa de Marcela. Ella vivía lejos del centro en una amplia casa porque no le gustaban los departamentos.
Antes de que el taxi llegara a destino Diego ya tenía el dinero en la mano y sin esperar el vuelto se apresuró para llegar primero y tocar el timbre, cuando tuvo respuesta a través del portero eléctrico contestó con sus acostumbrados ladridos de perro.
- ¡Es papá! – se escuchó gritar a Marcela y segundos después estaban confundidos en un gran abrazo.
A la mañana siguiente bien temprano, fueron a casa de Silvana. ¡Cómo habían crecido los niños! Cuando los vio llegar de la escuela sintió henchirse sus venas de orgullo. Por la noche se reunieron todos en el departamento del hijo que ya resultaba chico.
- ¿Sabes, papá? – comentó Carlitos. – Si todo sale como espero pienso comprar una quinta en las afueras para reunirnos allí cuando ustedes nos visiten.
Diego se sintió feliz, una sensación especial lo invadió, fue como si todo encajara perfectamente, ya no era necesario quedarse más tiempo, la vida había respondido a todos sus interrogantes.
Cuando anunció su inmediata partida nadie entendió pero su actitud fue tan firme que las protestas cesaron inmediatamente, eso si, sus nietos le hicieron prometer que volvería en Diciembre y se quedaría por lo menos un mes.
A la mañana siguiente muy temprano el esposo de Marcela los llevó en su coche hasta la estación de trenes, allí lo esperaba la gran sorpresa, todos los habían ido a despedir. Y nuevamente el tren comenzó a tragar kilómetros, pero ¡qué distinto fue el viaje! Marisa no pudo dormir esta vez porque Diego hablaba y hablaba sin parar.
- ¿Viste que linda está Cecilia? Me dijo que le gusta un muchacho que conoció hace poco y que él también parece interesado en ella. Si llega a pasar algo me va a escribir pero tú no digas nada porque me lo dijo en secreto. ¿Y Hugo? Es demasiado serio para su edad, me recuerda mucho a Carlitos, él también desde joven fue muy formal. ¡En cambio Rosita! Es una pícara que se las trae! ¡Y los niños de Silvana! ¿Tú te imaginabas a Silvana mamá? Anoche pensaba que somos bendecidos por la vida o por Dios, si tú quieres.
Ella escuchaba y sonreía, no podía hacer otra cosa.

Eran las diez de la mañana cuando Marisa lo despertó con un mate, había dormido profundamente y se levantó sin apuro. Luego dio una vuelta por el jardín para ver si las hormigas no habían aprovechado su ausencia. Cortó una rosa roja y se la llevó a su mujer, se sentía como nuevo. ¡La primavera estaba cerca!
Terminado su almuerzo se acomodó en su hamaca de mimbre y comenzó a saborear lentamente su infaltable infusión de hierbas. Su rostro reflejaba alegría, paz, realmente estaba satisfecho consigo mismo. Echó la cabeza hacia atrás y la taza cayó de su mano. El universo lo miraba, había cumplido su ciclo...


*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar




Conjuro de secretos ingredientes*



Cardando estoy
las finas hebras
del deseo
despierta mi lengua
conjuros voces de delfines
soy la clandestina
bruja
agregando huesitos de doncellas
al caldo que te bebes.



*de Verónica Capellino. veroaleph@hotmail.com







EXPERIMENTO*



*Por Eduardo Pérsico. epersic@ciudad.com.ar


Sin que haya algún posible que pudiera evitarlo, el sol despierta y anda sin pausa ni demora. Su átomo de eternidad le corresponde.
De esa lumbre reciente que atenuó el horizonte, el mismo sol opaco en la alameda ya se entrega al designio de la tarde.

Las luces y la noche son formato de tiempo. Un impulso incesante sin pactos ni retrasos. Nada apremia su espera. Lo perpetuo es latido riguroso y el día volverá, qué duda cabe, pero anhelos constantes acrecientan la tarde.


Si muere un pibe de hambre cada cinco segundos se agotaron los dioses de leyenda y milagro. No más sermón errátil de compartir los panes si muere un pibe de hambre cada cinco segundos. El perjurio de magias y cielos del arcano, son antiguos borrones caídos en desuso. La continua derrota de esperanzar la espera.
Hambrientas multitudes sin hallar pertenencia, príncipes sonrientes al temblor del vencido, patrones de la tierra y burlas del Poder son siglo veintiuno.

De persistir sin cambio el peso de los cuerpos, el aire que se eleva y otras físicas claras, es frívolo joder a nuestra especie a toda hora. En cuanto si todo es un incipiente ensayo, - acaso experimento- es hora de avisarnos.
Y digamos también, sólo para saberlo.



*Eduardo Pérsico, escritor, nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.






OLOR DE OTOÑO 2*




estaba atardeciendo
y otra vez olor de otoño
me avisaba que es tiempo
de quemar dejar caer mutar
ákiko mujer de otoño
sabe quemar papeles repletos
de letritas y tachones
líneas de desamor
(y se guarda el amor)
tiempos de terrorismo
(y le queda el terror)
voces de despedida
y reserva un lugarcito
para la soledad
esa
que nunca se va
no puede quemarse la soledad por qué



*de Lucía Cinquepalmi luciaguionbajo@gmail.com





EN LA ZONA*


Uno tiene que ser fiel a una zona, repite aquel personaje de un cuento de Saer.
Imposible afirmar si aquello que un autor pone en boca de sus personajes es lo que piensa él realmente, es decir el autor. Pero tratándose de nuestro comprovinciano está tentado a creer que es así.
En ese caso a qué zona sería fiel yo, digamos, creo que tampoco hay secretos, que todo el que tropieza con un texto mío sabe de antemano adonde voy. A ese lugar minúsculo en los mapas “que no tiene río ni puerto”, como escribí alguna vez.
El lápiz, sin embargo muy elocuentemente muy obsesivamente diría, se dirige a remarcar ese perímetro que pueblan casas bajas y gente muy pacífica.
Y, como el lector supone, hay poco de interesante en estas vidas sencillas, por más que favorables
vientos de la historia económica beneficien a un grupo para que viva en un confort superior al de sus mayores.
Con o sin esa conciencia la gente, como en todas grandes ciudades, o como en cualquier otra parte hace lo que puede con su propia vida.
Sin embargo, cuando pienso en aquel lugar, aparece entre los nombres como el ruido de un galope obstinado. Es el ruido de ese caballo nocturno que rompía el hilo en las noches de invierno, cuando la luna se instalaba como un plato de acero brillante.
Y era mi madre, quien recorría la pequeña, la humilde casa con su lámpara en la mano y llegaba hasta mi habitación para arroparme, y entonces sí, uno se abandonaba al sueño más profundo. Y a veces, en las noches más crueles, cuando la helada atacaba sin piedad la indefensión de los limoneros, ella con una entrega solicita me calentaba la camiseta de frisa con la plancha a carbón, a pura brasa encendida.
No se por qué, la recuerdo en estos tiempos duros de las dudas reales, cuando arrecian los vientos más implacables y uno está siempre alejado de la posibilidad de que la muerte nos restaure la magnitud de cualquier desamparo.
En las chacras de entonces cabía todo el arduo, el implacable trabajo para hacer fructificar ese suelo fértil, pero que gracias a la escasa tecnología acumulaba deudas y magras entradas antes que bienestar merecido.
En esas chacras donde nunca viví, aunque todos mis mayores sí lo habían hecho, pero mi generación se criaba en los pueblos. En esos desolados pueblos de entonces que seguían –como hoy- dependiendo de la actividad rural.
De cualquier modo, en mi remotísimos tiempos infantiles todavía quedaban abuelos o tíos allí, pocos, muy pocos, pero quedaban.
Un pequeño campo que un hermano de mi abuela materna arrendaba no recuerdo a quién, que estaba junto al hondo Canal, y cuya humilde casa de ladrillos estaba asentada en barro, y la rodeaban unos copiosos paraísos, y creo entrever a un costado un selvático cañaveral o no, tal vez mi memoria me juegue una mala pasada. Como no había molino, se sacaba agua de un pozo, que un paciente caballito tiraba con una cadena. El gigantesco balde volcaba sobre los bebederos de lata y allí los caballos y las vacas abrevaban su sed.
Calle de por medio (esa larguísima calle que se hundía en hondos campos y que intercomunicaba las chacras entre sí) estaba la chacra que mi abuelo Isaías arrendaba a don Juan Burki.
En la chacrita de tío Roque, tal el nombre del gringuísimo hermano de mi abuela, pasé imborrables momentos.
Como aquella vez que sentaron mi pequeña humanidad sobre un carro cargado de pasto y el vaivén me fue lentamente bamboleando hasta casi caerme. Como el tío Roque iba a pie y llevaba al caballo de la brida a mis gritos paró y corrió a –literalmente- abarajarme pues el traqueteo me había ido inclinando en incómoda posición –de cabeza- muy cerca del suelo. No dije nada en mi casa, porque si no esas breves y espaciadas vacaciones que me permitían en la “chacra de tío Roque” me estarían vedadas. Y allí lo pasaba muy bien, allí jugábamos en los pocos ratos de ocio con “el primo Hugo”, un poco mayor que yo, pero hijo del tío, es decir primo de mi madre. Por las noches encendían una inmensa radio de madera que funcionaba con la electricidad que proporcionaba una batería a la que llamaban “el acumulador”. Una antena a lo alto y un pequeño molinillo que estaba sujeto al capricho del viento hacía el resto. Al parecer se necesitaba todo eso para que pocas horas al día se pudiera escuchar la radio, siempre con interrupciones y descargas. Nunca supe por qué se necesitaban tantos elementos para oír ese milagroso aparato que era como la máquina de soñar para grandes y chicos.
Si las tareas lo permitían íbamos con el “primo Hugo” a pescar al canal vecino. Ignoro qué pescábamos o que pretendíamos pescar con esas cañas inmensas y esos anzuelos siempre pobres en el agua que corría mezquina.
Pero lo que yo más apreciaba eran esas –paseos para mí- incursiones a caballo en busca de las pocas vacas que había y que teníamos que encerrar al atardecer para ordeñar al día siguiente.
Pero Hugo disfrutaba más jugando a la pelota, como es natural y que pretendía aprovecharme cundo yo iba, de lo contrario no tenía con quién hacerlo ya que sus hermanos eran muy mayores.
Para mí no era novedad, en el pueblo me pasaba horas y horas jugando con mis amigos a ese deporte excluyente de mi infancia.
No he vuelto a andar por esa zona, me dice mi hermano que ya no está más la casa, y ha prometido llevarme.
Iré a un lugar donde ni alambrado habrá de quedar, ni árboles, ni nada que me recuerde a esa chacrita.
Solo el canal y algún sembrado intenso de soja, que cruzan erráticos los pocos pájaros que se atreven sobre ese aburrimiento verdoso, cubriendo por doquier todos los campos.


*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar






Encuentro*


Se citaron en un bar. Con solo mirarse supieron que eran ellos, los del teléfono.
Una forzada sonrisa, apenas el roce de los dedos.
Dos hola y un atropellado pedir al mozo dos cafés.
-A mí con canela- dijo ella.
-Hace frío...
-Sí, un poco...
-Se miraron a los ojos y comenzaron a reír tontamente.
-Perdón, es que hace tanto tiempo.
-Yo también, ya ni me acuerdo como empezar una charla con una mujer.
-Me llamo Andrés.
-Hola Andrés, soy Julia.
Sin hablar tomaron el café y salieron a la llovizna fría. Él la tapó con su campera.
Apretándola contra sí. Julia tiritaba sin mirarlo.
-Te llevo a tu casa...
-No... mejor a la tuya.
_Pasá y secá tu pelo mientras enciendo la estufa y preparo un trago.
Julia se sacó las sandalias y Andrés friccionó sus pies con manos cálidas y grandes.
Eso solo fue el comienzo. Se encontraron abrazados fuertemente sintiendo que cada milímetro
depiel necesitaba del latir del otro.
Toda la soledad, la necesidad de un cuerpo apretado, se traducía sin palabras, solo traspasar el
Calor que la carrera de la sangre por las venas llevaba al corazón alocado.

Se apartaron mirándose, descubriendo el color de los ojos, la forma de la boca y los apretó
El remolino embriagante del sexo, agonizando juntos.
Sin soltarse, quizás con temor a que uno de los dos se esfumara, retomaron el viaje lento
De reconocer y explorar, susurrando medias palabras, ahogando suspiros.
Se metieron suavemente en el túnel del placer sin tiempos, olvidando barreras y pudores.
Mañana... ¿quién piensa en mañana?
Volverían a la rutina o quizás esta noche comenzaría a tejerse la tenue red que envuelve el amor.


Quizás...
Por ahora sólo dos cuerpos en un dulce incendio.


*De ELSA elsahuf@hotmail.com





Fuego mujer*



una mujer
junto a su fuego
tiene el orgullo de ser una entre las tantas


enciende fuego vivo
a sus costados


manda un soplo de aliento
al desaliento
y ella es mejor
que todos sus recuerdos


se desentiende
de miedo y pormenores
que la acechan a diario
en su morada


no le basta la luna
que le ofrece
todo el sol
guardado en tibia resolana


lo busca en su calor
el suyo propio
para alejar el frío
a sus costados


una mujer
en medio de su fuego
sabe quemar las penas
y el silencio


hace crujir los días y las noches
al paso del ardor
de sus recuerdos


le pierde el miedo
al fin de los entierros
lleno de espaldas y de pasos lentos


y el encierro final
es como el fuego
se funde y se transfunde
en las raíces
para guardar por fin
aquel misterio



*de Lucía Cinquepalmi luciaguionbajo@gmail.com






Las lágrimas*



Bajo un cielo plomizo y cercano, que hace frío el día acercándolo a mi tristeza, camino hacia el promontorio encabezando la comitiva. Tanta gente me acompaña a despedirte y sin embargo únicamente me importa que nunca más te volveré a ver. Sé que estoy llorando por dentro, desgarrado y confuso, pero soy incapaz de hacerlo por fuera porque no recuerdo como hacerlo.

La vida me ha endurecido tanto que no me creía capaz de sentir tanta tristeza, pero tu muerte, amor mío, me ha llevado a reencontrarme con los sentimientos. Todos lloran a mi alrededor, hasta Dios solloza en tu entierro. Sé que estas gotas de lluvia no son más que sus lágrimas, las que vierte él por mi, que me he olvidado de llorar.



*de Joan Mateu. joan@cimat.es





Señal de amor en los sentidos*



La pequeña mariposa modificaba el aire
con un sutil batir de alitas
que amontonaría nubes
que las arrojaría unas sobre otras,
sorprendidas,
hasta que en choque explotaran y derramaran,
generosas,
una lluvia fina como harina.
Pero la mariposa allí vibrando, cándida, en las alas,
un espasmo azul fosforescente
una apenas gotita rojo purpurina
y un curioso número 88 ¿el teléfono de Dios,
la clave remota para ingresar al paraíso?.

Como la pequeña mariposa ingenuo, cada cual,
bate en el aire las inocentes alas del sentido
con un color un número
una clave quizá una huella
de dientecillos de vampiro
y se pone el espacio de tormentas
y se llueve el tiempo su delirio
y se duele cada cual en aleteos
su breve para siempre su marca de nacido.



*de Verónica Capellino. veroaleph@hotmail.com




*



Se fueron desvaneciendo sus dedos de escritor, intentaba ordenarle que se tonificaran para seguir acariciando versos, relatos, locuras que le ocurrían. Pero el fluido de sus falanges estaba seco. Las silabas salían con un esfuerzo de aprendiz de lectura, Las consonantes no coincidan con sus intenciones.
Además, en su cabeza sentía el temblor de sus recuerdos. No era agradable escucharlos empujados por el paso del tiempo. Era un ruido de silbatos desprolijos que anulaban la sucesión de alguna aventura que lo colmara de felicidad.
El pasado de un amor de esplendor, sin rutinas ni aburrimiento, se había quebrado. El deseo de continuar enamorado, ya no tenía un sentido inspirador. Se había marchado, lentamente al chocarse con las miserias de los dos. Esta sensación comenzó a aparecer, en un principio, con alguna interrupción del diálogo. Quizás, demasiado idealizado. Mas tarde, las conquistas de la compañera empezaron a confundirlo y viceversa.
El tiempo de estar juntos transcurría de la primavera al infierno, el estado de la risa y la simpatía fue reemplazada por temas prohibidos
En una noche de insomnio titubeaba en su lengua, Intentaba buscar una excusa para seguir estando vivo.
No logró en esa pálida noche una tregua.
Vio su alma tan oscura y odiosa, que rezongó hasta cuando le transportó el sueño.-




*De Azul. azulaki@hotmail.com





VENTANA QUE DA AL NORTE*



Ven amor. Valle quieto. Centauro. Pájaro dormido.
Descansa en mis pechos de mar.
¿Temes el presagio en tu ventana que da al Norte?
¿Te llama la heredad de un reino amurallado?
¿Tus manos temerosas, son un reloj parado?
¿Tu historia que se enreda en tristísimos líquenes?
¿Los oídos, las bocas, los memoriosos ojos?
Un reino de ruleta rusa.
¿La alienación esfuma el rostro?
Suspendidos ojos, flotan.
Huellas. Angustiosas huellas. Miedo.
Sobre todo, miedo.
Alguien llora. Alguien ríe.
¿Oyes? Nueve días y nueve noches, ha soplado el viento.
Ventana abierta. El viento no ha apagado las fogatas.
Entran voces, luz de miel, besos de río.
Desborde de llantos contenidos.
Ven, amor. Ven y grita.
Tu grito más profundo, tu raíz.
Mi preñez acaricia tu frente.
Ven amor, la ventana está abierta y da al norte.
Al Norte, amor, al Norte



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar





AMANECER*



Noche de viernes, solo, sentado a la mesa de mantel raído de esa cafetería suburbana y añorando la compañía de Leticia que había partido el día anterior a un congreso médico. Buscó entretenerse mirando la concurrencia que a esa alta hora de la noche ya era escasa, algún noctámbulo sin rumbo, otro que ya las copas le alegraban la cabeza y allá en aquel rincón ella.
Parecía una niña abandonada a su suerte y tenía la apariencia de un perro sin dueño. No había salido en tren de conquistas fáciles y además la veía tan pequeña que despertó en él cierta ternura paterna. Pensó que estaba demasiado expuesta y se le acercó.
- ¿Te acompaño? No quiero seducirte, sólo hacerte compañía, y ¿por qué no? Protegerte.
Ella lo miró con ojos extraviados, vidriosos de droga y respondió con una sonrisa estúpida. Estuvieron mucho tiempo en silencio; a ella le costaba articular palabras.
- ¿Te llevo a tu casa? – preguntó él y sin contestar ella se levantó y
tambaleante se dirigió hacia la puerta. Luego se subió a su auto sin la menor oposición y como no le daba su dirección decidió dar un paseo por la ciudad. A poco de andar se quedó dormida y él dirigió su coche hacia la playa.
La noche era espléndida y el mar arrullaba con su vaivén. Estacionó junto al murallón y la miró dormir durante varias horas; estaba seguro que lo necesitaba. El horizonte se fue iluminando, el sol se insinuaba cuando despertó
- ¿Por qué estoy aquí? – preguntó aterrada.
- Yo te traje, te noté muy mal en el bar.
- ¿Qué quiere de mí? – el miedo la hacía tartamudear.
- Yo quiero una sola cosa, - el rostro de ella se contrajo de pánico y comenzó a temblar.
– No tengas miedo, sólo quiero que veas el amanecer lúcida y que sientas que es mejor que la droga.



*de EMILSE ZORZUT. zurmy@yahoo.com.ar





Jardinería*



En el vientre de las flores

del laurel
habita una diminuta sirena
que emerge de los mares interiores
de la planta.
Me conforta cuidar al laurel
lo riego le quito las hormigas
y pienso.
Me gusta pensar
mientras cumplo esta tarea.

Peligroso es el perfume
del laurel
apenas perceptible.
Mortal es su canto
de sirena.



*de Verónica Capellino. veroaleph@hotmail.com





ECO DE ADIOSES*



I

¿Hacia donde navega tu barco
Que no deja su sombra
A lo lejos?
El adiós se murió entre mis manos
Hecho pájaro sin nido
Y sin respuesta.
Creo que sólo fue un silencio
Que quiso ser voz
Y compañía.
Tal vez sólo soñé despierta
Y cuando el sol salió
Quemó mi pena.


II

Me miras y no entiendes,
Pretendes sentirme
Y me alejas,
No encuentras los signos,
Los engramas
Que construyan de nuevo
Los caminos.
Tal vez tu pie
Nunca interpretó mi huella
Ni tu sentir
Incorporó mi gesto.
¿Qué somos hoy?
Sólo dos sombras
Unidas por la nada
Del invierno.


III

Muy lentamente
Destruyo mi pasado,
Las aguas del río
Se llevan mis recuerdos.
Dejo que la lluvia
Lave mis heridas
Que no fueron tan graves,
Me doy cuenta.
Pero es hora
De mirar los relojes,
Gozar el minuto concedido
Que morirá en segundos
Despiadados,
Cayendo en el cántaro del tiempo
Como gota de agua
En el estanque.



*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar,




Tendría que cambiar*


El cordón de ilusiones era fino, como un hilo de pescar. Cuando se enredaba en patrias de silencios, las palabras se perdían en suspiros.
No podían encontrar la procedencia de la insatisfacción. Había, en esa madeja de sentimientos, unidades de contradicciones y dudas…
Requería de manos expertas que lograran desovillar la nobleza de los recuerdos, ellos, tironeaban hasta asfixiar…
El peso del compromiso vencía drásticamente la liviandad de sus anhelos.
La esfera de la crueldad, en su retorno constante, no le permitía desprenderse
Y alejarse de esos arquetipos.
Nublaban la llamativa claridad de sus ojos grises.
El pánico de sus enredos no le hacía bien, paralizaban su maniobrar.

Tendría que cambiar.
Era tiempo de cambiar. Convendría tomar distancia.
Con un cristal de independencia debería dejar que la vida se deslice suavemente por sus dedos impacientes…
El destino se encargaría de cambiar el injusto repiquetear de la melancolía.



*de Azul. azulaki@hotmail.com





Molas*



En el golfo de Urabá
navegando afluentes del Atrato
con su hombre van
las indígenas cunas
ruta al mercado
a vender (¿tiene precio lo bello?)
sus molas ingenuas – lujuriosas.
Caprichosas geometrías
reiteran en las telas
diseños que antiguamente
pintaban en sus pechos:
amarillas rojas negras
abstracciones
algún pájaro libando
anchos pezones
alguna flor de despeinados pétalos
duplicada en gráciles morenos
planetas gemelos.
Me lavaré como ellas la mirada
con infusión de hierbas y agüita del cielo
para mejor ver la ruta de los sueños
por encontrar la magia los colores
con los que pintaré tus ojos
en mis pechos.



*de Verónica Capellino. veroaleph@hotmail.com





CUALQUIER ESQUINA*




Se encontraron en una esquina. Cualquier esquina.
Ella venía con una alforja bordada. Verde trébol cuatro hojas.
En sus manos, lágrimas de mar, ceniza y un pájaro dormido.
El, solamente, una vara de sándalo.
En sus pies, sorbos de sombras y espinillos.


Antes de verse presintieron sus pasos.
Ella venía de páramos y valles.
El, de escarpadas cumbres. Aves incineradas.


Ella traía el oficio del agua y la sed.
Él, oficio de orfebre, de dolorosos soles.


Se buscan. Se abrazan. Heroicamente.
Rescatan símbolos, gritos y silencios.
Bautismo de luz, espina que no duele. Casta sed.
Pronuncian quedamente sus nombres.


La intemperie ha quedado atrás.


Una esquina cualquiera. Un hombre, una mujer.
Se saben los primeros. Ensayan vuelos
Se aturden de sándalo y de verde trébol.
Tiempos de asombros. De naceres. De vida.



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar





Irse*


En un espacio sin orillas

La cabeza da vueltas.

Es un fuego de derretidas memorias desenlazadas.

Volver a ver la tierra

Pasto seco

Que suena como seda

En un espejismo barato.

Perdida

Mientras la otra

En una fiesta, en una calle, o en una vida

Con aspecto de maniquí sin vidriera

Espera que vuelva.

Estoy faltándome a la cita.


*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar





TERRITORIO DE LAS PEQUEÑAS COSAS*



Buen día. ¿Como estás? ¿Has tenido un buen día?
¿Cómo está tu familia? ¿La canción, el lamento?
¿Qué te dice el territorio de las pequeñas cosas?
¿La plancha, la mesa, la taza con café?
¿La alegría descansa esperando en tu silla?
¿Cómo ensamblas el corazón y las palabras?
¿Has descubierto el sortilegio del pan, el canto de las letras?
¿Puedes entender que la vida da pequeñas treguas?
¿Qué mar no se detiene, ni el carrusel ni los planetas?
Llevamos un blanco infalible en el pecho
Un blanco color escarapela y allí apuntan, certeramente.


Pero hay un exorcismo de hierbas.
Podemos sembrar peces, trenes, veleros.
El beso aguarda, como aguarda el valle de tu lámpara clara.
No importa la cosecha, si, la siembra
Espera en los andenes.
El tren que ha de llegar puede ser el último... o el primero.
El primero. Amor de viento, reloj, fatigado viajero. Niño.



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar







EL PERRO ESQUILIBRISTA*


*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



En esos paisajes del pueblo que son como postales móviles no pueden dejar de percibirse los viajes que hace ese viejo rastrojero con su perro en el techo. En un equilibrio digno de un circo y no de esa bucólica tranquilidad que las no muy numerosas casas atestiguan, mejor dicho, sus ya acostumbrados habitantes a quien no llama la atención.
Si al hombre se le pregunta, no da importancia, se encoge de hombros y responde que es decisión de los perros subirse allí. Pero no debe ser casualidad que cuando uno se muere o es muerto por algún desaprensivo asesino, el que lo reemplaza en el espacio de mascota toma de inmediato la misma costumbre. Entonces, es más que evidente que el hombre los entrena. Ese hombre explota un pequeño campo a la vera de la ruta, muy cerca del pueblo.
Ese hombre se llama Miguel Ángel Compañy, pero se lo conoce por el apodo de “El Tigre”, y si uno le pregunta el por qué del apodo o quien se lo infrigió, se encoge de hombros, y mira achicando los ojos a través del humo de su cigarrillo.
Ese hombre, a quien conozco de su más lejana infancia es mi amigo y si se le inquiere el por qué otros perros viajan con él, en el asiento que corresponde al acompañante, contesta casi con pena :
-Isaías, mucha ciudad te ha perjudicado ¿Adónde viste que una señorita viaje sobre el techo de un vehículo?-. Y uno cae en la cuenta entonces del sexo. Esas perritas son las protegidas de su dueño, que extiende su caballerosidad por sobre todo el reino animal y no sólo el que corresponde al humano. La localidad es pequeña y como el poema de Jorge Calvetti, refiriéndose a Maimará; cabe en el galope de un caballo. La cercan los sembrados en todos los límites, y las casas son bajas, los patios son hondos, sólo una pocas tiene planta alta, en especial son construcciones de los últimos tiempos.. Hay un solo edificio de tres pisos, pero corresponde a una panadería tradicional, que por otra parte se extendió con la fábrica de galletitas, y supermercado en los últimos años.
La variedad de pájaros es cada vez más escasa y muchos la atribuyen al desaforado e inconsciente uso de los plaguicidas usados para aniquilar las malezas de los cultivos de soja.
El pueblo tiene durante el día una reconocible dinámica: autos, chatas que van hacia los campos, perros, pájaros, y obviamente gente que interactúa, como se dice ahora, repartiendo los rituales de siempre. Mujeres con sus bolsos de compras que se cruzan en una esquina e intercambian chimes, madres que van con sus chicos a la escuela o lo pasan a buscar por ella, talleres que trabajan y en las conversaciones de los hombres los dos temas excluyentes: las cosechas y el fútbol.
Pero si uno se levanta muy temprano “antes de que el gallo cante” como pavesianamente puede decirse, el pueblo es otra cosa. Si uno lo recorre, parsimoniosamente, si va hasta sus últimas calles, entre sus luces, su hondo e inquietante silencio y esa especie de niebla en que se halla como suspendido crea una sensación de irrealidad realmente notable. La “Trafic” que en esas madrugadas me traen de regreso a la ciudad tienen ese “plus” de belleza inesperada, que no se repite en otras horas del día, como es dable suponer, aunque también tenga su atractivo, pero siempre es más previsible, como suele ser la vida de los humanos aunque no así sus pensamientos, como sabemos.
Por eso, en las primeras horas de la mañana lo más significativo –y no por ser usual es menos caracterizable de original- es ese viaje de mi amigo con su perro sobre el techo del vehículo.
En los atardeceres, cuando Miguel hace los pocos metros que separan su casa del Club (el glorioso Huracán, como repite) para jugar al “chancho” con el ingeniero Kety Parapetti, hijo de mi amiga Hydée, Ullúa, Omar Bellini, y mi viejo y querido amigo también y hablo de Raúl Rodini, lo acompañan un par de perros que lo esperan pacientemente en la vereda. En esa salita que alguna vez fue “reservado” para novios y parejas muy jóvenes, ahora se juega pacíficamente a las cartas. “Por la vuelta” como se le llama a la consumición, por algunos porotos, y si es por dinero la suma es exigua siempre. Ya son recuerdo las tenidas en los altos del Club donde se jugaban casas y campos y a veces eran corridos por la Policía y hasta detenidos por transgredir una ley que penaba los juegos de azar. Hay anécdotas jugosas allí. Como esa vez que corrieran entre ellos a Ernesto Triacchini, continuo timbero y sastre de mi pueblo que saltó dentro de una casa, se metió en una cama –ajena, por supuesto- y cuando la Policía entra le dijo que estaba enfermo.
Miguel mantiene ese sentido gregario de la vida que sostiene a través de su adhesión incondicional al Club y yo, lo comprendo. Porque en épocas de “modernidades liquidas“ el decir de un filósofo, cuando la política se diluye o banaliza en los programas de la televisión basura: a qué pocas cosas puede un hombre aferrarse? Una de las pocas que congrega pasiones diversas y aún contradictorias está en los colores un club donde uno aportó en la más lejanísima infancia, como esas adhesiones tal vez casual, seguramente afectiva y para nada pensada (qué puede advertir responsablemente un niño de pocos años) y que sin embargo debe ser uno de los pocos sentimientos inalterables que quedan a un ser humano en el siglo veintiuno.
Y entre esas cosas, digo esas elecciones están los colores rojiblancos del “Club de los grandes éxitos”, como dice siempre Miguel y nunca sé si es con ironía.
De todos modos, él, muchos otros y yo, compartimos ese espacio común, ese afecto, ese estar sintiéndose bien, mirando pasar la lenta vida del pueblo como hacíamos en nuestra más lejana adolescencia.
Y parafraseando al inolvidable “Negro” Fontanarrosa diré; “en estos tiempos, es mucho”.





*


Tenía una gran capacidad de asombro, gozaba recorrer los espejismos, ver los reflejos de los objetos en dispares dimensiones y tamaños.
Planeaba desenvolver con una gomera dúctil, un arco iris con plumas de acuarelas y deshilvanar cada color en colecciones de candelas.
Intentaba predecir qué profesión desempeñaba cada sujeto que cruzaba por su camino, ya sea por su vestimenta, su actitud o su caminar…
Quería describir cuales eran los mejores ingredientes para curar enfermedades.
Sabia, que uno de ellos, era el amor, otro, la confianza, también la paciencia y el sentido del humor. Por eso en sus momentos de paz, mimaba a los que estaban afligidos o extenuados por el peso del desconsuelo….

Pero lo que más le interesaba, desde muy pequeña, era encontrar el espacio en el que se inscriben los pensamientos, la memoria, la imaginación… y la creatividad.

Por lo cual, tomó una decisión: permaneció sentada en posición de loto.
Con los parpados cerrados, dirigió su mirada al entrecejo, Se había colocado un bindi colorado. Después de aquietar sus ambiciones, y de respirar rítmicamente. Comenzó a meditar.
En ese estado de silencio y quietud, encontró el enlace de la armonía.
En una luz resplandeciente y conmovedora, se dejó llevar por la sencillez del corazón, que persuadía al mecánico cerebro.
Ese espacio, que tanto buscaba, estaba en su interior, sin intención comenzó a dejarse transitar por el universo de la Poesía.-



*de Azul. azulaki@hotmail.com





Un día especial*


El lujoso yate a duras penas logró acercarse a la orilla. Un atlético rubio de escaso short blanco saltó a tierra y ató la soga de amarre al timbó más cercano. Desde arriba se desplegó una escalerilla por donde bajó una mujer envuelta en toallón muy colorido y con finas sandalias que se
hundieron totalmente en el barro gredoso.
Los chillidos histéricos se oyeron dentro de la isla.
- Cómo se te ocurre, mamá, con esos tacones, ¿no ves el barro?
Cuando se disponía a ayudar a la mujer, que hipaba nerviosa, aparece un islero, alto y flaco, que, sacándose la gorra saludó:
-Buen día... ¿qué le anda pasando?
-Nos quedamos sin combustible... ¿no tendría un bidón con nafta? Por favor, le pago lo que pida.
-No don, aquí uso remos, nomás.
-¿Y donde conseguiríamos?
-No sé. Sólo que espere al acopiador... en una de esas a él le suebra y le da.
-Falta mucho para que pase?
-No, mañana a la tardecita, nomás.
-Mañana!!! Se oyó desde el yate la voz femenina.
-Y sí. Pero endemientras, arrimensen al rancho. Es pobre, sabe, pero mi patrona les ceba unos mates si quieren.
-No, gracias, señor.
-Pero sí mamá. Abrigate y bajá, quizás podamos comer algo. ¿Queda lejos su casa?
-No, ahicito, detrás de los sauces.
Un enjambre de perros flacos y ladradores, recibieron al trío. De un costado salió una mujer, ancha sonrisa de pocos dientes; secándose las manos en la pollera y ahuyentando la jauría, saludo con voz suave.
-Juana, los señores tienen hambre, preparales algo.
Debajo del alero, un hoyo lleno de brasas y leños, sobre él, colgada de un aparejo una olla de hierro ennegrecido donde humeaba el aceite. Pendía de un alambre un manojo de amarillos aún vivos y destripados. La mujer los descolgó, salándolos sobre una tabla, y con certeros golpes de cuchilla los
trozó.
La señora del yate, frunciendo la nariz se sentó alejada del grupo, mientras el hijo conversaba con el islero sobre la posibilidad de una tormenta.
El aceite chirrió al recibir los pedazos húmedos, y un apetitoso olor invadió el lugar.
Mientras pasaba un trapo por la tabla que hacía de mesa, el islero invitó.
-Por favor, arrime señora. Esto se come calentito.
-No, gracias.
- Mamá, acercate y probá. Esto está muy bueno.
Los dorados trozos, ensartados en una varilla de sauce, de punta aguzada, fueron depositados en un plato de latón.
Desparramando los perros, que acudían al aroma, Juana alcanzo una silla con asiento y respaldo de junco, para que la señora integrara el grupo.
Esta tomó entre sus perfumados dedos una rodaja de pescado y tratando de disimular su aversión, hincó sus dientes y saboreó un bocado.
-Está muy rico- dijo, mientras masticaba otro.
-Cuidado con las espinas, señora, si se le dispara alguna a la garganta no se asuste, trague un pedazo de pan entero y ¡listo!, señaló el hombre mientras sacaba de un estante una botella con un mejunje que batió enérgicamente.
-Mire, don, pruebe el chimichurri, eso sí, si aguanta el picante.
Aceite, vinagre, ajo y perejil picados, ají molido, pimienta, sal y algunas hierbas aromáticas integraban el colorido chorro que inundó el pescado caliente.
-¡Ah, que pica esto! Pero está muy bueno.¡Que bien vendría un vaso de vino tinto!
-Cierto, pero no tengo. Hacemos la provista una vez al mes en el pueblo y éste anduvo muy malo... no pude ir.
-¿Frito más, viejo?
-Para mí no, gracias. Nunca pensé que comería tanto- dijo el muchacho.
-Yo tampoco. Agregó la señora-Muchas gracias.
-Bueno, dejá nomás Juana. Poné la pava.
En eso se escuchó una estridente bocina.
-Pero vea, apareció el acopiador.¿Qué se habrá olvidau?
Cuando llegaron a la orilla, una larga y ancha canoa con motor atracaba, y su corpulento dueño, saltando ágilmente a tierra, los recibió con un escueto
-Buen día. Te conseguí el remedio para la Juana, por eso me arrimé.
-Suerte, porque aquí el hombre se ha quedau sin nafta.
-Tá bien, ya le alcanzo un bidón que tengo de repuesto.
-Muy bien don. Páselo y dígame cuánto le debo.
-Nada mijo, sólo necesito el envase.
-No, faltaba más, quiero pagarle.
-Dele aquí a Juan, que precisa para la salud de su mujer. Adiós y suerte.
-Muchas gracias, que le vaya bien.
Mientras la señora subía al yate, saludando a la pareja de isleros, el joven apretaba la áspera mano de Juan, dejando en ellas un billete.
-Para un vino, y muy agradecido por todo lo que hizo por nosotros. Fue un gusto conocerlos.
-Bueno, que les vaya bien. Cuando guste, aquí estamos.
-Gracias. Chau.
Lentamente la lancha despegó de la costa, alejándose río arriba. Brazos en alto y anchas sonrisas fueron las últimas imágenes.
La isla volvía a su paz habitual, acompañada sólo de trinos y silbos de pájaros y del contoneo de los sauces, gozosos del vientito que soplaba del sur, aliviando el calor islero.



*de Elsa Hufschmid elsahuf@hotmail.com





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