martes, noviembre 03, 2009
Y CONTINÚAN SUS VIDAS DE SOLEDAD EN COMPAÑIA...
-ILUSTRACIÓN: "LAS VOCES" DE RAY RESPALL ROJAS (CUBA)
Olivia*
Desde su infancia, Olivia escuchaba dos voces, una masculina y una femenina, conversando con ella, haciéndole sugerencias, aconsejándola... a veces no se ponían de acuerdo entre ellas y tenía que esperar a que terminaran de discutir. También intervenían en sus sueños, pero era agradable no estar sola en aventuras y pesadillas.
Se considera aceptable que un niño hable solo, tenga compañeros imaginarios... mas cuando creció y siguió conversando con algo invisible, sus padres se alarmaron. Olivia descubrió que aquello que consideraba muy normal era una aberración de su mente. Intentó acallarlas y, reconociendo su impotencia, se dejó arrastrar de psicólogos en psiquiatras, asesorar, hipnotizar, entrevistar, medicar... hasta que al fin pudo silenciarlas, con lo cual fue considerada apta para reincorporarse a la sociedad.
Pretendió entablar conversación con sus padres y amigos, pero estaban muy ocupados; trató de hacerse escuchar por los médicos que la habían ayudado, pero ya estaba considerada cuerda; procuró nuevas amistades, mas cada cual estaba inmerso en sus problemas... Todo ser humano parecía estar demasiado atareado para hablar con nadie. Comprendió que estaba sola.
Los demás siempre lo habían estado, no parecían entender su desesperación, lo raro era buscar compañía en un grado tan profundo como para compartir el alma... Con hablar del clima, la obligada pregunta de ¿cómo van las cosas? y algún otro comentario banal cuya respuesta ni siquiera era atendida, parecía bastar entre ellos. Ella siempre tuvo dos amigos, que si bien a veces eran atorrantes, no la dejaban abandonada como ahora lo estaba haciendo el mundo que le había impulsado a alejarlos.
Se sintió triste, arrepentida de haberlas expulsado, pero no había remedio. Aprendió a vivir con ella misma, dejándose acompañar por los demás en el modo en que podían. Se volvió una joven melancólica... “Estuvo loca, es normal que le cueste adaptarse”, decían los que la rodeaban.
Años después, las voces regresaron sin previo aviso. Su alegría fue tan grande que casi les grita un saludo. Pero miró hacia fuera, ahí estaba ese mundo de personas solas, distantes, que no consideraban aceptable estar todo el tiempo compartiendo el alma... Prudentemente, calló su voz externa y con la voz de su interior, les dio la bienvenida. Desde entonces conversa con ellas, en silencio, y puede contarles lo que sea, pues siempre le prestan atención, le dan consejos, le cuentan historias y la escoltan hasta en sueños.
Olivia ha vuelto a sonreír, a veces ríe a solas. Pero ya no habla en voz alta y si le preguntan por las voces, niega su existencia. “Al fin se ha recuperado del todo”, dicen los que la rodean, satisfechos, y continúan sus vidas de soledad en compañía.
*de Marié Rojas Tamayo
-Ilustración: Ray Respall Rojas.
Y CONTINÚAN SUS VIDAS DE SOLEDAD EN COMPAÑIA...
SER EN EL TIEMPO*
El juego de los relojes
enreda implacable
el correr de los arroyos
que marca vida y bosquejos
del ser o no ser
en el tiempo.
Inútiles son los gestos
por atrapar intervalos,
como palomas asustadas
huyen al primer movimiento.
Los minutos se nos filtran
entre las manos carentes
de contener ese lapso
que se esfuma con la vida
y es único signo clave
para registrar el hoy.
*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
Héroes*
De los cuadernos del tío Aldo.
Le dejo a su sobrino sus cuadernos por legado. Le llegaron embalados en una caja y atados con hilo de yute. Son cuadernos comunes de hojas rayadas y espiral que vienen con su título en la tapa. El hombre elije abrir el que dice “Amor”.
Son frases sueltas. Según parece muchas eran propias, del propio saber del tío gestado en años de andar por la vida. Otras escuchadas. A veces frases subrayadas con resaltador en un recorte de diario.
Esta todo prolijamente anotado con su letra cursiva grande y clara, que le elogiaban tanto en su empleo de revisor de cuentas.
El hombre va al final del cuaderno. Esa es la última frase. Tiene una aclaración:
“Me dicen en el bar que lo dijo la Rosa Montero en un reportaje. No es textual, la escribo con mi memoria no tan buena…"
"Lo verdaderamente heroico es querer al otro tal cual es."
"Tal cual el otro es" -Escribe para dar énfasis a la frase.
Luego sigue una reflexión:
“Cada vez seremos más los viejos solitarios. Hasta que lleguemos a estar sentados en el geriátrico mirando un Potus. Con suerte habrá una ventana para ver el movimiento de la calle.
Y una mañana cualquiera, una viejita se siente al lado nuestro. Nos tome la mano.
Y sea tarde para casi todo, menos para sonreír”
*de Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
pájaro*
hace tanto frío afuera
un pájaro tímido
atraviesa el aire congelado
azotado en la intemperie habitual
que es su refugio
nada es necesariamente hostil
es duro simplemente
como el aire de sequía de un agosto
como el hielo que detiene el agua clara
se sabe expuesto a un nuevo tiempo
de inmensa incertidumbre que lo ampara
gira en redondo en falso en inseguro
despeinado del viento de la noche
lagrimeado de lluvia madrugada
queda a la espera bajo la hoja tiesa
de un aviso de luz de día claro
que le ayude a volar el aire tibio
ensortijado en el ramaje
el pecho henchido de orgullo y de coraje
me mira desde el viento
complacido
es la mañana
y sabe que lo espero
*de Lucía Cinquepalmi luciaguionbajo@gmail.com
Zombis*
*Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Halloween es algo así como el trailer de las Navidades pero con polaridad opuesta. Así, la primera noche invoca la vuelta plural de espectros sagrados, mientras que la segunda evoca la ida singular de un hijo único bajo la mirada vigilante del Espíritu Santo. Halloween ha generado grandes y ocurrentes películas (entre ellas una de las mejores ideas de Tim Burton), mientras que la Navidad insiste una y otra vez con la misma vieja historia. De acuerdo, hay nobles excepciones: las adaptaciones de A
Christmas Carol e It's a Wonderful Life. Pero, si se lo piensa un poco, lo de Charles Dickens y la Frank Capra no son más que especímenes halloweenescos con transparente máscara de Santa Claus donde el trasnochador Ho Ho Ho apenas esconde un insomne Haw Haw Haw.
DOS Máscaras de caretas. Máscaras de Nixon, de Reagan y de Bush supieron ser éxitos de venta en pasados Halloween norteamericanos. Zombis de Salón Oval y la perturbadora postal de presidentes norteamericanos como extraños en esa noche rara. Primeros mandatarios como últimos difuntos que caminan y haciendo de las suyas sobre las nuestras a lo largo y ancho del mundo. ¿Se estarán fabricando ya máscaras de Obama? Ya saben: estadista en guerra, reciente autografiador de presupuesto militar record y Premio Nobel de la Paz al que se le complican cada vez más las cosas, porque una cosa es decir
con impecable oratoria y otra hacer en eficiente silencio. Mucho blah blah blah y poco do do do, comienzan a decir quienes creyeron en él -ahora con diez puntos menos en las encuestas de popularidad- y empiezan a preguntarse, can we?, yes?, si la fiesta ya terminó. Otros, quienes nunca se lo tomaron
muy en serio, ya han aplicado la broma del pálido maquillaje de The Joker sobre su retrato oficial. Acorde con el espíritu de los tiempos, la semana pasada la agencia EFE distribuyó la inevitable y muy posada foto del líder contemplando el crepúsculo desde la ventana de su oficina -la Casa Blanca se
iluminó de naranja calabaza, Michelle se disfrazó de Catwoman- mientras afuera, en el jardín de árboles dorados por el otoño, los espíritus de elecciones pasadas y futuras prometían hacer tremendas travesuras si no se los apaciguaba con sabrosas golosinas.
TRES ¿Se festeja Halloween en Argentina? No lo recuerdo. Recuerdo, sí, mi desamparo infantil por no contar entonces con una fiesta tan rebosante de monstruos. Yo tenía unos cinco años y ya envidiaba sin reparos a los vampiros enanos recorriendo las calles de los suburbios de USA y a los esqueletos cantarines en el Día de Muertos mexicano. En España, Halloween se festeja cada vez más y mejor y más fuerte. Lo que provoca las iras y persignaciones de conservadores (los mismos que acusaron a Harry Potter de incitación a la brujería), quienes advierten de un avance del aquelarre pagano sobre ritos católicos como el Día de Todos los Santos y todo eso. Los progres, por su parte, denuncian maniobra invasiva y subliminal de ese imperialismo yanqui que nunca deja de mostrar garras y colmillos. Los
gallegos, en cambio, reivindican el origen celta del asunto. Los verduleros encargan partidas de calabazas especiales para vaciar y ser halloweenizadas.
Las tiendas de disfraces y cotillón ibéricas apuntan que venden más y mejor para Halloween que para Carnaval pero que, también, sienten el golpe de la crisis: Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo, la Momia, brujas de diversas variedades exigen demasiada producción e inversión y, después de todo, esas
obras maestras que son I Walked with a Zombie y The Night of the Living Dead se filmaron con presupuestos ínfimos. Así que este año lo que se usó fueron los zombis: ropa vieja, maquillaje a base de talco y un poco de ketchup y, ¡hala!, a la calle. A esa calle donde hay cada vez más gente sin trabajo
llamando a las puertas y, casi exánimes, gritando titulares como "La tasa de paro en España alcanza el 19,3 por ciento, más del doble que la media en la Unión Europea". Y a temblar todos juntos.
CUATRO En la calle, también, muchos políticos locales a los que ese equivalente de Van Helsing/Padre Karras llamado Juez Garzón ha decidido clavarles la estaca y exorcizarlos. No hay semana por aquí que no estalle un escándalo de corrupción. A diestra y siniestra, a Derecha e Izquierda, se develan las bestiales mordidas en los cuellos y los litros de sangre chupados, durante años de bonanza, en una España que iba tan bien y que ahora parece tropezar por las calles, el traje hecho jirones, la boca llena
de tierra, los brazos extendidos, los ojos bien abiertos obligados a ver todo aquello que se optó por no ver en su momento.
CINCO Ver This Is It -el apresurado y exitoso documental sobre los últimos días de Michael Jackson- resulta un ejercicio tan fascinante como perturbador. Un descenso al Mucho Más Allá de quien ahora es un muerto vivo y -por entonces, intentando el milagro resurreccionista de una gira de despedida- era un muerto en vida. La película se preocupa en enseñar la espectacularidad de las intenciones de un hombre al que la máscara de la fama le había comido el rostro. Y lo consigue. Y de paso -sin quererlo y
subliminalmente; porque cabe pensar que en las cien horas de metraje registrado en estos ensayos, según lo confesado por testigos directos, habría tramos mucho más reveladores y hasta sórdidos- aparece un niño grande al que le cuesta comunicar la idea más simple a un grupo de bailarines que lo contempla con una mezcla de reverencia y pasmo. La mirada que uno dedica a un zombi o a un inmortal. A quien se quiso en carne y hueso y se teme en fiambre plastificado. Y, por supuesto, ahí están, otra vez, como si el
tiempo no hubiese pasado para ellos (o sí; porque aparecen mejores que nunca) todos esos cadáveres danzarines de "Thriller". Aprender la coreografía, convocar a baile colectivo en www.thrillerworld.com, y reclamar la posición correspondiente en ese limbo de la tontería voluntariosa y en trance que es The Guinness Book of Records. Después, toda esa gente que nunca pensó en leer a Jane Austen entra en las librerías y se compra el absurdo best-seller Orgullo y prejuicio y zombis de Seth Graham-Smith y
hasta el año que viene, hasta REC 3.
SEIS Antes, apuntarse a Legacylocker.com, a Last Messages Club, a Greatgoodbye.com, a Wishesbeyondlife, a Deathbook. Depositar penúltimas palabras y películas caseras y fotos y bendiciones y condenas para contados seres queridos o infinitos amigos twitterescos cuando ya no estemos en el acústico aquí y sí en el eléctrico allá. El fantasma en la máquina. La pantalla de cristal líquido como bola de cristal sólido. Sorpresa. O no tanto. Si algo sobra ahí dentro son zzzzombis de encandilados ojos en blanco y lo que falta son brrraaaiiinnnsss que piensen y vean claro las cosas de
este mundo.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-134560-2009-11-03.html
El sueño de los justos*
Por Federico Andahazi*
Fue el mismo año en que las tropas de la Confederación convirtieron al general Eusebio Pontevedra en un rosario toba, trenzado con el cuero que le arrancaron del lomo y engarzado con las cuentas amarillentas de sus propios dientes; el mismo año en que los ejércitos unitarios decapitaron al coronel Valladares y se disputaron el trofeo de su cabeza —todavía gesticulante— en un juego de pato. Aquel mismo año, en el día de San Simeón —que es el santo de los comisionistas—, mi teniente me encomendó el traslado de una prisionera desde el cuartel de Quinta del Medio hasta cierto monte perdido al otro lado de la frontera, donde debía ser fusilada y bien enterrada por un servidor.
—Queda a su cargo y bajo su responsabilidad —me dijo mi teniente, Severino Sosa, a la vez que me entregaba un fusil y una pala, al tiempo que una guardia de cuatro soldados conducía a la cautiva hacia el portón del cuartel.
La prisionera era una anciana cuya mínima humanidad estaba hecha de piel sobre hueso. Tenía un ligero rubor en la nariz que parecía ser el único indicio vital y un orgullo un tanto agrio, propio del rigor de talante que tienen los gringos. Estaba elegantemente resignada a una manea que le sujetaba las muñecas, montada a pelo sobre un percherón de grupa cuadrada que era mucha bestia para tan poco jinete.
Severino Sosa había planificado y ejecutado personalmente la captura de Mary Jane Spencer, una inglesa que había contraído matrimonio con cierto ministro enemigo. El propósito de la operación era el de negociar el intercambio de todos nuestros prisioneros y forzar la capitulación de las tropas de ocupación; de paso mi teniente aspiraba de este modo a conseguir el merecido ascenso a coronel y el reconocimiento de nuestro jefe general, el Comandante Libardo de Anchorena.
Sin embargo, algo había salido mal: supe de boca de cierto cabo que la cautiva, Mary Jane Spencer no era Mary Jane Spencer, sino que resultó ser Miss Seaned O'Hara; que no era inglesa sino irlandesa; que no era la esposa del ministro enemigo, sino la abuela de cierto reputado militar; que no la habían sacado de la casa del ministro, sino que Severino Sosa había entrado por error a la casa del comandante Libardo de Anchorena, a la sazón jefe general de todas nuestras divisiones y vecino casual de aquel ministro de la ocupación.
Mi teniente estaba en problemas; no solamente porque ya no había prisioneros que negociar, ni teníamos forma de forzar a la ocupación a presentar bandera blanca: había secuestrado, lisa y llanamente, a la venerable abuela del comandante, madre mía, que de haber sido creyente me hubiera encomendado a Santa Lucrecia, que es la santa que protege a los soldados de la ira de los superiores. Por mucho menos, el comandante había mandado a despellejar vivo al finado sargento Obregozo —Dios lo tenga a su diestra— y para rematarlo lo mandó a decapitar.
Severino Sosa se pasaba las horas fumando en su pipa de espuma de mar y caminaba como un tigre enjaulado de aquí para allá, y que para qué carajo se gasta uno el seso si estos imbéciles se meten en cualquier casa y amordazan a la primera que se les cruza, bramaba señalándonos con su bastón de palo de rosa, y que qué mierda hacemos ahora con la vieja, vociferaba hecho una hiena mi pobre teniente que ya no sabía cómo desembarazarse del lastre de sus propias culpas pero, sobre todo, de la urgencia del asunto: al día siguiente, el comandante Libardo de Anchorena -que había jurado desollar vivos a los miserables raptores de su santísima abuela— iba a venir a pasar revista a la tropa y a inspeccionar personalmente el cuartel.
Cerca de la madrugada y sin haber pegado un ojo, Severino Sosa me llamó a su despacho:
—Llévese a la gringa -me ordenó, sin darme más precisiones.
—¿Y adónde la voy a llevar, mi teniente? —recuerdo que le pregunté antes de que metiera la mano en la vaina y, rojo como un ají, me sacara de su despacho a punta de sable.
—Mátela; llévesela lejos y mátela —me ordenó antes de perderse al otro lado de la puerta.
Partí con la cautiva antes de que despuntara el alba. Cabalgábamos en silencio. La gringa ni siquiera se dignaba a mirarme. Debo confesar que me rompía el corazón verla maniatada como una oveja. Antes de llegar a la frontera me apeé y le desaté las manos. Pero la vieja no despegaba la vista de un punto situado más lejos que el horizonte.
—¿Quiere agua? —le pregunté a la vez que le ofrecí la bota que aún conservaba el agua fresca. Pero ni siquiera tuvo el decoro de darme vuelta la cara. Sólo Dios sabe cuánto me atormentaba aquella indiferencia.
Cerca del mediodía paramos a la orilla de Laguna del Medio. La gringa no mostraba signos de fatiga, ni de hambre, ni de sed, ni de tedio, ni siquiera del miedo a la muerte próxima. Tenía un orgullo tan grande como mi vergüenza. Aquel montecito que nacía de la laguna era el lugar adecuado, me dije. La alcé en mis brazos, la bajé del caballo y la recosté sobre la arena negruzca. La gringa dejaba hacer. Iba a cargar el fusil, pero me pareció demasiado para un cuerpecito tan menudo. Desenfundé el puñal y, sin siquiera mirarla, calculé la fuerza del puntazo sobre el corazón. Si solamente me hubiera insultado; si me hubiera dado cuantimenos un motivo, una excusa... Pero nada, la vieja era como un cordero indefenso y a la vez tan arrogante. No. Así no podía. Caminé hasta el apero de mi caballo y me infundí coraje con un trago de vino que traía en otra bota. Sólo entonces pude ver que la gringa miraba el hilo rojo que caía del pico con unos ojos hechos de una ansiedad infinita, a la vez que agitaba las aletas de la nariz como si acabara de oler el perfume más hermoso de este mundo. Le tendí la bota como quien ofrece una última voluntad. La vieja se incorporó un poco y con la fuerza de un oso que tira el zarpazo, con la rapidez invisible de la lengua de un sapo, me la arrebató de un manotón; vi, azorado, cómo aquellos dedos sarmentosos y decrépitos apretaban el cuero de la bota con la firme voluntad de las boas cuando atrapan su presa. En un mismísimo santo y amén la gringa se había tomado hasta la última gota. Soltó un eructo medieval, volvió a recostarse y, por primera vez, me miró; me miraba con los más dulces y agradecidos ojos con los que jamás nadie me haya mirado. Estaba completamente borracha y, viéndola como entonces la vi, comprendí que era aquel el orden natural de su espíritu; viéndola como entonces la vi, supe que así, borracha como una cuba, era como se componía su sobria relación con las cosas de este mundo; que así, con la materia de los reposados vapores que encierran los toneles, de aquella misma sustancia, estaba hecho el espíritu de los irlandeses. Viéndola coma la vi entonces, supe definitivamente que no podía matarla. La gringa, mansamente recostada sobre su cadalso, cantaba la canción más dulce que jamás se haya cantado; cantaba en un idioma tan grato y tan remoto que se diría que no era de este mundo. Así, con los ojos cerrados y susurrando, me hizo un lugar entre el crucifijo que llevaba prendido al cuello y su pecho y así, debajo del ala cálida de su mano sobre mi mejilla, así, con el sueño de los justos, así me dormí. Dormí durante un tiempo incalculable; dormí como si dormir fuera algo nuevo y hasta entonces desconocido.
Despertamos prófugos. Antes de que el sol se pusiera detrás del monte, bordeamos la laguna rumbo a la frontera cenagosa que une Quinta del Medio con Paso de los Monjes. La gringa llevaba al percherón por el bozal y no se entendía cómo semejante mole se sometía mansamente a la voluntad de aquella mujer mínima y encorvada; yo, por mi parte, tenía que luchar con mi caballo que se retobaba, a cada paso, conforme se alejaba de la querencia. Era noche cerrada cuando alcanzamos el otro lado de la frontera; sólo entonces comprendimos que, en verdad, no sabíamos a dónde ir. Haciéndolos durar mucho, solamente teníamos víveres para no más de un día: un poco de charqui, unas galletas y casi nada de vino. Íbamos, quién sabe por qué, hacia el norte. No me empujaba el miedo, ni el recuerdo del finado cabo Paredes, aquel que había desertado y, como medida ejemplar, mi teniente lo había colgado cabeza abajo —que es un decir porque ya lo había hecho decapitar— para que quedara claro qué se hacía con los que huían; No, no me animaba el miedo, sino el susurro dulce de la gringa que cantaba, sus manos que acariciaban la testuz del caballo que la seguía mansa y ciegamente; no me llevaba la cobardía, sino la convicción de que ya nunca me iba separar de aquella mujer, porque, lo sabía, entre el crucifijo y su pecho, debajo del ala tibia de su mano, nada malo podía depararme este mundo. De haber tenido una casa, allí la hubiera llevado; pero jamás tuve otro hogar que el de los cuarteles de campaña, ni más familia que la de mis camaradas, ni Federación, ni Unión, ni otra Patria más que la silla de mi caballo.
Ya por la madrugada no teníamos ni charqui, ni galletas, ni vino. Había que entrar a Paso de los Monjes. El uniforme me delataba como un traje de preso. Desde el rancherío llegaba el perfume de una oveja asándose y pude ver cómo a la gringa le brillaron los ojos cuando, frente al Cristo dorado del animal en cruz, el asador empinó una botella de grapa. Tuve que agarrarla de un brazo. No me daba el orgullo para mendigar, ni el coraje para ir a robar. Se nos hacía agüita la boca. Me quité la chaqueta, la faja y la bandolera; dejé el sable, el puñal y la pistola y le dije a la gringa que me esperara, espéreme, le dije, que ya vuelvo, me santigüé y salí de los matorrales en cueros y con el corazón en la boca. Eran gentes de temer.
—¿Anda solo y a pata, mi amigo? —me desconfió el asador sin levantar la vista de la hoja de la cuchilla que iba y venía por la chaira como una amenaza.
—Así es, nomás —dije y le alargué el morral.
No se le niega la comida a un cristiano —dijo otro que apareció de adentro del rancho—, pero, ¿por qué no se queda a comer con nosotros; nos ha visto leprosos, el mocito?
A lo mejor no anda solo... —terció uno gordo que se mondaba los dientes con un puñal y que apareció detrás del anterior.
—Quién sabe... —suspiró el de la chaira.
—Quién sabe... —convino el tercero.
A juzgar por las marcas impares de la yerra de los caballos que se doblaban en el palenque, los tipos eran cuatreros. Se adivinaba que algo sabían y me estaban tirando de la lengua. Eran capaces de vender a su propia madre. Pude ver cómo los otros dos murmuraban algo y miraban para el monte con las manos en visera. De pronto comprendí que sabían todo y estaban buscando a la gringa que de seguro ya tenía buen precio. Giré sobre mis talones y corrí. Sentí un fuego en el brazo. Me habían dado. Cuando me quise acordar, tenía a los tres encima, y que adónde está la vieja, hijo e' la gran puta, gritaban y me pasaban la navaja por el gañote y que arránquele la lengua hasta que hable, compadre y me tiraban de los pelos de la nuca y que a'nde carajo está la vieja. Me creí muerto cuando ya no sentí nada. Abrí los ojos y pude ver cómo los tres miraban a un mismo lado con la boca abierta. Parada junto al palenque, doblada como un saucesito, arrugada como una pasa y entregándose como un cordero, ahí estaba la gringa. Me soltaron como a un lampazo viejo. Iba a correr cuando pude ver cómo la vieja sacaba las manos de atrás de la espalda y, antes de que dieran un paso, levantó la pistola que había sacado de mi cartuchera y le dio al gordo en medio de las cejas. Vieja e' mierda, iba decir el segundo pero no pudo terminar la frase: ya le había disparado al corazón. La gringa tenía una puntería de granadero. El tercero salió a la carrera. Sólo entonces sopló la boca del caño y bajó el arma, caminó hasta la mesa, se tomó la botella de grapa de un solo sorbo, le arrancó un jirón de la camisa al gordo que flotaba en un charco de sangre, se me acercó, me apretó un torniquete en el brazo y haciéndome un lugar entre el crucifijo y su pecho me besó la frente. Comimos.
Por la noche abandonamos Paso de los Monjes —cuatreros y prófugos— arriando ganado ajeno. Seguimos viaje hacia el norte, quién sabe por qué, animados por la misma perseverante voluntad que gobierna las brújulas. La gringa cabalgaba en silencio; podía adivinarse que a cada paso y conforme ganábamos leguas, mi prisionera, en la misma proporción, iba despojándose de una pena tan antigua como secreta, de una congoja que se diría octogenaria y tan vasta como el océano que la separaba de su propia materia celta.
En Trinidad de los Arroyos vendimos bien vendido el ganado. En la Caleta asaltamos un almacén; en Corcovado huimos de los milicos que a esto estuvieron de agarrarnos; en el Casado tuvimos una bronca con una gavilla de asaltantes de caminos —cuestión de jurisdicción— y que Dios nos perdone, pero se la buscaron. Y así como así, de puro fugitivos y casi sin querer, en Belén de las Palmas asaltamos el Banco de Caridad; la gringa apuntaba y guay del que se mueva, compadre, que la vieja tira como un granadero y que lléneme la bolsa por favor que llevamos apuro y que no se olvide ni de las monedas, compadre, no sea cuestión que la abuela se ponga nerviosa.
En Los Maderos amanecimos célebres y ricos. No teníamos otro propósito más que el de andar, por andar, siempre para arriba, siempre para el norte. Y así íbamos; por la madrugada cabalgábamos con la fresca hasta llegar a un pueblo y que ponga todo en la bolsa y que no se haga el valiente compadre que la vieja se puede enojar; y así andábamos hasta que llegaba la noche y entonces la gringa me hacía un lugar entre el crucifijo y su pecho y así, con el susurro dulce y el ala tibia de su mano, así me dormía. Y nada más que eso quería yo de esta vida.
Fue el día de San Ramón Nonato —que es el santo al que le rezan las primerizas para tener buena leche y en abundancia—. Aquella mañana, como siempre lo hacía, la Gringa se detuvo a leer la suerte en las vetas del tronco de un álamo: como siempre, nada dijo; me miró y trató de sonreír. Pero algo oscuro estaba escrito. Llovía una lluvia sosegada y paciente.
La gringa no despegaba la vista del horizonte. Cerca del mediodía escuchamos los cascos de un sinfín de caballos. Enfilamos para el lado de los montes. Llegando a la orilla de un cañadón pudimos ver, al otro lado, una formación de no menos de veinte soldados; eran mis camaradas. Lo vi a Pereyra y a mi amigo Lauge, al Indio Almada y a Cirio Rivera. Nos estaban apuntando. A un tiempo pegamos el espuelazo y corrimos al galope en sentido opuesto. No alcanzamos el pinar que se nos ofrecía adelante: por el otro lado nos salieron al cruce otros veinte caballos. Al frente estaba mi teniente que blandía un sable en el aire.
Eran cuarenta fusiles pero fue como un solo disparo. Tendida al pie del percherón, hecha pedazos y doblada como un saucesito, la gringa parecía mirarme. Me apeé y ahí fui para quedarme a dormir el dulce sueño de los justos entre el crucifijo y su pecho, debajo del ala todavía tibia de su mano, donde nada, ni la muerte —que hoy me espera— podía hacerme daño.
*Federico Andahazi (Buenos Aires, 1963). En noviembre de 1995 sus cuentos "Las piadosas" y "Por encargo" fueron distinguidos en el Certamen Nacional de Cuentos del Instituto Santo Tomás de Aquino. Conformaron el jurado Marco Denevi, María Granata y Victoria Pueyrredón. En setiembre de 1996 su cuento "La trilliza" recibió el Primer Premio en el Concurso de Cuento Buenos Artes Joven II, cuyo jurado estuvo integrado por Liliana Heer, Carlos Chernov y Susana Szwarc.
En octubre de 1996, al tiempo que era finalista del Premio Planeta, su novela El anatomista ganaba el Primer Premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat. El jurado estuvo compuesto por María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer, María Granata y José Luis Castineira de Dios. En uno de los más resonantes escándalos en el mundo literario argentino, la entrega del premio fue suspendida ya que "La obra premiada no contribuye a exaltar los valores más elevados del espíritu humano" —declaró la Fundación, expresando su disconformidad con el contenido erótico de la novela. Andahazi recibió el dinero, pero el premio en sí le fue negado. El libro fue finalmente publicado por Planeta en 1997 convirtiéndose en uno de los más grandes bestsellers de la literatura argentina. Fue traducido también a varios idiomas.
Otras de sus obras son El anatomista (1997), Las piadosas (1998), El príncipe (2000), El secreto de los flamencos (2002), Errante en la sombra (2004), La ciudad de los herejes (2005), El Conquistador (2006)
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