viernes, enero 22, 2010
EDICIÓN ENERO 2010.
-ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL ROJAS. (CUBA)
*
El frío se agolpa de una manera brutal, intenso, grueso, convocante a los interiores de todo tipo. No es fácil persistir; no es imposible, por ello.
Recuerdo, si, esos enormes fríos mañaneros en Hersilia, patria de mi primera infancia, donde caminaba junto a los bretes del ferrocarril, cruzando la vía, para ir a la escuela fiscal. Iba solo, con mis siete años a cuestas. Era otro mundo. Mi madre me abrigaba: guantes de lana, pulloveres, medias pesadas tres cuartas –los niños no usábamos pantalones largos hasta los catorce años- y, arriba de todo, el poncho. El mío era un poncho azul con líneas decorativas, dos o tres, blancas. Azul profundo. Tenías, además, algunas pintas rojas o coloradas, como decíamos antes.
No era el único que iba con poncho. No, porque era un atuendo normal. Nos cubría del frío y de la fina llovizna, cuando ella aparecía y se desbarrancaba sobre el llano.
El poncho, además, nos daba una identidad. Cada cual tenía el suyo con variaciones de colores y de flecos. De lejos sabíamos quien venía.
A esta vestimenta la vi en los arrieros cuando pasaban, con la tropa, frente a la que era mi casa, camino a los bretes. Entre el mugido de los animales, el ladrido de los perros que ayudaban iban ellos: los laderos y los de fondo, entremedio del polvaderal, protegido con los ponchos.
Niños, aún, miraba su paso escuchando los gritos azuzando a los animales, sin reconocer el cansancio de horas en esas tareas pero admirando la misma. Siempre alguno saludaba, chambergo en alto, fusta en mano, levantando el costado del poncho como un ala y, en la punta, la mano, supongo áspera, como una caricia a la joven vida.
El frío sigue azotando estos sures litoraleños. Espío por la ventana el patio, opacado su verdor. Cubren mis piernas un poncho salteño que supe comprar en uno de mis tantos viajes.
Y de pronto, mi patria de infancia.
*de Oscar A. Agú. cachoagu@yahoo.com.ar
Julio/agosto 2009
La cañería*
A raíz de la propuesta de un amigo, que me invitó a ducharnos juntos para oir lo bien que canta tangos, es que escribo esta sucesión de hechos que nada tienen que ver con la ficción y, sin embargo, es lo más parecido a ella que me ha sucedido en años.
Hace dos semanas que estoy bañándome como los gatos, a las lamidas -es un decir- considerando el agua que puedo usar, previamente calentada en una olla bien grande, esas para locro o puchero sobre el mechero de la cocina a gas, eso si, no hubo necesidad de cortar el gas.
He mudado gran parte de la cocina al living y para enjuagar los platos y demás utensilios que uso, debo hacerlo en el baño, el único lugar donde hay agua, pero fría.
El edificio en el que vivo tiene cuarenta años o algo más, cuarenta años mal vividos y la cañería de agua caliente nos cantó “las cuarenta” y dijo basta, ergo, entró al edificio la tropa de cañistas, cañoneros, cañicultores… plomeros.
El primer golpe de los muchachos fue para romper azulejos, paredes y cielorrasos. Gracias a ello, ahora estamos todos los vecinos del ala CD comunicados. Mi hermana, que vive en el departamento de al lado, me da los buenos días introduciendo el rostro por el agujero negro situado a ras del piso, en la cocina. La madre de Atún, el gato de arriba, se entera de cada comida que preparo por el aroma que sube y se expande para bien y para mal, digo para mal por otra cuestión, pero, que tiene que ver con el agujero en el techo, cuando los muchachos trabajan en su departamento, llueven piedras del tamaño de una pelota de tenis las más grandes, otras se hacen polvillo, cuestión, que para hacer la comida me traslado al living o al dormitorio, donde suelo picar cebollas y ajos sobre la mesa de la computadora mientras leo los envíos y me engancho a escribir algún comentario.
El perro de mi hija, convidado de piedra en la casa los días de semana, los sábados y domingos, anda en estas horas muy desasosegado, como alma en pena con tanto ir y venir, entrar y salir de los plomeros. Tan perdido estaba hoy con los acontecimientos que relato, que le temblaban las orejas como nunca y yo no sabía que contestarle porque no hablo su idioma y a mi también me temblaban las orejas.
Los muchachos se retiraron de mi departamento a las dos de la tarde. El caño, por suerte, ya está colocado, con sus codos y juntas a punto para que pase el agua que, si Dios quiere y los muchachos, la darán mañana. Pero a las tres de la tarde, cuando gozaba de una relativa calma y comía algo, de parada, apoyado el plato en la mesada de la cocina cayó la primera piedra seguida de un aluvión de piedrecitas. Lo interpreté como una despedida, me acostumbré a mirarlas cuando caen y, seguramente las voy a extrañar cuando tapen los agujeros y ya no estemos comunicados los vecinos. Dejaremos de ser fraternos y nos saludaremos parcamente al cruzarnos en el hall de entrada.
Lástima que mi amigo vive tan lejos, sino, tal vez, hubiera aceptado su invitación. Un baño de ducha con abundante agua es lo que más deseo. No ha de cantar tan mal.
*de Ana Maria Diaz Velo. anadiazvelo@hotmail.com
VERDADES REVELADAS*
“Cuando se miran de frente, los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades, las bárbaras, terribles , amorosas crueldades...”
GABRIEL CELAYA
En la Escuela de mi pueblo me enseñaron muchas cosas.
Los 10 mandamientos por ejemplo.
El 5º, el 2º y el 4º no se hacen.
El 3º ni el 7º, no se dicen.
El 1º, el 2º, el 6º, ni el 8º, no se no se preguntan.
No se hace, no se dice, no se pregunta, no, no.
Dogmas de la fe, decían.
Aprendí que la gente cuando se muere se la entierra.
Se coloca en su tumba su nombre y apellido.
Se la invoca, se le reza.
Me enseñaron que había una vez.
Que América era un crisol de razas.
Que había un país de plata, plata robada, argenta.
Que Haití es un paraíso Terrenal.
Que hay guayabas, frutos del pan, mangos, muchos mangos.
(El mango es una fruta, aclaro)
Que hay flamencos, pelícanos y garcetas.
(Que los flamencos tienen las patas rojas, por mentir)
Con la adultez a cuestas, aprendí.
Que hay blancos que son negros y negros que son blancos.
Que en Haití una lengua oficial es la castilla.
Que en criollo se le llama Repiblik Dayti.
Que el patrón vive en el norte del Norte.
Que hay más negros que blancos.
Que la esperanza de vida es de 40 años.
Que hay más pobres que ricos.
Que de mil niños mueren 80.
Aprendí de las guerras.
Aprendí, que algunas, figuran en los anales de la Historia.
Otras, las mas pequeñas, no registran nombre, ni apellido.
Que hay hombres que sólo son un número.
Un número más, un número menos.
Mas por menos, siempre da mas.
Aprendí “que hoy he mirado los ojos claros de la muerte”
Y he repetido, sollozante, la verdad revelada por un cholo peruano.
“¿Con que valor voy a hablar de psicoanálisis?”
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
-San Luis- Argentina.
ANTONELLA*
Esa niña
Antonella
todos los días pulsa el botón del timbre de mi casa.
Extraño el sonido cuando no lo hace; un extrañamiento
de que el día no fue completo.
Esa niña sólo pide algo “pa´comer”. No otra cosa. Y reja
de por medio, marcando distancias entre su mundo y el mío,
trato de complacerla.
Es una niña que sólo pide.
Y aquí, enredado entre las tripas del día,
no percibo que sólo pide. Tal vez, sí, exija un poco de
atención; un reconocimiento de ¡Aquí estoy!, de “yo también soy
el mundo”.
Lo hace desde su inocencia infantil, desde su mirar de ojos amarronados,
pelo negro recogido, carita redonda.
Y, azorado desde mi edad, desde mi estar, sólo respondo a su pedir.
Respondo levemente, casi con vergüenza por los abismos de los mundos
de cada uno.
Un levísimo hilo hace de puente.
Su sonrisa es la que extraño
cuando no suena el timbre.
*de Oscar A. Agú. cachoagu@yahoo.com.ar
Lluvia terrorista*
El Gobierno de los Estados Unidos de América a declarado enemigo público a la Lluvia. Después de una ardua investigación, la CIA ha presentado un amplio dossier con pruebas en las que se demuestra las ingerencias de la lluvia en los secretos de estado. Tachándola de entrometida y curiosa, dice haber detectado que se cuela por todas partes, accediendo a los archivos más secretos y deteriorando pruebas y documentos.
Como medidas para la lucha contra ella, el Consejo de Seguridad ha ordenado que a partir de la fecha los expedientes y demás documentos de rango secreto se utilice únicamente papel secante y en casos extremos papel parafinado.
Como complemento a estas medidas preventivas, se ha puesto en alerta al departamento de investigación para dotar al país de medidas protectoras contra la lluvia, de forma que su concentración y su libre circulación no pusiera en peligro los secretos patrios. Al cabo de dos meses se presentó el producto diseñado para esta lucha antiterrorista, con su diseño y plan de implantación. Seguramente hará falta la aprobación de un presupuesto extraordinario por parte del Congreso, pero este escollo será fácilmente
salvado debido a la concienciación del pueblo en estos asuntos.
A pesar del secretismo lógico en estos temas, se ha podido saber que el nombre del producto propuesto es "Alcantarilla" y parece ser que se refiere a un aparato de hierro con rendijas que se aplica directamente al suelo.
*de Joan Mateu. joan@cimat.es
Aparición de la Otra*
*Cuento de Eduardo Pérsico. epersic@ciudad.com.ar
Aquel viernes la mujer cerró su estudio contable y viajaría a la costa sin manejar su auto. Ya saliendo de Buenos Aires en el último asiento de un ómnibus, a media tarde presintió el fin del verano. Ella andaba cerca de cumplir cincuenta años, temible divisoria entre mujeres, y aquello también rondaría la inevitable discusión que tendría con su marido en la casa de veraneo. Algo nada agradable.
Unos futbolistas en los asientos cercanos quizá le aturdirían el viaje pero el hombre a su lado, sobre el pasillo, le sonrió que los muchachos viajaban cerca y le ofreció acomodarle el bolso en el portaequipaje. ‘Sí, gracias’ dijo y no sospechó nada en la tibia demora sobre su mano. Por una hora larga fueron cambiando frases de ocasión: ella habló de su hija de veinte años y no mencionó estar casada con un político ‘siempre en campaña’, y el hombre, algo menor, reconoció ser un perpetuo viajante ‘por ahora en seguros’ y divorciado hacía mucho tiempo. El ómnibus iba a buen ritmo hacia cuando el día cae plomizo sobre el campo, y al descender el grupo futbolero y acallado el murmullo, los dos quedaron en el último asiento lejos y apartados del resto.
Al rato y tal vez no de improviso, el hombre le tomó una mano con decisión y le habló sonriendo ‘al fin solos’. Acaso ella fingió distraerse pero más bien nadie vería cuando él musitó ‘permiso’ al quitarle los anteojos. Ni apenas atinó al usual ‘¿qué hace?’ sin convicción al ablandar los labios al imprudente beso y como si obrara por reflejo, aflojó una mano hacia el pecho del hombre debajo la camisa. Se apartaron a mirarse en los ojos y ya retomaron el juego que les conmovería más allá de la boca, creciente impulso tras ocultos fervores que refrena la especie. ‘Nuestra pasión también somos nosotros’, le recordó esa otra mujer que contuviera ella.
- Carlos- pronunció él al separarse y rozar suave sus ojos con dos dedos.
- Daniela- pronunció por primera vez en tanto él ambulaba su mano infructuosa en destrabarle un cierre. Y de haber sabido eso, la otra, Daniela, hubiera vestido una falda liviana en lugar de ese incómodo pantalón vaquero, sonrió…
Bajaron en el primer pueblo y entraron a una hostería donde él solía dormir. Sin demasiado preámbulo, en la habitación Carlos se adelantó a moderar el agua para bañarse juntos y al quitarse íntegramente la ropa, ella se alegró que ‘la otra’ le dispusiera esa libertad. Y juntos derivaron a linderos con incitaciones que en sus sueños ella anhelaría traspasar. Sin apremios cada uno ahondaría la intimidad sin límite o precepto, hasta culminar en el primer temblor tan ajeno a misa y confesiones, y gloria de compartir aquel desborde entre desconocidos.
Desde empezar el viaje hubo horas en un tiempo sin medida relojera, y no por ser llamada diferente se sintió feliz. Ella o aquella imaginaria recién aparecida, amada con la intensidad que prometen los sueños, se convirtió en hembra plena con más gemidos que palabras en aquel regodeo de explorar socavones de su cuerpo. Y quizá tan sólo descubrieras eso, le diría Daniela…
Al anochecer pidieron algo de comer, coincidieron en dos copas ‘del mejor vino blanco frío’ y charlando con alguna ternura al paso, se durmieron. Tal vez abrazados por un rato. A la mañana el hombre prometió ver a un cliente y volver pronto, la besó al salir y le puso en la mano sus datos y teléfonos ‘por cualquier cosa’. Ella dobló la tarjeta sin leerla y al verlo irse la dejó por ahí. Después recompuso su maquillaje, acomodó sin apuro el bolso de mano y dejó la habitación.
- ¿A qué hora hay micro a Buenos Aires? –preguntó.
- En veinte minutos – le dijeron. Así que tuvo tiempo para un jugo de fruta y subir al ómnibus que llegó puntual.
(enero 2010)
*Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
Deseos*
Quisiera ser tu fiesta, una guirnalda de flores rojas que encienda las mañanas. Una mesa con manteles blancos. Mar cálido que te acune en el vaivén. Lluvia que limpia. Una negra bahiana que bambolea en su cuerpo la música del mundo y te guarda esencias escondidos en el escote. Para jugar al tesoro escondido. Puntillas, filigranas, agujeritos para espiar. Una voz para contarte como se viaja a Itaca en el borde del poema. Quisiera ser telas, una seda para las caricias, terciopelo para el roce casual, la carta de Seda para leerte por teléfono. La selva con su techo de hojas y la luz que se filtra y el rumor de los insectos y la flor abierta y el lugar entre los árboles donde te espero para leerte en las manos, antes de liberarse las caricias.
*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
EL LEGADO*
Confieso, te idolatraba, Janus.
Te veía llegar entre cerezos.
Con pan envuelto en diarios.
Con el agua del río entre tus manos.
Entibiando pezones y polleras.
Buscando un cielo de huertos y de siestas:
Durazneros, vendimias en las grutas.
Amaba tu calendario de arenas y lagartos.
De estrellas degolladas. De brújulas.
Tu piel era mi frente y tus manos mis ojos.
A veces sorprendía tus rostros pensativos.
Dos puertas. Una llave. Abierto corazón de niña.
Comienzos y finales.
Te veía llegar y ya temía tu partida.
Las puertas se abrían en las guerras.
Con la paz, venía tu partida.
Partido corazón, manos partidas.
Aun lastimas mis sienes con tu flecha rota.
Confieso, te idolatraba Janus.
Mas, nunca me entregué.
Nunca dije por ejemplo un te quiero.
No se si lo entendiste.
Mi forma de amor es el repudio.
Yo aun no comprendía y me dolía enero.
No comprendía.
Que traías un comienzo de claveles rojos.
Que en granate mutaba, finalmente.
Aun no entiendo la partida.
Pero, sé, vendrán otros eneros y el legado.
Rojo clavel granate.
Dos puertas, una llave...y el asombro.
Clavado asombro en los ojos de los niños de enero.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
EL VIEJO*
A esa historia que escuche en la radio del niño que veía y conversaba con su abuelo
que hacía cinco meses había fallecido.
Se llenó de polvo y silencio,
la casa que a puertas cerradas
dejó de latir una mañana.
Dicen que alguien vio cuando se alejaba,
lo hizo en medio de la noche silenciosa,
una luna testigo le guardó el secreto.
Su nieta lo observó por la ventana
de la amplia cocina donde ardía un hogar.
Volteó la mirada hacia donde estaba la niña
y a modo de saludo dibujó una sonrisa.
Esta fue la última vez que lo vieron.
Después la pequeña dijo: “abrió unas alas enorme y voló al cielo”.
Nunca antes le habían contado sobre la muerte de su abuelo.
*de Melisa Ferraris. flordeloto1980@hotmail.com
La historia del ángel niño*
Robertico
Sobrevivió milagrosamente, al menos en sus primeros doce años, al exceso de amor que sentía por él.
Era hijo del mayor de mis medio hermanos, su padre sobrepasaba a mi madre en algunos años... Yo no entendía mucho esto de tener nueve hermanos adultos. Mientras otros niños cargaban a sus hermanitos, a mí me presentaban sobrinos del doble de mi edad, algunos a través de fotos. Como la mayoría de ellos se interesaba bien poco por mi vida, terminé ignorándolos.
Roberto fue el único que me tomó afecto, le llamaba “mi hermano”, a pesar de sus canas. Miraba confiada sus ojos azules, acompañados de un aire de tristeza que no pasaba ni cuando sonreía. Era un miembro más de mi extraña familia. Tengo fotos de él jugando conmigo a las muñecas.
Su hija mayor, Cary, era una jovencita muy pagada de su belleza, me llamaba “tía” en tono de burla. El menor, Robertico, contemporáneo conmigo, sufrió de poliomielitis al año de nacido y quedó confinado a una silla de ruedas. Se decidió trasladarlo a la capital para ser sometido a varias operaciones; las de los brazos le dieron un poco más de movilidad, las de las piernas jamás dieron resultado. Los períodos de recuperación y rehabilitación, los pasaba en mi casa.
Yo no soportaba la idea de que mi sobrinito, con esa sonrisa de ángel, no fuera capaz de caminar. Me propuse lograrlo, ¡y vaya si lo intenté! Me gané buenos regaños por sacarlo de la silla, hasta que aprendí que debía dejarlo en su trono de rueditas... pero esto no fue suficiente: si bien no podía caminar, esto no le impediría disfrutar de los placeres de los demás niños. La madre, que se desvivía por él, solía decirme que yo era como un virus, porque contagiaba a su hijo con mi exceso de energía. Déjalo, Nenita - me decía -, él tiene que aprender a ser feliz tal como es.
Un día mi sobrino me vio salir de la ducha, envuelta en mi bata. Expresó su contrariedad por no poder hacer lo mismo; a él lo bañaban en la cama, sobre una sábana de hule, a base de paños tibios. Aprovechando un descuido de los mayores, lo introduje con silla y todo en el baño, abrí las llaves, y lo dejé disfrutar de la primera ducha de su vida. Recuerdo como aplaudía, a pesar de estar medio ahogado por la presión del agua. Tanto fue mi entusiasmo, que entré a jugar con él, bata de felpa y zapatillas incluidas. Nos descubrieron porque el agua comenzó a llegar a la sala. Algo ganamos: a partir de ese día lo dejaron disfrutar del agua corriente.
En una ocasión nos llevaron a la playa y me dio pena mirar como se le perdía la vista tras las olas. Nunca supe dónde se metían nuestras madres: fui arrastrando su toalla, paso a paso, hasta llegar a la orilla; ahí lo fui introduciendo en el agua, confiada en que mis brazos podían sostenerlo, sabía que los cuerpos pesan menos en el agua. Obvié que debido a su inmovilidad era un niño obeso... tragamos tanta agua que no fue necesario castigarnos; hablo en plural porque con el tiempo nos castigaban a los dos, a mí por las ideas y a él por seguirlas con tanto entusiasmo y no gritar pidiendo auxilio.
Pero nada se compara con la tarde en que, ayudada por mis amigos, logré bajarlo a la calle. Él se quedaba mirándonos jugar desde el balcón, y se limitaba a decirnos adiós cuando pasábamos en nuestros patines, carriolas o bicicletas. Aquella tarde me habían dejado con la enorme responsabilidad de cuidarlo… tuve cuidado de bajarlo sin un rasguño. Había pensado hacerlo feliz, y así fue al inicio. Mas, al rato, lo noto cabizbajo y le pregunto qué le pasa. Me señaló la competencia de carriolas a punto de comenzar. ¡No llores, Rober! ¡Ya verás! Hoy corres, con carriola o sin ella – afirmé empujando la silla calle arriba, a donde los muchachos del barrio se estaban colocando en la línea de arranque.
Al conteo de ¡Uno, Dos y Tres!, salimos disparados. Mi genial idea fue usar la silla como carriola, afincando un pie en la parte trasera, impulsándome con el otro, las manos firmes en las dos agarraderas, asegurando el cinturón de mi copiloto para que no fuera a salir disparado con el arranque. No pensamos en la posibilidad de ganar, la silla con su ocupante pesaban demasiado, pero no recuerdo haberlo visto tan contento, ni siquiera el día de la ducha.
En ese momento llegaban las madres, recuerdo haber entrevisto la palidez del rostro de la suya y la mirada de furia de la mía. El susto me hizo perder el control de nuestra carroza, que siguió calle abajo conmigo aferrada, ambos pies subidos al tubo trasero, pensando que aquel era el último día de nuestras vidas. Nos salvaron unos transeúntes que corrieron a detenernos, porque con el impulso y la velocidad que habíamos conquistado, no funcionaba ni el freno de la silla, ni mi inventiva.
Esa noche, con las posaderas ardiendo y frente al televisor apagado, nos miramos sonrientes.
- ¡Cómo me divertí! Pensé que me moría... lo mejor es que estabas ahí y no me dio miedo – susurró.
- ¡Yo también! – suspiré, reclinando la cabeza en su débil hombro – Hubiera sido lindo morirnos juntos...
- Cuando me vaya para el otro mundo, voy a irme contigo.
Una vez probado que no había cura para su mal, volvieron a su casa y no lo vi más que en las pocas visitas que hice a mi familia materna. La última vez fui con mi hijo mayor, entonces de dos años, quise que mi pequeño conociera aquel mundo fascinante, correteara entre aves, cargara corderitos, sostuviera en sus manos un cerdito chillón y escurridizo, mirara el mundo desde la altura fascinante del lomo de un corcel… pero fuimos a una finca lejos del pueblo. Vi a mi sobrino sólo media hora antes de tomar el ómnibus de regreso y esa media hora la pasamos abrazados.
No volví al campo y él no regresó a la capital. Nunca dejamos de escribirnos, de enviarnos postales, o de llamarnos.
Me enteré de su agravamiento, quince años después, cuando no me daba tiempo a llegar a su lado. Es uno de los dolores más fuertes que he experimentado. No quería dejarlo ir, no era justo. Esa noche, soñé que un ave volaba a mi encuentro y cuando le tendía las manos para recibirla, se elevaba hacia el infinito. Desperté y fui a sentarme en la sala, había entendido la señal.
No paré visualizarme tomando su mano, hasta que recibí la llamada que me trajo la noticia: su paso por este mundo había concluido, ahora era capaz de volar.
*de Marié Rojas Tamayo.
ELLOS USAN ZAPATOS DE DOS TONOS*
No importa si salen con el pie derecho
O con el izquierdo
Lo de ellos es trazar el territorio
La comarca que les pertenece
Revalidar la asignatura pendiente
Ellos hacen el país
La postguerra
La economía y las rondas nocturnas
Tentados por la hoja que silba
Se han sentado en las aceras
Miran pasar el cadáver de sus amigos
Y se juran la sangre
Que a veces mancha
Los zapatos de dos tonos.
*de Reynaldo García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu
MIL PÁJAROS DE FUEGO*
Esa mujer es una revolución.
De ríos subterráneos. De espejos. De volcanes.
Sabe que no ha nacido para.
Que no ha nacido de.
Que puede ser madre bendecida. Célula madre.
Amada. Venerada. Idolatrada.
Madre de mayo. Madre de alquiler. Puta madre.
Santa venerada. Santa bárbara. Santa Juana de Arco.
Hécate. Hechicera. Súcubo.
Que puede ser Lilith y expulsada de las sagradas escrituras.
Repudiada maldita. Amante descastada.
Sabe que puede ser paloma: tibia y quieta.
Que puede tener la fuerza de un león.
Que pude ser alondra. Camalote. Hiedra.
Que con su legua pude voltear un potro a latigazos.
Pero ella busca el fuego. El vuelo.
El trueno y las voces de las nubes.
Se encuentra con el infierno congelado del Dante.
Desempolva retratos. Genes. Sabias manos nudosas.
Cubre con cortinas de lienzo. Paradojas. Cerrojos y anatemas.
Y busca porque encuentra, encuentra porque busca:
Hoy le han legado mil pájaros de fuego.
Mil pájaros de fuego que caben en el hueco de la mano.
Mil trigales, mil esperas, mil estrellas.
El fuego la rodea, la rodean los vuelos.
Se alejan los inviernos de pedradas lentas.
De helados médanos. De chapas escarchadas.
De putas tristes. De borrachos alegres.
De rodillas rapadas. De piojos. De salitre.
De basurales con fábulas dolientes.
De hospitales. De esputos. De violencia.
Se revuelca en gloriosa soledad de orfebre.
Revive los pájaros y el fuego.
Toma, con manos frías, la lumbre, la llave y la bengala.
Mira como van cayendo, una a una, estrellas en el mar.
Cuando las noches se vuelvan oscuras profecías.
Allí estarán, lo sabe.
Allí estarán, al alcance de su vuelo.
El trueno, las voces de las nubes
Y el esplendor de mil pájaros de fuego.
...mil pájaros de fuego...
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
NIÑO DEL TREN*
A Carlos Ramírez Tamayo
Niño del Tren,
Nacido en casa tan pobre
Que no la abatían las tormentas:
Como ella, entre miserias, resistía.
A su lado, paralelas, las líneas escoltaban su mirada.
Acunado por la nana del camino de hierro
Soñaba partir rumbo a lo desconocido.
Esperando el momento de la huida
En busca de quién sabe qué destino no dictado
Por humanos.
Sabía - el canto de los rieles lo susurraba en su oído -
Que su hado estaba en el vagón aquel,
Inalcanzable y cercano,
Cargado de ajadas sonrisas.
Un día, subió a lomos de la bestia mecánica.
¿A dónde lo llevó?
Nadie lo sabe.
Sólo conocemos que viró crecido, feliz,
Iluminado.
La historia de lo que aconteció
Al que corría descalzo siguiendo los raíles,
Quedó en ellos.
El Niño del Tren no llegó siquiera a ser anciano,
Ni siquiera sus hijos lo recuerdan, mas
Cuentan las estrellas que el carril llora su ausencia:
Su triste canto
Arranca lágrimas a la madrugada.
*de Marié Rojas.
(1999)
LA CASA*
La casa ya no existe. Fue tirada abajo y no quedan sino algunos escombros entre los altos yuyales bajo un pequeño montecito de acacias salvajes, un par de higueras, tal vez del mismo origen, y, un alto sauce cuasi centenario, que es o debe ser, con seguridad, lo único que queda de la antigua doble hilera que venía del camino y directamente desembocaba en el patio.
Si la casa no existe, sólo yo estoy en condiciones de reconstruirla. Yo, o el “Pichón” Bucelli que la habitó casi treinta años.
Si empezamos por la cocina tenía una ventana que daba al sur, y debajo de ella un gran cajón de madera pintado de verde, que oficiaba de depósito de marlos para la brillante cocina económica, una Carelli Nº 2, que se fabricaba (y tal vez se siga fabricando) en la ciudad de Venado Tuerto. Si uno miraba por esa ventana, lo primero que veía era esa construcción de varias casitas para los ponedoras y las cluecas, una larga hilera de dos pisos, y un poco más allá los enrejados de palo que hacían de gallinero, todo debajo de un montecito de paraísos copiosos, y allá junto al alambrado que limitaba de un alfalfar fragante, lleno de florcitas blancas, las dos casitas de esos inmensos perros guardianes: el León (negro, mandíbula inmensa, tal vez una bull dog, y el Capitán, un hermoso “manto negro” de estilizada y vigorosa figura) . Estaban –ambos- con un collar y una gruesa cadena al cuello, sujeta a su vez por medio e una argolla a un largo alambre que se sostenía por dos estacas de hierro, bien clavadas al piso de tierra. Eran perros guardianes, muy de vez en cuando los soltaban, según me contaron, pero yo siempre los vi atados.
De esa cocina, siempre poniéndose de espaldas a esa gran ventana que traté de describir recién, saliendo hacia el patio, es decir hacia el norte, tenía tres puertas, a la derecha una que estaba cubierta de una cortina verde y se usaba como depósito de las ricas facturas de cerdo, bien fresca, con su pequeña ventanita que cubrían tres copiosos paraísos. Enfrente la puerta de la izquierda desembocaba en el comedor, que se usaba solamente para las grandes ocasiones.
La otra puerta daba hacia una habitación de paso hacia el patio, y con otras dos puertas que comunicaban a dos habitaciones más.
En ese espacio había un baño, y afuera una bomba de mano, con una pileta de portland donde se ubicaba un pequeño jarrito de aluminio, para beber agua.
Ya en el patio, algunos fresnos daban sombra y a la vuelta, hacia la izquierda y sin comunicación directa pero en el mismo edificio la habitación de los arneses, donde una pequeña cama de hierro y un baúl de inmigrante, daba refugio al lombardo Francisco Cantoni y a quien todos llamaban “Chiquín”, mezcla de mensual y protegido. Enfrente, el galpón para depósito de bolsas de cereal. Yendo hacia el este, y siempre en la misma construcción, el garaje donde se guardaba un pequeño tractorcito “Pampa”, con el color verde original de fábrica y un Ford T a bigotes, pintado de verde mugre, un verde casi color tierra, un verde muy triste, un verde muy solo ¿o era negro, como ordenaba su inventor John Ford? Se mezclan aquí los recuerdos. Pero eso, ya, carece de verdadera importancia.
El espacio de la quinta, todo verde, todo fresco, estaba justo frente a la casa cruzando el patio que orillaban los limoneros y las mandarinas. Esa quinta estaba siempre rezumando agua, no se si provista por un caño desde el molino cercano, o bien con una bomba de mano en el mismo centro de la quinta, entre tomatales, pimientos, tomillos, zapallitos y repollos. Pero me vuelve siempre en el recuerdo de ese breve charco, producto del riego tal vez excesivo donde merodean abejas y mariposas. Una nube de mariposas blancas y amarillas. Esa quinta estaba rodeada por un alto tejido en todo su perímetro, pero no era muy breve.
Hacia el monte el corral de los caballos que se usaban de tiro, de los llamados percherones, robustos y rústicos, con los garrones peludos, llenos de abrojos y restos de barro seco. Más allá el potrero de alfalfa donde pastaban al atardecer, hasta ser nuevamente encerrados en el patio, con sus grandes bebederos, junto al molino, con su vástago golpeando, sus inmensas aspas que el viento movía a voluntad. Su estrecha escalerilla que atraía como un imán, porque desde allí se veía todo más hermoso: los sembrados, los chiqueros, los potreros, y el techo de la casa donde un molinillo nervioso proveía fluidos eléctricos a una batería que llamaban “acumulador” y servía para cargar electricidad a la radio.
Inútil repetir que en esa chacra pasó lo mejor de mi vida, mis primeros doce años. Me llevaron allí de bebé porque mis padres eran juntadores de maíz, y en esas jornadas de meses vivíamos allí.
En el centro de la troja de maíz se elevaba un mástil de hierro altísimo, con su cable de acero para el carrito volcador de espigas, y a lo alto un trapo blanco, atado a una caña, que llamaban “la bandera” y se usaba para ser izada cuando el mediodía llegaba y había que cortar el trabajo para almorzar, Pero en mi caso se usaba también cuando yo lloraba como un chino y entonces llamaban a mi madre para que me diera de mamar. Como ven, fui siempre celoso con mi estómago, tal vez de allí nació mi ansiedad. De la espera hasta que mi madre rehiciera esos 300 o 400 metros que la separaban de la casa y que trataba de acortar con pasos ligeros.
De la hilacha más supina parte este recuerdo. Allí se reúnen: el molino, la quinta y la puerta de la tranquera del corral, desde donde se estiraba un solo hilo de alambre de púas para inducir a la tropa de caballos hacia el potrero donde pastaban hasta el atardecer y luego se los volvía a su lugar, donde dormían, frente a los bebederos. Como ese hilo era atado al poste de la quinta y luego quitado ya que era el camino a las parvas, un día tropecé con él y dí con mi rostro distraído, ya que montado en mi indómito corcel de caña era en ese preciso momento perseguido por toda una tribu de comanches. Reboté literalmente y con el rostro sangrante. Empecé a llorar y gritar, fruto más del susto fue por la breve lastimadura en la mejilla izquierda. Si hubiese ido mirando hacia el frente me habría evitado el susto, ya que conocía de sobre su existencia. “Pichón” y Domingo, que controlaban el desenfrenado tumulto de la caballada ya que olían pasto fresco me auxiliaron enseguida. Domingo me llevó ante la tía María quien me hizo las primeras curaciones y “Pichón” corrió hasta el mástil de la troja a levantar la “bandera” para avisar a mi madre. Era mediatarde y ella se preocupó bastante y vino corriendo. Al final, no era nada, sólo un susto y una breve cicatriz en la mejilla izquierda, que a veces se deja ver. Es decir no dejó ninguna consecuencia.
Pero la herida del alma, la que se siente en brasa viva cada vez más que cuando recuerdo aquella casa que hoy no existe y mi vida feliz allí; en los primeros cabales, doce años de mi vida, eso ya no tiene retorno. Y como supo rematar un poema Facundo Marull: “y es triste, en verdad, es triste”.
*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
YO Y EL OTRO*
Al otro, a Rubén Vedovaldi, es a quien le trabaja el nombre o su eco. Yo camino por la vieja casa y me doy a ver como crece el lapacho rosado que me regalaron como bonsái y puse en libertad en la tierra del lote. De Vedovaldi tengo noticias por el correo, por Internet, por teléfono, y leo sus versos publicados en tal libro, en tal periódico, en tal otra revista. Me gustan las tetitas de las quinceañeras en flor, las piernas de las locas perdidas, el cine de Polansky, las canciones de los Betales y Almendra, el olor de una tira de asado en la parrilla, y la voces de Gelman y Galeano; el otro comparte o no comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Nuestra relación no es hostil, yo sobrevivo, yo despierto del sueño, para que Vedovaldi pueda estrofar su obra más o menos literaria y eso más o menos me justifica.
Ha logrado ciertas páginas más o menos válidas, entre montañas de hojarasca prescindible, pero esas páginas no me pueden salvar, quizás porque lo aprobado ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje y del siglo. Yo estoy destinado a perderme, y sólo algún instante de mí podrá trascender en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su viciada costumbre de juguetear con la lengua y el habla.
Heráclito entendió que todo cambia; la piedra antes no era piedra y después dejará de ser piedra; el río antes no era río y, si el planeta se calcina, dejará de ser río.
Yo he de quedar en Vedovaldi, no en mí (si es que alguien soy), aunque me reconozca menos en sus libros que en los de otras y otros o que en un solo salvaje de saxo.
Traté de liberarme de él, y pasé del delirio surrealista a la búsqueda de una síntesis, al ejercicio del estrato fónico y del significante, pero esos ejercicios y piruetas de estilo son de Vedovaldi ahora y tendré que idear otras para mi, para el estilo de mi muerte.
Mi vida es una estrella más o menos roja, más o menos difusa. Ni Dios ni el Diablo creen en mi. Todo lo pierdo en los basurales del mercado. Todo es del olvido o de la AFIP, o del otro.
Uno es descendiente de campesinos italianos, el otro se tiene que inventar su propia patria e historia.
Uno siembra y canta en el desierto, el otro recoge placer y dolor del cuerpo; desaciertos, desconciertos, melancolías y malentendidos. No sé cuál de los dos está más solo, más lejos.
*de Rubén Vedovaldi. RubenVedovaldi@netcoop.com.ar
Los genealogistas*
Juana, mi madre, ocupaba los días con sus noches en el asunto de la filiación y en la búsqueda se remontaba hasta la cuarta o quinta línea en la ascendencia de familias, que tenían en común un personaje eminente.
Su obsesión, lejos de decrecer iba en aumento, de proponerse un tiempo para el estudio de cada genealogía y respetarlo, pasó a investigar tres y hasta cuatro en forma simultánea, lo que le ocasionaba infantiles rabietas cuando se le cruzaban sus integrantes.
Los elegía al paso en su afán por encontrar al pariente ilustre, inaugurando la pesquisa con Nicolás Avellaneda porque vivimos en la calle que lleva su nombre y lo sentía caro a sus afectos. Al no hallar resquicio alguno siguió con Mitre, avenida del barrio, ubicada unas veinte cuadras al oeste. Decepcionada después de enterarse que éste fue vencido por aquél en las elecciones de l874, pasó a Virrey Olaguer y Feliú, cinco a la derecha, a quien pronto abandonó porque se sentía criolla a ultranza. Desviándose dos a la izquierda se enfrentó con San Martín y sin atreverse, siquiera, a fijar la mirada en el cartel de la calle, cruzó con los ojos cerrados y continuó dos más hasta Urquiza, a quien descartó por manifiesta prole.
Volvió sobre sus pasos y por Libertad salió a Domingo Faustino Sarmiento, se sintió molesta, no había terminado la secundaria. Retrocedió de espaldas una cuadra y dobló a la derecha hasta Hilarión de la Quintana, brigadier uruguayo, segundo de Santiago de Liniers, francés. Paralela a la anterior, cuatro al fondo, cinco con el pasaje. -¡Extranjeros no!- afirmó en voz alta. Ese día volvió a casa hecha una furia, más temprano que de costumbre.
Durante un tiempo se abocó al estudio de genealogías que tenía en carpeta, pero luego retomó el hábito de ir y venir por el barrio buscando los nombres y los hombres que le despertaran curiosidad. En sus caminatas llegó a las puertas de la Capital Federal. En este punto, lista a adentrarse en el intrincado laberinto de sus calles, se maravilló con la avenida Maipú, ancha, bien iluminada, de doble mano y varios carriles. Desesperada la encontré una tarde preguntándose a los gritos quien había sido Maipú, no dispuesta a aceptar que su nombre evocaba una memorable batalla.
Debido al acontecimiento que relato fue necesario internarla. Su comportamiento fue objeto de estudio, un trastorno difícil de tipificar, coincidían los médicos.
Supe por ella que la visitó en la clínica un prestigioso siquiatra venido de Alemania para asistir al simposio realizado en Las Leñas, sobre los avances en el tratamiento de la claustroágorafobia asintomática. El médico, enterado de su caso, no dudó en correrse hasta Buenos Aires para asistirla.
En su charla con el doctor ella le contó que no tenía dudas sobre su origen , la dificultad consistía en dilucidar de quien era tataranieta o, eventualmente, chozna. Y fijando su mirada penetrante en los ojos rasgados del facultativo, mi madre le preguntó si él no era su padre. El médico le respondió que no, dada la diferencia de edades, sesenta largos ella, alrededor de cuarenta él. Convencida por razón de tamaño peso volvió a la carga por el lado de la descendencia.
-Cuando era muy joven- le confió- mi primer marido se fue con mi hijo que hoy tendría su edad. –Doctor- inquirió- ¿cómo es que siendo alemán tiene usted ojos tan oscuros? ¿Tomaría a mal decirme dónde nació? ¿Tiene mamá? ¿Su padre viene de un matrimonio anterior, es morocho, usa lentes, tiene una mancha de nacimiento en la espalda?
Andanada de preguntas sin respuesta, no había forma de apaciguarla y que su interés derivara en otro tema. El médico, tal vez subyugado por la historia que le contaba, balanceando la cabeza, con gesto risueño -musitó-si-, un si para si mismo, de asombro por alguna coincidencia, quizás. -¡Sí! -le contestó ella con énfasis-. Un si obstinado, categórico, y llorando agregó. -Hace muchos años partió a Alemania llevándote, hijo mío, querido hijo, por fin te encuentro.
Emocionada por lo trascendente de su descubrimiento mi madre volvió a casa tranquila, bien medicada y feliz. -Ya no más investigaciones- me prometió y comenzó a escribir cartas y más cartas a un destino improbable.
Ayer, algo excitante ocurrió en el vecindario. A la casona de enfrente se mudó una familia que, a juzgar por el apellido es de abolengo. Por mi cuenta decidí investigar su genealogía y hoy, acompañado por el canto del jilguero, ya estoy planificando las salidas.
Bien temprano me llegaré hasta el Registro Nacional de las Personas, antes debo hacer algunas averiguaciones en la biblioteca Delom, mejor voy a la tarde, allí abren a las diez. En la Capital iré a buscar antecedentes a la biblioteca Nacional; tengo previsto, además, pasar por la Casa de los Inmigrantes y de estar en tiempo, a la vuelta me corro hasta el Archivo General de la Nación, sino mañana, que sólo debo visitar un par de Embajadas y el Registro Civil de Balvanera, completo lo que quede de hoy…
*de Ana Maria Diaz Velo. anadiazvelo@hotmail.com
GOTERAS*
Anoche llovió y no pude dormir. La tapa de la cafetera que es mi casa tiene una gotera y, por desgracia, ésta se encuentra exactamente sobre la cabecera de mi cama.
Ya sabía que eso pasaría, mi hogar lo encontré en la alacena de una casa abandonada, nunca me pregunté por qué dejaron esa cafetera ahí, ahora lo sé: Porque era una porquería.
Levanté el colchón, que tenía más agua que una sopa, y lo puse en la entrada a coger sol. Luego fui al baño para ducharme un poco y poner a secar la ropa. Estaba embullado mientras me lavaba, ya que me imaginaba arreglando la tapa de mi casa, dejándola como nueva; al terminar ya la cama estaría seca y podría dormir tranquilo; pero mi fantasía cesó al sentir un ruido en la entrada.
Salí envuelto en la toalla, con el jarro de bañarme en mano, dispuesto a golpear a quien me atacase. Abrí la puerta lanzando un grito de guerra mientras movía mi arma de forma amenazante. Solo que mi grito de batalla se tornó muy pronto en un alarido de histeria: El colchón no estaba.
Mientras me golpeaba la cabeza con la jarra, culpándome por ingenuo, encontré un zapato tirado en la entrada, al parecer se le cayó al ladrón al salir corriendo. Recordé entonces que esa noche, aunque reparara el techo, no podría dormir pues el piso es húmedo y las sillas son muy incómodas, incluso para una siesta larga.
Cerré la puerta de un tirón, diciendo barbaridades, y me senté a relajarme mientras me ponía hielo en la frente. Entre tanto, deseaba todo tipo de desgracias imaginables al ladrón.
Cuando me aburrí de despedazar mentalmente de varias maneras al ratero, encendí la radio para entretenerme y dejar de pensar en mi siesta de la tarde. Tomé algunas herramientas, anudé fuertemente mi toalla, subí al tejado y me dispuse a empezar.
El hoyo era grande pero eso no me importó, tomé una chapa de refresco que vi cerca y la puse de forma que tapara el hueco. No sabía como unirlos, hasta que se me ocurrió clavarlo.
Me costó algo de trabajo, pese a que el parche que empleé es de un metal suave, el de la tapa de mi cafetera no, así que varias veces me martillé los dedos, sin contar que la mano con la que martillaba se me entumeció.
Tuve que recurrir al método de ponerme hielo para calmar el dolor que sentía en las manos. Me sentía satisfecho de mi trabajo y lo admiraba orgulloso: La abertura ya no se notaba y no había forma de que entrara agua, lo único malo era que las puntas de los clavos sobresalían bastante, ya que eran de buen tamaño. Los tenía guardados para clavar la planta baja de mi casa al suelo si había un torrencial fuerte.
Ya era medio día, decidí hacer café para alegrarme un poco la tarde, además, la música de la radio no era mala y eso de estar en el sofá refrescándome con una cazuela llena de hielos me empezaba a gustar. Por desgracia me relajé demasiado y me quedé dormido. Al despertar sentí un olor raro...
- ¡El café, se me quema! - fue todo lo que atiné a decir antes de que la cafeterita explotara, al igual que la estufa.
Por suerte la detonación me lanzó a la calle y no me mató, pero por desgracia la toalla en la que estaba envuelto se enganchó en uno de los clavos que sobresalían del techo.
La vecina de enfrente me vio parado en la calle dándome golpes de rabia y, como era de esperar, llamó a la policía. Me llevaron a prisión por estar exhibiéndome ante un miembro honorable de mi especie... Ni que lo fuera, vive en una caja de zapatos pasados de moda y se cree importante porque se ha hecho un balcón techado con una lata de atún: mejor estar desnudo en plena calle que vestido con el horrible pañuelo de flores que ella usa como túnica.
Ya dentro de lo que sería mi hogar por unos años, vestido a la moda de los inquilinos de aquí, me acosté en el colchón que se encontraba en el suelo.
- Después de todo, la lengua larga de enfrente me hizo un favor - me dije para consolarme -, este lugar es más grande que mi quemada casa, me dan comida gratis y tengo una cama. ¿Qué más puedo pedir?
En eso pude oír que daban un anuncio en la radio, por lo visto uno de los guardias tenía uno portátil: uno de nuestra especie había muerto de forma terrible, una lata de atún le había caído encima. Al cadáver le faltaba un zapato, esto se sabía porque los pies eran las únicas partes sanas que sobresalían del amasijo envuelto en una tela de flores que había debajo de los escombros; en el sitio había sido encontrado un colchón húmedo, de tan buena calidad que había sobrevivido al impacto.
Esa noticia me alegró de forma increíble. Me dirigí al lavamanos y abrí la pila, tomé una silla que estaba cerca, me senté y metí la manos en el agua helada para relajarme mientras disfrutaba viendo mi nueva cama... al menos en la cárcel no hay goteras.
*de RAY RESPALL ROJAS.
(A los 15 años)
Reyes magos*
a mi hijo Manu
Cortamos un manojo de pasto verde
llenamos una lata con agua
y colocamos todo cerca de la puerta/
después nos sentamos a escribir la carta:
- ¿que le vas a pedir a los reyes?-
- justicia papá - me dijo
- no, pero eso es muy difícil -
- cómo, ¿no son magos? -
- sí, pero... -
- no me dijiste que pasan por el ojo de la cerradura
porque es más fácil eso/ a que un rico entre al reino de los cielos -
- tenés razón Manu, le pediremos justicia -
y cerré la carta con un "que así sea".
A la mañana siguiente
el padre de Carlitos
consiguió trabajo en la fábrica de papel.-
NOTA: hace poco me enteré que mi hijo menor, sabía la "verdad" sobre los Reyes Magos hacía mucho tiempo, cuando le pregunté porqué no me lo había dicho, me dijo: "no quería romper tu ilusión".
Un abrazo impetuoso.
*de Aldo Luis Novelli aldonovelli@yahoo.com
/desde los bordes del desierto.
SUSANA Y EL UNICORNIO*
A Eduardo Coiro y su hija Paula
Ese amanecer, cuando fue con su padre a la cuadra, se sorprendió al ver un unicornio pastando entre los caballos.
Le gustaba ir bien temprano para escoger el animal de su gusto; le complacía ver como los ensillaban y ayudaba a cepillar sus crines. Pero esa mañana se había quedado sin palabras, contemplando el brillo de nube de aquel ser de leyenda, mezclado entre los caballos que se alquilaban para hacer prácticas de equitación.
- A esta niña parece que los ratones le comieron anoche la lengua – le dijo el granjero - ¿A quién te ensillo hoy?
- Por favor, quiero que me ensille al unicornio.
- ¿Qué? – dijeron su padre y el granjero al unísono.
- Aquel blanco, brillante...
Iba a decir “del cuerno en la frente”; pero se percató de que nadie más lo veía.
- ¿El nuevo? – sonrió el granjero - No le habíamos puesto nombre; el dueño lo vendió porque no sirve como animal de tiro... las patas muy finas. Le pondremos Unicornio, si te parece bien, aunque no sé si se deje montar por una niña, es un poco rebelde.
Susana corrió junto al unicornio.
“Lo has visto, ¿verdad?”, le dijo él con voz que ella comprendió que nadie más escuchaba.
- Pero... ¿por qué yo?
“El hombre solamente puede ver aquello en lo que cree, por eso ha dejado de ver ángeles, demonios, hadas y unicornios. Al ser ignorados nos vamos adocenando, terminamos trabajando para él, hasta que un día nos llega el olvido. Cada vez somos menos, apenas quedan dos hadas, excelentes niñeras; un demonio se alquila en fiestas como tragafuegos, conozco un ángel trapecista... Soy el último de mi especie. Si alguien nos ve, nuestra tristeza aumenta, una niña que aún cree en la magia no puede torcer el rumbo de lo ya escrito”.
Susana no tenía palabras, se acercó y le acarició las crines. Él posó mansamente la cabeza en su hombro.
- ¿Quién lo diría? – dijo el granjero acercándose – ¿Probamos a ensillarlo?
- No sé... – dudó ella, mirando al unicornio.
“Acéptalo. Mejor que sea contigo”.
Hasta que el sol le anunció que era hora de regresar, cabalgó en el unicornio, sintiendo su paso que apenas rozaba la hierba, disfrutando su voz como música, descansando para verle beber del arroyuelo, sin saber como agradecer aquel regalo que le llegaba en los umbrales de su adolescencia, momento en que sería obligada a incorporarse al mundo de los mayores, mundo que su madre no supo aceptar y que ella tendría que asumir, aunque para ello tuviera que admitir que donde veía unicornios había caballos, que donde hadas, señoras paseando cochecitos de bebés, que donde ángeles vendedores de globos... “Dales lo que te pidan, amor mío”, le parecía escuchar la frase de despedida de su madre antes de emprender el vuelo.
“No querrás terminar como ella”, le decía alevosamente la vecina cuando la veía hablarle a las muñecas. Pero sabía que su madre no era aquella mujer sin expresión que languidecía en un asilo de dementes, aquello era sólo la cáscara que había quedado cuando voló su alma. Su madre, compañera de las hijas del aire, disfrutaba al verla cabalgar en un unicornio.
Su felicidad se mezclaba con lo irremediable: Al terminar sus vacaciones tendría que volver a su rutina y el unicornio sería un simple caballo de alquiler. Éste era un lujo que apenas podía permitirse dos meses al año, y esos dos meses tocaban a su fin.
- Te quiero - le dijo mientras marchaban en trote suave.
“Si de veras me amas, hay una cosa que puedes hacer por mí: trae mañana una lima resistente, de las que cortan las más gruesas cadenas”.
No dijo más, se encerró en un triste mutismo mientras era desensillado, llevado a la cuadra y encerrado en su cuartón. Allí quedó resplandeciente, inconfundible entre los caballos. Susana había comprendido.
- Vendré temprano – le susurró antes de marcharse.
Una vez en casa, comió apresurada y dijo que tenía sueño; el padre lo entendió, había estado todo el día cabalgando. Era un alivio la afición de su hija por los caballos, así podía adelantar los trabajos de mantenimiento del parque, sabiendo que ella estaba en buena compañía... La de él, a pesar de todo su amor, no era la mejor desde el día en que tomaron la decisión irrevocable.
La niña sintió los pasos alejarse de su cuarto y saltó de la cama, para ir de puntillas hacia la caja de herramientas. Tomó lo que había ido a buscar y regresó a dormir.
Era noche aún cuando abrió los ojos, sabía que los peones y el granjero llegaban al romper el alba, así que debía apresurarse. Con una linterna en la mano emprendió el camino, tan conocido que podía haberlo hecho a oscuras. Saltó la cerca con facilidad y se encaminó a la puerta por donde asomaba aquella cabeza tan distinta de las otras. No temía a las reprimendas, estaba saldando una antigua deuda del hombre con sus creaciones... Sin decir palabra, comenzó a limar la pesada cadena.
“Susana, ¿recuerdas que nuestra mayor tristeza es ser reconocidos?”
Ella asintió sin dejar de limar.
“Detente y mírame: serás el último ser humano en ver un unicornio”.
Ella obedeció, con lágrimas en los ojos, comprendiendo que la lima no estaba destinada a cadena alguna. Pensando en lo que sucedería si un poeta, un músico, un pintor, o quizás otro niño que había crecido entre cuentos de hadas, llegara un día a esta cuadra, o a cualquier otra - siempre sería atrapado - y distinguiera aquel unicornio ensillado, cabizbajo, trotando en círculos alrededor de la pista... “No se trata de ver unicornios donde caballos”, sentía la voz de su madre, “sino de ver en cada corcel el sortilegio del unicornio”.
- Entonces... – dijo, conservando aún una gota de esperanza.
“¿Te importaría cortarme el cuerno?”
*de Marié Rojas.
EL QUE VUELVE SIEMPRE*
Ellos han estado aquí desde siempre. Yo soy el que va y viene.
Cuando llego al bar del Club (“la sede” la llama el “Negro” Bonomi) están todos allí, como esperándome. Como si yo nunca hubiera partido, y cuando se recuerdan tiempos y cosas y yo hago mi esfuerzo por recordar y no logro ver aquellos rostros o rescatar aquella anécdota, mi amigo Miguel, con una casi ternura implacable, me advierte: “no, vos ya no vivías acá, ya te habías ido” yo, casi con culpa acepto esa disposición aclaratoria de mi amigo, que, lo sé, no lo hace para lastimarme, sino para que no hurgue en mi recuerdo con tanto inútil ahínco.
No sé si fui muy estricto con la verdad más arriba. Porque en verdad - siguiendo al Maestro Troilo en este caso- “Yo nunca me fui del Barrio”, que en este caso concreto y específico se llama “El Jazmín” y su camiseta, orgullosamente, ostenta los colores rojiblancos.
-Yo elegí los colores me repite siempre mi amigo Roberto Escudero, primo por otra parte del inefable Miguel.
“Cholo” Belluschi, de imbatible memoria para los que en el mundo han sido, titular del “Ramos Generales Belluschi”, gran contador de cuentos y virtuoso amateur del bandoneón, y gran organizador de partidos de fútbol de toda la pibada jazminera, en esta ocasión pagó riguroso el importe de las siete camisetas, y fue, no podía ser de otra manera el Delegado natural en todas las transacciones deportivas del equipo “El Jazmín”.
Cuando mandó a mi amigo Roberto al bazar “La Primitiva” de don José Bessone, padre de Ibis, esposa del mismísimo “Cholo”, es decir, a casa de su propio suegro a comprar las amadas camisetas, lo mandó, según mi amigo, para que él eligiera. Habrá que creer entonces en el libre albedrío que practicaba el “Cholo”, y en la palabra de mi amigo.
-Vi unas camisetas de Estudiantes –las vi, me gustaron y las compré.
Ël, mi amigo, tendría doce años, era hincha del Huracán Foot Ball Club, y esos son sus colores. Es más, esas camisetas de Estudiantes se usaba a veces en algunos partidos como alternativa a la rojasangre con vistos blancos que era la habitual.
Hasta aquí los hechos digamos “institucionales”, porque bien sabemos que un club en ciernes, aún con mero equipo, no existe hasta que todos se pongan la misma camiseta, valga la expresión, es decir, los mismos colores. Hasta entonces, por más voluntad que haya, es un triste rejuntado. El otro dato no menor, es que había tantos chicos que jugaban muy bien en el barrio que daba para armar tres o cuatro equipos, que se organizaban y jugaban con otros nombres, entre esa legión de “mulettos” estaba obviamente yo.
Como mi barrio, el barrio “El Jazmín” se alzaba con todos los campeonatos , una vez quisieron comprar al arquero. Un puesto donde curiosamente no había reemplazante. O era Adelqui Mansilla, o nadie. Como éste estaba lesionado recurrieron a un morocho taimado de otro barrio, que, pese al soborno no perdió el invicto. Le habían prometido diez pesos, y un pantalón de fútbol.
En el partido siguiente salimos campeones ya con nuestro legítimo y querido arquerito.
Ese equipo –lo recuerdo- jugó hasta pasado el límite que permitía el reglamento, por edad. “Ese pibe, está pasado en edad”, se decía cuando se quería descalificar a alguien. Pero no sé por qué no se recurría al trámite expeditivo del documento prueba incontrarrestable.
Pero sucede que estos campeonatos no eran sino reuniones deportivas de verano, organizado por la Cooperativa Agrícola Federal de mi pueblo, tanto para alentar a esos bravos muchachitos que irían a la canteras de los clubes locales.
En ese equipo –no olvido sus nombres- estaban Adelqui Mansilla, al arco, en defensa Héctor Pezzoni, a quien decían, nunca sabré por qué, “Loca mía”, Edgardo Santos (Santitos), “Nino” Míguez, Roberto Escudero. Y en la delantera goleadora y eficaz: Roberto Ellena (“El Flaco Lenita”), “Chocho” Faravelli y Lorenzo Miranda. Hay una foto que fue tomada en la cortada de mi casa, y están rodeados por toda la pibada menor: “Tago” Sánchez, “Chorchi” López, “Chajá” Correa, los hermanos “Pili” y “Toto” Míguez y un servidor.
Cuando pienso en aquellas épocas tan lejanas, que parecen imposibles de haber sido reales, lo hago con la intención de no idealizar aquella niñez de muchas carencias, que no olvido, sino que me empeño en recuperar aquellas pequeñas alegrías que para nosotros era un mundo y sobre todo lo hago para que vuelvan las que están olvidadas.
Es casi como querer rescatar de un gran puñado de cenizas, algún palito, alguna hierba que se salvó del juego implacable de los años.
¿Qué derecho tengo yo de traer del pasado tanta anécdota perdida?
Porque esas vivencias fueron en verdad compartidas por un grupo de chicos, hijos todos de gente de trabajo, obreros, changadores, jornaleros, que hacía como podían sus pininos en esta vida de dureza que todos transitamos con mayor o menor fortuna.
El barrio “El Jazmín”, mi barrio, el fue el núcleo donde tuve mi primer contacto con el mundo de los otros, que eran como yo. Antes que la propia escuela primaria que transité con sumo placer.
Y en esas calles, bajo ese cielo sin color casi del verano, transité, corrí, jugué, me entreveré con mis amigos, sudorosos y descalzos tras una pelota de trapo.
Y la gloria esperada era marcar ese último gol de la tardecita, cuando las sombras de la noche nos corrían antes que el chistido admonitorio de nuestra madre.
Y en esa gradación estaba la máxima gloria, vestir la casaca roja del Huracán: que traspiré más tarde en esa escalera.
A mí me hicieron saltar un peldaño: nunca tuve el honor de vestir la camiseta del barrio, y es en verdad irreparable, es para siempre y convengamos también que es una reiterada tristeza que llevaré siempre como una mochila en mi espalda.
*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Retirados, no del todo*
Si nos quiere, llame:
somos los veteranos de más de cuatrocientas guerras
sobrevivientes de incontables catreras de batalla
cada cual con su sello porno-trapecista
estelares acróbatas ensartadores
rudos domadores polimorfos
en protagónicos papeles lucimos
inagotabilidad y envergadura
o porno-asistencialistas (los demás de nosotros, de este gremio)
que con inclinación de aficionados encarnábamos "el pueblo"
los que cumpliendo sus contratos "de bolo" (o relleno)
nos prendíamos en orgías exponenciales
reservadas generalmente para los grandes finales
de los sucesivos porno-derramadores
de la fuente de la vida
ficcional.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
OCTAEDROS*
“El mar no es mas que un pozo de agua amarga…”
IDEA VILARIÑO
Una navaja.
Raspa la garganta de la noche.
Un pensamiento de cristales octaedros
Rueda por la pendiente de la desolación.
Nítidos contornos.
Aguas claras. Amor oscuro.
Una iguana con precario equilibrio
Incrustado tatuaje de ocho triángulos equiláteros
Ocho triángulos equiláteros iguales.
Y una duda, amor, miénteme.
El pensamiento se hace carne y sangre
Atraviesa el precario equilibrio.
Afuera, solo queda la cola de la iguana.
Y una voz.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
*
Queridas amigas, apreciados amigos:
Este domingo 24 de enero del 2010 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor música del compositor español Tomás Garrido. Las poesías que leeremos pertenecen a Alfredo Pérez Alencart (Perú) y la música de fondo será de Tarpuy (Perú). ¡Les deseamos una feliz audición!
ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!! (Recomendamos usar
http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).
REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Freundliche Grüße / Cordial saludo!
YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
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*
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