jueves, marzo 11, 2010
QUE SE LO DIGAN A LOS MÍOS...
-Ilustración de Walkala. www.walkala.eu
QUE SE LO DIGAN A LOS MÍOS...
*Antología de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Inclemencias
En tierras de pan llevar se instalaron mis mayores.
En comarcas donde el rigor fue rey y la escarcha su corona.
Acá, donde no se quién fue tan feroz
con las criaturas.
Arropado de invierno, puro viento y acero al grito emotivo
yo llamo y ejecuto.
Sólo de llanto hablan mis tristes mayores.
Sólo de sudor sin más esperanzas que los hijos
que con los años se suman.
Mi misión es de cantor, lo sé, qué sería
de mis graves hermanos si mi voz no sonara baja, humilde,
pero orgullosamente gringa sobre la pampa.
Iban a trabajar sobre los campos. Iban a golpear
tarros vacíos hasta el cansancio cuando llegaban las langostas.
Sin dormir con la sequía. Sobresaltados bajo tormentas
de agosto partiendo sin piedad los árboles
que con amor plantaran. Adiós sombra del verano, adiós frutos
para el fulgor inocente de los hijos.
Pero alguna vez alguien cantó internado
en los rastrojos, con la “aguja” en una mano
y la espiga como un arma madura en la siniestra,
y la cintura quebrada bajo el peso
mazorquero y sin perdón de la “maleta”.
Allí anduvo mi padre. Y el rostro moreno
y silencioso de mi madre.
Persecuciones del chamico y la chinchilla,
y las chalas que cortan las manos a mansalva.
Por eso odié el invierno. El maizal era verde
y todo ternura en el verano, pero en junio
era altura amarilla y escarcha y desafío.
He visto a los míos inclinados en la tierra y el alfalfar blanqueado
por torpes mariposas y los cantos de la abuela invitándonos al llanto.
Se acostaban a hacer los hijos con gravedad y alegría,
con el canto de los grillos y el silencio del campo
acompañándolos...
Brilló un lucero grande en Octubre.
Iba a ser día de fiesta, pero mi abuelo moría.
Se detuvo el tordo sobre el aire. Sin hallar consuelo
tendidos en el pasto lo lloramos. Era Octubre, pero ¿quién
vio flores en el campo ese día?
“Morir es una costumbre
que suele tener la gente”
Que se lo digan a los míos, desolados de estas tierras
con sus mayores alimentando raíces bajo tierra.
Que se lo digan a mi canto, donde el sudor sobra
y no alcanza el llanto para toda nuestra pena.
-1976, Otoño-
UNA TRISTE HISTORIA DE AMOR
Lo que nunca sabremos es exactamente en qué momento comienza esta historia, porque como sabemos, los hechos a veces se producen por azar y no entran en los cálculos o no quedan registrados como a conciencia en la cabeza de la gente. Lo que sí sabemos, al día de hoy, es el final, pero mejor no adelantarse, porque para eso existe la cronología, aunque bien sabemos que la literatura tiene otros códigos y puede quedar adscripto a la mirada ya desvalorizadora que se llamó “realista”, y los críticos más duros insisten en llamar “la ilusión del realismo”.
Esta historia es una historia de amor, pero los más cáusticos, lo que están más cerca del positivismo llaman un “platonismo acorde a los tiempos”, o un “romanticismo rancio que no debe tenerse en cuenta”.
Cuando esta historia sucedió, -si es que sucedió alguna vez- mi abuelo estaba por cruzar el mar Tenebroso, el Atlántico inmenso en un barco que lo dejó en Buenos Aires, con quince años y sin saber una palabra del espléndido español (que él luego denominaría “la castilla”) con el nombre de un pariente lejano o amigo de su padre o apenas un paisano de la aldea europea desde donde se largó, con el coraje, coraje con que lo impulsaba el hambre, como tantos miles en su situación, o peor, porque eran ya padres de familia.
Quiero poner entonces la distancia necesaria como para no hacerme enteramente cargo de esta historia, pongamos provisoriamente “de amor”, ya que las sucesivas veces que yo fui oyendo el relato de los mayores, todos lo hacían –en mayor o menor grado- no exentos de ironía, que podía ser fina o grosera según correspondiera al temperamento de cada uno.
La historia que relato (que trato de relatar) sucedió en mi pueblo en los fines de la primera década del siglo XX y está protagonizado por un hombre muy bueno, italiano, no recuerdo de qué lugar, y certificar esa marca de origen se me vuelve difícil porque hoy tendría ciento veinte años, lo cual hace imposible encontrarle algún contemporáneo.
La primera historia que oí de don Juan Galli –de él se trata- refiere al más contundente romanticismo y lo hace inmigrante, chacarero arrendatario en principio, y luego asociado con sus dos hermanos tan solteros y atravesados en el habla “de Castilla” como el comprar una panadería, que a la postre lo dejará dueño único previo pago de la parte a sus hermanos quienes regresan a la Península para no volver.
Están los paseos entonces con esa niña cuasi púber o adolescente o demasiado joven y más delgada y pálida que lo acostumbrado, esos largos paseos por el Veredón del Ferrocarril: ella toda de blanco, con capellina del mismo color, breves botitas oscuras y una sombrilla celeste. Él tieso, envarado, de traje impecable, botín con polainas y un leve bombín en la testa de lacio pelo rubión y muy fino, un bastón de caña y los dedos de la mano libre encastrado en los bolsillos del breve chaleco azul. Iría recitándole a Páscoli o D´Annunzio en italiano.
En la esquina, él descendía, muy caballeresco, le tomaba las manos enguantadas a la señorita delgada y entonces ella saltaba sonriendo y ruborosa, hacia la calle cargada de un fino y fastidioso polvillo.
Esta leyenda, lo advertí, termina con la muerte de ella, muy joven, hecho que, antes de producirse, provoca la promesa de él de permanecer en soltería perpetua. Se dedicó a las lecturas silenciosas cuando el arduo trabajo de la panadería se lo permitía, y de grande -ya pasados largamente los setenta– emprendió el aprendizaje de la guitarra, no recuerdo si con maestro o provisto de un manual con lecciones, cuando algún vecino (molesto tal vez por sus prácticas con las cuerdas lloronas del amanecer) le inquiriera, indiscreto, por qué siendo tan mayor le daba por la música, él muy jovial y pedagógico, explicó que Sócrates tomó lecciones de flauta hasta su último día.
Recuerdo todavía, ya adolescente, trabajando en su panadería, alquilada a Alfredo Paggi, oía su guitarra monótona, ya que él ocupaba una de las habitaciones del fondo.
Era, un hombre tranquilo, minucioso, hablaba bastante bien el castellano y hacía un esfuerzo por pronunciar bien las palabras aprendidas no sólo en el trato cotidiano sino en los libros que consultaba constantemente y leía en idioma español, amén de los diarios o revistas italianas que se hacía traer.
Tenía –lo recuerdo –una transparente mirada cariñosa en esos pequeños ojos celestes.
La otra versión, que puede incluir todas estas conjeturas y aproximaciones y la salvedad hecha que sólo oí siempre por referencias de terceros esta historia, es que en la relación con esta señorita de quien nadie recuerda su nombre o apellido, no tuvo otra relación que el de clienta, en su tarea cotidiana de vender el pan y las facturas y los bizcochos, casa por casa, con esa alta jardinera que arrastraba un caballo moro que don Juan Galli manejaba con silbidos.
Y tal vez él le escribiera cartas de amor que no se animaría nunca a hacerle llegar, y que en ese tal vez podríamos conjeturar alguna serenata, con su desafinada guitarra, homenajeándola con un valsecito o un fox-trot melancólico, a ella y a su indiferencia de las persianas cerradas.
Dicen que ni una vez –ni una sola vez- la señorita se dignó mirar a ese gringo, que se deshacía en galanterías lejanas y que ella consideraba ridículas.
Y él, tan discreto, jamás habló de ella, o de su desolado amor sin compartir con ella y ese fracaso con ningún ser de este, para él, desolado planeta.
Y sin embargo, nunca perdió ese modo caballeresco y atento, casi ceremonioso con todos los que lo conocieron, tan buena persona, tan pintoresco.
A mi me queda la imagen de su jardinera cuando con su silbido distinto detenía el moro frente a mi casa y mi madre salía con la cesta para comprarle el pan del día y él antes de partir con otro silbido, (era el momento más esperado por mis cuatro años ansiosos) introducía la mano en un pequeño canasto y alcanzaba a mi niñez asombrada esa rica jesuita azucarada como auténtica y nunca tan bien preciada yapa.
LA PATRIA
Se fue haciendo con el dibujo
memorioso de las cabalgaduras
que cruzaron la pampa,
el valor desvelado de unos hombres
a quienes ganó la demencia,
el deseo y algún que otro sueño
entrevisto en las noches.
La Cruz del Sur los guiaba
en sus peleas y en su rencor combatiendo
tal vez por una cosa inasible, la patria,
que tal vez no fuera más que un montón
de ganado y una mujer esperando
con el vientre poblado
y las trenzas cayendo en la espalda.
Tal vez pidieron muy poco.
Tal vez fueron ingenuos
en pretender que es posible
asir aquello que fue inabarcable:
la libertad, el cielo infinito,
el verde enceguecedor de los pastos
bajo el sol de los enero.
Dejaron todo en esa empresa
que los fue absorbiendo
como una inmensa campana de vidrio
que se quebraba al son del corneta
y su toque a degüello.
Hoy sólo son unos rostros adustos
donde un daguerrotipo resiste
al olvido infame de todos los óxidos.
- 1997, otoño
DOMÉSTICAS
Primero es como una luz que va entrando de a poco por la ventana cuya cortina está un poco corrida, no sabemos si ex profeso, o por una corriente de aire, o debido a la desidia de los días en que nadie puso la mano sobre ella.
Dije que primero es la luz, que se filtra subrepticia, lenta, la luz del sol, la pura luz que viene de esa lejanísima estrella deflagra bajo los fresnos, repta con su esplendor entre la gramilla y pinta de un rojo vivísimo la larga hilera de pimientos que mi madre cuida con extremado amor, como hizo toda la vida: con la humanidad, con los animales, aún los más humildes, y con sus pimientos que era su orgullo expuesto a todo jurado aún el más riguroso, aún el más severo.
Si ella entreabría la ventana, aunque sea un poco, la brisa de mayo ligeramente fría entraba y se iba adueñando de los objetos, y tal vez el polvillo de las calles aún sin asfaltar aprovechaban ese vehículo apto, generoso y gratuito para ir aposentándose de a poco en los rincones más lejanos y las muescas barrocas de algunos muebles, y aún en los pliegues de las cortinas, o las sillas vacías de la mañana.
Dije antes o escribí mejor, que la luz se iba filtrando de a poco, cuando el alba moría en su rosado y daba lugar a esa luz brillante que el sol suscribía sin ambages, pero si en cambio el día era gris, se aproximaba una amenaza de lluvia, o, amanecía lloviznoso, el cristal permanecía cerrado, porque el frío o la humedad no eran tesoros preciados por mi madre, que amaba el sol esplendoroso, el que le traía recuerdos de su italiana aldea en la montaña.
Precisamente, no se cansaba de ponderar esta bendita tierra donde todo verdor crecía de maravilla, mientra en su aldea natal todo había que pelearle palmo a palmo al terreno pedregoso. Sólo aquella claridad del sol montañés tenía siempre en su memoria y el discurso de su reiterado recuerdo en rémoras familiares donde mi abuela pensativa, dulcemente, adhería y asentía a su recuerdo niño, con alguno suyo, así poco más conciente, ya de adulta.
Cuando pienso en mi madre sé que voy a pérdida entera con el recuerdo, que de todas las pocas astillas que extraigo de la memoria debo construirme su imagen, plagada de gestos generosos y humildes, que retenía la elocuencia ostentosa, yo, como Pedroni podría decir que era “toda silencio, propensa al llanto y muy hermosa” y que yo la recuerdo siempre transitando ese espacio de verdes, donde orlaban esos inmensos pimientos rojos que ella cultivaba con recatado orgullo y cuando eran ponderados, se le abría el rostro moreno en una gran sonrisa de satisfacción.
Cuando pienso en mi madre es cuando la veo cruzando ese gran patio de tierra que ella barría con generoso esmero, en una mano un plato camino al gallinero, llevando tal vez restos de comida o maíz, para arrojarlo a sus pollos. Hasta en los sueños aparece con su batón celeste, floreado de amarillas pintitas, y ella muy señorona con ese plato en la mano derecha, oronda cruzando el patio y mi sueño.
De todos modos armo ese recuerdo de ella con un amor inmenso, pero en verdad lleno de impotencia.
El día en que íbamos con mi hermano hacia la sala velatoria donde estaban sus restos, caminando por una calle cercana, nos alcanzó con su bicicleta “Cañita” Aquilano, cartero eterno del pueblo, con un telegrama que nos enviaban los empleados del Correo, Allí leí una frase que hasta ese momento era sólo eso: una frase. Pero que tuvo luego una feroz e implacable verdad.
-“Acompañamos vuestro dolor, ante tan irreparable pérdida”, decía.
Allí supe que los lugares comunes, las frases de cortesía acompañado socialmente un dolor individual, tienen su sentido. Al menos para el que sufre, aunque casi nunca para el que la pronuncia. Es decir, las frases comunes en algún momento dejan de serlo y son fundamentales y drásticas. Pegan como un inmenso martillo en la cabeza, doblan de dolor ante el desamparo y la incertidumbre a que nos somete ese mismo –desconocido antes- desamparo.
De todos modos no quiero ser triste aquí. Quiero retener esa humilde humanidad suya, esa timidez que hacía lo posible por permanecer invisible, pero atenta y poderosa, imprescindible en su amor por los suyos, una fiera cuando debía defenderlos.
La prima Gladys me contaba una discusión que habían tenido con mi padre y ella, furiosa, le decía:
-Le permito todo, menos que se meta con mis muchachos.
Sus “muchachos”, éramos mis hermano y yo
Hace muchos años que nos dejó, y les digo la verdad, me gustaría verla caminar entre esos altos tomatales que eran su orgullo, o en el esplendor de sus rosas o amasando esos tallarines sobre la pequeña mesa llena de heridas y de recuerdos infantiles, de cuando –sin querer- volcaba el café con leche y ella, rápida, solícita limpiaba todo antes que la irascibilidad de mi padre lo advirtiera.
Ahora debo consolarme con ese ceibo que plantó y con ese rosal que resiste todas las intemperies.
Y, de vez en cuando, aparece en mi sueño donde cruza ese patio de tierra con un plato en la mano para siempre.
LUCIO VICTORIO
Siempre lo vi
en viejas fotos
muy parecido a Búfalo Hill.
Cruzó la pampa bruta
por quinientas leguas
de solazos, rastrilladas y pastizales
con poca compañía y el alerta del chajá.
Ese hombre que se internó casi desarmado
con su breve escolta y sus dos curas
hasta los toldos de Mariano y abrazó
en un alarde fanfarrón al estrábico
y ladino Epumer, alzándolo en vilo
ayudado por el alcohol machazo del ranquel.
Ese hombre a quien su tío
le hizo comer los siete platos de arroz
con leche, mientras Urquiza se aprestaba
a pasar el río con treinta mil hombres
y un boletinero loco
de todos modos menos loco que este coronel
que no llegó a Ministro ni a presidente
de la República, pero fue un dandy
un seductor de niñas de la nobleza
de Francia que lo creía un indio
de las pampas del sur,
pero él era un romántico
a quien apasionaban los duelos.
Un hombre que rogaba prudencia
–él que no la tuvo nunca-
“para que no se nos pudra
la lengua (la de él, la de su clase)
ante tanto extranjero”.
Ese hombre del gesto ampuloso
y el vestir estrafalario
nos sirve hoy
por algunas páginas
imborrables que nos dejó
–sin buscarlo- para todos.
-1994, verano
DOS HILERAS DE CASUARINAS OSCURAS
Venía por un camino polvoriento que unía chacras y estancias, en lo más profundo del campo, lejos de las rutas asfaltadas que llevan a las grandes ciudades.
Las ropas gastadas, como sus zapatillas de un color mugre y de la que alguna vez se pudo colegir el color, pero ahora era una tarea concedida a la magia, a la conjetura o a la especulación poco productiva , casi como su camisa, pero al menos ésta tenía una levísima y muy tenue coloración verdeagua. El pantalón era negro como su gorra y guardaba en su visera el polvo escrupuloso de todos los caminos y los kilómetros que venía caminando en busca de caza, a juzgar por esa escopeta que iba cambiando de mano cada tanto y a veces se servía de una correa que unía el caño y la culata para echarla al hombro y llevarla así más cómodamente.
Hacía mucho tiempo que había divisado ese grupo de árboles que formaban a lo lejos una línea borrosa, como un grueso hilo verde y cuando se fue acercando notó que eran dos hileras de árboles y al verlo más nítido , supo, es un decir, porque siempre lo había sabido, que era el “callejón de Cinel” como lo llamaba la gente por la proximidad del dueño del campo, aunque eran tan antiguos los árboles que tal vez no fuera Cinel el que lo había plantado pero para el caso era lo mismo.
Cuando llegó al cruce de caminos, justo donde comenzaba esa larga hilera de casuarinas oscuras se sintió bien, sintió el placer acogedor de la sombra, algo como un abrazo del cielo que allí dejó de ser añil para convertirse en un verde oscuro y que pegaba primero en los ojos y luego iba entrando en todo el cuerpo con una presencia casi física de sombra propicia.
Luego de haber caminado tantos kilómetros bajo un sol depredador sintió que había valido la pena todo ese esfuerzo que nadie le había pedido, pero sortear la insolencia de la luz por tanto rato bien valía aún agradecer ese premio de todos los dioses.
Tenía sobre sí un cansancio de siglos así que quiso –a conciencia- disfrutar lo máximo de esa sombra que era como una bendición bajo la canícula tan parecida al infierno y se paró de golpe. Respiró hondo, mientras alzaba hacia lo alto la cabeza, hacia esa malla tupida de hojas que apenas dejaba filtrar los rayos del sol y luego se sentó, apoyó la escopeta en el suelo, sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno con lentitud y exhaló el humo con placer, sentándose junto a una de las casuarinas que prestó generosa e indiferente su tronco para que apoyara la espalda cansada. Se estuvo un rato largo así, pensando quién sabe qué cosas o tal vez –lo más probable- con la mente en blanco, como quien dice, para expresar la ausencia de imágenes en el cerebro.
Había pasado un largo rato y decidió transitar ese leve Paraíso que se le ofrecía a sus sentidos, independientemente de si a su interés de cazador le proporcionara alguna ventaja, ya que éste casi no estaba vinculado al cobro de piezas que vagamente buscaba. Podrían ser liebres, perdices o patos, animales que como cualquiera sabe no elegirían pasearse por ese callejón, cuanto mucho lo cruzarían presurosos. Elegirían más los pastizales, los cañadones, la mera llanura poblada de yuyales, de cardos, de espartillos y juncos.
Tal vez en ese momento menos le importara la caza que ese placer que le proporcionaba siempre ese grupo de árboles que formaban una avenida larga y sombreada, con esos árboles que alguien alguna vez plantó y a quien él siempre agradecería cada vez que disfrutaba de su sombra generosa, aunque tal vez nunca se enteraría del nombre del pionero, de ese lejano benefactor, de ese adelantado. Pero siempre pensó que eso ya no tenía la menor importancia, él era sólo un cazador aficionado y furtivo y se avenía a todo aquello que encontrara en esas incursiones anárquicas que de vez en cuando acometía.
Con ese criterio habría tenido que averiguar –para agradecer convenientemente, cortésmente- cada puente de madera o cemento que le evitaba mojarse los pies y que encontrara en esos largos peregrinajes de horas en busca de azarosas piezas ubicuas.
Siguió un largo rato transitando ese camino, agradeciendo –como una bendición- que estuviera allí, como están también los pájaros, el aire, la volátil semilla del cardo y ese sol cuyos rayos mediatizan con toda eficacia la sombra protectora que dan las dos hileras de casuarinas oscuras.
Divisó al fondo una breve nube de polvo y cuando se fue acercando, creyó notar que se trataba de un automóvil y cuando lo tuvo más cerca comprobó que era una chata último modelo y que venía a una velocidad más que respetable y al acercarse aminoró la marcha para no llenarlo de tierra, como un signo de respeto y cuando él se corrió a un costado para dejarlo pasar poniendo los pies en la alfombra de gramilla que listaba los costados del camino y sin detener el paso vio cómo del vehículo salía una mano que lo saludaba y entonces comprobó que no era un conocido, ya que de lo contrario hubiera hecho sonar la bocina.
Apenas lo hubo cruzado, la chata aceleró a fondo y produjo una inmensa nube de polvo pero no se dignó volverse, porque apenas la nube se produjo en su mente la chata, la mano y el encuentro eran ya un recuerdo borroso, hundido en el magma sin fin de ninguna memoria.
Antes de llegar al final del camino arbolado se cruzó con otro vehículo, esta vez sí reconoció al camioncito de modelo antiguo, cuyo ruido de hierros golpeándose se adelantaba a sus ruedas. El conductor detuvo la marcha, se saludaron y éste le pidió un cigarrillo y fuego que le fue concedido a través de una llama que produjo un antiguo encendedor de los llamados “Carucitas”, a bencina, de los que ya tal vez no vengan.
Luego de darle algunas precisiones sobre el lugar óptimo para una buena caza, puso primera y se alejó con un ruido no sólo de hierros sueltos sino con el que producían un par de tanques para gasoil vacíos que llevaba apoyados contra la baranda de la caja del vehículo, y que al golpear contra la madera hacían un ruido de “bongó” desafinado.
Caminó unos trescientos metros más ya desprotegido de la sombra que lo había acompañado hasta allí y se paró para orientarse.
Vio hacia su izquierda, por fin ese grupo informe de juncos que prefiguraba el cañadón donde según la promesa de su amigo que acababa de cruzar en su camión destartalado lo estaría esperando una inmensa bandada de patos que “casi se pueden cazar con la mano”, había exagerado.
Él, el cazador, sabía que nunca era así y que el animal más desconfiado es el pato, aún con esas cabezas pequeñas y que parecen poco inteligentes, pero que nunca son tan recelosos como cuando deambulan cercanos a un espejo de agua.
Subió los cuatro hilos del alambrado, pisó uno de los postes de ñandubay que estaba clavado firme a la orilla casi del camino, y saltó hacia el campo que lo esperaba con sus cardos y sus yuyos ya que no era más que potrero, por ahora ausente de vacas. Menos de doscientos metros lo separaban de ese manchón informe de espartillo, juncos y otras malezas acuáticas y a medida que se iba acercando, vio la superficie plana del agua, con una luz coruscante, pero inmóvil, ya que no había ni una brisa miserable en el aire detenido y perfecto.
Se agazapó, con precaución, y se fue ocultando como pudo entre yuyales que se hacían tupidos cuando iba aproximándose al agua.
Algunas bandurrias levantaron vuelo indiscriminadamente al verlo aproximarse, seguidas por una bandada de chorlitos y dos cigüeñas que alzaron como dos sábanas sus alas del suelo, pesadamente hasta formar una sombra errátil que fue alejándose del pasto desparejo e hirsuto.
Fue una señal que “removió el avispero” como suele decirse y toda la fauna acuática empezó a inquietarse, entonces disparó los dos cartuchos que tenía su escopeta ya que antes que cargara de nuevo no habría quedado un pato a la vista para apuntarle. Tiró a la bandada –o al resto de ella- que todavía nadaba, no sin inquietud, en la cañada que se había llenado de ruidos de vuelos y alas y graznidos al que no se podía individualizar.
En la confusión vio un plumerío en el aire, un ruido y un desorden de patos, entonces se introdujo sin pensarlo, en el agua que le fue comiendo desde los pies hasta la cintura, cuando pudo por fin apresar un pato muy malherido y creyó ver otros dos que se escondían, heridos, en el juncal hechos una madeja mojada.
Desistió de buscarlos como denostó no haber traído un perro prestado, ya que el suyo había muerto hacía un tiempo y se preguntó por qué no se había agenciado de otro, tan aficionado a la caza como era. Lo pensó como una culpa, como una incertidumbre a la que no le encontraba respuesta y se contentó con justificar esa falta de interés en recordar cuán bueno era el que se le había muerto y que no era fácil reemplazarlo. Aunque tal vez la razón o las razones fueran otras, de todos modos se contentó con ese razonamiento, mientras caminaba por el campo, con medio cuerpo empapado, chorreando agua barrosa, preso de un olor espantoso a agua estancada.
Desistió de los patos, porque con los disparos era muy difícil que volviera esa bandada u otra a aproximarse siquiera a la cañada y tal vez no volvieran ya ese día.
Deambuló un par de horas por los campos aledaños tratando de avistar una liebre, con resultado infructuoso. Parecía que hacía un siglo que no había una por allí, así que emprendió el regreso, encaminándose otra vez hacia esa hilera de árboles que lo habían homenajeado con su sombra un rato antes.
En algún momento se paró en medio del campo, entonces lo fue rodeando un grupo de vacas curiosas y aprovechó para encender un cigarrillo cuyo humo se deshizo prontamente en el aire.
Sólo cuando divisó la avenida que formaba el callejón con las casuarinas se sintió mejor.
Entonces no le importó la caza miserable y menguada, más que magra, que llevaba atada al cinturón y que le golpeaba manchando su pantalón de una sangre espesa y oscura ni la escopeta inútil que le colgaba de su hombro derecho como un desperdicio.
-Primavera 2005
LA MADRE
¿Por qué será
que siempre aparece
joven en los sueños?
¿Por qué tendría
esa manera tan sutil
de no abandonarnos
nunca?
¿Por qué será
que siento aún
que me arropa
en la noche
más fría de los tiempos
reales?
EL PADRE
¿Cómo fue
que no lloraste
nunca?
Eras el más fuerte
siempre
y el más duro
y también
el más intolerante
¿Cómo fue
que no lloraste
nunca?
Sólo una vez
me dicen
cuando murió
Perón
te quebraste
y lloraste como un
chico.
Yo también
pero yo lloraba lejos
de vos.
Yo estaba en otra parte.
AQUÉL MEDIODÍA
Pablo Zöpke
Se sentaba al atardecer para ver pasar las garzas hacia la laguna lejana.
Su casa era la última del pueblo y los altos hinojales no le permitían ver el tren hasta que el estrépito de hierros se lo mostraba casi enfrente de sus narices, cuando era tal el ruido que daba las sensación de aparecerse el mismísimo expreso a Río Cuarto en el patio de tierra que él cada mañana regaba con esmero.
Vivía solo, de una magra jubilación de obrero rural, rodeado de sus perros. Una quinta oliendo siempre a pimientos y a humedad le proveía sus buenos alimentos frescos.
Menos porque le gustaran que por guardar la memoria de su mujer que las había plantado y cuidado con obsesión es que devotamente regaba esas azaleas cada amanecer, tal como se lo había visto hacer a ella durante años.
El camino al viejo matadero municipal pasaba frente a su casa, por lo tanto era de rigor que tarde a tarde los cinco carniceros que iban a buscar sus reses muertas lo saludaran con metódica formalidad, tocándose apenas el ala del sombrero con el índice mientras los carros metían un infierno de ruidos en la tarde quieta y los perros numerosos corrían acompañándolos con sus ijares y sus fauces abiertas.
Tal vez era esa mirada perdida la que lo separaba de los otros hombres y lo adentraba cada vez más en ese paisaje chato, que apenas salpicaban unos pocos sauces y unos metros más allá ese manchón de trigo ondeando bajo la brisa de octubre como una bandera dorada.
Lo demás eran potreros, con sus cardos dispersos por aquí y allá y el rigor de los alambrados con sus bandadas de tordos y sus colgantes babas de araña.
Una vez por semana tomaba su bolsito de lona y silbando a un cuzco negro, algo cimarrón y garronero, enfilaba hacia el pueblo.
Se llegaba hasta el almacén del Turco Alé, aunque le quedara lejos. La gente decía que iba allí porque nadie le hacía preguntas ni le buscaba conversación, cosas que él evitaba con su fama de huraño. Compraba un poco de fideos, algo de yerba, azúcar, de vez en cuando un cuarto de café y de lo que nunca prescindía era del paquete de tabaco Suiza, para armar sus cigarrillos. Tampoco se olvidaba de su par de botellas de vino barato.
Muy de vez en cuando cambiaba sus viejas bombachas batarazas por unas menos usadas, se ponía el sombrero negro, un pañuelo Gardel al cuello, las alpargatas menos viejas y encaminaba sus pasos hasta el boliche El Amanecer, de don Atilio Mancinelli.
Elegía un domingo por la tarde porque era le día en que las barras bochófilas estaban en pleno apogeo y ocupaban las cuatro canchas laterales al despacho de bebidas.
Miraba con mucha atención el juego durante horas sin intervenir por más que amablemente lo invitaran. Tampoco hacía comentarios. Si lo instaban a beber una copa se apuraba a devolver el convite y aunque se fuera un poco más entonado jamás perdía esa lejana dignidad que lo separaba de los demás.
Volvía en un silencio, que casi no había trasgredido, después de una larga tarde en la cual a tantos se les soltaba la lengua y se volvían dicharacheros y hasta agresivos con el calor pendenciero trasegándoles las tripas.
Entraba al patio de tierra apisonada donde todos los perros lo esperaban para agasajar su regreso y buscaba esa vieja lámpara a querosén colgada de una viga de la galería. Después se ponía a pelar unas papas para hacerse la cena.
Todas las tardes se llegaba hasta el último paso a nivel, frente al Dispensario viejo, que por otra parte estaba a tiro de escopeta de su casa. Se paraba en las vías y las miraba brillar, veía como la sangre del crepúsculo las iba tiñendo hasta que las hacía dos largos cabellos oscuros metiéndose en sus viejas y cansadas retinas.
Luego volvía con el paso cansino.
Si alguien hubiera estado observando de lejos podría pensar que había estado buscando algo, un objeto perdido o la aparición de un expreso que a esas horas era imposible, ya que como todo el mundo sabía su horario era del mediodía y nunca había venido con tanto retraso.
Su parquedad casi absoluta hacía difícil el trato con los transeúntes y demás habitantes del pueblo que se lo cruzaran alguna vez. Los propios vecinos que hubieran querido ayudarlo a sobreponerse al dolor de su viudez no sabían cómo actuar con un hombre que casi había perdido el habla en los últimos meses. Era pasar por el camino y verlo fumar y matear, siempre bajo ese sauce copudo, con los perros dormitando a sus pies.
Esa imagen formaba ya parte del mismo paisaje.
Aquél mediodía, como siempre, muchos curiosos y algunos ocasionales viajeros que esperaban el expreso que venía de Rosario.
El cartero, los vendedores de diarios, los vagos y los chicos estábamos allí como para saltear por algunos minutos el tedio oprobioso del pueblo.
Era ver detenerse el tren, mirar alguna muchacha de ojos fugaces y soñar con ellos algunos días hasta que todo se desvaneciera en el aire.
Después de la campanada: la dispersión y nuevamente los andenes desiertos.
Miramos hacia donde venía y creímos ver algo caído ante la máquina, tal vez un trapo blanco que era arrojado desde los hinojales. El lugar era justo frente al Dispensario viejo.
Mi padre corrió.
Nunca supo si fue por una intuición o un reflejo, pero nos ganó varios metros a todos en la carrera y luego contó.
Cuando a las cansadas llegó el forense agitado y golpeado por los yuyos y las ramas ya mi padre había tomado las vísceras destrozadas y las había introducido –con ayuda de Mito Tossini que lo sucedió- en el hueco del cuerpo.
El despojo de ese hombre silencioso yacía al costado.
Mucho más lejos, casi sobre la estación el tren con un gran estruendo frenaba.
Los perros se aproximaron oliendo la sangre y llorando.
El lugar pronto se llenó de curiosos y de comentarios inútiles.
Los alambrados estaban cubiertos de babas de araña.
-1992, primavera
LA EMPECINADA AUSENCIA DE JUAN RENZI
La mirada astuta, las medias caídas, la camiseta fuera del pantalón, con la mano derecha aplastándose el pelo que llevaba siempre corto. Desgarbado, jugando sin correr, parado en mitad de la cancha, con su mirada de lince, sus pases puestos como si los depositara una mano. Así, clavado como una mariposa de obsidiana está Juan Renzi en la memoria de todos.
Ídolo a pesar suyo, callado, siempre con esa pintita humilde, alegró nuestra vida de muchachitos ingenuos que buscábamos imitarlo para merecer esa admiración que le profesábamos. Nunca nos acercábamos ni por asomo al original, aunque no valga la pena aclararlo.
Desde aquel lejano día lleno de Otoño y de niebla en que se nos fue del pueblo jamás volvió. Nunca. Y me consta porque su amigo Osvaldo Gago fue hasta su refugio en un pueblecito cordobés donde vive retirado del mundo. Siempre se negó a volver.
Como no es de hablar mucho que digamos, los motivos los sabrá él, si es que los tiene, si es que los sabe, ya que a nosotros nunca nos expuso ninguna razón para no volver más por el pueblo. Nunca. Ni una sola vez siquiera, en estos cuarenta y cinco años en que sólo pensarlo da vértigo.
¿Tendrá miedo de comprometer esta realidad de hoy con aquella gloria lejana, con aquella alegría que sin querer casi nos regalaba?
No lo sé. Con Juancito Renzi nunca se sabe, dicen sus amigos, y lo digo yo que no lo veo desde el día en que se subió a ese tren y yo fui testigo único y privilegiado de esa partida que nunca imaginamos para siempre.
¿Y él pensará alguna vez que en el recuerdo de por lo menos una generación quedan las hazañas imborrables, con la alegría como una estela de fuego, como un relámpago de emoción en el cerebro?. ¿Se acordará de cuando la hinchada le empezó a llamar “Balazo” cuando el siete a dos del clásico?
Es probable que el fútbol de hoy lo aburra. ¡Si él nunca corrió más de tres o cuatro pasos por partido!. Él, que ponía los pases como si los hiciera con las manos, tan milimétricos eran. ¡Cuántas defensas humilló con ese juego vistoso!. Hecho de caños, de paredes, de bicicletas, de taquitos, de bajadas con el pecho y la rodilla y el pie sobre la pelota, siempre pisándola y mirando, sin apuro para armar el juego.
¿Se acordará alguna vez de nosotros?. De sus hinchas, de los que jugábamos al billar o al truco con él, de los que le festejábamos ese cansino humor macabro que gastaba mientras fumaba esos eternos cigarrillos rubios, sin filtro, uno a uno, chupándolos con devoción hasta el fin?
¿Por su mente habrá pasado alguna vez la sombra de una duda cuando definía con ese cabezazo impecable que golpeaba la red mientras miraba indiferente la desesperación del arquero?
Él era así, instintivo, un creador nato, de los que ya no pisan las canchas argentinas. Con un poco de dedicación hubiera llegado al fútbol profesional.
Si alguna vez le plantearon esa posibilidad, no lo sé, pero colijo que él habrá mirado incrédulo al interlocutor y es seguro que respondiera:
-Me estás jodiendo, salí...
Y juntando los dedos de una mano haría un movimiento hacia arriba y hacia adentro y se encogería de hombros –muy de él ese gesto- y le daría la espalda al chistoso que le hacía broma tan pesada.
Escribo estas palabras porque nada sé de él y los pocos recuerdos que tengo son hilachas, son como pequeños fragmentos que se agrandan al convocarlos y sería aventurado suponer que aquella abulia de su juventud pudo haberse vuelto energía con los años.
Pero, digo, ¿no? por las noches, cuando “Balazo” espera el sueño, ¿no recordará una vez, una sola vez, una, siquiera cuando era el terror de los arqueros, de los defensores que no lo podían parar ni cometiéndole falta porque su vista era tan privilegiada que hasta esquivaba las patadas?
A veces saltaba sobre las piernas de dos adversarios que trataban de parar la humillación de sus incursiones en el área grande, pero él ni siquiera era consciente, porque jugaba con una naturalidad como si fuera su propia respiración.
No me apenan los años que pasaron porque uno siempre recuerda aquellos seres que provocaron en la vida una alegría, sino este empecinamiento por no volver al pueblo donde todos alguna vez, volvemos.
Es seguro que es responsable no poco de su abulia, porque no es que tenga algo contra nosotros, si fue tal vez el jugador más mimado por la hinchada y la dirigencia que tuvo el club en toda su historia.
Pero no. Él contesta con amables evasivas cada vez que se lo invita y responde con una ausencia tan larga que se hizo ya costumbre y mito para los jóvenes que nos escuchan hablar a nosotros y quieren conocerlo.
Una larga ausencia de cuarenta y cinco años, que son, sumadas las horas y los minutos uno sobre otro, una verdadera eternidad. Es como un inmenso y ancho mar lleno de algas, de caracoles y toda una fauna completa y desconocida la que pone entre él y nosotros, allí naufragan todos los barcos que se oxidan en esa indiferencia y ese óxido maldito se nos mete en las venas, nos pudre la sangre de a poco, como sin querer y nos deja melancólicos, tristes, secos. Porque Juan Renzi, o Juancito o simplemente “Balazo” se nos fue de nosotros y al parecer no quiere volvernos a ver, ni siquiera para que le demos un ancho abrazo más grande que esa distancia que puso entre él y nosotros y que nos pone cada vez más tristes, cada vez más viejos, cada vez más solos aunque tratemos de ponerlo con nuestras palabras en mera presencia en nuestras numerosas conversaciones donde nunca está ausente.
EL ABUELO
Mi abuelo
roturaba la tierra
con un arado de dos rejas
que tiraban ocho
percherones oscuros.
Ni para un tractorcito Pampa
le dió el cuero,
y cambió los arneses
por un boliche
de mala muerte
en un barrio
que habitaban borrachos.
Un día
la Muerte
se acercó al mostrador
y pidió una ginebra
y la bebió diciendo
"está paga"
y se sentó a esperarlo.
VOCES
Cuando pienso en mi padre, ese hombre silencioso, altivo, arbitrario y en extremo irascible casi no lo pienso como mi padre, porque su relación con el mundo era de rechazo y conflicto, a veces incluida su propia familia. Algún sufrimiento muy grande, algo verdadero y definitivo alguna vez lo marcó para siempre o, era una sucesión de heridas que se acumularon en su sangre hasta producirle un hiato que no tenía forma de suturar, sólo estar, sólo permanecer, sólo sangrar por esa herida como si fuera única.
Alguna vez habrá tenido “una edad misericordiosa”, dijera el “Cholo” Vallejo, para aislar un rasgo de humanidad, alguna vez alguien pudo rescatar un poco esa figura lejana, de presencia siempre esquiva y huraña.
De todos modos no se puede negar que alguna vez tuvo alguna alegría, como por ejemplo cuando se aproximaba el tiempo de la cosecha fina, como se le decía a la recolección del trigo, que comenzaba casi puntual, a principios de noviembre. Él, mi padre, iniciaba sus preparativos que comenzarían justo un mes después ya que iba a la provincia de Buenos Aires, al “Sur” como gustaba decir. Allí por ser zona un poco más fría el trigo se sembraba después y se cosechaba también después como es obvio..
Aproximándose el fin de año, casi a finales de noviembre, mi padre aumentaba su ansiedad, de suyo muy marcada siempre, esperando el telegrama que lo citaría para comenzar la cosecha. Eso lo ponía en una situación que oscilaba entre la euforia y el malestar, hasta que finalmente el día esperado llegaba y entonces en un horario extemporáneo, llegaba también el eterno cartero, Pepe Faravelli, quien aproximaría primero su gorra entre las ramas de las tamariscos, y luego su bicicleta de anchas ruedas italianas y antes de llegar a la vereda alta, cubierta de gramilla pegaría el grito:
-Isáiasss, telegrama.
Así estirando la ese final y dándole como con un martillo el acento equivocado.
No resulta para nada relevante aclarar que cuando Faravelli traía el telegrama donde la familia Trentini (Albino y Rafael, dos hermanos) lo citaban un día equis en la estación de González Chávez, él, mi viejo sólo tenía que cerrar esas dos correas de cuero que abrazaban esa inmensa valija y disponerse a partir.
Esa valija que sólo usaba para esa ocasión y que aún descansa encima de ese gran ropero, ahora para siempre. De esa gran valija traería y nos acercaría con un gesto falto de teatralidad, un género para un vestido de mi madre y una camiseta de Rosario Central para mí, o un par de botines o una pelota de fútbol. Pero sería ya pasadas las fiestas, y muy cerca del día de reyes y a veces regresaba varios días después. A mi padre le gustaba el mar, entonces visitaba a mi tío Kelo, quién vivía en esa época en Punta Alta y aprovechaba el regreso para visitarlo y darse un chapuzón..
De una de las pocas cosas que se jactó en la vida, una fue ésa: su habilidad para nadar.
No muchas cosas recuerdo de él, y a veces, todo cuanto recuerdo de él es en los mediodías cuando mi madre me mandaba a la vereda para ver si venía del trabajo, es decir de los galpones de la Cooperativa Agrícola Federal, para entonces sí echar los fideos para la sopa cuya agua hervía en un gran olla de hierro fundido, sobre la amorosa cocina económica. De lejos lo conocía por su caminar a grandes trancos y con la cabeza gacha, mirando el suelo. Forma que hemos heredado con mi hermano y producía el fastidio sonriente de nuestra madre que al vernos salir nos recomendaba no mirar al suelo, que no van a encontrar plata, nos decía.
Esas cosas recuerdo de mi padre, con mayor insistencia cuando me veo más niño y más desprotegido. Cuando yo era una breve hoja a la intemperie.
Algunas hilachas de recuerdos me lo traen de pronto joven y sonriente subido a una alta cosechadora (para mi recuerdo niño mucho más alta, tal vez, que en la realidad) o, cuando saca unas monedas del bolsillo y me manda a comprarle el diario a la estación del ferrocarril, al paso del tren que venía de Rosario e iba hasta Río Cuarto. Y allí un canillita hacía su reparto desde, una de las ventanillas. Recuerdo que llevaba inmensas pilas de diarios y revistas en los dos asientos enfrentados, los jueves debía comprarle también “El Gráfico”.
Estaban además los días de caza o de pesca, una aventura inmensa para mí, porque andar por el campo me gustaba tanto como a él, aunque yo tuviera que contentarme con mi gomera de espantar pájaros, porque él era muy remiso a dejarme tocar las armas de fuego. Alguna vez permitió que yo tirara con su 32 largo, Orbea, contra alguna lata vacía que poníamos a manera de blanco sobre el poste de ñandubay que sostenía los hilos tensos del alambrado. Arma que mostraba orgulloso a la escasa gente que nos visitaba.
Era un hermoso revólver, que el había comprado con el niquelado en avería, pero que había hecho empavonar en la casa Sachetti, de la calle San Luis, en Rosario.
Mi fiel e infatigable perro no se perdía estas incursiones que aprovechaba para perseguir todo cuis que se nos cruzara por el camino y revolcarse sobre las osamentas, juntar sobre su pelaje blanco sin prestigio ni heráldica los abrojos, las “cola de zorro” que se le adherían inevitablemente. También me subía a esos destartalados camioncitos de entonces (de Roque De Vincentis o de Armando Bellini) para acompañar con otros hinchas y alentar al equipo cuando nos tocaba de visitante. Allá íbamos eufóricos y volvíamos felices si ganábamos. Algunos rostros vuelven en ese traqueteo inclemente del vehículo por los caminos de tierra, con el polvillo y el sol dándonos en los ojos: Armando Mateucci, Fermín Castillo, mi tío Berto Spagnolo, “Tubito” Barco, Roberto Vega, Roberto Escudero, Justito Pezzino y tantos otros que se tragó el olvido irremediable.
De mi viejo me quedan también algunas frases, que yo repito, cuando viene al caso, siempre citando la fuente como corresponde:
“Se me ató la rama” solía decir cuando algo se le complicaba, o “tiene la rueda descentrada” o, “no es muy seguro para la carambola”, cuando alguien no estaba en sus cabales o no era confiable.
Sobre todo una anécdota que había leído y siempre repetía, cuando venía al caso, claro de un boxeador cubano, campeón mundial de los años veinte, que respondía al nombre de Kid Chocolate, evidente seudónimo para el ring, y ganó mucho dinero, y al parecer se patinó un millón de dólares de entonces en menos de dos años.
Terminó abriendo coches en la puerta de un hotel lujoso en una calle de Nueva York. Cuando un antiguo admirador, lo reconoció y ante su sorprendida pregunta si era el mismísimo ex campeón mundial y qué hacia allí, en menester tan humilde. El morocho se encogió de hombros y le dijo con tristeza resignada:
-¿Sabe qué pasa amigo? Me enteré tarde que en este país nadie se divierte gratis.
MI ABUELO II
Mi abuelo
y Perón
tenían la misma
edad
según siempre
oí decir a mi padre.
Perón fue Perón
y mi abuelo
no fue nadie
sólo un
inmigrante analfabeto
arrendatario pobre
que fracasó también
con un boliche y almacén.
Mucho tiempo antes
me había dicho que estaba
listo para irse.
Ante mi protesta
me dijo lacónico
y amargo como era
su estilo
“que no iba a quedar
para semilla”
Y era una ocasión
para echar al
aire
una bocanada
de humo.
Pero para ese tiempo
hacía rato
que mi abuelo
había abandonado
el tabaco
Como así también
el alcohol
el truco
y las mujeres.
QUE SE LO DIGAN A LOS MÍOS...
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