jueves, abril 15, 2010
BUSCA LA SOMBRA QUE TE SIGUE...
*ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL ROJAS (CUBA)
LA PELAMBRE DEL OSO*
Si te dicen Amor, espera corazón mío, espera.
Busca.
El odio merodea en tu propio pelambre.
Busca la sombra que te sigue.
En la vertiente clara de luna apuñalada.
En las sienes del gigante de barro.
En la piedra que esconde tu garganta azul.
Busca en el perfume en las rosas de cera.
Si te dicen Odio, espera corazón mío, espera.
Busca.
Escucha la voz de las guedejas.
Allí estará la marca del amor
Las manos levantadas en el templo del mar.
Los ojos acerados de las lunas de Urano.
Avanza un paso. Retrocede dos.
Si te dicen no te amo, espera corazón.
Quizás lo encuentres cuando no lo busques
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
BUSCA LA SOMBRA QUE TE SIGUE...
Tarde de lluvia*
Repiquetea la lluvia sobre el paraguas.
Lejos, el tren se anuncia y corre
desbocado en su fiel metalurgia.
La calle está desierta
son apenas las dos.
Un coro de niños cuaja el silencio
las voces se pierden en el club.
La brisa vuela por la vereda,
giran las hojas ebrias de agua.
Cuadras, y más cuadras,
la bajada, el andén.
Hablan los pasos el idioma de los pies.
Parda la tierra, plomizo el río
crestas de espuma lo van llevando.
Viento en la costanera,
en el alma frío.
No se porqué,
a veces el otoño
me hace tiritar.
*de Ana Maria Diaz Velo. anadiazvelo@hotmail.com
LIBROS*
Para los lectores de libros, para los felices amantes de una biblioteca, para los felices poseedores de una, mis conmilitones, van estas palabras.
Empecé a leer en la escuela primaria, la desaparecida Nº 156 “Provincia de Salta”, de tantos gratos recuerdos.
Allí en una pequeña habitación rectangular funcionaba una biblioteca mínima, y en mi pasaje por los últimos grados me hice habitué. Mi condición de alumno me habilitaba para usar de sus acotados volúmenes. En mi casa no había libros ni había como ni con qué comprarlos.
Al terminar mi cursado de primaria ya había dado cuenta de todos los libros existentes. Intenté tomar prestados algunos en la magra biblioteca del “Sindicato de Obreros Rurales” donde mi padre estaba afiliado, pero los libros eran de un excesivo anarquismo imposible de entender en esos años o eran de economía o de política o de filosofía. Don Ramón Fernández habitante ocasional y esporádico de la vieja casona donde funcionaba dicho Sindicato me alcanzó algunos libros de Emilio Zola que me perturbaron hondamente. Opté entonces por acudir a la biblioteca Belgrano, que funcionaba (y funciona) en las instalaciones de mi Club, el Huracán.
Recuerdo todavía el ligero temblor que me acompañó cuando traspasé esa puerta y no lo sabía, pero ese día me estaba jugando una vocación y un destino.
Allí estaba la bibliotecaria de entonces, doña Julia García de Baud Naly. Impecable, atildada, sobre todo solícita y sensible. ¡Cuántas cosas enseñó a ese adolescente, ingenuo de entonces, esta mujer tan buena y atenta!
Durante un par de años todos los atardeceres, luego de mis ocasionales y alimentarios trabajos me apersonaba y conversaba sobre libros, compartía (es un decir) comentarios de mis últimas lecturas que me eran sugeridas entusiastamente por ella.
A doña Julia mostré con no poco pudor mis primeros pecados literarios, fruto de un dictado misterioso que se me producía en la cabeza y que hoy atribuyo a mis entusiastas lecturas de entonces.
Nunca terminaré de agradecer a esa señora que –según mi amigo Omar Spizzo- era de una familia de músicos, porteña, y que el inefable Enrique Baud Naly, o simplemente “el Flaco Naly” se la trajo como esposa flamante de sus andanzas por Buenos Aires.
A la época de mi relato el ya la había abandonado por una de sus alumnas de teatro, adolescente y bella muchacha. Al parecer, según comentarios circulantes la romántica fuga había sido realizada por medio de una moto. Noticias posteriores hicieron a la pareja residir en la lejana provincia de Catamarca donde el “Flaco Naly” luego de muchos años, falleció. Curiosamente doña Julia no me hablaba de él sino con admiración y con evidente amor que a mis escasos años inexpertos no escapaba. También me contó que una hija de ambos había muerto a los tres años. ¿Qué hizo que esta mujer viviera en ese pueblo donde salvo algunos pocos amigos, no tenía a nadie? Todos la querían porque era muy servicial y colaboradora en los preparativos para adornar el salón del Club en los días de bailes, ayudada por las niñas y jóvenes que eran sus alumnas de dibujo a quien daba clases gratis en las tardes en que iba a la biblioteca. Ella se quedó a cuidar a los viejecitos que habían criado al “Flaco” ya que lo habían adoptado huérfano. Eran éstos una pareja de itálicos, don Juan Luchini y su esposa. Don Juan fue el más eximio matricero y tornero de toda la comarca y trabajó hasta pasar largamente los ochenta años en la “Casa Sáenz de Arregui Hermanos y Cíaa.” Lo recuerdo como un viejito muy chinchudo pero era un lujo verlo trabajar con paciente y prolija pasión sobre sus fierros.
Cuando comencé a ganar mis pesitos fui transformando en libros algunas monedas. Aún recuerdo mis dos primeras adquisiciones en el “Bazar y Librería La Primitiva”, de don José Bessone: una edición juvenil del “Quijote” y una bella edición de Eudeba “Diez cuentistas y diez pintores”. Allí estaban por primera vez ante mis ojos los textos de Arlt, Borges, Mateo Booz, Barleta, Cancela y los dibujos de Berni, Castagnino, Basaldúa, etc. en una inmensa y colorida edición que conservo descalabrada en el fondo de algún cajón.
Luego compré por cincuenta pesos a mi amigo Valentín Prámparo una edición de Claridad, la octava, de 1950 del libro “Por quien doblan las Campanas”, del gran Ernest Hemingway. Como estaba en malas condiciones, estando aquí, años después lo hice encuadernar a instancias de mi amigo el poeta Rubén Sevlever que me presentó a un encuadernador.
Poco antes de venirme a Rosario, por mediación del director de escuela y amigo querido, Alfredo Ghiselli, compré en cuotas la segunda edición de las obras completas de Neruda segunda edición, papel biblia, de Losada, más de mil páginas, 1962.
Cada viaje que hacía lo llevaba conmigo en mi primer tiempo aquí. Uno de los hermanos Novillo, quién solía estar en esos sábados melancólicos en la estación de trenes, ya pasados unos meses, tal vez, me preguntó extrañado:
-¿Isaías, todavía no terminaste de leer ese libro tan gordo?
*Por Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
Ravioles de salmón*
Es como si el mar, una brizna de mar, algo marino, llegara envuelto en un saquito de masa suave. El envoltorio antes lo hacían las madres con ese soplo vital y luminoso de la harina.
Ahora buscamos llegar a las bocas de los queridos, desde el conocimiento, esquivar el lugar común como en la poesía. Acaso la literatura y la cocina se parezcan.
Ingredientes o palabras, el arte está en la combinación, el amoroso cuidado, el tiempo, el azar que mueve.
Los vamos a buscar, los esperamos, ese color fuerte y suave, lo masculino y lo femenino que se encuentran y se penetran. Al envoltorio lo dejamos algo duro, al dente.
Los colamos para envolverlos en su baño de espumas cremosas, blancas o rojas. Su nuevo pequeño océano puede ser una salsa suave de tomate y hierbas. Puede también ser la crema que acaricia con algo que se inventa, como una leche espesa en dónde los ravioles se revuelven, no descansan, buscan la fortaleza de las especias, buscan un algo, buscan lo indescifrable.
Pd: Y esperan, como una mujer, ser cubiertos por la lluvia de queso en hebras.
*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
MARTIN KOHAN HABLA SOBRE CUENTAS PENDIENTES, SU NUEVA NOVELA
“La imaginación es la impotencia, no el poder”
El escritor, que en su reciente viaje a Berlín terminó su próxima novela, planteó una historia con dos personajes y un narrador para preguntarse si en verdad imaginar y escribir no son en realidad desgracias en lugar de dones.
*Por Silvina Friera
El reloj interno de Martín Kohan sonó a las cinco de la madrugada, mucho antes de lo previsto, aunque no se caracteriza por dormir profundamente, con distancia y abandono del mundo de los despiertos. Pero a esa hora ya estaba con los ojos bien abiertos, padeciendo ese extraño desequilibrio llamado jet lag, como si aún estuviera en Alemania. Acaba de regresar de Berlín, donde permaneció un mes en una casa “exclusiva” para escritores y traductores, gracias a una beca que le demandó apenas una charla y una lectura, y que le permitió terminar una nueva novela. “Me daba casi remordimiento, estaba todo el tiempo esperando que me dijeran qué más tenía que hacer”, recuerda ahora en el bar de la esquina de Paraguay y Ravignani. Ha adoptado ese lugar como uno de los espacios donde se siente “como en casa”, al punto de que allí escribió buena parte del flamante Cuentas pendientes (Anagrama). “Había un efecto de ‘familia Adams’ –sigue Kohan– porque era una especie de mansión con una torre. Me inspiraba en la casa, miraba el lago y la naturaleza, pero para escribir necesitaba el bar”. El novelista probó primero en un bolichito de tipos solos, con algunos homeless que iban a pasar la mañana, donde el vodka era una especie de desayuno para niños. “Al segundo día que intenté escribir, me dijeron que no había café, aunque el día anterior me lo habían servido. Evidentemente, alguien escribiendo arruinaba la atmósfera. Entonces fui a parar al otro bar de la estación, que terminó siendo mi bar de Berlín. Lo que uno quiere de cualquier café es llegar y que el mozo sepa lo que pedís.”
Kohan comparte con uno de los protagonistas de Cuentas pendientes, el terco y casi octogenario Lito Giménez –que adeuda cuatro meses de alquiler–, el sueño liviano, apenas algo más que un sopor. También le presta la ansiedad y ciertas obsesiones incrustadas en su pensamiento. Tal vez la desgracia “amorosa”, aunque de diferente espesor, sea otro de los puntos de conexión. Pero hasta aquí llega el paralelismo posible. El otro personaje de esta novela es el dueño del departamento, un escritor y docente que reclama la deuda. “El narrador quiere cargar al inquilino de todos los signos del mal, cargarlo de negatividad; entonces la dictadura entra solamente como material de la significación del mal. Alguien que no puede parar de pensar mal de otro y le quiere poner sobre sus espaldas todas las cosas malas que se le ocurren, se vale también de la dictadura”, subraya el escritor en la entrevista con Página/12.
La única premeditación que Kohan tiene al escribir es cambiar, hacer algo distinto, aunque las recurrencias reaparezcan solitas, como la combinación entre la negación y la obsesión, “entre dejar de pensar en algo, pensando obsesivamente en otra cosa”, mecanismo que se encuentra en Ciencias morales (ver aparte) y Dos veces junio. “El narrador se ensaña con el personaje, pero todavía no sabemos por qué; retóricamente necesitaba trabajar el ensañamiento: deber ser un poco nazi, la hija debe ser robada. Cuando uno maquina, la pura maquinación le da un plus de potencia a la conjetura, que es convertirla en realidad. Cuando uno quiere pensar mal de alguien, lo piensa como una verdad, como suposición no interesa. Te interesa la aniquilación mental de aquel a quien detestás”, plantea.
–En las primeras páginas de la novela, Giménez da la impresión de que podría ser una versión masculina, en tiempo presente, de María Teresa, la preceptora de Ciencias morales. ¿Los une cierta idiosincrasia autoritaria, conservadora?
–Sí, es el repertorio de lugares comunes donde funciona la ideología en estado bruto, de puro prejuicio. Es algo de captación de la oreja, del día a día; es esa dimensión del aparato de los prejuicios flotantes que escuchás en la circulación, lo que se suele atribuir a los tacheros. En este tipo de personajes que a veces agarro, que son figuras grises, algo que tienen en común –y se ve en las casas deprimentes donde viven–, funciona la conexión entre esa medianía y ese tipo de ideología. Estos personajes son funcionales a esos prejuicios y no hacen más que reproducirlos.
–A propósito de esa masa flotante de sentido común: últimamente impera, sobre todo en el caso de militares detenidos por los delitos de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura, el argumento de que son muy viejitos y están “enfermos”. A contrapelo de esa “piedad”, el narrador es implacable con Giménez.
–¿Por qué habríamos de tener piedad por la edad? La edad es uno de los tantos elementos de compasión que podría tener en cuenta el narrador, pero no la tiene. Hay una diferencia de grado entre cómo le funciona la crueldad al narrador cuando está solamente conjeturando a Giménez y cuando lo ve. Traté de mostrar la diferencia entre el poder de la maquinación y qué pasa cuando esa maquinación puramente mental cobra forma real. Había algo de la imaginación que me interesaba, a contramano del prestigio que la imaginación tiene –que es liberadora, que enriquece, que alegra, que oxigena–; me interesaba pensar en el agobio, en el peso de imaginar. El narrador es particularmente implacable y rencoroso con Giménez cuando lo imagina y no cuando finalmente lo tiene enfrente. Es algo que suele pasar. Las cosas son más terribles en la imaginación que en la realidad.
El narrador de la novela revela que Giménez le debe al coronel retirado Vilanova el favor de su vida, el sueño de la hija propia, Inesita. La aparición oblicua de la apropiación de menores no estaba premeditada cuando comenzó la novela. “A medida que se iban dando situaciones convocaba formas del mal. A la hora de pensar a la hija, me parecía que tenía que ser externa al mundo matrimonial. Dentro de la maquinación del narrador, Giménez es un desgraciado con todo lo que pasó. La palabra desgraciado capta a la víctima de una desgracia, pero también de alguien que es un cretino decimos que es un desgraciado. Giménez es un desgraciado en los dos sentidos.”
–Cuando el dueño del departamento le cuenta una novela que él está escribiendo, un guiño a Segundos afuera, le plantea a Giménez volver al versus: la alta cultura versus la cultura popular y ver qué pasa. ¿Cuentas pendientes es un modo de volver sobre estas tensiones?
–Sí, totalmente. Me interesa muchísimo cómo se articula la relación entre el mundo letrado y el mundo popular, porque todas las culturas nacionales modernas han sido construidas a partir de una élite letrada; por eso me interesa tanto la Generación del ’37, que fundó estrictamente las bases de esta cuestión. Es absolutamente recurrente para mí desbaratar esa presunta disposición donde el letrado controla el lenguaje y desde el mundo popular lo único que se puede entregar es el atractivo de lo pintoresco. Quiero desbaratar esto, darlo vuelta, pero manteniendo la tensión en el “versus”. Hay un tipo de conflicto insoluble; son dos mundos deseados, eventualmente por un deseo mutuo. O, por lo menos, hay una fascinación del mundo letrado por el mundo popular, y no puede sino ser conflictiva. Una de las cuestiones que me interesaban retomar en el diálogo entre Giménez y el dueño es el lugar social de la literatura. Así como en toda la primera parte buscaba ensayar una devaluación del prestigio de la imaginación –no la imaginación como un don, sino como un castigo–, quería llevar esto también a la literatura, en el sentido de lo que alguna vez dijo Fogwill: ¡cómo va a haber un escritor fracasado, si ser escritor ya es ser un fracasado! La literatura no va a despertar sino las declaraciones más enfáticas de reconocimiento, importancia, todo lo que ya sabemos. Pero a la hora de sentarse y leer, la verdad es que no despierta demasiado interés. Ese juego entre la admiración declarativa y al mismo tiempo una carga de prejuicios que dejan a la literatura en un lugar verdaderamente menor es lo que traté de que empezara a funcionar en la conversación de Giménez y el escritor, de tal modo que el “letrado” va quedando cada vez en un lugar más incómodo, más devaluado.
–¿Por qué cree que persiste el conflicto, aunque dialogan?
–Hay conflicto porque en algún punto los dos tienen, por distintos caminos, un interés en encontrar algo en común y poder hablar. Pero, justamente, sostener el versus del conflicto es pensar que no tienen nada en común, que no hay un código. Que hablan, pero no se entienden. Si hablaran de historietas, habría una resolución. Pero no me interesaba la resolución, me interesaban el conflicto, el desencuentro; poner a dos personajes que teniendo toda la voluntad de encontrar puntos en común no los tienen.
–¿De algún modo también pone en cuestión la posmodernidad, que proclamó que ese “versus” estaba completamente superado?
–Sí, sin duda. Una de las clases de efectos de los que me escapo es de la desactivación de los conflictos. Ahí donde todo se contagia, convive, dialoga, se integra, hay demasiado pastiche y permeabilidad. Ante ese estado de permeabilidad generalizada, donde todo terminaba impregnando a todo e integrándose con su otro, el principio de conflicto me interesa sobre la base de que el orden social se basa en el conflicto. Que se pierda el conflicto es algo engañoso. Una de las paradojas básicas de este tipo de pensamiento es que enunciando permanentemente discursos de la multiplicidad y la diversidad terminan instaurando una de las homogeneidades más poderosas. De todo se termina diciendo lo mismo. No sé si será un efecto, deseado o no, de esa diversidad no conflictiva, demasiado armónica.
Kohan admite que buscó debilitar el imaginario heroico de la literatura. “En vez de pensar en ‘la imaginación al poder’, como en Mayo del ’68, pensar que no hay más impotencia que el que sólo imagina. La imaginación es la impotencia, no el poder; la literatura es el fracaso, no el poder; el escritor es que el va a la tele, lo maquillan un poco y dice lo que puede, pero no está en un lugar de conocimiento genuino. ¿Y si imaginar es una desgracia? ¿Y si ser escritor es una desgracia? ¿Y si la literatura es una desgracia?”
–¿Y cómo lo vive usted?
–No lo vivo siempre igual; son etapas, depende de cada circunstancia. Este es el libro que escribo después del Premio Herralde porque estoy tranquilo, entonces puedo lanzarme a devaluar el imaginario de literatura y éxito. Mi punto de certeza es que escribir es una práctica que me da una felicidad enorme. Lo demás viene por añadidura, lo que no quiere decir que lo desmerezca o no me importe, pero mentiría si dijese que alguna de esas otras instancias son las que sostienen mi relación con la literatura. En otros libros imprimí sobre la literatura una potencia por momentos hasta heroica. Los cautivos es una reelaboración de la mitología de civilización y barbarie; la literatura, la escritura, el letrado, tienen en ese libro toda la potencia que la Generación del ’37 les atribuían. Incluso en Museo de la revolución la literatura tiene un lugar de redención, de salvación. Siempre la literatura aparecía para salvar o para redimir, para hacer justicia. Pero en este libro el planteo es otro. Qué significa el éxito en la literatura, cuando en realidad, lo más sensato es no pensar en términos de éxito. ¿Fama, cuando se habla de un escritor? Como si la literatura ocupara socialmente un lugar que tuviese algo que ver con la fama, o como si la fama de un escritor no fuese en definitiva un problema, como le pasaba a Borges, que era mucho más famoso que leído...
–¿Por qué el dueño del departamento es un escritor que se parece bastante a usted?
–No era acertado inventar otro escritor muy distinto porque entonces habría sido una de las típicas batallitas literarias. Puse mucho cuidado en que no pareciera una parodia de esa clase de escritor que no soy. El desencuentro de base es pensar en la literatura cuantitativamente, como un éxito de ventas, desde el dinero. Para que no se crea que hay un ajuste, una venganza o una peleíta con tal o con cual, si a un tipo de escritor tenía que remitir el narrador era a alguien que no fuese distinto de mí. El propósito era otro: no pelear con éste o con aquél, que no me despierta ningún tipo de interés.
–No era el típico chiste de las “capillitas literarias”...
–No, porque además no me reconozco en las definiciones de las capillitas literarias. Hay escritores que me interesan, me gustan, los leo, los sigo. No es que son mis amigos y armamos una capilla para defendernos. Mis vínculos con Juan José Becerra o Gustavo Ferreyra se originaron en el hecho de que comenté sus libros sin conocerlos. Desde cierto tipo de prejuicio, se suman dos más dos y dicen: son los dos escritores, trabajan en la misma institución, en la calle Puán esquina Bonifacio, capilla académica. Que con Carlos Gamerro, Miguel Vitagliano o Daniel Link compartamos una formación, ¿supondría un principio de afinidad en nuestra literatura? Plantearse esto puede valer la pena porque lo que se estaría buscando es un tipo de conexión entre sistemas de lectura y escritura. Pero pensar en capillas, en bandos con sistemas de alianzas porque sos empleado de la misma institución... Me llama la atención la vitalidad que tiene ese discurso que propondría como insostenible. Sin embargo, se sostiene con una fuerza que me deja perplejo. Para mí sólo se explica por el imaginario paranoico del enemigo. Solamente la paranoia puede perpetrar esa atribución de homogeneidad, que plantea que somos todos más o menos lo mismo y nos reunimos a hacer maldades (risas). Es tan distinto de lo que realmente pasa, que es muy raro que alguien piense que puede ser así.
*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-17582-2010-04-12.html
¿Qué no daría yo?*
*Por Víctor Zenobi
Fue hace mucho. Yo era un chico que rondaba las bibliotecas porque en mi casa había muy pocos libros. Un día, después de devolver a Salgari, me atrajo un título: El jardín de senderos que se bifurcan. Lo leí con el asombro de quien encara lo real perturbado por la ficción y sin entender las posibilidades múltiples de su trama. La historia de un espía que está destinado a revelar un secreto de otros y que, por una coincidencia del destino, se encuentra con su propio secreto, en el laberinto de un libro.
Sin poder precisarlo sentí que algo me rozaba, la convicción o la sospecha de mi propio secreto. Un tiempo más tarde, el autor del texto llegó a la ciudad para dar una charla y fui a escucharlo. Nunca más dejé de hacerlo. Se constituyó en una especie de hábito al que yo acudía cada vez que detectaba
un nuevo texto suyo o que me enteraba de alguna conferencia. Un tiempo más tarde, nuevamente en Rosario, me atreví a hablar con él y me invitó a su casa. Me colé de un tren y en unas cuantas horas estuve frente a su puerta, en pleno centro de Buenos Aires. Mi turbación hizo que me equivocase de
lugar. Creí que era una casa enorme, que tenía un mayordomo con librea y decidí ubicarlo en la famosa Biblioteca Nacional, donde era director.
Pregunté como llegar y me dijeron que caminara derecho por Maipú, donde estaba, hasta llegar a México, en San Telmo. La biblioteca me parecía enorme; al entrar, un portero me detuvo y cuando pregunté por el director, me dijo que estaba ocupado y que no me podría atender. Sin embargo, un señor
que se hallaba casualmente allí interpeló al portero, me preguntó de dónde venía y me dijo que si iba a la tarde, el director me atendería. Ese señor se llamaba José Edmundo Clemente. A las cinco de la tarde estuve nuevamente en el lugar. Entré al directorio y conocí un poco más a ese hombre bastante
tímido que me hizo sentir sumamente cómodo. Hablé con él alrededor de una hora. Hablamos acerca de un poema de Lucrecio: De rerum Natura y de los rasgos fáusticos, que yo había consultado en Spengler. A partir de esa vez, fui unas veces más, siempre a su casa y me quedaba charlando algunas horas; generalmente sobre libros. Recuerdo que en una primera oportunidad, tratando de mostrar alguna cualidad rosarina, le mencioné a Lisandro de la Torre, que había muerto con la Etica de Spinoza en sus manos. De ese modo, yo le resaltaba una afinidad con el panteísmo inherente a sus relatos. Entonces me
contó, que el día del suicidio de Lisandro, soñó que él tenía su rostro y que le gritaban "gato amarillo". Ese mismo día me pidió que lo acompañara a su habitación, donde sacó de un mobiliario una especie de rosario, que los budistas utilizaban para acceder al nirvana y me volvió a preguntar por mi
apellido: Zenobi, italiano, nada importante... le dije. ¡Nada importante para usted que tiene sangre italiana! exclamó. Lo mejor de lo mejor: Dante, Virgilio, agregó. Tiempo después sospeché que había vinculado la raíz Zen, que comienza mi apellido, al budismo Zen. Todavía hoy siento que lo inventó
en el momento, sólo para congraciarse con el chico que yo era, con un comentario algo especial, pero que no cedía de mi parte a la tentación publicitaria de hacer mis excursiones conocidas. Me daba cuenta de que ese hombre prefería la intimidad anónima y el hecho de que yo pudiese acceder a ese lugar, era para mí un acontecimiento más profundo y verdadero que cualquier otro que me había acontecido. Muchas veces, mis amigos me insistían para que lo filmara o lo grabara, pero yo no condescendía: "La amistad es la más honda de las pasiones y yo no hago el amor en público", solía decir, bajo la influencia del Quijote, del Martín Fierro, de Dante. Lo cierto es que yo amaba a ese hombre, entrañablemente. De una manera u otra, por él supe que un laberinto es una biblioteca y que, cuando uno más conoce, más extiende su ignorancia. De allí que la mayoría de sus protagonistas terminen derrotados por aquellos que viven la directa simplicidad de la vida. Por ejemplo, Lonrot, el detective filósofo es vencido por el asesino Red Scharlach. Esto permite considerar que su literatura establece una cierta distancia entre la literatura y la vida, porque la literatura acarrea una dificultad, tal vez una falsa conciencia de las cosas, una conciencia literaria. Incluso, a veces, la literatura conduce a la muerte. Por eso sus personajes intelectuales fracasan o son vencidos por los más simples, a la par que suelen extraviarse en la realidad, al ser esta simultánea y la lengua y la escritura, sucesivas. Después de un tiempo, yo solía reconocer
de memoria cualquier párrafo de su obra y decir de qué texto se trataba. Un día se lo comenté y me dijo que su abuela inglesa hacía lo mismo con la Biblia.
Mi amigo era un hombre tenue y bastante tímido. Una tarde le pregunté por una frase de su relato El inmortal pero no la recordaba y me aclaró que no podía buscarla porque no tenía ningún libro suyo en su biblioteca. Yo no tengo buenos libros, agregó, a lo que yo respondí: Me está faltando el respeto, Otras Inquisiciones es uno de mis libros de cabecera. Me concedió, con el rostro sonrojado, que era un buen libro. Yo agregué: ¡Un muy buen libro!. Un muy buen libro, repitió sonriendo tímidamente.
En una ocasión hablamos de Lugones y de la cantidad de suicidas conocidos que tenía nuestro país. Comenzamos a enumerarlos: Alem, Belisario Roldán, De La Torre, Quiroga, Alfonsina y tantos otros. Me contó que había pensado varias veces en el suicidio; increíblemente era un hombre apesadumbrado. En
otra oportunidad, ya como de costumbre y sin previo aviso, fui a su casa porque estaba de paso. Charlamos de la filosofía inglesa, de los analíticos y le hice firmar La historia de la filosofía de Bertrand Russell. ¿Sabe lo que dije de esos libros?, me replicó: Que si tuviese que ir solo a una isla,
(aunque no sé por qué yo tendría que ir solo a una isla) ese sería el libro que llevase. Recuerdo muy especialmente esa oportunidad, la recuerdo porque después de unas horas, le dije: Bueno, yo estoy abusando de su paciencia, así que me voy. No, no, me respondió, estoy casi todo el día solo. Hay
algunas personas que exaltan la soledad, pero, me quiere decir ¿que tiene de bueno estar solo?
La última vez que fui a su casa, me preguntó si había leído su libro, La cifra, de reciente aparición. Le dije que no, que una amiga me lo había regalado, pero que en realidad, hacía un tiempo que había dejado de leerlo, porque estaba explorando otras obras. Hace bien, me dijo, cuando uno deja de leer a un autor puede haberlo incorporado, pero es una lástima, me hubiera gustado que me dijese si le gustaba un poema que escribí. Le pedí que me dijese cual era, que apenas llegase a Rosario, lo leería. Me dijo: Nostalgias de un presente. Llegué y lo leí. En su momento no me pareció gran cosa, sólo me motivaba el hecho de que se trataba de una especie de confesión, una declaración de amor a una mujer: "Que no daría yo por estar a tu lado en Islandia..." Lo reitero, no me había parecido gran cosa, sólo que cuando al año siguiente volví a Buenos Aires y toque el timbre acostumbrado en el departamento del sexto piso de la calle Maipú, la voz de la doméstica, por el portero, me dijo: El señor viajó a Suiza hace dos días. No pensé en ese momento, lo que sabría unos cuantos días después. Que no lo vería nunca más.
A pesar de todo lo que sabemos, de todo lo que nos resulta esperable, los mismos acontecimientos nos resultan sorprendentes y pueden retornar distintos sentidos. Le debemos muchas cosas a la magia de nuestra imaginación. Ese poema, el primer verso de ese poema, guardó para mí la intensidad de una confesión y se transformó en un presente bellamente considerado. A veces lo he reencontrado, lo reencuentro, en un sueño y muchas veces, cuando suelo caminar por Buenos Aires, por México o Maipú, por Serrano y Soler, o sentarme en un banco de la plaza San Martín, repito "Que no daría yo por estar a su lado en Islandia..."
*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-23178-2010-04-15.html
Aquel Hito*
Labios
de una adolescente
besé
en la calle Cachimayo
debutantemente
Dos, tres veces
y ya habiendo anochecido
Ahí nomás de la plazoleta Primera Junta
y de muchísimas otras plazoletas
no he dejado
en las calles arboladas
-hombre hecho y derecho-
de besar.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
*
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