martes, junio 01, 2010
LA HUMEDAD DE DOS LÁGRIMAS CON FUEGO...
*Ilustración de WALKALA. http://www.walkala.eu/
RECURRENCIA*
Saludo al sol en su ocaso,
Lo uno a mi ocaso interno
Con luces y cambio de tonos,
Mezcla de dudas y comienzos.
Es el principio y el fin
Que se repite en el tiempo,
Su partida nos anuncia
El parto del nuevo día
Y nos muestra los llamados
De horizontes en pleno,
Sin cercos, sin las murallas
Que nos traban los senderos.
Saludo al sol en su ocaso,
Sé que volverá mañana
A sacudir mi letargo
Y convertirme en batalla.
*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
LA HUMEDAD DE DOS LÁGRIMAS CON FUEGO...
EL CANTO PERDIDO*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Una mirada menos que absorta pretendía enseñorearse en la tarde, en el pliegue de aquellos inabordables crepúsculos cuando la tristeza se arrimaba como un gato pegándose al suelo.
Era la soledad y otro tiempo, como esa la luz que se filtraba, juguetona, a través del vitral de los coloridos vidrios ingleses, donde al amarillo y al verde se le oponía ese rojo como una sangre recién brotada de una herida a cuchillo.
Era la noche, la alta noche que se proponía extranjera, cuando ya el silencio era un poncho de arracimadas uvas oscuras cuando de pronto una voz, una sola, quebraba como una límpida escarcha el robledal de la dicha o apenas esa zozobra que calaba en los pechos.
Después de la tarea diaria los hombres se acercaban a la casa que rodeaban los árboles, los caballos, algún perro ladrador y un jilguero que dormitaba en la jaula. A algunos los esperaban sus mujeres, sufridas, con sus altos rodetes y sus vestidos oscuros, con pequeños hijos llorones y una madurez tan prematura como una fruta en estación equivocada.
Esos hombres y esas mujeres hechos al sacrificio, que no se permitían un solo día, una sola hora o un solo minuto de dicha o placer. Era sólo trabajo, sólo sufrir sobre las eras maduras, sobre los rastrojos, llameados de crepúsculos volvedores, pero siempre esquivos y en fugas.
A veces, por las noches, dicen que mi abuelo cantaba. Frente a su botellón de vidrio oscuro donde esperaba ese vino negro y espeso que iba volcando en un vaso ordinario y luego llevaba a sus labios resecos, previo paso del líquido por “esos bigotes de filtrar el vino” como escribió José Pedroni para siempre. De vez en cuando le salía una voz ronca, arrebatada de nostalgia extranjera y cantaba en ese dialecto dulzón sus canciones que creía perdidas. Luego, lentamente se inclinaba sobre la mesa, apoyaba sus brazos y apoyaba la cabeza sobre ellos, como si fueran su almohada. Allí el cansancio y el vino lo adormecían como a un niño y como a un niño su esposa y mi abuela lo recordaba. Lo llevaba hacia esa habitación inmensa como se lleva a un ciego y lo ayudaba a desvestirse. Primero le sacaba esos grandes botines de cuero resquebrajado con restos de barro reseco, y luego los pantalones holgados y la chaqueta de brin que llevaba siempre sobre su camiseta de frisa mugrienta y sudada. Ella después, tomaba esa lámpara a kerosén con su llamita titilante, ponía una mano sobre el tubo de vidrio para evitar que un golpe súbito de aire la dejara a oscuras y recorría las habitaciones donde dormían los hijos y las hijas. Con ojo vigilante y mano eficiente iba arrebujándolos de a uno, arropándolos con un amor excluyente y luego iba hasta esa gran cocina de grandes azulejos blancos. Allí una “Carelli Nº 2” hacía su combustión de marlos y resecos palos de quebracho colorado. Entonces tomaba una gran bolsa donde guardaba sus géneros y comenzaba el trabajo largo y paciente de los remiendos. Hasta muy alta en la noche se oía el ruido de esa gran tijera con su ruido áspero y metálico. En otras ocasiones tomaba las agujas que siempre estaban tejiendo un pulóver para esa familia tan numerosa.
Cuando ya los ojos se le cerraban, guardaba todo, tomaba esa lámpara que era en sus manos como el símbolo de una furia amorosa y caminaba hacia la pieza donde mi abuelo (o el sueño pesado y roncador de mi abuelo) le esperaba como una carne cansada, pero viva. Al otro día, al alba, todo recomenzaría de nuevo. Como los brotes de alfalfa que crecían en la noche o el grito de algún corderito que había nacido en la noche y había que asistirlo junto a su madre.
Con semejante vida hecha a los sacrificios más duros, no llegaban a los cincuenta años y ya se sentían viejos. Mi abuelo tuvo que sacrificar la escolaridad de sus hijos porque no daba la chacra para tomar un peón y se hacía ayudar por sus hijos mayores, mi padre, el primogénito tuvo que abandonar en su año inicial la escuela para ayudar a su padre. Lo mismo pasó con Juan, con “Pancho”, con “Kelo”.
Como así tampoco daba y no se conseguía alimentar tantas bocas, ellos –sus hijos- los fueron abandonando no ya por construir un futuro sino por mera situación alimenticia.
Cuando solo le quedaban los dos o tres menores (“Nato”, “Ruso”, tía Teresa) vendió la chacra y se vino al pueblo a regentear un almacén y despacho de bebidas en un barrio de mala muerte.
Aunque yo era muy chico percibía que ese destino no agradaba a mi abuelo hecho a los espacios abiertos, a los amaneceres muy altos y al olor penetrante de la albahaca que perfumaba las noches.
Luego de cerrar su negocio, oí contar a mi abuela, el viejo ponía su botellón lleno de vino espeso y oscuro y volvía a pasar de a poco –ya cenado- por su garganta angustiada pero esta vez, al dormirse, se había olvidado del dialecto. Mejor dicho se había olvidado de cantar y fue tan definitivo ese olvido que ya no se le oyó más quebrarse como un junco en la emoción y el recuerdo de su aldea perdida para siempre.
Y EL RIO CONTO UN CUENTO*
Dados rodando sobre el paño verde
en la narrativa de un tal
Guimaraes Bosa
¿Cuánta obligación por la derrota tendrá este hombre que hoy se instaló en mis aguas?
¿Qué decepciones lo habrán llevado a semejante empresa?
¿Cuánto falta para que este hombre mate al hombre desbordante de lo que le dio natura?
¿Qué querrá de mi, mas que alterar esta esencia de rió manso de valle inferior, ahora que corro lento ya sin el vértigo que me trajo desde las montañas?
Este hombre amortajado en su balsa de madera no parecía reclamar fueros de naufrago. Antes bien, parece haber llegado para cantarme la balada de un prisionero.
Sólo saludó y se fue para comenzar a moverse por un espacio escueto de mi eterno fluir. Y se dedico a contemplar vaya a saber qué, como ejercitando los ojos, aguzando el oído, percibiendo aromas, acariciando libertades.
Siendo.
Las orillas que me ven pasar una sola vez me indagaban sobre cuándo y por qué el hombre de la balsa se había instalado allí. "Locura, hechizo, promesa, una enfermedad, quizá el hartazgo al que lo empujó su insoluble esposa. O, tal vez el deseo de ser recordado como el loco que.", respondía yo a cada paso.
También mis orillas vieron alterada su esencia. Gente con antorchas por las noches invadían los juncales, las piedras, las raíces de los sauces, llamando al hombre, instándolo a que regrese.
Pero, más aún, las incomodaban ese muchacho que a diario le hablaba, le dejaba trastos de comida sobre la misma piedra y buscaba el motivo de la decisión de aquel hombre de la balsa. Éste ni lo miraba ni le dirigía palabra alguna.
Mucho tiempo el hombre de la balsa de madera vivió amortajado con sus manos cruzadas detrás del alma, en un Moebius andar, fatigada ya su espalda de tan desmesurado emprendimiento.
Hasta que llego un día en que el muchacho lo miro con franqueza de hijo con los brazos abiertos, ajenos de pudor y le grito:
--¡Papá! ¡Papá! ¡Nadie es bueno y nadie es malo, todos tienen sus motivos!
¡Usted es el único juez de sus sentimientos! ¡Desanude ya sus dedos del alma y regáleme su lugar en la balsa de madera! ¡Necesito salir a naufragar!-
El hombre por fin lo miró, se paró, agitó los brazos y sonrió.
Entones el muchacho dejó la comida en la piedra y huyó tembloroso como quien padece el terror cuando éste se aproxima.
Nadie supo más nada de él.
A mí se contó "La Pastora de los Peces" que murió ahogado en un estero, allí donde mueren los ríos sin ansias de besarse con el mar.
*De Beto Casquero. beto_casquero@hotmail.com
Tanta agua tan cerca de casa*
Mi marido come con buen apetito. Pero no creo que tenga hambre realmente.
Mastica, con los brazos sobre la mesa, y fija la mirada en algo que está al otro lado de la cocina. Luego me mira a mí y desvía la vista. Se limpia la boca con la servilleta. Se encoge de hombros y sigue comiendo.
-¿Por qué me miras? -pregunta-. ¿Por qué? -repite, y deja el tenedor sobre la mesa.
-¿Te estaba mirando? -replico, y meneo la cabeza.
Suena el teléfono.
-No contestes -dice.
-Puede que sea tu madre.
-Cógelo y no digas nada.
Levanto el auricular y escucho. Mi marido deja de comer.
-¿Qué te dije? -exclama cuando cuelgo. Sigue comiendo. Luego tira la servilleta sobre el plato. Protesta-: Maldita sea. ¿Por qué la gente no se ocupa de sus asuntos? ¡Dime lo que hice mal, te escucho! Yo no era el único que estaba allí. Lo hablamos y lo decidimos entre todos. No podíamos darnos
la vuelta así por las buenas. Estábamos a cinco millas del coche. No consiento que me juzgues. ¿Entiendes?
-Ya lo sabes -le censuro.
Él dice:
-¿Qué es lo que sé, Claire? Dime lo que se supone que sé. Yo no sé más que una cosa. -Me dirige una mirada que él cree muy significativa- Estaba muerta -recuerda-. Y lo siento como el que más. Pero estaba muerta.
-Ésa es la cuestión -digo yo.
Levanta las manos. Aparta la silla de la mesa. Saca los cigarrillos y sale a la parte de atrás con una lata de cerveza. Veo como se sienta en una silla del jardín y vuelve a coger el periódico.
Su nombre está en primera plana. Junto con los de sus amigos.
Cierro los ojos y me apoyo en la pila. Luego barro el escurridero con el brazo y mando todos los platos al suelo.
Él no se mueve. Sé que lo ha oído. Levanta la cabeza como si siguiera escuchando. Pero, aparte de eso, no se mueve. No se vuelve.
Él y Gordon Johnson y Mel Dorn y Vern Williams juegan al póquer y a los bolos y van a pescar. Van a pescar en primavera y a principios del verano, antes de que lleguen las visitas de los parientes. Son gente honrada, hombres de su casa, hombres que se ocupan de su trabajo. Tienen hijos e hijas que van al colegio con nuestro hijo Dean.
El viernes pasado estos hombres caseros salieron rumbo al río Naches.
Aparcaron el coche en las montañas y siguieron a pie hasta el sitio elegido para pescar. Cargaron con sus sacos de dormir, su comida, sus barajas y su whisky.
Vieron a la chica antes de acampar. La encontró Mel Dorn. Estaba completamente desnuda. El cuerpo se había quedado enganchado en unas ramas que sobresalían del agua.
Mel llamó a los demás y todos fueron a mirar. Hablaron acerca de qué hacer.
Uno de ellos -Stuart no me ha dicho quién- indicó que lo que tenían que hacer era volver inmediatamente. Los otros se pusieron a remover la arena con los pies, y manifestaron que no tenían ningunas ganas de volver.
Alegaron cansancio, la hora avanzada, el hecho de que la chica no iba a marcharse a ninguna parte.
Al final siguieron con sus planes y acamparon. Encendieron un fuego y
bebieron whisky. Cuando vieron la luna en el cielo hablaron de la chica.
Alguien sugirió que debían asegurar el cuerpo para que no se lo llevara la corriente. Cogieron las linternas y bajaron al río. Uno de los hombres -pudo ser Stuart- se metió en el agua y fue hasta la chica. La cogió por los dedos y la acercó hasta la orilla. Le ató una cuerda de nylon a la muñeca y sujetó
el otro extremo alrededor de un árbol.
A la mañana siguiente hicieron el desayuno, tomaron café y bebieron whisky.
Luego se fueron a pescar cada uno por su lado. Por la noche hicieron pescado, asaron patatas, tomaron café, bebieron whisky. Luego cogieron cacharros y platos y cubiertos y bajaron al río y los limpiaron cerca de donde estaba la chica.
Más tarde jugaron a las cartas. Puede que jugaran hasta que ya no pudieron ver las cartas. Vern Williams se fue a dormir. Pero los demás se pusieron a contar historias. Gordon Johnson comentó que las truchas que habían pescado estaban duras debido a la terrible frialdad del agua.
A la mañana siguiente se levantaron tarde, bebieron whisky, pescaron un poco, quitaron las tiendas, liaron los sacos de dormir, recogieron sus cosas y volvieron caminando. Luego, en el coche, buscaron un teléfono. Fue Stuart quien hizo la llamada mientras los otros estaban ahí al sol, escuchando. No
tenían nada que ocultar. No se avergonzaban de nada. Dijeron que esperarían hasta que llegara alguien con instrucciones y les tomara declaración.
Yo estaba dormida cuando llegó a casa. Pero me desperté cuando lo oí en la cocina. Le encontré apoyado sobre el frigorífico, con una lata de cerveza.
Me rodeó con sus fuertes brazos y me restregó la espalda con sus manos grandes. En la cama me volvió a tocar, y luego se quedó quieto como si pensara en otra cosa. Yo me volví y abrí las piernas. Creo que él, después, siguió despierto.
A la mañana siguiente se levantó antes que yo. Supongo que para ver si el periódico decía algo.
A partir de las ocho, el teléfono empezó a sonar.
-¡Váyase al diablo! -le oí gritar.
El teléfono volvió a sonar al cabo de un instante.
-¡No tengo nada que añadir a lo que ya declaré ante el sheriff!
Y colgó con brusquedad.
-¿Qué pasa? -pregunté.
Justo entonces me contó lo que acabo de explicar.
Recojo los platos rotos y salgo al jardín. Stuart está ahora tendido en el césped, con el periódico y la lata de cerveza al alcance de la mano.
-Stuart, ¿podemos dar un paseo en coche? -propongo.
Gira sobre sí mismo y me mira.
-Vamos a comprar cerveza -dice. Se pone en pie y al pasar me toca la cadera-. Espérame un minuto -añade.
Atravesamos el centro sin hablar. Detiene el coche junto a un supermercado, al borde de la carretera, para comprar cerveza. Veo un gran montón de periódicos en la entrada, detrás de la puerta. En el escalón de arriba, una mujer gorda con un vestido estampado le da una barra de regaliz a una
chiquilla. Luego cruzamos Everson Creek y entramos en los terrenos de recreo. El arroyo pasa bajo el puente y va a dar a un gran embalse unos centenares de metros más allá. Veo en él a los hombres. Veo cómo pescan.
Tanta agua y tan cerca de casa.
Pregunto:
-¿Por qué tuvisteis que ir tan lejos?
-No me saques de quicio.
Nos sentamos en un banco, al sol. Stuart abre unas latas de cerveza. Dice:
-Tranquilízate, Claire.
-Les declararon inocentes. Dijeron que estaban locos.
Él quiere saber:
-¿Quiénes? ¿De quiénes hablas?
-De los hermanos Maddox. Mataron a una chica que se llamaba Arlene Hubly. En mi pueblo. Le cortaron la cabeza y arrojaron el cuerpo al río Cle Elum.
Cuando yo era adolescente.
-Vas a acabar exasperándome.
Miro el arroyo. Estoy en él, con los ojos abiertos, boca abajo, mirando con fijeza el musgo del fondo, muerta.
-No sé lo que te pasa -confiesa, camino de casa-. Me estás exasperando por momentos.
No hay nada que pueda objetar.
Trata de concentrarse en la carretera. Pero no deja de mirar por el retrovisor.
Lo sabe.
Stuart cree que esta mañana me está dejando dormir. Pero estaba despierta mucho antes de que sonara el despertador. He estado pensando, acostada en mi lado de la cama, a un extremo, lejos de sus piernas velludas.
Prepara y despide a Dean, que sale para el colegio y luego se afeita, se viste y se va al trabajo. Viene dos veces y mira y se aclara la garganta.
Pero yo no abro los ojos.
Encuentro una nota suya en la cocina. Firma: «Amor».
Me siento en el rincón del desayuno y tomo café y dejo un servilletero sobre la nota. Miro el periódico y lo vuelvo de un lado y de otro sobre la mesa.
Luego lo deslizo hasta mí y leo lo que dice. El cuerpo ha sido identificado, reclamado. Pero ha sido necesario examinarlo, introducirle ciertas cosas, cortarlo, pesarlo, medirlo, volver a poner las cosas en su sitio y coserlo.
Me quedo sentada largo rato con el periódico en la mano, pensando. Al cabo llamo a la peluquería para reservar hora.
Estoy sentada en el secador con una revista en el regazo, y dejo que Marnie me arregle las uñas.
-Mañana voy a un funeral -le comento.
-Lo siento -deplora Marnie.
-Fue un asesinato.
-Aún peor.
-No es nadie muy íntimo -aclaro-. Pero ya sabes.
-Irá bien arreglada -asegura Marnie.
Por la noche me hago la cama en el sofá, y a la mañana me levanto la primera. Pongo el café en el fuego y preparo el desayuno mientras él se afeita.
Aparece en la puerta de la cocina, con la toalla sobre el hombro desnudo, y sopesa la situación.
-Ahí está el café -digo-. Los huevos estarán en un minuto.
Despierto a Dean, desayunamos los tres juntos. Cada vez que Stuart me mira, le pregunto a Dean si quiere más leche, más tostadas, etcétera...
-Te llamaré por teléfono -avisa Stuart al salir.
Yo le advierto:
-No creo que me encuentres en casa.
-De acuerdo. Muy bien.
Me visto con esmero. Me pruebo un sombrero y me miro en el espejo. Le escribo una nota a Dean:
Cariño, mami tiene cosas que hacer esta tarde, pero volverá luego. Quédate en casa o en el traspatio hasta que uno de los dos venga a casa.
Con amor, mami.
Miro la palabra amor y al fin la subrayo. Luego veo la palabra traspatio.
¿Es una palabra o dos?
Atravieso en coche tierras de labrantío, campos de avena y de remolacha azucarera, dejo atrás manzanales y ganado que pasta. Y todo cambia: ahora son más cabañas que granjas, más bosques madereros que grandes huertos.
Luego montañas, y allá abajo, a la derecha, lejos, veo a veces el río Naches.
Una camioneta verde aparece a mi espalda y se queda pegada detrás de mí durante varios kilómetros. Yo reduzco la velocidad cuando no debo, con la esperanza de que me adelante. Lo hago varias veces, y al final acelero. Pero también lo hago a destiempo. Me aferro al volante hasta que me duelen los
dedos.
En una larga recta despejada, me adelanta. Pero por espacio de unos instantes ha ido a mi lado: es un hombre con el pelo cortado a cepillo, con camisa de faena azul. Nos miramos el uno al otro. Me hace una seña con la mano, toca el claxon y toma la delantera.
Reduzco la velocidad y encuentro un sitio apropiado. Entro en el arcén y apago el motor. Oigo el río allí abajo, más abajo de los árboles. Entonces oigo la camioneta que vuelve.
Echo el seguro de las puertas y subo las ventanillas.
-¿Se encuentra bien? -pregunta el hombre. Da unos golpecitos en el cristal-.
¿Está bien? -Apoya los brazos en la puerta y pega la cara a la ventanilla.
Lo miro fijamente. No se me ocurre otra cosa.
-¿Todo bien ahí dentro? ¿Cómo es que está toda encerrada?
Sacudo la cabeza.
-Baje la ventanilla. -Mueve la cabeza, mira la carretera y luego me mira a mí-. Bájela.
-Por favor -digo-. Tengo que irme.
-Abra la puerta -insiste, como si no me hubiera oído-. Se va a asfixiar ahí dentro.
Me mira los pechos, las piernas. Estoy segura de que es eso lo que está mirando.
-Eh, preciosa -puntualiza-. Estoy aquí para ayudar, eso es todo.
El ataúd está cerrado y cubierto de ramos de flores. El órgano empieza a tocar en el momento en que me siento. La gente sigue entrando y buscando sitio. Hay un chico con pantalones acampanados y camisa amarilla de manga corta. Se abre una puerta y entra la familia en grupo y se dirige a un apartado acortinado que hay a un costado. Las sillas crujen cuando los asistentes se sientan. Acto seguido, un hombre apuesto y rubio con elegante traje oscuro se levanta y nos pide que inclinemos la cabeza. Dice una oración por nosotros, los vivos, y cuando termina dice una oración por el alma de la muerta.
Paso con la gente junto al ataúd. Salgo a los escalones de la entrada, a la luz de la tarde. Delante de mí baja las escaleras cojeando una mujer. En la acera mira a su alrededor.
-Bien, lo han cogido -explica-. Si es que puede servirnos de consuelo. Lo han detenido esta mañana. Lo he oído en la radio antes de venir. Es un chico de aquí, de la ciudad.
Caminamos unos pasos por la acera caliente. Los coches arrancan. Alargo la mano y me agarro a un parquímetro. Capós relucientes y aletas relucientes.
La cabeza me da vueltas.
Comento:
-Tienen amigos, esos asesinos. Nunca se sabe.
-Yo conocía a esa chica desde que era una niña -cuenta la mujer-. Solía venir a mi casa y yo le hacía pasteles y dejaba que se los comiera mientras veía la televisión.
Encuentro a Stuart sentado a la mesa con un whisky. Durante un instante de delirio pienso que algo le ha sucedido a Dean.
-¿Dónde está? -pregunto-. ¿Dónde está Dean?
-Afuera -contesta mi marido.
Apura el whisky y se levanta. Dice:
-Creo que sé lo que necesitas.
Me pasa un brazo por la cintura y con la otra mano empieza a soltarme los botones de la chaqueta, y luego sigue con los botones de la blusa.
-Lo primero es lo primero.
Añade algo más. Pero no necesito escuchar. No puedo oír nada con tanta agua corriendo.
-Muy bien -acepto, y termino de desabrocharme yo misma-. Antes de que venga
Dean. Date prisa.
© Raymond Carver.
-Enviado para compartir por Sergio B. Llop. sergiobllop@yahoo.es
Final de playa*
*Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Un recuerdo que llega pateando la arena desde el principio de los tiempos o, mejor dicho, de mi tiempo. Esos carteles, en playas patagónicas, que advertían y delimitaban con un “Final de playa”. Y era raro; porque uno miraba más allá de ese letrero y, por supuesto, la playa seguía y seguía y no había final de playa a la vista. Parafraseando a Shakespeare: “Todo el mundo es una playa”.
DOS Así, no es que la playa se acabe, sino que –tarde o temprano, se caminen unas cuadras o varios kilómetros– es uno el que termina con la playa y pega la vuelta jugando a que sus pasos de regreso calcen justo sobre las huellas de venida. Lo que me lleva, claro, a otra playa. A una playa de serie larga como playa serial. A una playa que llegó a su fin (porque ya se había caminado demasiado, porque ya no se tenía la menor idea de cómo volver a casa, porque nadie iba a tomarse en serio nuestras explicaciones en cuanto a cómo y por qué nos habíamos perdido) y que, ya saben, son muchos los que ahora se preguntan cómo es que se fueron de vacaciones ahí durante seis temporadas.
TRES Y uno de esos veraneantes náufragos (al que hasta hace poco consideraba amigo y por estos días empieza a ponerme un poquito nervioso) no deja, desde hace un par de lunes, de llamarme por teléfono para iluminarme con nuevas cosas que ha venido “comprendiendo” y “descubriendo” sobre el final de la playa de Lost. Al principio la cosa tenía gracia (yo vi sólo la primera temporada y unos capítulos de la segunda y, cuando empezaron con eso de turnarse para apretar el botón, presentí que la cosa no podía terminar bien y me tomé el primer avión hacia el Baltimore de The Wire), pero ya me cansa un poco. Aunque de algún modo lo entiendo: mi amigo invirtió mucho tiempo y expectativas en su pedazo de médano y acciones de la Dharma y ahora quiere y necesita creer que la experiencia valió la pena. Mi amigo no es el único. En España el último capítulo de Lost se transmitió en directo (con deficiencias técnicas) y hasta se proyectó en cines y la gente que salía de la más oscura de las oscuridades era interceptada por periodistas que les hacían preguntas sobre lo vivido con la misma intensidad que uno dedicaría a un testigo de la crucifixión, el asesinato de JFK o, ya que estamos, el instante mismo del Big Bang. Y muchos lloraban, otros se disculpaban con un “Un todavía lo estoy asimilando” y bastantes se limitaban a apretar los dientes y declarar “Me han estafado”.
CUATRO Pocas veces una serie tuvo nombre más apropiado. Y ahora ha llegado el momento de rendir cuentas por tanto extravío a lo largo del camino. Los productores se vieron obligados a dar una entrevista para aquietar la tormenta. Uno de ellos consiguió el efecto contrario afirmando cosas como “Hay muchas preguntas, pero los seguidores sólo deberían hacerse dos: ‘¿Qué sentido tiene todo esto?’ y ‘¿Cuál es el motivo por el que he visto este programa durante seis años?’”. El otro optó por aconsejar a los desconcertados seguidores algo así como que piensen mucho y que con el tiempo la verdad llegaría a ellos. Tanto ruido y pocos cocos –en la televisión, los diarios, los blogs, los cafés, las playas, los mensajes en botellas– no alcanzan a ocultar lo más preocupante. Al final, parece, estaban todos muertos nomás. Recurso éste ya utilizado por Ambrose Bierce en uno de sus mejores relatos, rescatado varias veces por The Twilight Zone en cómodos y prácticos capítulos de apenas veinte minutos, hasta llegar a Sexto sentido o Los otros. Lo que no sería tan grave si de un tiempo a esta parte los creadores de Lost –ante las sospechas online de los fans– no hubieran jurado que de eso nada. Pero, ya ven... Y es que ¿alguna vez sobrevivieron tantos pasajeros a un avión que se partió en el aire?
CINCO Así que empecemos por ahí, por el principio, por los principios. Y es que el género fantástico –verdadera paradoja– es algo que requiere de un rigor mayor que el realismo. Cualquier cosa puede suceder en la realidad, pero en las playas de la fantasía hay que respetar ciertas leyes inamovibles. Lo fantástico tiene la obligación de ser real –o realizable– para ser verdaderamente fantástico. No se piden explicaciones detalladas, pero es arriesgado dejar abiertas las puertas del jet y saltar sin paracaídas. Casi tan arriesgado como meterse al agua sin hacer la digestión. Los responsables de Lost se fueron a lo hondo, se pusieron a hacer la plancha y se dejaron arrastrar por la corriente y la resaca del entusiasmo que siempre produce lo inexplicable y que se acaba, siempre, cuando se comprende que no van a explicarnos nada. David Lynch –un genio en lo suyo y nada más que suyo– patentó la no-explicación como credo. La gran diferencia del “idioma” de Lost con el de Twin Peaks es que, desde esa isla cada vez más poblada, se prometía que todo sería explicado en el THE END mientras los demasiados y gratuitos guiños (me dicen que hasta se llegó a poner un ejemplar de la, sí, tan fantástica como verosímil La invención de Morel en manos de un personaje que difícilmente habría llegado a Bioy Casares) acabaron transformándose, a medida que se acercaba la hora de pagar la factura, en tics. Nerviosos. Muy nerviosos. Como los de los políticos. Y entonces sólo queda creer a ciegas. Y supongo que –para los tiempos que corren y persiguen– Benedicto XVI estará feliz porque Lost terminó en iglesia y no en mezquita o sinagoga o templo budista.
SEIS Y por supuesto que también hay mucha gente muy contenta; porque pocas cosas hacen más felices a los teóricos profesionales que aquello sobre lo que se puede afirmar cualquier cosa sin posibilidad de ser corregidos. Y hasta están los elegidos que aseguran que lo importante fue ser parte de la “experiencia” de “comunión universal” con millones de espectadores; lo que vendría a ser algo así como un Mundial de Fútbol Playa Místico, supongo.
En lo que a mí respecta, me quedo con los finales de Crime Story, de Seinfeld, de Friends, de Six Feet Under, de Los Soprano (eso sí que es un final abierto que cierra como corresponde), de The Wire, de Battlestar Galáctica. Finales con final. El chiste por aquí –a partir del final de una sitcom local y mítica y familiera llamada Los Serrano protagonizada por Antonio Resines y en la que, en el último capítulo, para desesperación de la audiencia, se informó que todo había sido un sueño durante la noche de bodas– es que Lost fue algo así como una pesadilla del simpático del Diego Serrano. Y al que no le guste, ahí tienen esos matrimonios perdidos y encallados que Ingmar Bergman (des)hizo para la televisión sueca.
SIETE Para llevar a la playa, me parecen mucho más impactantes esas fotos recién difundidas de Samuel Beckett –short, sandalias y bolsito al hombro– por Tánger, 1978. Todo un fenómeno misterioso. Búsquenlas, encuéntrenlas y, ahí sí, pregúntense cómo es posible que Beckett fuera a la playa y que, aparentemente, se la pasara de lo más bien allí. Poco y nada cuesta imaginárselo a Beckett alcanzando ese cartel que dice Final de playa y –endgame– sin importarle nada ni nadie, seguir de largo mientras atrás, muy atrás, en la orilla, a Lost le ocurre exactamente eso que les pasa a todos esos tan elaborados castillos de arena cuando sube la marea y, otra vez, suena el teléfono.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-146728-2010-06-01.html
PINCELADAS*
*De Guillermo A. Bazán Becerra. gmobazanbecerra@yahoo.es
A veces, quizá como un loco, quisiera tener diez manos y mil dedos que me permitan coger al mismo tiempo incontables pinceles... y pintar un paisaje en el que aparezcas por todos lados, como el aire indispensable para seguir mirando al sol y como si cada pincelada fuera a convertirse en latidos de este corazón que -a veces, como hoy- parece que quisiera cansarse de estar retumbando...
A veces, sin poder contenerme, quizá como un cuerdo, quisiera escapar de mis pensamientos y mis recuerdos, haciéndome a la idea de que podría vivir sin ti o sin amarte... como si pudiera permanecer indiferente cuando te veo pasar o cuando tu mirada se cruza con la mía...
A veces, como un ciego, quisiera tener la suficiente sensibilidad en la yema de mis dedos... para recorrer con ellos, bañándote en ternura, no sólo tus labios y tu rostro, sino también tus manos y tu cuello, tus brazos y tus pies... y adivinar así cómo sabes besar o sonreír, cómo haces vibrar con tu caricia o tu voz, cómo son tus abrazos o es tu caminar...
A veces, como un solitario, quisiera tener todo el tiempo del mundo para reconstruir en cada instante -no sólo en mi recuerdo- ese momento feliz en que besé tus párpados cerrados y sentí la humedad de dos lágrimas con fuego...
A veces, como un desierto, quisiera poder correr a pleno sol, incansablemente, en medio del ventarrón que invade mi paisaje y a corazón abierto llevarte para siempre pegada contra mí, inseparablemente, aún teniendo los brazos abiertos de alegría...
A veces, como anoche, quisiera tenerte cerca y poder sentir tu pulso y tu respiración, aunque nada dijeras. Me bastaría escuchar tus latidos o ingresar por tus ojos, aunque luego me duela más el verte partir...
Pero, ya ves: no tengo nada de ello y sólo me doy cuenta que volví a caminar extraviado o sólo estoy soñando...
*
Inventren Próxima estación: ENRIQUE LAVALLE
Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
http://inventren.blogspot.com/
El Inventren sigue su recorrido por las siguientes estaciones:
CORACEROS.
HENDERSON.
MARÍA LUCILA.
HERRERA VEGA.
HORTENSIA.
ORDOQUI.
CORBETT.
SANTOS UNZUÉ.
MOREA.
ORTIZ DE ROSAS.
ARAUJO.
BAUDRIX.
EMITA.
INDACOCHEA.
LA RICA.
SAN SEBASTIÁN.
J.J. ALMEYRA.
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79.
ENRIQUE FYNN.
PLOMER.
KM. 55.
ELÍAS ROMERO.
KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.
JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI.
KM 12.
LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO.
VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.
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INTERCAMBIO MIDLAND.
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Cuales son sus contenidos ?
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