sábado, julio 10, 2010

ESTACIÓN ENRIQUE LAVALLE




InvenTren.



EXODO I*


En mi casa pueblo han
hecho nido los adioses,
aleteos de pájaros sombríos
desdibujan al sol en una aureola gris.
Se han marchado todos. Los hombres, los pájaros, el río.
Los árboles en desdichada sed, con su alma de niño,
sin preguntas, los siguen.


En mi casa pueblo anidan en escombros
herencias del ayer.
Algunas flores quedan sobre las tumbas quietas
Abonadas por el polvo de los que no se van
porque se fueron.


En mi casa pueblo ya no queda nadie.
Solo las calles, largas avenidas de lamentos.
Allá, a lo lejos, donde acaban los sueños,
El viento, piadoso, desliza sobre el pueblo
la señal de la cruz.



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar





ESTACIÓN ENRIQUE LAVALLE




Ráfagas*


El tío Nicolás que me llama y me cuenta un sueño, me dice que es tan vivaz que le parece que es una iluminación. Que alguna vez se cumplirá en el futuro.
El tío me recuerda que él sigue tratando de caminar con el bastón, los 120 kilos de peso a cuestas y los 84 casi 85 años de edad. Llega hasta la feria, tres cuadras de su casa.
A veces no va a comprar, o compra después de estar un rato en la esquina del sol. Viendo pasar mujeres, diciéndoles cosas, a veces riéndose solo a carcajadas.
Sabes, son feas pero más que feas son malhumoradas.
Casi siempre les digo "que linda que sos" -Y miento, yo se que no son ni remotamente lindas-
Y lo menos que me dicen es "viejo verde".
Me lo han dicho tantas veces que ya me crecen ramitas... -y recuerdo la voz del tío riéndose a carcajadas de su ocurrencia-.
Entonces, pasó lo del sueño, aunque a veces me parece que fue todo real.
Mi amá, me lo había avisado. "No desees demasiado algo, porque se te cumple".
Esa noche me quede largo rato mirando la noche y las estrellas. De golpe una esfera de luz brillante había empezado a crecer, a inundarlo todo con su luz. Sentí que mi cuerpo ya no me pertenecía, que se hacia liviano y se elevaba.
Es la muerte y yo no creo tener la originalidad de Víctor Sueiro para volver, -pensé-.
Días más tarde saque la conclusión de que había sido transportado por un O.V.N.I.
Pero en ese momento no vi nada que se parezca a una nave espacial. Para nada, esa nube intensa de luminosidad fue decayendo lentamente hasta que al fin la luz del día me permitió ver que estaba en una esquina de una ciudad desconocida.

Las mujeres -jóvenes o viejas- eran bellas y educadas.
El cielo límpido y el sol era tibio a pesar del mes de julio.
Cuando yo les decía algo todas agradecían. Con una sonrisa, con unas gracias, algunas me preguntaban si necesitaba algo o si me había perdido:
Yo les respondía: "Nunca me sentí más encontrado a mi mismo que ahora."
O, "Lo único que necesito es un poco de amor".
Allí fue cuando pasó esa mujer. Una joven de unos 60 años. Hermosa como un hada, que me dio un beso en la mejilla y un abrazo. Me dijo que volviera una tarde de estas con tiempo para tomar un te con ella.
Fue maravilloso, ni siquiera me sentí un patético mendigo de cariño como te hacen sentir la gente en Buenos Aires, donde la crueldad se respira en el aire.


Y después que hiciste?

Pensé en la patrona que ya no se levanta de la cama se iba a preocupar, así que pregunte donde quedaba la estación, unos chicos que estaban ahí me ayudaron a subir los escalones. Tome el tren hasta Puente Alsina y camine hasta casa.
¿Y como se llamaba el pueblo?

No se. El nombre se desvaneció en mi cabeza de 84 años, pero puedo decirte que más adelante venía Coraceros, y luego recuerdo otros nombres como María Lucila, Hortensia, La Rica, Isidro Casanova, Aldo Bonzi...

¿Y vos sobrino, no vas a salir esta tarde con alguna mujercita?

Lo debo haber entristecido con la respuesta.
Pero enseguida, casi sin tomar aliento respondió: "Vamos, vamos, tenés 52 años no 85".
"Aprovecha cada día. La gente no sabe vivir. Y que mal se vive en Buenos aires". Concluyó.
Luego de los buenos deseos y saludos cortamos el teléfono.

La vida siguió su curso implacable. Con los acontecimientos imponiendo más desdichas que alegrías.


De esto que intento contarles han pasado muchos años.
Ahora he llegado como pude a la estación del tren. Estoy seguro que alguien me ayudara a subir. Todavía queda gente amable que puede ver más allá de sus anteojeras. Logre averiguar que el pueblo que visitó el tío Nicolás se llama Enrique Lavalle y allá voy, pleno de deseo por vivir una ráfaga de felicidad a mi avanzada edad.



*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com






EXODO II*



Guarda esa congoja, amor. La rosa está de luto.
Ellos se han ido.
Quedan sus nombres y un territorio ausente.
No hay nada.
Ni siquiera el miedo en la pupila muerta de la tarde
No hay ancestros ni dioses,
solo adioses.
Está el sol, siempre el mismo, pero otro sol.
Es tibia caricia que desgrana el alba
pero también castigo que deshace la luna y la memoria.
Está el viento, otro viento, el mismo viento
Pero la brújula del tiempo ha enloquecido
y rota, gira, en un círculo sin edad,
y sopla el viento, piadosamente sopla.
Es en vano.
Para que las sendas caminen deben saber al menos
adonde van los pies.
Guarda esa congoja amor. Ellos ya no están.
Tampoco yo.



*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar








EL CAMAROTE OCUPADO*



Cuando Lorena decidió cruzar la provincia a bordo del “New Midland Express", flamante tren de trocha angosta reciclado –parte del promocionado proyecto gubernamental para el aprovechamiento de medios de locomoción y transporte ecológicos y baratos-, jamás imaginó que viviría una historia como ésta: que le pondría los pelos de punta, literalmente.

Se acercó hasta la remodelada Estación Enrique Lavalle a las 20:20hs de un desapacible viernes de julio, dispuesta a abordar el tan mentado “Tren Solar”, conducido por la sofisticada locomotora Nº 206, “Sophrosyne”, melliza de aquella “Fénix” –Nº 106- que soliera recorrer los angostos ramales en años anteriores. Como su antecesora, “Sophostine” contaba con miles de células fotovoltaicas de silicio
monocristalino montadas en los techos de los vagones y un tender con baterías batería de litio que le daban suficiente autonomía como para llegar a la Estación San Sebastián, donde sería reemplazada por otra locomotora, pero esta impulsada a biodiesel. Dos vagones de pasajeros, un coche dormitorio, otro comedor, y tres vagones de carga general y encomiendas, conformaban el resto de la formación ferroviaria. Lorena cargó su bolso hasta el coche dormitorio, haciendo malabares contra los furiosos embates del viento, que intentaba arrancarle el paraguas de las manos, y trepó los escalones metálicos, huyendo de las inclemencias de la noche.

Su campera de nylon azul chorreaba agua por los bordes cuando cerró el paraguas, a duras penas contra el marco de la puerta del vagón, mientras otros pasajeros también pugnaban por treparse, insultando a diestra y siniestra a causa de la rigurosidad climática. Lorena aferró con fuerza la correa que asía su bolso húmedo, colgado de un hombro, y marchó a los tumbos por el pasillo hasta encontrar su camarote. Era el Nº 6. Tomó el picaporte con su mano derecha, lo giró, y se zambulló dentro.

Cerró la puerta y se apoyó contra ella, suspirando aliviada. ¡Al fin! Bajo techo, en un espacio seco, y sola, se sentía mucho más segura que a la intemperie y rodeada de personas extrañas. No sabía desde cuándo le había surgido esta especie de fobia hacia los desconocidos, pero creía llegar a asociarla con cierta crisis anímica que viniera arrastrando desde su separación con Sergio… El recuerdo la hizo estremecer, aún esa noche, después de tanto tiempo. Como si su ex la estuviese contemplando a escasos centímetros de su rostro, en absoluto silencio, señalándole su equivocación.

Dejó caer el bolso al suelo y se dio vuelta, paseando la mirada sobre el camarote. Se trataba de un vagón antiguo, todo revestido en madera, quizá uno de aquellos que se usaran a principios de siglo en los primeros trenes de larga distancia que surcaran la pampa. Aún se conservaban las manijas de bronce, y hasta creyó descubrir que ciertas decoraciones sobre la pared habían sido confeccionadas con plata labrada. A pesar de los años transcurridos, el lugar parecía muy bien conservado –ella dudaba, aún al comprar el pasaje, si los vagones que en la publicidad decían haber utilizado para el reciclaje habían sido efectivamente los originales, los de aquella época gloriosa, que rememoraba situaciones muy parecidas al ambiente que quizá imperaba a bordo del Orient Express europeo, y que ella imaginara fervorosa al leer el clásico policial de Ágata Christie-; tan bien conservado que hasta parecía que no hubiese signo alguno del paso del tiempo.

Se quitó la campera, la colgó de un perchero, y mientras desempacaba algunos enseres básicos –cepillo de dientes, pasta dental, peine, cremas varias- rogó que nadie más hubiese comprado el pasaje correspondiente a la cucheta de arriba. Para su fortuna, nadie golpeó a su puerta hasta mucho después de haber partido, cuando el guarda pasó con aire desganado –a pesar de su elegante uniforme de época, muy a tono con la escenografía reinante- a controlar los boletos.

A las 20:30hs., con la puntualidad exacta señalada para la partida, se dejó oír el pitido de la sirena de “Sophrosyne”, indicando el inicio del viaje. Los vagones se estremecieron al ser traccionados con el primer impulso de la novedosa locomotora, para luego deslizarse con suavidad por encima de unos rieles pulidos y renovados, obra de uno de los mejores –y más cascarrabias- contratistas del ramo, el Sr. Antonio Di Matteo.

Lorena tuvo un repentino acceso de inseguridad. Apagó la lámpara del techo, se sentó en la cucheta abrazándose las piernas contra el pecho, y contempló abstraída las borrosas siluetas -desdibujadas por la perpetua llovizna- que se desplazaban a lo largo del ventanal de cristales biselados del camarote, cuyas cortinas se hallaban descorridas. El perfil de Lorena se iluminaba con fragmentos de luces y erráticas sombras que le conferían un aspecto sombrío. ¿Qué le estaba pasando? La sensación era muy ambigua: por un lado deseaba estar sola, sin que nadie le hiciese preguntas absurdas, menos aún respecto de su pasado –pero.....¿cómo podrían saber algo acerca de su pasado quienes recién se atrevían a conocerla?-; por el otro, a fin de huir de semejante hondonada depresiva, deseaba salir al encuentro del calor de la gente, de alguien que pudiese abrazarla con muchísimo cariño y le brindase la única contención que le era posible concebir desde un tiempo a esta parte.

Sin embargo, continuaba sola. Distante y encerrada en sí misma… ¿Sola?

Algo indescriptible se movió cerca suyo, subrepticio, en completo silencio. Giró la cabeza sorprendida, pero en la semipenumbra del camarote no consiguió distinguir nada. Experimentó un súbito escalofrío. “¡Vamos, son imaginaciones tuyas”, se convenció a sí misma. “Dejá de pensar y amargarte con las mismas cuestiones de siempre”.

Bajó las piernas, se abrazó los hombros, le disgustó sobre manera el tenebroso paisaje que se perfilaba a través de la ventanilla, y decidió que prefería estar fuera. Había algo ahí, en el alma que rodeaba los viajes ferroviarios de antaño, que no le gustaba nada. A pesar de sus ya referidos reparos, ansiaba estar en contacto con el mundo hasta tanto aquella sensación depresiva regresara al mítico mundo de sus propios recuerdos.

Como la campera de nylon estaba empapada, extrajo un largo saco de lana tejida de su bolso y salió al pasillo, mirando con inusitada precaución hacia ambos lados, encaminándose hacia el vagón comedor con paso inseguro a raíz del habitual traqueteo de la marcha del tren.

Al ingresar al salón descubrió que, aún habiendo salido de Enrique Lavalle hacía pocos minutos, ya estaban ocupadas la mitad de las mesas. Eligió una ubicación apartada, sobre uno de los extremos del vagón, aunque cercana a la barra. La iluminación del lugar era tenue, apenas intensificada por los ocasionales relámpagos que generaba la tormenta, magnificada de manera asombrosa durante la última media hora.

Lorena ordenó el plato del día: carne con papas, acompañado de una gaseosa. El mozo que tomó su pedido parecía, al igual que el guarda, hallarse sumergido en otra dimensión; sin embargo, mientras aguardaba que llegara su plato, Lorena advirtió que el barman parecía un tipo conversador y simpático. La sensación de acercarse a charlar con él –insólita en ella- le duró apenas unos minutos, ya que ante una broma que hiciera el barman, y generase la carcajada de los allí reunidos, ella también se sonrió; detalle que el barman no dejó escapar, invitándola a acercarse al alzar un vaso en la mano.

-La casa invita -, le dijo, alargándole una medida de alcohol. Ella se sonrió y desistió con la cabeza. Él insistió: -¡Vamos! Es algo suave, apenas un poco de ron. Se lo mezclo con la gaseosa que acaba de pedir.

Ella sonrió otra vez y se puso de pie, con el vaso de gaseosa en la mano. “¿Por qué no?”, pensó. Se sorprendió a sí misma al hacerlo, aunque cierta inquietud de fondo no hubiese desaparecido, haciéndole sudar la remera que llevaba debajo de la polera.

Resultó que el barman se llamaba Ernesto, y trabajaba desde hacía un par de años en viajes ferroviarios de larga distancia. Había hecho de todo para ganarse el pan: vendedor ambulante, canillita, sereno, guarda de trenes… Hasta que una temporada veraniega rumbo a Mar del Plata surgió la posibilidad, y se afincó de una vez por todas detrás de la barra. Cuando surgieron las vacantes para ingresar en el “New Midland Express”, no lo dudó un instante. Y ahí estaba, disfrutando de un nuevo viaje, a bordo de tan característico medio de transporte, evocador de tantas anécdotas y situaciones de antaño, en compañía de pasajeros tan interesantes como ella.

-¿Y en qué sección viaja? -, quiso saber, mientras servía un nuevo porrón de cerveza para la mesa que ocupaban unos mochileros.

-Compré pasaje para un camarote -, informó ella.

Ernesto dejó el rebosante porrón sobre la barra con aire ausente y la vista sumergida entre la espuma, como si pensara en otra cosa, muy lejos de allí. Sin mirarla, carente de sonrisa alguna, le preguntó en voz baja:

-¿En qué camarote viaja?

-¿Por qué? -, se alarmó ella. Una cosa era ser amable y compartir algunas palabras durante la cena; otra era darle su ubicación a bordo a un desconocido, que quién sabe qué oscuras intenciones tendría.

-No se preocupe. Sólo… quiero descartar una posibilidad. Saber que no le pasará nada… -, dijo él, sin abandonar el misterio.

-¿Qué posibilidad? -, el tono de voz de Lorena era cada vez más chillón. -¿De qué me habla?

-Por favor, señorita -, agregó él, imperativo: -Sólo… Sólo dígame que no es el 6…

-¿Por qué? ¿Qué tiene de malo el 6?

Ernesto continuó sin mirarla, pero desvió los ojos hacia el fondo del salón comedor, donde más allá de la puerta comenzaba el pasillo que comunicaba con los camarotes, y susurró, de manera casi inaudible:

-No es el mejor lugar para dormir. Menos aún si se trata de una mujer sola…

Lorena interpretó aquello como una insinuación; se sintió tan ofendida que tomó su vaso, con expresión reprobadora, y se levantó del taburete que ocupara desde que aquella charla informal comenzase, alejándose rumbo a su mesa. El mozo acababa de servirle su plato.

-Gracias por el trago -, masculló antes de volverse.

La cena transcurrió sin mayores novedades, salvo por el creciente disgusto que se había apoderado de ella. ¿Por qué sentía desde hacía un tiempo esa inexplicable aversión por los hombres? Ernesto, por ejemplo: ¿por qué había querido seducirla, intentando un burdo acercamiento hacia su camarote, cuando la charla se venía dando de manera tan amena y cordial? ¿Y por qué encubrir tales inclinaciones amorosas con una mirada torva y misteriosa?

Terminó su plato de mala gana, no tuvo ánimo alguno para pedir un flan como postre, le pagó al mozo y se retiró. Sin disimulo, evitó encontrarse con la mirada de Ernesto, quien con gesto culpable la buscaba, deseoso de reparar su error, o de comunicarle algo importante. Los ojos del barman se perdieron siguiendo su espalda de lana tejida, que se marchaba rumbosa hacia la puerta que comunicaba con el vagón dormitorio, un tanto tambaleante a causa del ron.

El rumor de la tormenta en el exterior apenas conseguía ser eclipsado por las paredes metálicas –revestidas en madera- de los vagones. Lorena avanzó decidida y se zambulló nuevamente en su camarote. Ningún otro pasajero se había hecho presente por allí; tendría todo el lugar para ella sola. Una vez dentro, trabó la puerta y apoyó el bolso contra ella, utilizándolo como barrera en caso de que alguien pudiese abrir de alguna forma, y le dificultase el acceso al menos hasta que ella hubiese podido abrir los ojos y pedido auxilio.

Consultó su reloj: 21:45hs. Se desvistió, se dejó la remera puesta, y apagó la luz. Estaba muy cansada, y además, molesta. Las sábanas se sentían frías, aunque el perfume del jabón con que las habían lavado le parecía muy grato. Acomodó su largo cabello oscuro sobre la almohada, y se hizo un ovillo, intentando entrar en calor.

La lluvia continuaba cayendo sobre el tren, rasgando la noche con crueles relámpagos que ponían nervioso a más de uno.

Ella no dejaba de pensar, aunque ninguna frase pudiera obtener un formato coherente para acceder a su conciencia. Se sentía muy sola, y quizá por una noche al menos, hubiese deseado estar acompañada por alguien muy tierno, que la besase y acariciase, y la abrazase con mucha fuerza, a fin de ayudarla a soportar tamaña desprotección afectiva. Pero ése era un deseo mucho más que ilusorio, un malvado espejismo del rincón más oscuro de su corazón.

Suspiró hondamente. Cualquier testigo auditivo hubiese declarado que algún ocasional partenaire la había excitado de manera concluyente.

Entonces algo volvió a moverse, como la vez anterior, sin que ella escuchase nada.

Fue apenas una percepción en el aire, una vibración muy baja que la hizo alzar la cabeza y escudriñar la semipenumbra, con los nervios en tensión. No alcanzaba a ver nada más que sombras, olía como desde hacía un rato el perfume de las sábanas y el de la madera lustrada, y lo único que conseguía escuchar –por encima del rumor de la lluvia, y aunque le resultase ajeno- era el agitado ritmo de su propia respiración.

Sin embargo, ella podía sentirlo.

Allí había algo.

O alguien…

Y probablemente, hubiese estado allí desde hacía muchos años; casi tantos como los que ostentaban aquellos antiguos vagones ferroviarios…



-Continuará-


*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar







ALGUIEN*



Alguien me espera
en un andén
donde la esperanza verdea
con el rocío de mis ojos.


Donde suspiro la brisa
y me convierto en flama
para cubrir de besos
la ternura.


Sonarán mil campanas
volarán dos destinos.
Liberaré la gaviota
prisionera en mi pecho.


Iniciaré mi viaje
llevaré mi alma de equipaje.
Esparciré mi perfume
para que me reconozca.
Alguien me espera
en un andén.
...no tardo.


*de Xenia Mora. xenia.berna@speedy.com.ar







Dejá de esconderte*



Sumergido en las atrayentes imágenes del libro que venía leyendo desde hacía ya varios días, muy bien luminado a través de la –detalle inusual- ventanilla limpia del vagón, apenas reparó que alguien se sentaba a su izquierda, muy junto a él. Sólo cuando el intenso perfume que emanaba de aquella figura lo alcanzó, algo urgente y sin palabras lo impulsó a girar la cabeza, aunque no directamente hacia su rostro –siempre le había costado mirar de frente a alguien, como si en ese único gesto se adivinase algún oscuro deseo inconfesable, quizá hasta para sí mismo-, y así descubrir un hermoso par de piernas, enfundadas en medias negras, que pronto se cruzaran una con la otra, apenas cubiertas por una cartera sobre el regazo.

Inhaló gratificado aquel aroma -Dior Addict, aunque él no lo supiese-, y deliró con sentirlo aún más de cerca, impregnado sobre la piel. No se animaba a levantar mucho más la cabeza en dirección a ella, por lo que sólo conseguía solazarse con aquellas rodillas casi perfectas y unas manos largas, cubiertas de anillos, finos y delicados. La imagen lo perturbaba, por lo que prefirió continuar con la lectura. Pero apenas si llegó a leer un par de renglones, distraído por completo, para volver a hipnotizarse con aquellas piernas, en un breve y fugaz vistazo que lo incitaba a más, mucho más.

Decidió que había una única manera de contemplarla; así que levantó la cabeza por sobre su hombro, como si mirase algo a sus espaldas que súbitamente le llamase la atención, y divisó un fragmento del pasillo del vagón a medio llenar, para luego demorarse apenas unos segundos, mientras giraba la cabeza a su posición inicial, en el perfil de su compañera de viaje.

Morocha, de cabello ondeado, cejas finas, enormes ojos claros, nariz recta, pómulos altos y marcados, labios carnosos y mentón delicado, descendiendo hacia un cuello terso y suavizado. El retrato de un segundo crucial, detenido y analizado hasta el hartazgo en su mente durante los próximos instantes. Composición de la imagen que se completó en el segundo siguiente, recorriendo el trajecito azul claro, el escote de la remera blanca que le abría el camino hacia un paisaje de inauditas delicias pectorales, y una cartera de cuero negro con que se cubría la falda azul, seguramente haciendo juego con el saco del trajecito.

Regresó muy a su pesar a mirar el libro que inútilmente sostenía entre sus manos. ¿Cómo hacía para volver a leer después de haber visto semejante belleza? ¿Qué hacer a continuación, entonces, si cerraba su libro? Miró por la ventanilla, en dirección contraria a lo que su deseo le dictaba, y contempló un paisaje urbano anodino, carente de todo interés. La hermosura del paisaje estaba en otro lado.

Hojeó el libro distraído, como si buscase algún párrafo olvidado. Su mirada volvía intermitente hacia esas piernas, que ya casi comenzaban a excitarlo físicamente. Volteó la vista hacia ella de improviso, pero la mujer miraba en dirección contraria, más allá del pasillo, con aire sutil y elegante. Bajó sus ojos hasta encontrarse de nuevo con aquel busto de belleza inenarrable, y recién ahora, en una segunda apreciación y con un ángulo más estrecho que la primera vez, consiguió distinguir el borde de la puntilla blanca del soutien. La creciente excitación tuvo un empuje inesperado, molestándole ya dentro del pantalón.

Desvió la mirada hacia delante, avergonzado de sus indiscretas incursiones. Respiró hondo, mientras la adrenalina le surcaba las arterias, potenciando el despliegue de un deseo largamente contenido, inhabilitado de expresión. De pronto, sintió que el asiento del vagón le resultaba muy estrecho, casi pequeño, como si su estado de ánimo se desplazase hacia su condición corporal, y hubiese ido aumentando de tamaño durante los últimos diez o quince segundos, otorgándole una predisposición hacia el encuentro más que favorable.

Jugueteó con el señalador del libro, sin saber dónde ubicarlo, hasta que lo dejó caer entre la contratapa y la última hoja, y volvió a mirarla.

Encontrarse con ese bello y dulce par de ojos turquesas que lo miraban de frente, en su máximo esplendor, lo congeló de la emoción, incapaz de hacer o decir nada. Mirada fugaz -siempre sutil y elegante- de su compañera, que luego se desvió hacia la ventanilla y su escasa oferta panorámica, para inmediatamente mirar hacia delante, quitándole a él todo tipo de presión que hubiese podido experimentar durante esa maravillosa fracción de la mañana.

El sudor le corría bajo las axilas, empapándole la camisa. Comenzó a sentir la boca seca, y cerró el libro de una buena vez para buscar en el bolsillo del saco el paquete de caramelos masticables a medio consumir. Para introducir su mano izquierda en su propio bolsillo, pero rozar involuntariamente el flanco derecho de ella, su cadera enfundada en una falda angosta y provocativa -¿cómo sería cuando se pusiese de pie?; mejor no pensarlo, o su pantalón estallaría…-, un contacto tan leve que hasta parecía no haber ocurrido jamás. Ella se removió apenas, pero a él le pareció que sólo para poder acercarse más… ¿Sería cierto, o su imaginación ya se estaba desbordando, como de costumbre?

Los vendedores ambulantes iban y venían con su monótona y hasta casi estridente cantinela, pero apenas si reparó en ellos, como así también en el guarda que solicitaba los boletos. Sólo que en el último instante descubrió que era la mejor oportunidad para mirarla sin culpas, y hurgó en el bolsillo superior del saco, junto a su corazón, en busca del boleto, mientras las gráciles manos de ella le extendían el propio al guarda. Él hizo el mismo gesto, sólo que tendiéndoselo a ciegas, obnubilado ante la contemplación de su perfil –que se concentraba en el rutinario movimiento de guardar el boleto en el bolsillo exterior de la cartera-, incapaz de comprender cómo había sido posible que la fortuna lo hubiese agraciado con semejante premio aquella mañana.

Hasta que el guarda le tendió el boleto de regreso, y los increíbles ojos de gata de la mujer –una vez desentendida del propio boleto- se clavaron en los suyos, sorprendidos con la guardia baja, muertos de vergüenza, incapaces de esconderse.

Quiso -lo quiso con toda su alma- sostenerle la mirada… Pero no pudo. La bajó hacia el boleto, volvió a esconderlo en el bolsillo superior del saco, y se entretuvo abriendo el paquete de caramelos, experimentando un rubor vigoroso y arrasador a lo largo de sus mejillas.

Entonces ella respiró muy hondo, o eso le pareció a él, mientras de reojo miraba cómo descruzaba y volvía a cruzar sus hermosas piernas, rozándole apenas la rodilla izquierda. Tal vez no fuera una inspiración, sino un suspiro; un suspiro hondo, por supuesto, muy hondo, que declamase en silencio el inequívoco estado de sus sensaciones, acaso desbordantes como las suyas…

Y él, aún sin saber qué hacer, empujado hacia el borde del abismo tan violentamente que no pudo reponerse del vértigo que aquello le causaba, extrajo un caramelo, comenzó a pelarlo, y continuó contemplándose a sí mismo desde una postura casi externa, como si se hallase ubicado en el asiento de enfrente, mirando el cuadro completo de la escena, y se riese de su propia torpeza, actuando de manera mecánica, mientras ella seguramente lo miraba de reojo, o quizá –para aumentar aún más su pequeña gran humillación- le disparase una mirada directa, ineludible, como si en silencio le gritase un airado: “¿Y, qué esperás? ¿Te parece que tengo toda la mañana para vos?”

Se metió el caramelo en la boca, agradeció el dulce sabor a frambuesa sobre su lengua, y aunque le costase un enorme esfuerzo, decidió ofrecerle el paquete. “No vale la pena”, pensó para sí mismo; “esta mina jamás podría darte bola”. Pero a su vez, sabía que el NO ya lo tenía, y nada de lo que evitase hacer podría cambiar ese estado de cosas. Así que contuvo la respiración, y saltó sin paracaídas…

Giró la cabeza hacia ella y le tendió el paquete, casi a punto de decirle algo, en el exacto momento en que el tren se detenía en la estación anterior a la que él debía llegar, ella se ponía esbeltamente de pie, luciendo un trasero tan consiste y maravilloso que lo dejó sin aliento, y avanzaba hacia la puerta con paso decidido, sin mirar hacia atrás. El mundo pareció derrumbarse para él, o mejor dicho: el mundo se le abalanzó a una velocidad inusitada, al aproximarse demencialmente hacia el piso y estrellar sus ilusiones, sin posibilidad alguna de poder reflotarlas. “La vida es una sola y hay que vivirla”, solía decirle un amigo suyo. “Dejá de esconderte dentro de un libro”.

Quiso ponerse de pie, seguir la trayectoria de aquel inaudito contoneo de cadera, con nalgas firmes y bamboleantes, y extender su brazo hacia delante, alcanzándole el paquete de caramelos, ofreciéndole una pequeña dulzura en compensación por tan inmensa y fantástica excitación. Llegar a posar unos trémulos dedos sobre aquel hombro trajeado, apenas rozar la suavidad de aquel cabello oscuro, oler muy de cerca el cautivador aroma de su perfume. Decirle algo, conseguir articular aunque sea una única frase, alguna oración por la que ella pudiese recordarlo durante el resto del día, y hasta quizá aguardase hasta el próximo viaje en tren, en el que sus destinos volvieran a cruzarse, ambos expectantes ante tamaña idea. Y contemplar una vez más, sin llegar a desprenderse de ella, menos aún de su recuerdo, ese glorioso par de ojos color turquesa, que parecieron querer atravesarlo momentos antes, y que ahora se fugaban en busca de un paisaje diferente.

Pero no pudo. Permaneció sentado donde estaba, contemplando esa delgada silueta que descendía con suprema elegancia el par de escalones que la separaban del andén, sin volver la vista atrás, atrayendo la mirada de cuanto varón se encontrase en los alrededores, mientras él aún sostenía el paquete en la mano, con dedos sudorosos, cierta presencia se extinguía definitivamente dentro de su pantalón, y el libro que viniera leyendo hasta entonces resbalaba entre sus piernas hacia el suelo del vagón.

“La vida es una sola y hay que vivirla. Dejá de esconderte dentro de un libro”.



*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar







SUR*



*Poema de Marta Zabaleta. mzabaletagood@gmail.com


dedicado a Amelia Arellano


Ajustadas las palabras
así, me dan ganas esta noche de luna entre los cielos,
ganas me dan de pensarte, de decirme mira aquello,
si eres tú misma. Luna que te asemejas a un estrella porque a su lado, vuelas.
Es una de esas noches de ese tiempo
en que se siente el Sur. El polo y sus vitrales. Que soy del Sur.
Que por mis venas pasa
que con mis manos vuela
que con tus versos llora
una guitarra habanera.
Un chirlo y una garza. Escarcha.
Que soy del Sur, porque me duelen las muelas
con persistencia de nido del hornero en noche de tormentas,
de quimeras la mía, de tormentas con lluvias que no arrasan
ni huracán que surque el campanario.
Lluvia de totoral y larga espera.
Gotas
que rebrotan al fuego y con la fragua
me figuro
que aquellos pajaritos cantan
para nosotras. Porque es la pampa del tiempo y soy
la Marta, aquella de vos porque el destino manda.





*

Queridas amigas, apreciados amigos:


Este domingo 11 de julio del 2010 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor cubano Aurelio de la Vega. Las poesías que leeremos pertenecen a Roque Dalton (El Salvador) y la música de fondo será de Rikcharyi (Andes). ¡Les
deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at (Link: MP3 Live-Stream).
Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
(Recomendamos usar http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).


REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!

Freundliche Grüße / Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel.: 0043 662 825067



*


Inventren Próxima estación: CORACEROS



Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar

http://inventren.blogspot.com/

El Inventren sigue su recorrido por las siguientes estaciones:

HENDERSON.

MARÍA LUCILA. HERRERA VEGA. HORTENSIA.

ORDOQUI. CORBETT. SANTOS UNZUÉ.

MOREA. ORTIZ DE ROSAS. ARAUJO.

BAUDRIX. EMITA. INDACOCHEA.

LA RICA. SAN SEBASTIÁN. J.J. ALMEYRA.

INGENIERO WILLIAMS. GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79.

ENRIQUE FYNN. PLOMER. KM. 55.

ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.

LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.

ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM 12.

LA SALADA. INGENIERO BUDGE. VILLA FIORITO.

VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA.

INTERCAMBIO MIDLAND.


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