martes, diciembre 07, 2010
DE CÓMO CONTAR ES PODER CONTAR...
*Ilustración: Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera.
LIBERACIÓN*
El huésped de los pies descalzos avanza.
Busca arraigo.
El miedo lo acompaña.
Trae un pan bajo el brazo.
Busca a alguien. Cualquiera.
Pájaro, piedra, plomo, planta.
-No ha de comer el pan en soledad-
Dobla la esquina cicatriz deseo.
Encuentra un espejo despoblado.
Pan arrebatado.
Arrebatada luna de su infancia.
Encuentra un mundo ambiguo y un arpa.
No hay nadie, salvo su animal y su nostalgia leche pan.
Olfatea el peligro.
Ha devorado al padre y a la madre.
¿En que rama árbol ha de treparse?
Cierra los ojos y salta .Salta para atrás.
La rosa mira al cielo.
Los vientos alisios soplan hacia el Sur.
Soplan los vientos. Soplan.
In crescendo. Soplo dolor y goce.
Presto. Prestísimo.
Otro soplo. Otro más. Adagio.
Adagio ma non troppo
La luz. Ya se vislumbra.
¡Attacca!
Por las piernas desnudas el dolor asoma.
Late el árbol y revienta el brote.
Agitato. Allegro.
Ha llegado el huésped de los pies descalzos.
Animato. Violento.
Apasionadamente.
Ahora la rosa enciende mirra.
Calma. El mar es un lirio gigantesco.
El huésped de los pies descalzos descansa.
Bendita sean. Cintas. Cordón de plata
Desatan. Liberan. Salvan. Brotan. Arraigan.
Himno plegaria insomne, corre hacia los parapetos.
El miedo está.
También el pan, el arpa y el perdón.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
LIZ BETH*
A mi abuelo Pepe Fernández
Había ido al parque a recordar mi infancia. Mi abuelo solía llevarme a jugar una o dos veces por semana, por algún motivo a los dos nos gustaba. Además, yo tenía un amigo imaginario y allí podía jugar con él a mis anchas. Debe ser por eso que me fijé en la niña, hablando con una presencia invisible. Me senté lo más cerca posible y escuché como lo llamaba Tomasito; por su lenguaje corporal, inferí que se trataba de un niño menor que ella, pues lo protegía al subir las escaleras de la glorieta, al pararse al borde de la fuente. De pronto, alzó la vista y se percató de mi atención. Llamó a Tomasito y fue a mi encuentro.
- Hola, yo soy Liz Beth y este es Tomás, pero todos lo llaman Tomasito.
- ¿Todos? – me pregunté si habría más amigos imaginarios.
- En la familia, quiero decir; le pusieron Tomás, por mi abuelo el plomero, y como es tan pequeño le decimos Tomasito… Es mi hermano.
Yo miraba al espacio vacío, ocupado por un niño de fleco rubio cenizo y grandes ojos verdeamarillos, como los de su hermana.
- Hola Liz Beth, hola, Tomasito, encantada de conocerlos – les dije.
- Ve para la glorieta, Tomasito, ahora te alcanzo – dijo ella.
Esperó unos segundos, vigilando los pasos del niño.
- Mi hermano vive en Nunca Jamás, hoy está de visita. Nos vemos casi siempre en el parque… Antes éramos de la misma edad, ahora él es menor que yo. Dentro de unos años yo seré una mujer y él seguirá siendo niño, eso me han explicado las hadas.
- ¿Las hadas? – había pensado en una versión parecida a la mía: niña solitaria y tímida se inventa un amigo para jugar.
- Hay hadas por todas partes, no las ves porque al crecer se te van borrando de la memoria y comienzas a confundirlas con rayos de luz.
- Creo recordar que una vez las vi… - le comenté en voz baja.
- Cuando teníamos cinco años nos enfermamos – entornó los ojos -, yo me curé, a él vinieron a buscarlo las hadas durante la noche, se lo llevaron a una tierra donde los niños siempre son felices, un país demasiado lejano como para llevar a un adulto, lleno de jardines, de duendes y lagos con sirenas. Tomasito viene cuando quiere y regresa volando, hasta que un día se aburra de venir y se quede para siempre.
- ¿Y nunca has tenido curiosidad por ir tras él? – le pregunté.
- Alguien tiene que cuidar de mis padres, de mis abuelos – respondió con aplomo -, debo crecer y tener mis hijos, para que lleven sus nombres y escuchen sus cuentos, así es como son las cosas en las familias.
En ese momento miró a la glorieta y se levantó asustada.
- ¡Tomasito, cuidado! – hizo un gesto de despedida -. Lo siento, este niño solo sabe meterse en problemas, está intentando subir a la fuente…
Y se marchó corriendo. Quedé digiriendo la triste historia y el modo en que la niña la había convertido en “su realidad”. ¡Si los adultos fuéramos capaces de tanto!... Una señora canosa se sentó a mi lado.
- La he visto hablando con mi nieta – me dijo -, ¿no es un amor?
- Sí, es… muy inteligente – contesté y, aún dudando si decirlo o no, dejé escapar la frase -, me ha contado de su hermanito.
- ¿Su hermanito? – me miró la dama - ¡Si es hija única!
- Ya sé… - suspiré -, me contó del niño que falleció.
- ¿Elizabeth, un hermano fallecido? – la señora se reía de mi expresión apenada – Mi nieta tiene mucha imaginación, es hija única “de veras”, nunca ha habido otro hermano, ni siquiera otro embarazo de mi hija.
- ¿Es decir que…? – no podía creerlo.
- Le gusta llamar la atención de los adultos y se inventa historias. Ésta del hermano no la conocía, pero la he escuchado contar del naufragio del barco en que viajaban sus padres y cómo estos que tiene ahora la adoptaron; de la madre actriz que viaja y la ve crecer solo en fotos… No sé por qué le tiene tanto gusto al drama. ¡Qué niña, no sé a dónde nos va a llevar con ese exceso de fantasía! Le doy mi palabra de que somos la familia más feliz y equilibrada de la Tierra.
- Tal vez por eso, demasiado normales para ser interesantes…
Nos reímos, ella de la nieta genialmente manipuladora, yo del modo en que fui llevada a Nunca Jamás a conocer a un niño que no llegaría a multiplicar el apellido de la familia… de la opresión que sentí en el pecho.
- Debo irme, pasé solo un instante – le dije, levantándome.
- Nos vemos otra tarde – me despidió la señora -, venimos a cada rato. A veces con mi esposo, Tomás, un excelente plomero, ya sabe, por si tiene salideros en casa.
¡Menos mal que algo era cierto!, pensé mientras me alejaba del parque. Desde la esquina me volví para ver por última vez a Liz Beth saltando la comba con su hermano. Los dos flequillos rubios se movían al unísono, como alas de mariposa.
*De Marié Rojas Tamayo
Ciudad Habana, Cuba.
El patio vacío*
*Por Natalia Massei
Cuántas veces había subido por esa escalera a la hora de la siesta. En ocasiones, caminando, suavemente, tratando de que el impacto de las zapatillas contra los escalones quedase entre ellos y yo, un susurro de goma oído sólo por las baldosas. Casi siempre, corriendo a toda velocidad, como se corre a los seis años. Dejando atrás, el estampido de mis pasos retumbando en el silencio del patio. Y enseguida, las puteadas de mi abuelo, atenuadas por la justa mediación de una ventana cerrada. Y desde arriba, el chirrido de la puerta de chapa y los gritos de mamá: que papá está durmiendo, que el abuelo está durmiendo. A esa altura, estaban todos despiertos y yo no comprendía por qué tanto alboroto.
Todo cambió a partir de una tarde impensada. Desde hacía varios meses, la abuela estaba enferma. Alternaba períodos cortos en el hospital con largos días de reposo en casa, donde siempre había alguien para cuidarla.
Especialmente, mamá. Pero ese día tenía que salir, hacer una diligencia.
Nadie más estaba disponible. Tendría que quedarme sola con la abuela por un rato. Un par de horas, a más tardar. No parecía gran cosa y el asunto se resolvió con sencillez. Mamá se ocuparía de su trámite; yo me quedaría con la abuela, en casa, podría jugar y corretear como me diera la gana; y ella descansaría, como siempre durante aquellos días. Un solo recaudo se tomó: le dejaron a la abuela una campanita, en su mesa de luz, que debía hacer sonar si necesitaba algo. De ese modo, yo podría escucharla y acudiría en su ayuda. La tarea no me resultaba complicada sino más bien divertida. Me
sentía depositaria de una gran responsabilidad, una demostración de confianza, un reconocimiento, en definitiva. Recuerdo que la campanita era dorada, de metal macizo y demasiado estridente para su reducido tamaño. Esa siesta, al subir por la escalera, al estruendo de mis pasos se le superpuso
el tintineo de la campana, una secuencia de golpecitos secos que dejaban flotando en el aire una resonancia aguda de metal. Hice lo que se me había indicado y todo salió bien.
Pronto, la abuela murió. La enfermedad se fue agravando y se la llevó un día como cualquier otro. Recuerdo la noticia de manera borrosa, así es la idea de la muerte para un niño. Dos o tres días atrás, la había visitado, por última vez, en el hospital. Me habían llevado para que nos despidiéramos.
Por entonces no lo sabía, pero ella sí. Entré a la habitación en silencio.
Quise jugar con las manijas a los pies de la cama, pero no me dejaron.
Cuando me acerqué, ella rompió en llanto, o quizás ya estaba llorando y yo no lo había advertido. ¡Perdoname!, me pidió, ¡Perdoname nena!, gritaba entrecortado, con la voz deformada por los sollozos. Creo que me sacaron de allí enseguida. En realidad, no lo sé, no recuerdo nada después de esa súplica. Me dejó, sobre todo, una honda extrañeza: ¿por qué se disculpaba?, ¿de qué? Algún capricho no satisfecho, uno que otro chirlo, alguna cachetada, los retos, los gritos? Con el tiempo fui hilvanando otras teorías. Aún hoy no lo sé.
Pasaron muchos años hasta que pude volver a subir por aquella escalera sin pensar en el sonido de las campanadas. Había una hora del día en que los rayos del sol penetraban el toldo, iluminando el patio a través de destellos aislados sobre las plantas, sobre un espejo de agua en la pileta del lavadero, sobre el dibujo arábigo de una baldosa. En esa hora, el patio permanecía quieto, teñido de verdes y azules, como una película en negativo.
Un silencio pesado, espeso, siempre a punto de quebrarse. Me invadía un temor, un rumor. Subía raudamente las escaleras, haciendo chocar con fuerza las suelas contra el piso, para llenar el silencio amenazante de la casa vacía. Para tapar la repique de bronce que podía sorprenderme en cualquier
momento. Me apuraba por llegar arriba, donde el tintineo dejaba por fin de perseguirme. Cerraba, de un golpe, la puerta de metal y me refugiaba en el otro ruido: el de la chapa que, como un fuelle desafinado, continuaba vibrando durante algunos segundos. Perduraba la estela sorda de ese eco que,
acaso, sólo yo había escuchado.
http://natimassei.blogspot.com/
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/12-26505-2010-12-07.html
Historia de un Demente Cuerdo en un Mundo Insano.*
*Por Jesús Brilanti T. lugburtian@hotmail.com
Caminaba con paso firme, su andar era como el de alguien molesto y ansioso por escapar de un lugar no grato; de repente, le pareció escuchar unos pasos detrás de él, hizo caso omiso y continuó su andar sin mirar hacia atrás, pero las pisadas incrementaban su velocidad y el eco que producían era estresante.
El hombre aquel se vio en la necesidad de girar su cuerpo sólo para encontrarse con la sorpresa de que un individuo se dirigía hacia su anatomía con una navaja en mano, con los ojos irascibles que remarcaban aún mas su rostro descompuesto por la ira, su expresión era extremadamente salvaje y lo peor, se apreciaba la decisión total de sumergir el arma punzo cortante en la existencia de su víctima.
El primero de los sujetos únicamente atinó a gritar lo más fuerte que pudo, indicando al atacante detuviese su acción, inesperadamente la táctica resultó efectiva, el agresor se detuvo por un momento con los ojos llenos de lágrimas, el silencio invadió el espacio urbano aquel, dio media vuelta y regresó siguiendo los pasos por donde llegó.
El agredido continuó su andar; el iracundo regresó a su casa invadido por una sensación que le quemaba el alma; una vez en su habitación comenzó a romper algunas cosas, se azotó contra el suelo, rasgó el piso con uñas y dientes, después se detuvo respirando agitadamente, permaneció pensando por algunos instantes; justo entonces recordó todos y cada uno de sus “fracasos”.
A su memoria llegó el instante donde siendo un niño sintió todo el peso de cierto rechazo por parte de su madre; también arribó aquella sensación mórbida que manifestaba en las ocasiones en las que durante sus recorridos infantiles llegaba hasta el panteón para observar la tumba aquella que tenía su nombre en la lápida.
Las imágenes se iban suscitando una tras otra, como un cinematógrafo que laceraba el espíritu del hombre aquel. Llegó a su mente, viajando a través de los años, la ocasión en la que laboraba en la galería de arte y fue despedido por tratar de convencer a los clientes que el arte cual compraban no era tal.
Después se enamoró perdidamente de una mujer comprometida con otro hombre, él se aferró a dicha fémina pero lo único que despertó en ella fue miedo y repulsión.
Un tiempo pasó y sintió el enorme deseo de ser un hombre religioso, pero no fue aceptado por la congregación puesto que el hombre aquel nunca quiso aprender el latín, a pesar de que hablaba varios idiomas. De alguna manera, los religiosos, lo enviaron a unas minas de carbón como misionero para predicar la palabra del creador. Con gusto aceptó el mandato y cuando hubo llegado a tales instancias se sintió abrumado por la pobreza extrema que manifestaban familias completas quienes laboraban en dicho lugar, desde pequeños niños hasta ancianos o personas gravemente enfermas. El hombre aquel, durante su instancia, se tomó demasiado a pecho su objetivo de misionero, el breve sueldo que obtenía, la comida, la ropa e incluso su casa, todo, lo donó a los más necesitados. Las personas del lugar le llamaron “el Cristo de las minas”, pero, cuando los altos clérigos se enteraron del modo de vida que llevaba el misionero optaron por expulsarlo porque supuestamente “no llevaba con dignidad el nombre de cristo”. Justo por estos tiempos es que el hombre en cuestión comenzó con una pasión mucho mayor: el arte a través del dibujo y la pintura. El hombre pintaba toda la pobreza que se extendía a lo largo y ancho de las minas de carbón.
Todos sus sufrimientos los compartía a través de cartas con su hermano, quien realmente era el sostén económico y sentimental del individuo aquel.
De pronto el individuo dejó de recordar todos esos fracasos en su pasado, ahora deseaba hacer las cosas verdaderamente bien, quizá no bastaba con pintar y pintar incisamente cuadros; se incorporó del suelo, recordó lo que aquella mujer le había pedido: -Si en realidad me amas, regálame tu oreja-. Con decisión hurgó en sus bolsillos para extraer la navaja que hacía unos instantes intentó utilizar en la calle, con paso brusco y firme se dirigió al espejo, tomó su oreja y la arrancó de un solo tajo. Un dolor intenso acompañaba un deseo sublime por perder el conocimiento, pero ahora sólo pensaba en el deseo de la mujer, imaginaba hacer las cosas bien, quizá si el le regalaba su oreja ella podría retener de una manera u otra a su amigo y convencerlo que no se fuera, que no se marchara, por una sola vez en su vida él había tenido compañía y no quería perder a su amigo. Tomó la fracción de carne sanguinolenta y la envolvió en un pañuelo. Con una toalla envolvió la parte afectada de su cabeza y salió a la calle.
Cuando llegó al prostíbulo, los parroquianos le veían con cierta familiaridad, pues ya conocían al “loco” de Arles. La puta salió a recibirlo con ánimo de burla y antes que se expelieran las palabras, el hombre entregó un envoltorio en las manos de la mujer quien se dispuso a abrirlo. El rostro de la dama galante se deformó al llenarse de horror, repulsión y asco al apreciar la fracción de oreja sanguinolenta. Llorando el hombre le pidió que ha cambio retuviese a su amigo. La mujer no escuchaba las palabras del pobre infeliz. Los parroquianos comenzaron a molestarse y el hombre salió corriendo lleno de éxtasis. Llegó a su casa y buscó su cama la cual utilizó como la mejor de las trincheras tratando de sobrevivir al vacío que causaba la noche agitada por ladridos cercanos y lejanos de perros solitarios.
El amigo del “loco” aquel terminó por marcharse y la soledad profano los resquicios mas impenetrables de su alma.
El individuo aquel no tuvo más compañía que su pintura, pintaba todo lo que llegaba a su mente insana para muchos, brillante para pocos. Realizó un cuadro donde aparece él mismo con una toalla en la cabeza cubriendo su mutilación. Pero lo mismo pintaba una noche salpicada de estrellas que sus zapatos o su habitación amarilla.
Por las noches recordaba tantas cosas en su mente que de pronto se volvía una tortura la tormenta de recuerdos que azotaban las costas de su cordura. Recordó cuando se quemó una mano con tal que le permitieran ver a su prima, de la que se había enamorado. Memoró a su amada Cian, una gris, vieja y enferma prostituta madre de varios hijos. Se acordó de cuando su hermano querido se casó, tuvo un hijo e intuyo que con dichas responsabilidades ya no podría ayudarlo económica y moralmente igual. Conmemoró las miles de burlas que la gente hacía de sus pinturas, expresando que mejor se dedicara a otra cosa.
Un día de tantos, salió al campo a pintar, los cuervos le distraían la atención, así que a menudo cargaba una escopeta para espantar a las aves, pero hubo una ocasión que los pajarracos parecían hacer caso omiso a los disparos. El hombre se llenó de ira, la cólera se apoderó de su alma y en medio de su insoportable desesperación se apuntó a sí mismo y tiró del gatillo; herido sobre la hierba creyó encontrar la paz, una tranquilidad que poco a poco se iba a apoderando de todo su ser. Arrastrando su anatomía dejó el campo para regresar a la ciudad, cuando llegó al lugar donde rentaba para dormir, lo vieron llegar y lo ayudaron a subir hasta su cama. De inmediato hicieron llamar a su hermano quien acudió lo más rápido que pudo. El doctor no dio ninguna esperanza, y los hermanos aquellos charlaron durante horas, el “loco” pintor se veía totalmente relajado, pidió fumar su pipa y de repente, simplemente dejó de respirar. Su hermano se arrojó sobre su cadáver y se inundó de llanto, abrazando el cuerpo de su amado hermano.
Al funeral asistieron diversos pintores, escritores y demás personajes que habían, de un modo u otro, apreciado al ahora extinto pelirrojo.
Al poco tiempo, el hermano falleció también; se rumora que a causa de la tristeza, para dirigirse al eterno vergel donde seguro estarán hoy día aquel par de inseparables hermanos, el “demente” Vincent y el propio Theo, de apellido Van Gogh, charlando, bebiendo café, fumando pipa mientras desglosan un poco de arte con su resplandor y memorando que gracias al arte jamás estuvieron solos en realidad.
Mecánicos*
Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día, indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo sólo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén.
Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó qué haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico.
Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo.
Yo no le hice caso pero él se tomó el asunto en serio. En el fondo de la casa tenía un taller lleno de extrañas herramientas que iba comprando a medida que lo visitaban los viajantes de Buenos Aires. Como no podía pagarlas, los tipos entraban de prepo al taller, se llevaban las que tenía a medio pagar y de paso le dejaban otras nuevas para tenerlo siempre endeudado. Había algunas muy estrambóticas, llenas de engranajes, sinfines, manómetros y relojes, que nadie sabía para qué servían.
A la madrugada dejé el coche en el garaje y me tiré en la cama dispuesto a dormir todo el día. Pero a las seis mi viejo ya estaba de pie y vino a golpear a la puerta de mi pieza. Mi madre no me permitía fumar y el entrenador tampoco, así que cuando me ofrecía el paquete yo sonreía y lo seguía por el pasillo poniéndome los pantalones. Caminaba delante de mí, medio maltrecho, y lo sorprendía que yo pudiera saltar un metro para peinar la pelota que bajaba del techo y meterla por la claraboya del taller.
-Sos un cabeza hueca -me decía.
Se reía con Buster Keaton y leía La Prensa. que le prestaba un vecino. Tal vez había envejecido antes de tiempo o quizá se enamoró de una mujer intocable en uno de esos pueblos perdidos por donde nos había arrastrado. Nunca lo sabré. Mi madre ha perdido la memoria y apenas si recuerda el día en que lo conoció, ya de grande, en las barrancas de Mar del Plata.
Me miró y dijo: "Vamos a desarmar el coche. Después, cuando lo volvamos a armar, no nos tiene que sobrar ni una arandela, así aprendés". Era un día feriado, sin fútbol ni cine. Hacía un calor terrible y a mediodía el cura del barrio se presentó a comer gratis y a ver televisión. Pero antes de que llegara el cura mi padre me pidió que eligiera por dónde empezar. Parecía un cirujano en calzoncillos. Sudaba a mares por la piel de un blanco lechoso que yo detestaba. Al agacharse para aflojar las ruedas del Gordini se le abría el calzoncillo y las bolsas rugosas bajaban hasta el suelo grasiento. Puso tacos de madera bajo los ejes y empezó a sacar tornillos y tuercas, bujes y rulemanes, grampas y resortes. A mí me daba bronca porque creía que nunca más iba a poder llevar a mi novia al otro lado del río y entre los árboles. Igual ataqué el motor con una caja de llaves inglesas, francesas y suecas. A mediodía, cuando el cura asomó la cabeza en el taller, ya teníamos medio coche desarmado. Los dos estábamos negros de aceite y habíamos perdido por completo el control de la operación. Mi padre había desmontado todo el tren delantero, la tapa del baúl, el parabrisas, y asomaba la cabeza por abajo del tablero de instrumentos. Atrás, yo había sacado válvulas y culatas y trataba de arrancar el maldito cigüeñal. De vez en cuando mi viejo gritaba "¡Carajo, qué mal trabajan los franceses !" y arrojaba el velocímetro sobre la mesa mientras arrancaba con furia el cable del cebador. El cura nos miraba perplejo con un vaso de vino en una mano y la botella en la otra y de pronto le preguntó a mi padre cuántas cuotas llevaba pagadas. Ahí se hizo un silencio y el otro casi pierde los tallarines gratis:
-Doce -le contestó de mal humor mi viejo, que era devoto de cristos y apóstoles-. Y con la ayuda de Dios tadavía tengo que pagar otras veinticuatro.
Tardamos tres días para convertir al Gordini en miles y miles de piezas diminutas y tontas desparramadas sobre la mesada y el piso. La carcasa era tan liviana que la sacamos al patio para lavarla con la manguera. La segunda tarde mi madre nos desconoció de tan sucios que estábamos y nos prohibió entrar a la casa. dormíamos en el garaje, sobre unas bolsas, y allí nos traía de comer. Vivíamos en trance, convencidos de que un técnico diplomado en el Otto Krause y un futuro conscripto de la patria no podían dejarse derrotar por las astucias de un ingeniero francés. Fue entonces cuando mi padre decidió comprimir el motor y aligerar la dirección para que el coche cumpliera una performance digna de su genio. Hizo un diseño en la pared y me preguntó, desafiante, si todavía pensaba que el fútbol era más atrayente que la mecánica. Yo no me acordaba cuál pieza concordaba con otra ni qué gancho entraba en qué agujero y una noche mi padre salió a buscar al cura para qué con un responso lo ayudara a rehacer el embrague.
Al fin, una mañana de fines de febrero el coche quedó de nuevo en pie, erguido y lustroso, más limpio que el día en que salió de la fábrica. Lo único que faltaba era la radio que el cura nos había robado en el momento del recogimiento y la oración.
Le pusimos aceite nuevo, agua fresca, grasa de aviación y un bidón de nafta de noventa octanos. Hacía tiempo que mi padre había perdido los calzoncillos y se cubría las vergüenzas con los restos de un mantel. mi novia me había abandonado por los rumores que corrían en la cuadra y mi madre tuvo que lavarnos a los dos con una estopa embebida en querosene. en el suelo brillaba, redonda y solitaria, una inquietante arandela de bronce, pero igual el coche arrancó al primer impulso de llave.
Mi padre estaba convencido de haberme dado una lección para toda la vida. Adujo que la arandela se había caído de una caja de herramientas y la pateó con desdén mientras se paseaba alrededor del Gordini, orgulloso como un gallo de riña. Después me guiño un ojo, subió al coche y arrancó hacia la ruta. A la noche lo encontré en el hospital de Cañuelas, con un hombro enyesado y moretones por todas partes.
-Andá -me dijo-. Presentate al regimiento como mecánico, que te salvás de los bailes y las guardias.
Ese año hice más de veinte goles sin tirar un solo penal. Por las noches leía a Italo Calvino mientras escribía los primeros cuentos. Mi viejo sabía aceptar sus errores y cuando publiqué mi primera novela, y me fue bien, se convenció de que en realidad su futuro estaba en la literatura. Enseguida escribió un cuento de suspenso titulado La luz mala, que inventó de cabo a rabo. Como Kafka, murió inédito y desconocido de los críticos. Por fortuna para él su único enemigo, grande y verdadero, había sido Perón.
*De Osvaldo Soriano.
-"Cuentos de los años felices" editorial Sudamericana, Buenos Aires, edición de 1993
De cómo contar es poder contar*
Quedé vivo por la única razón
de poder contar el cuento
y lo cuento al modo de los vivos
que por esa única razón
es que lo cuentan:
porque pueden.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
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