lunes, mayo 23, 2011

PROHIBIDO ENTRAR CON PELUCA...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




EL CUENTO DE UNA OLA*


Para Alan René y para todos los niños que aman las olas



Hay olas de todos tipos en el mar: grandes, medianas y pequeñas, olas que levantan y mecen los barcos, llevándolos a otras tierras.

Algunas olas, las más osadas, llegan hasta las playas, deseosas de conocer a los seres humanos. Cuando regresan a la mar, cuentan a sus hermanas lo que vieron.

Hay olas enormes como edificios, muy peligrosas y bravuconas... No, no nos gustan estas olas. Si ves una de ellas, es mejor que te alejes a toda prisa de la costa.

Hay olas grandes y de buen carácter, que impulsan a los que practican deportes acuáticos. Éstas olas, si sabemos ser sus amigos y estamos bien entrenados, son buenas.

Hay olas juguetonas, que el viento lleva y trae, con ellas nos salpicamos, nos mojamos los pies, echamos a navegar nuestros barquitos de juguete... nos agrada correr hacia esas olas.

Hay olas traviesas, que nos sorprenden cuando la mar parece estar muy tranquila. Por lo general vienen por nuestra espalda y nos elevan... ¡Uy! Luego nos colocan de nuevo en la arena y se marchan, riendo de su trastada.

Hay olas alborotadoras, que hacen mucho ruido al romper contra las rocas. Pero no por gusto arman tanta bulla: Son tan fuertes que gastan la roca, poco a poco, arrancándole pequeños pedacitos, que luego van a formar la arena.

La ola de mi cuento no pertenece a ninguna de éstas que les he mencionado: es una ola muy, pero muy pequeña, tan diminuta que nadie le hace caso. Ni los peces voladores, ni las gaviotas, ni los albatros, ni las tortugas, ni los delfines...

Nació en el océano, junto a otras hermanas que se hicieron grandes y marcharon a mecer enormes buques, a romper contra las rocas... Y ella se quedó así, tan pequeñita que el océano le inspiraba temor, temía perderse entre tantos peces, los barcos la empujaban de un lugar a otro, el viento la arrastraba de aquí para allá.

Nuestra olita se sintió muy triste... “No sirvo para nada”, pensó, y se dejó llevar a la deriva. Así, sin apenas notarlo, llegó a una playa.


Escondida tras la espuma de las olas traviesas y las juguetonas, la ola pequeña se puso a observar a los que jugaban en el agua. Había personas de todos los tamaños, edades y colores.

Entre estas personas estaba Alan René, un niño de cuatro años a quien su papá no dejaba alejarse mucho de la orilla. Alan René tenía en la mano un cubito plástico rojo con estrellitas azules.

Desde que nuestra amiga vio a Alan René suspiró de emoción... ¡Cuánto le habría gustado ser su amiga! ¡Era tan lindo, con sus ojitos azules como el mar profundo y sus hoyuelos a ambos lados de la sonrisa!

“¿Qué más da lo que pueda desear?”, pensó, mientras el niño caminaba unos pasitos hacia adentro del agua, “Nadie me ve, ni siquiera este niño tan bonito, ¡es como si no existiera!”

En ese momento, Alan René resbaló. No estaba muy hondo, pero de haberse caído, hubiera pasado un buen susto, pues el agua hubiera cubierto su cabeza. Nuestra olita, con todas sus fuerzas, lo empujó hacia arriba. Alan René se incorporó y vio a su salvadora.

“¡Qué ola más linda!”, exclamó, recogiéndola en su cubito plástico rojo con estrellitas azules, donde cabía perfectamente. “¡Me has salvado, gracias!... Vamos, para que conozcas a mi papá, después te devolveré a tu casita azul y enorme, pero cada vez que pueda vendré a verte y a jugar contigo”.

Y allá fueron, felices de haber encontrado un amigo en el lugar y bajo las circunstancias menos esperadas.

“A partir de ahora no sentiré más miedo”, pensó la olita mientras dentro del cubo de Alan René, “no es el tamaño lo que importa, sino lo que seamos capaces de hacer: ¡Se puede ser pequeño por fuera y muy grande por dentro!”.



*De Marié Rojas Tamayo.
23 de mayo de 2011. (Día de mi cumpleaños)









*


Estaba mirando la tele cuando apareció ese aviso. Unas pocas aplicaciones del producto
rejuvenece al menos 5 años o más. Palideció, lo había usado casi como un juego, ahora su destino era incierto. Qué pena que no pudo leer la propaganda en el diario a la que tuvo acceso antes.
Claro con sus 5 años no sabía leer.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar






Un mal sueño*



¿Acaso es el sueño, la boca sin censura que lo escupe todo segundos antes de ser fusilada con los primeros rayos del sol en el paredón de la mañana? Me interrogo mientras reconozco mi reflejo en el espejo. Lavo mi cara, busco la toalla y tu rostro que se recuesta contra la puerta, me observa pensante. _Habla, si tienes algo para decirme. Te exijo, puesto que conozco los gestos que te frecuentan. Y frunciendo el ceño liberas el latigazo de tu lengua para abrir aún más la herida con la que he despertado hoy en la cama. Entonces preguntas en tono despectivo. _ ¿Anoche soñaste, no es cierto? Dime la verdad y no ocultes nada, conozco muy bien todo tus secretos. Si algo te perturba son los sueños. Te he sentido toda la noche dar vueltas a mi lado. ¿Otra vez esas malditas pesadillas? Realmente me tienes cansada con todo ese asunto.
Por un breve instante miro curioso tus ojos tratando de entenderte, al no conseguir nada, cuelgo la toalla y salgo del baño. No hay respuesta y eso logra desesperarte. Eres como un espectro que me persigue, y paso tras paso tus palabras van lacerándome la espalda, esperando la calma que supuestamente traerá mi respuesta.
No tengo intenciones de hablarte por lo tanto me siento y preparo el café. La pava caliente, la mermelada y el paquete de masitas estacionados en fila sobre la mesa del comedor, me esperan como siempre aguardando la voracidad de mis fauces y la rutina del desayuno. Caes pesada a mi lado al sentarte en la silla, desplomándote como una roca cuesta abajo, totalmente decidida a partirme la cabeza con el agudo filo de tu lengua. _ ¿Qué diablos te sucede Rubén? Tres semanas llevas con este asunto de los sueños y no me dices nada. No duermes en toda la noche, das vueltas de acá para allá. No lo entiendo, algo te esta pasando. Después quedas como un zombi todo el maldito día. Despierta de una vez, de seguir así te echaran del trabajo, no puedes seguir faltando de esa manera. Tres o cuatro días pueden esperarte en la editorial, pero no quince. Qué haremos después si el gerente te despide, con lo mío no hacemos nada. Vamos a quedar en la miseria, Rubén. Y yo así… no sigo, me llevo los chicos de mi madre y acá se termina todo. ¡Piensa bien lo que vas hacer, porque esto no esta funcionando!
Ceremonioso el café en mi mano acepta la dulce ofrenda en cada cucharada de azúcar que coloco en su oscura garganta, entonces preparo un posillo mas esperando que me acompañes, y como te gusta, lo sirvo. No hay palabras, nos quedamos en letargo. Una mosca se posa sobre la cuchara cubierta de mermelada y como el vaso que rebalsa, sin entender por qué, me desborda en el pecho un río de amargura que busca salir por la boca. Se parte el dique del silencio y la presión de tantos días de angustia rajan los cimientos, resquebrajándolo todo. Caudaloso, el llanto me ahoga hasta estrellarse sobre la mesa, mojando el mantel. Mientras tanto tú, indiferente, miras sin gesto alguno, como si te importase poco el dolor que se escurre por mi alma. _Deja de llorar, que llorando no vas a lograr nada. Me dices entre dientes. _Escucha Rubén, ahora me marcho al trabajo porque estoy llegando tarde, y por si no lograste darte cuenta, he sido yo la que estuvo trayendo dinero en estos días. No sé si me explico... Así que deja de llorar como un idiota, despierta a tu hijo para ir a la escuela y luego llama al gerente de la editorial para explicarle que mañana te reincorporas. Golpeas la puerta al cerrar y me quedo solo en la mesa abrazado a mi congoja. Me levanto, llevo los restos del desayuno a la cocina, y mientras guardo los posillos en la alacena me encuentro de lleno con nuestra foto de bodas sobre la heladera, te observo un largo tiempo. Tan jóvenes, tantos proyectos. Mi corazón jurándote amor eterno y tus labios prometiendo el mundo en cada beso. De pronto cierro los ojos y un tintinear de campanas suenan a lo lejos, todo se desvanece a mi alrededor, ligero y confuso.
Estalla furioso el despertador sobre la mesa de luz, y el ruido metálico de sus pequeñas campanillas me arranca de raíz del profundo sueño en el que estaba, mientras todo encuentra sentido y un inexplicable alivio desata el nudo ceñido que tenia en mi garganta. Sólo era una pesadilla, pienso para mis adentros. Gracias a Dios sólo era una pesadilla, un mal sueño que ya ha terminado. Pero la pena que causo todo aquello aun sigue latiendo amarga en mi pecho. Por reflejo, seco mis ojos todavía húmedos. _Estuve llorando, me digo asombrado. Me levanto y voy al baño, lavo mi cara, busco la toalla. Me miro en el espejo desmenuzando la pregunta que formulé en el sueño y no logro recordarla. De pronto tu sombra aparece en la puerta. Estás despierta. Preguntas cómo me siento. _Bien, respondo. Entonces te acercas, tomas mi mano y te acompaño a la cama. Me besas, te beso, mientras tus caricias me van tranquilizando por dentro. _Un mal sueño, murmuras. Digo que si moviendo la cabeza, y enternecida con mi dolor, comienzas a acunarme hasta dejarme dormido. Profunda y completamente dormido.



*De Alfredo Castelli. castelli700@hotmail.com
MARIA JUANA. Pcia de SANTA FE.







CALLE CON PARAÍSOS AÑOSOS*




*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



Si yo pienso en esa calle –cuyo nombre ignoro- que pasaba (y pasa) delante de esa esquina donde mi abuelo tenía su boliche, no puedo dejar de pensarla ancha, solitaria, acompañada de dos largas hileras de viejos y coposos paraísos, que quién sabe a qué ecologista primitivo se le ocurrió plantar y cincuenta años después un bárbaro llegó a la comuna y se empeñó en dejar ese pueblo que flotaba en medio de la pampa, como un islote a la deriva, en un páramo, sin un mísero arbolito donde se refrescaran de sombra las iguanas.
Pero si yo lo pienso como era en ese tiempo tan remoto no puedo dejar de verla como la veo en los sueños, casi llena de esplendor otoñal, cuando los pájaros se refugiaban a dormir en esas últimas hojas agónicas que irían a proteger sus sueños nocturnos y el griterío de los gorriones obturaba con sus ruidos hasta la raíz violeta de todos los crepúsculos.
Esa calle nacía en los hondos zanjones del barrio “Las Ranas” y era cortada por las vías del tren, festoneadas por altísimos hinojales donde se perdía un jinete montado, proseguía luego, en la esquina de la “casa Bessone” y cuando comenzaba la tercera estaba el boliche de mi abuelo. La calle desde allí seguía hasta morir en una cortada donde vivían los Prámparo. Valentín a quien llamaba “El manco”, con su hijo del mismo nombre a quien nombraban Luisito, que era su segundo nombre, ya que se llamaba como el padre; en una casa continua vivían los abuelos de Luisito –compañero de primaria- y también una tía soltera de nombre Antonia, en frente vivían mi tío Berto y su familia, los Gaffuri y el famoso carrero a quien apodaban “El Portugués”. Revivir desde allí hasta el almacén de mi abuelo, que estaba en la misma vereda es un asunto muy arduo, pues se me superponen sucesivas imágenes, aún desde aquellos tiempos remotos en que el asfalto sólo era un sueño.
Porque en ese tiempo estábamos casi en estado de inocencia y de abandono inicial. Porque aquel tiempo era un tiempo fuera de los tiempos, un tiempo fijado, sin descanso, algo que no nos interfiere en su mero discurrir.
Si yo hoy me paro –imaginariamente, se entiende- en esa alta vereda de ladrillos bien cocidos, frente a esas lajas duras, de cemento, que la comuna ponía desde allí hasta la calle, para que en los días de lluvia, los valientes transeúntes no cayeran en esos hondos zanjones y fueran arrastrados por la corriente, si me paro digo, allí ¿qué recuerdo? ¿qué cosas, qué colores, qué tonalidades según la luz del día o la incidencia de las estaciones con sus mutaciones y sus expectativas?
Ya invierno, ya verano –siempre más altos y más luminosos y más libres- o en la brotante primavera de los frutos maduros y el porvenir de mariposas que irían a deflagar en la boca calcinada del verano. ¿Y el otoño? Siempre venía inflamando plátanos, estatuas, sublimando el galope del caballo en medio de lo noche, acariciando los rincones más queridos y añosos y más íntimos, guardando como una brasa bajo la ceniza lo mejor de nosotros y protegiendo los recuerdos más felices. Los que brotan con sólo pensar en ellos y uno no tarda en sentirse bien con pensarlo así. Comprendo ahora que no describí esa calle todavía. Si yo me paro en esa alta esquina donde está el almacén y miro hacia el sur compruebo que olvidé todas las casas de la mano izquierda. Apenas entreveo el alto y vetusto caserón que estaba casi en la esquina, justo enfrente de mi abuelo y que era el “Bar El Palenque” de don “Paco” Olave. Pero como tal, es decir como edificio que estaba sobre la calle no es hablar con precisión. Mejor esas habitaciones estaban con salida a la calle Mitre, es decir la transversal. Siguiendo esa línea solo recuerdo la casa de mis tíos, María y Berto, de feliz y agradecida memoria y mis tres primas.
Entreveo un cerco de altos ligustros en toda esa cuadra y alguna casa que no reconoceré, quién vivía allí. Si trato de describir la otra, es decir la que empieza en el “Almacén Las Colonias” los recuerdos son más precisos, si cabe la expresión, ya que esto se escribe sesenta años después.
Apenas pasado el edificio del almacén y las habitaciones de la familia, todo en un cuerpo, había una alta puerta de madera que daba a la calle, y el jardín de mi abuela y el aljibe. Luego en ese terreno había una casita donde vivieron mis tíos menores: Eduardo y Aurelio, hasta que el viejo los corrió con un talero, y al final el lugar sirvió para los trastos. Luego venía la casa de Ataliva Galván, muy señorial para el barrio. Posteriormente vivió la familia de don Juan Cuello, pero eso fue cuando yo ya era adolescente. Si seguimos por esa vereda de tierra (sólo lo que correspondía a la casa y al negocio de mi abuelo estaba cubierta por grandes ladrillos bien cocidos) estamos ya en la huerta de los portugueses. Allí moraban los Teixeira, compuesta por un carrero a quién justamente llamaba así por su nacionalidad y que era un hombre muy odiado porque maltrataba mucho a los caballos, su sobrina casada con el panadero Juan Pedrol –flaco, rubio, alto, de bigotazos anchos- muerto muy joven, Y más joven murió el “Portuguesito” Alberto Teixeira, otro de los sobrinos del carrero. Todavía lo recuerdo: en una reposera, con un libro entre las manos, delgado, demacrado y de bigotito fino, cuando pasábamos con mi madre por esa vereda, al ir yo corriendo delante de ella, era detenida por su voz dulce y desmayada, sus manos, ligeramente afiladas y pálidas, su rostro como sin sangre.
-¿Qué tal mi amigo? Y un día detuvo a mi madre y le alcanzó un género para que me hiciera alguna ropa.
-Yo ya no lo usaré – le dijo.
Sé que conversaba conmigo, pero no recuerdo nada. Sólo que es una espina, de las primeras, que de vez en cuando aparece y que siempre me lastima.








Una de piratas*




*Por Juan Sasturain


"Vamos a dar cuenta de alguien cuyo nombre es muy conocido en Inglaterra. La persona a la que nos referimos es el capitán Kidd, cuyo juicio y ejecución pública aquí le convirtió en tema de todas las conversaciones, de suerte que sus acciones se han cantado incluso en baladas; sin embargo, ha transcurrido ya considerable tiempo desde que ocurrieron estas cosas, y aunque la gente sabe en general que el capitán Kidd fue ahorcado y que su crimen fue la piratería, en cambio apenas ha habido nadie, ni aun en aquel entonces, que conociese su vida y hazañas ni por qué se hizo pirata." Así es el prometedor
comienzo del capítulo que el ignoto capitán Charles Johnson dedica a William Kidd en el primer tomo de A General History of de Robberies and Murders of de Most Notorious Pyrates, editado por Ch. Rivington, en Londres, en 1724.
El libro fue muy popular, se reeditó varias veces y tuvo su segunda parte en 1728. Ha sido la fuente habitual para conocer vida y (malas) obras de los piratas de esa época, la que corresponde a lo que llama Philip Gosse, autoridad mayor en el tema, "el declive de la piratería pura": el último cuarto del siglo XVII y los comienzos del XVIII.
Es en este libro firmado por el capitán Charles Johnson donde aparecen las aventuras del mítico Capitán Misson y de su lugarteniente, el cura Caraccioli, fundadores de la célebre Libertaria, república utópica y socialista con programa y consignas que anticipan en medio siglo las de la Revolución Francesa; también se registran las de Avery, el pirata afortunado; las del Capitán Teach, alias Blackbeard, y las del célebre John Rackam y sus temibles chicas de abordaje, las piratas Mary Read y Anne Bonny, cuyos grabados con el pecho al aire suelen ilustrar las sucesivas ediciones de esta crónica maravillosa de gente terrible y movediza. Hay un notable narrador detrás de estos textos.
Por eso no debe ser descaminada la teoría que -a partir de las investigaciones filológicas del profesor norteamericano John Robert Moore publicadas en 1932- atribuye nada menos que al gran Daniel Defoe, uno de los fundadores de la novela moderna, la autoría de estos relatos que, como todas sus obras maestras, de Robinson Crusoe (1719) a Moll Flanders y Diario del año de la peste (1722), cabalga entre lo histórico testimonial y la ficción en proporciones indemostrables.
De cualquier modo, según la versión del capitán Charles Johnson/Daniel Defoe -que es, por otra parte, la que la historia a secas corrobora-, el capitán William Kidd no fue nada de lo que su nombre y las historietas que leíamos de pibes nos evocan. El verdadero Kidd no es ni Burt Lancaster ni Errol Flynn, el pirata arquetípico, el héroe más o menos romántico o tenebroso asimilable (con reparos) a las figuras de Drake y Morgan, para nombrar a los emblemáticos iconos impuestos por la mitología literaria y
cinematográfica. Ambos pertenecen a otro mundo y a otro momento, anterior.
Si el mítico Drake es -como Walter Raleigh, el poeta- el héroe isabelino que muere en el Darién en 1596 luchando -se supone- contra el oscurantismo del Imperio Español; y si el otro, el tremendo asesino y saqueador de Panamá que retrató de cerca su cirujano Oexmelin termina en la cama y con toda la gloria en Jamaica en 1688, el oscuro William Kidd es un bochorno. Un bochorno tardío y sin posibilidades de mitologizar.
Para fines del siglo XVII ya existía -dice Philip Gosse- un "itinerario regular de piratas". Y continúa: "Una agrupación de marineros preparaba su barco en cualquiera de los puertos de Nueva Inglaterra y zarpaba para el Mar Rojo, el Golfo de Persia y la costa de Malabar (al occidente del Indostán).
El Imperio del Gran Mogol, de la India, estaba por entonces en decadencia y no contaba con escuadras defensivas. No obstante, existía un considerable comercio nativo de cabotaje en buques de dotación mora. Estos barcos eran fácil presa de los crueles y bien armados piratas ingleses y norteamericanos, que los acechaban desde determinados sitios estratégicos.
Una vez cargados sus buques -bordados y sedas de Oriente, joyas y ornamentos de oro y plata, etc.-, los piratas regresaban a los puertos de las plantaciones norteamericanas, donde siempre hallaban compradores bien dispuestos, sin ponerse a inquirir la procedencia de los géneros". Una plaga conocida, funcional y tolerada.
Muchos que "trabajaron el itinerario" por esa época, como Thomas Too, William Mage, John Ireland y Thomas Make y otros, todos conocidos piratas, vivían sin recato alguno en Nueva Inglaterra. No tenían de qué temer: Darby Mullins, miembro de la tripulación de Kidd, declararía durante el juicio contra éste que "no era pecado el que un cristiano les robase a paganos".
Antes tampoco había estado mal robarles a los papistas españoles. Sin embargo, a William III, la corona inglesa, se le ocurrió en apariencia reprimirlos y encomendó al gobernador de Massachusetts, conde de Bellomont, que armara un corsario legal para la tarea punitoria, con patente doble: para apresar a los piratas y -por otra o la misma parte- combatir a los buques franceses, por entonces en guerra con Inglaterra.
El elegido para capitanear la tarea fue un armador poseedor de varios buques mercantes, un burgués honorable: William Kidd. Nacido en Greenock, Escocia, hacia 1645, hijo de un ministro calvinista, el joven Kidd fue durante un tiempo corsario inglés en aguas americanas. Prosperó, se relacionó, y hacia
1696, cuando partió a cazar piratas ilegales y buques franceses, era un gordito cincuentón de peluca empolvada para los retratos. Quedaron esperándolo mujer e hijos en Nueva York. Su barco, la Adventure Galley (algo así como "La goleta audaz"), portaba treinta cañones y algo más de ciento
cincuenta hombres. Todo bien.
Pero todo mal, porque la tarea represora tenía su consigna tácita: "Si no pillas (de pillaje), no cobras". El gobierno no equipó oficialmente la empresa, sino que se armó una compañía privada con distintos socios más o menos secretos que compartían gastos y aspiraban a repartirse el esperado botín del barco recaudador. Entre los socios, Bellomont iba como principal testaferro de encumbrados nobles de la aristocracia y el gobierno británico; además de la Corona, claro, y del mismo Kidd, minoritario.
La cuestión, brevemente, es que tras pasar por Madeira, Cabo Verde y entrar en el Indico nueve meses después de la partida, el desconcertante Capitán Kidd, al no encontrar a quién apresar, pasó de la represión del delito a la acción directa en su provecho: el 30 de septiembre de 1697 confiscó
provisiones a un barco moro -pecado venial-, el 27 de noviembre saqueó ya sin ambages al Maiden tras abordarlo y luego -la presa que terminó de cebarlo- se apropió de todo lo que traía el armenio Quedagh Merchant: sedas, muselinas, azúcar, hierro, salitre y oro. Ambos barcos tenían patentes de corsario francesas, diría después en su defensa. No pudo probarlo.
Pero en el fondo, lo fatal para el destino de Kidd no fue su desafuero pirata, sino una reyerta fatal a bordo: saldó una discusión con su condestable William Moore, al que trató de "perro piojoso", con un certero mamporro con un balde de metal. Le partió la cabeza. Lo mató, con toda la tripulación como testigo. Eso, más los cargos por piratería, serían fatales para él.
Ya pegando la vuelta, recaló en Madagascar, cuna consuetudinaria de piratas y allí, tras repartir el botín del Quedagh Merchant entre su gente, intimó con el malafamado filibustero Culliford, con quien
-cuenta Johnson/Defoe- bebió "bamboo", una bebida no habitual entre los consumidores de barba negra y pata de palo adictos al brandy y al ron.
Cuando, camino a casa, ancló en la isla de la Anguila, se enteró de lo que se decía de él en Londres, de que el escándalo de la identidad de los financistas había estallado y siguió rumbo a Nueva York a buscar consejo y -se supone- comprensión, en el conde de Bellomont. Nada de eso. No bien amarró en Boston en julio de 1699 -casi tres años después de su partida-, el gobernador lo mandó engrillado a Inglaterra en el Advice.
Lo juzgaron por pirata y por asesinato. Entrampado por sus nobles socios, para los que era un peligro, no pudo probar que había atacado "legalmente" a naves corsario francesas (le escondieron las patentes) ni que la muerte de William Moore había sido en defensa propia.
Lo colgaron el 23 de mayo de 1701, hace hoy 310 años, junto a otros cuatro, en Wipping Old Stairs, el lugar de las ejecuciones, sobre el Támesis, y lo dejaron ahí un montón de días para ejemplo de paseantes de a pie o navegantes por el río.
Esa fue la verdadera y triste historia del Capitán Kidd, una vergüenza en todos los sentidos.



*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-168679-2011-05-23.html








LAS INFINITAS HUELLAS*


" cuando te duermas
con tu mejilla de aves de paz roja sobre mi pecho
sentiré tus cabellos crecer y tus uñas crecer
y tomaré de tu aliento la redondez terrestre
para que en nuestro sueño no falten los duraznos."
HUGO TOSCADARAY



¿Adonde van las golondrinas?
¿Cuando calla el verano, adonde van?
Ojos furia. Encendidas mareas.
Tormentas, dudas, maremotos.


¿Y las risas y los soles y los latidos de ámbar?
¿Y el dibujo inconcluso? Boca de adolescente triste.
¿Y la magia? No hay conejos saltando la galera.


Sin embargo salta. Desnudo. Ciego. Espejo. Río.
Se acoplan en una profunda vocación de greda.
Universo con los pies en el aire.
Heredades de huertos. De secretos cristales.
Presagios. Quijotescos duelos.
Números impares. Abril. Enero.
Lluvia de azahares. Argolla que retiene.
Duraznos de febrero.
Zumos de una naranja triste.


Saben los nombres más hondos de la noche.
El nombre del gemido.
El grito del puñal


Saben las respuestas, las preguntas cambiadas
Las dudas.
La certeza habitada en una hoja seca.
Las voces. En papel. En humo. En buzones de viento
Las eternas, perpetuas resonancias.
Los códigos. Las señales de humo.
Las infinitas huellas, lluvia arena, estrella matutina.
Las semejanzas.
El conjuro contra las soledades.
Los pasillos despoblados de miedo.
Los olores. Los zumos.
¿Importa, acaso?
¿Importa acaso, amor?
¿No saber, donde van la golondrinas cuando el verano calla?



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar



*

Inventren Próxima estación: CORBETT.


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