miércoles, agosto 31, 2011

TRAS PAN, TRAS AIRE O TRAS ESPUMA...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu



Espejo retrovisor*



Mañana de ciudad. Bulle el trabajo.
Coches y gente: hormigas.
En imprevista esquina, fulgurante
avanza tu figura detenida.


Mi mano te saluda, con medida sonrisa.
La tuya me responde en breve gesto
que borra las hormigas
hace estallar silencio
y suspende la brisa.


Aspiro todo el aire de la calle.
Mi mirada furtiva
captura en el espejo
tu espalda que se aleja detenida.


Parpadeo.
Cuando doblo la esquina
-por prudencia esta vez-
miro el espejo.
Pero está descompuesto: tu aura lo trabó.
Un disco fotográfico rayado
me destella tu imagen
en la ciudad vacía.


*De María Amelia Schaller. masch@arnet.com.ar










DE NINGÚN CAMINO…*


para Amelia



De ningún camino
se regresa,
y todo retorno
es otro tramo,
otro viaje de ida,
otra búsqueda.
Todo es un ir, un
revelarse,
en la sinuosa y
entrecortada
travesía, que baja
y sube
(y tantas veces
cae),
tras pan, tras
aire
o tras espuma
o nube,
en busca de la
orilla.


*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar





La señora denfrente*




*De Lucía Cinquepalmi luciaguionbajo@gmail.com



La señora denfrente era muy gorda. O ancha, no sé. O el cuerpo le había ido creciendo desparejo por los esfuerzos de agacharse, levantar cosas pesadas, y dormir poco. Saludaba siempre y hablaba mucho y muy fuerte, con una voz aguda muy sudada que le marcaba las líneas del cuello y se sumaba a la obligación de abandonar su italiano precario y sustituirlo por un argentino bonaerense más precario aún.
Por la noche, tarde, yo volvía de estudiar o de noviar y veía la luz siempre encendida de la cocina.
Algo me hacía saber que ella estaba despierta y, no, que necesitaba iluminación para dormir.
No era de esas mujeres que tengan miedo alguno.
A la mañana temprano, yo tomaba el tren de las seis y diez para ir al trabajo y a la facultad.
Para ganarle a las doce cuadras que me separaban de la estación, salía de casa apenitas pasadas las cinco y media.
La luz de la cocina de la señora denfrente ya estaba encendida.
Alguna vez decidí demorarme sólo para no perderme ese pedazo de vida que todavía quedaba vivo y la escuché: ma, pero vení acá gayinnitta remolona ¿o te tenco que dar de comer alla bocca?
¿Vos no te mestarás poniendo tristona, no?, le decía a la rosa de un color que nunca pude saber exactamente cuál era, porque sólo ella lo tenía y nunca más volví a verlo.
Tomaba la flor desde el cáliz como cuando uno acaricia un hijo desde debajo de las orejas para que sienta todas las cosquillas y el estremecimiento que sube recorriendo toda la belleza y el calor, y le fabrica una sonrisa.
Desde en frente parecía sentirse el aroma de sus ensaladas y salsas con albahaca y oliva o el dulce de frutas que dedicaba a ese hijo, un poco mayor que yo, que se había encontrado con la epidemia de polio justo en el momento en que su cuerpecito salía a levantar un pie para darle impulso al otro. Y caminar.
No pudo hasta muy entraditos sus años.
Pero pudo gracias a una madre, la señora denfrente, que le puso vida a sus huesos, su mielina y su deseo.
Él, Juan Carlos, empezó a andar y a animarse, sin miedo, hijo propio de esa mujer.
A la nochecita, a esa hora de los bichitos de luz y las escondidas, yo la había escuchado: mirá cuanqui, ¡que se no te decá de codderr te cjuro que ti agarro e ti colgo!

Con mi hermana, que salía a fumar a escondidas convencida de adulterar el olor a pucho con Siete Brujas o Charlie de Revlon, nos reíamos, más cerca de la ternura que de la burla.
La señora denfrente contaba con todos los elementos que se requieren para que uno pueda burlarse, pero con ella era imposible.
La primavera emanaba música y colores en esa casa, pero no música envasada sino esa que nace de los acordes de los paraísos y los ciruelos, las gallinas y los pájaros que iban a comer a su patio.
Colores de la vida misma.
Del verano salía una sombra fresca que restituía la dignidad de las siestas e invitaba a despertar las madrugadas con olor a frutillas maduras y caca de gallina que se mezclaba con el arte hiperrealista en ese escenario incomparable.
El invierno de esa esquina inconmensurable rompía la pereza de cuando mami me pedía: ¿vas a buscar un par de huevos a lo de Nélida?
Yo, que estaba desparramada entre mis fantasías acompasada por Génesis o Pink Floyd, devanándome entre la culpa y el deber, con Los Miserables o Crimen y Castigo, y atizando los leños de la estufa de nonno, salía rauda hacia la casa de la señora denfrente, para empaparme de esa energía que le daba a la vida su verdadero significado.

-Vení que ti mostro ¿viste lo pimpoyyitto nuevo que le salieron al conejitto? Con este frío, è incredibbile. La culecca se me quiere ir, pero yo no la decco, mirála poveretta, mà pero eyya è l’allegría desta casa, no la puedo deccar ir así nomás.

Yo miraba como distraída hacia la mandarina y ella me llenaba una bolsa al instante.
Alguna vez me he olvidado los huevos y tuve que volver a ir, con timidez y torpeza, porque mi trofeo era volver con ese olor impregnado y esa bolsa que guardaba el enigma de la fuerza de vivir, y no con los mandados mandados.
Juan Carlos, el cuanqui, era todavía muy tímido pero se acercaba a veces, creo, a disfrutar de mi sonrisa llena de lágrimas que nunca pude aprender a evitar.



Había un marido allí. Un hombre taciturno y abnegado.
Conformaban una de esas parejas a las que uno no puede atribuirles sensualidad alguna, pero se los veía fuertes en eso de llevar una casa y la familia adelante.
El señor, el marido de la señora denfrente, le había dicho a mi madre una tarde, siendo yo muy pequeña: Lucy es muy noble, no conozco otra persona así.
Lucy era yo, en ese entonces, y me llenó de desconcierto esa expresión que no comprendía. Como un día de la fiesta de la primavera que me eligieron reina por unanimidad, y tampoco comprendí qué quería decir.
Asimilé con los años que la decisión había sido por una nimiedad, algo sin demasiada importancia que era difícil definir.
Mi autoestima nunca fue mi fuerte.


Transcurrieron años.
Yo me fui de allí, como se van todos los que creen que, para crecer, deben partir, parir, plantar y seguir partiendo.
Me fui.
Volví a volver cada vez que algún aniversario, vacación o festividad me acercaba a la cocina de mi madre y a ese mundo pulpo del que había necesitado desprenderme.

Miré de nuevo el patio de mi madre. Había también allí mucha vida que yo había distraído buscando originales sensaciones.
Qué cosa esa que la comida siempre parece más rica en la casa de otros… y uno queda, ante los anfitriones, como un subalimentado que se desenfrena por una milanesa como si hiciera meses que no come…

¿Será ese el origen de la envidia? ¿O será su consecuencia?

Cuando volví con otros años de sensaciones más encima que adentro, fue urgente buscar el aroma de la casa de la señora denfrente, pero no olía.
No olía a nada.
Los paraísos y los ciruelos seguían tañendo un ritmo cadencioso que abrazaba una ausencia inexplicable.
Mi madre, ocultada detrás de un puñado inefable de prejuicios tuvo que contármelo: La dejó ese pelotudo del marido y está trabajando en una parrilla como cocinera. Viene a la casa solamente un ratito a la siesta.
Mi pregunta, también pacata y retrógrada: ¿a esta edad? obtuvo la respuesta acorde: y… se le cruzó una porquería de mierda, una atorranta que le está sacando toda la plata… ese viejo verde…
Aquel que había tenido alguna vez el parámetro para calificar la nobleza se transformaba repentinamente en un pusilánime.
Mi ánimo perezoso concluyó repentinamente que esa sensualidad inexistente que me había parecido percibir de niña, lo había llevado a ese marido detrás de unas caderas ardientes y un cuerpo que no estaba deformado de agacharse y hacer fuerza.
Tal vez tuve flojera de pensar que en realidad los maridos siempre se van con otra y necesité encontrar una mirada aldeana que contrarrestara todas las contradicciones de la monogamia inventada por un sistema.
O, tal vez, vaya uno a saber qué mierda pasó, la cuestión es que la tristeza y el abandono habían inundado esa inmensa esquina sin gallinas culecas, sin pimpollos acariciados, y repleta de mandarinas caídas a la buena o a la mala de algún dios.

Aún así transcurrido el mal tiempo, y gracias a que la jubilación en esta perversa sistematización de nuestro deseo, llega, no por júbilo sino por vejez y desgaste, el patio volvió a habitar la vida de la señora denfrente.
Me llamaba, al veme llegar con mi prole, de visita a los nonnos, para regalarme ropita tejida por ella con rezagos que heredaba de sobrantes del mismo perverso sistema. Me narraba las peripecias de una batita o una mañanita que tejía para una especie de asilo al que, también, iba a cocinar solidariamente cuatro veces por semana.
Las mandarinas y los conejitos resucitaron al compás de las rosas y los capullos de gusano, las gatas peludas y los bichos canasto.
Todo convivía en ese pequeño atolón que no había sido alcanzado por la perversión a pesar de su tanta presencia.

Me llamó mi madre un día, desde toda la distancia que yo había generado al partir de allí, para contarme que, además de los sudores omnipresentes de la señora denfrente, un color amarillo rancio y un olor penetrante se habían puesto a vivir en su ancho y extenso cuerpo, y la habían internado.
A la mañana siguiente, ya estaba muriéndose, sin más explicaciones y consuelos que la vida es así.
Había sido la única amiga de mi madre, esta madre, mujer, que había dejado a sus amigas hacía cincuenta años del otro lado del océano de la guerra y las mezquinas disputas de poder.

Los hijos de la señora denfrente, miserables, como la mayor parte del género humano, que es el único capaz de alambicar tanta miseria y desidia, debatieron sobre su cadáver fresco, pero nadie recordó regar las flores ni dar de comer a las gallinas y a los pájaros.
Yo, hace mucho que no ando por allí, pero practico cada mañana el saludo a la vida en su nombre y su recuerdo.


Ya hay un pájaro que come de mi mano y no me teme.
Tal vez he aprendido algo.


- 16 de septiembre 2009.




Pájaro en una tormenta*



Ese día, ese primer día de la naciente primavera
la embriagadora música amaneció sobre los montes.
La risa azul que irradiaba el firmamento
reverdecía las laderas y ensalzaba
los contrastes verdirojos de los prados.

Ese día florecieron los años de destierro
reconstruyendo la antigua cúpula dorada
con columnas de esperanza y miradores
que se abrían sobre el valle de la dicha.

Así, ciego, con la daga de tu nombre entre mis labios,
creí haber escapado a las fauces del destino,
pero hoy las sombras cenicientas de twin peaks
nuevamente han descendido sobre mí
y no hay una hondonada sin fisuras
donde poder respirar un minuto de sosiego.

¿Qué despiadada venganza de los dioses
me condena al arbitrio de las nubes
inquietantes, plomizas, que me cubren?

¿Qué oscuro designio ha desencadenado
el furor del vendaval sobre mis alas rotas?

Dondequiera que el atardecer me lleve
la faz del firmamento está cerrada.

Un granizo triste azota las esquinas
de esta ciudad vencida, saqueada y moribunda
donde hasta los perros vagabundos se estremecen
cuando sus ojos caen en la oquedad del cielo
tapiado por un muro de silencio perpetuo.

No hay luna que brille en esta noche aciaga
y hasta el bosque resuena con un murmullo de amenaza
que confunde la vigilia de los buhos
y acalla las canciones de los árboles
como una divinidad incontestable.

Los ángeles blanden un estandarte de inclemencia
y el horror se va extendiendo en los zaguanes
como un torrente negro que va desdibujando
las huellas que dejaron nuestros pasos
en la alfombra de asfalto, en las baldosas
blanquinegras que adornan el recuerdo.

Todo es una sombra impenetrable,
todo un trueno aterrador que nunca cesa,
un relámpago atroz que incendia la cordura.

Y entre el caos volar, volar toda la noche,
toda la infinita noche atravesar los cielos
sabiendo que las tormentas nunca cesan
y que el amanecer es tan sólo una utopía
urdida con los frágiles cristales
del evasivo espejo que jamás se detiene.



*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/








El patriarca de los pájaros*



*Por Víctor Maini


En toda barra había un gordo, y todos los gordos eran buenos. Si este mito se basaba en que nunca se enojaban, se reían fácilmente con lindos hoyuelos en los cachetes, al formar la montaña rusa iban siempre abajo y uno se podía tirar como si estuviera frente a un colchón o jugando al siete vidas se
podía chumbar que se iba aguantar todos los pelotazos sin chistar, entonces el nuestro era el más bueno de todos. A tal punto que se había puesto su propio sobrenombre, su nombre era Gabriel Barril. pero nosotros nunca lo llamamos por el apellido, siempre le dijimos barril, desafiando a la señorita Zunilda quien sostenía que las mayúsculas en nombres propios o al inicio de una oración se podían escribir pero no pronunciar.
Para completar el personaje, barril hablaba con la "z", trayéndole este problema un sólo beneficio, ser el único en pronunciar correctamente el nombre de la maestra, pero por otro lado no podía pedir zilenzio por temor a conseguir todo lo contrario.
A la hora de jugar a la pelota, en la cruel ceremonia del pan y queso, siempre quedaba último para ser elegido, con el agravante de que no lo quería ninguno de los dos equipos, la tarde que salí a mediar por él, Mario me gritó "llevátelo vos que tanto lo defendés, no ves que este gordo no sirve para nada, ni de arquero puede jugar, lo pongas donde lo pongas se queda mirando los pajaritos".
Dicen que la crueldad no deja de ser verdad, y en este caso era literalmente cierta la acusación, a barril lo único que le interesaba cuando estaba en la calle eran los pájaros, conocía la nueva camada de pichones de los horneros que habían hecho el nido en el frente de la comisaría, cuantas calandrias
había en tal árbol, colgaba tachos en los plátanos para ayudar a los gorriones, llevaba mijo en los bolsillos del guardapolvos para las palomas que bajaban al patio de la Zeballos, y al volver de la escuela siempre tratábamos de acompañarlo por miedo a que cruzara Cafferata mirando para arriba, siguiendo el vuelo de alguna tacuarita.
El patio de su casa estaba lleno de jaulas, cada una con un pajarito, jaulones, tramperas, y redes que lo ponían de muy mal humor a Adrián, el loco, el poeta del grupo, el que se paraba siempre en un lugar distinto para hacer su comentario en su propio lugar, acción que lo llevaba a chocar con todos, pero especialmente contra el gordo por una cuestión de principios, las aves para el soñador representaban sueños y nadie tenía derechos a encerrarlos, ni siquiera un amigo. Para hacerlo enojar, solía cantarle un
tema de Guarany que decía algo así como "qué tristeza tendrán, los que enjaulan los pájaros, que amargura tendrán, para encerrar su canto...", canción que ponía muy nervioso a Gabriel quién siempre le pedía lo mismo: "No empezé Adrián, no empezé eh..."
Pero el artista así como sabía apretar, sabía aflojar también : "No te enojés, rey del bosque, cambiate que vamos a tomar un helado y de paso miramos algunas canarias".
A nadie sorprendió, entonces, que barril, después de trabajar unos años en una fábrica de bolsas de polietileno, se hiciera echar y con la indemnización abriera una forrajera con ventas de pájaros incluida en Lavalle y Mendoza, lugar que para nosotros fue el último refugio en donde poder vernos de vez en cuando. Cuando pasaba Adrián por el comercio, todo empezaba de nuevo "¿Aquel cabezita negra está preso por causas políticas?, ¿Aquellos chilenitos y paraguayitos están detenidos por indocumentados? ¿Ese tordo chaqueño está procesado por ejercer la medicina ilegal en Resistencia?
Por lo menos soltá el cardenal, adonde viste un cura preso, gordo chanta".
"No empezé Adrián, no empezé, eh, que ahora que me junté con la turca y sus dos pibes tengo que vender zien pájaros por día".
--No te enojés, benteveo, y poné la pava que te cebo unos amargos, --aflojaba el irónico.
El tiempo fue cambiando las casas y la mentalidad de quienes las habitan, las nuevas leyes y decretos prohibieron la venta de pájaros nacionales y las multas y clausuras fueron creciendo sin pausa ayudadas por la intransigencia de su dueño.
Una mañana, al volver de hacer unos trámites, al doblar Lavalle vio lo que nunca imagino ver, un jeep parecido al de Daktari, parado frente a su negocio, unos chicos disfrazados de Rambo cargándolo con jaulas llenas de pájaros que sacaban de su local, incluyendo a Carusso, un cardenal amarillo que no estaba en venta por ser un regalo de su cumpleaños número diez. Su madre vencida en la vereda alcanzó a decirle al verlo llegar "perdoname hijo, no pude hacer nada".
El que no ahorca cuando aprieta es Dios, pero la realidad suele ser atea y en ocasiones no afloja, aprieta hasta el final. Antes de llegar a ese final barril explotó. Lo hizo ante un inocente, un pibe que trabajaba ad honorem, y creía que estaba construyendo un mundo mejor largando pajaritos, un adolescente que nada sabía de la acumulación de penas, rencores, impotencias, de ese desconocido que ahora lo estaba tomando del cuello con sus manos transformadas en garras y mordiéndole la cara hasta arrancarle un
pedazo.
Se cree que lo hubiera matado de no haber sido por la participación de un compañero de la víctima, quien clavó un dardo tranquilizante para pumas en la nalga del gordo.
Por intento de homicidio y desfiguración de rostro estuvo un tiempo en Coronda, donde se negó a recibir visitas, cuando lo trasladaron a la sexta tomé fuerzas y fui a visitarlo.
Para evitar de tocar temas como el de la reciente muerte de su madre, o la fuga de su mujer con un policía le compré un libro enciclopédico sobre pájaros nacionales, que ojeó sin mucho interés y que terminó mojándolo con sus lágrimas, cuando después de hablar unos minutos de pavadas, rompió en
llanto como un chico.
Después de llorarse todo, insultó, blasfemó, descargó su ira contra el encierro, la cárcel, las rejas, confesó que hubiera preferido estar muerto todo este tiempo antes que encerrado, que sentía pánico al saber que afuera pasaban cosas y que él no podía hacer nada. Me tranquilicé recién cuando lo escuché ponerle unas fichas al futuro, cuando dijo que a pesar de todo no veía la hora de salir para ir a comprar pájaros. Me alegró por un lado, pero me sorprendió por otro, y se lo hice saber "barril, vos vas a seguir en este negocio después de todo el kilombo que se armó". Me contestó rápidamente:
"Ni loco zigo, voy a comprar pájaros para zoltarlos, flaco, para zoltarlos".


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-30223-2011-08-31.html







La caída de las hojas*



Los pasillos de la biblioteca aparecieron llenos de hojas esparcidas por el suelo. A medida que pasaban los días, el grosor de las hojas iba en aumento, y solo faltó que alguien abriera las ventanas para que se crearan remolinos de hojas que al final se acumularon en los pasillos de la Z y la V.

El sustituto del bibliotecario titular estaba obnubilado por el suceso y no sabía como reaccionar. Se resistía a tirar las hojas, ya que de hacerlo dejaría ejemplares incompletos, pero por otra parte tenía que hacer algo porque, de seguir así, en una semana sería imposible pasar entre las estanterías.

Se resistió hasta donde pudo porque quería que se reconociera su capacidad para llevar la biblioteca pero llegó el momento en que no tuvo más remedio que llamar al viejo bibliotecario oficial.

No esperaba que el anciano no se sorprendiera y aun resuena la carcajada en sus oídos y aquella respuesta "¿Pero, acaso no te has dado cuenta de que estamos en otoño?




*De Joan Mateu. joan@cimat.es







Homo Cosmos*



*Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona



UNO Rodríguez sigue mirando fijo. Sin pausa. Tal vez la culpa sea del calor bestial: mejor no desperdiciar energías bajando párpados o moviendo pupilas.
Mira a quemarropa, sin que se le mueva un pelo de sus pestañas. Y si la semana pasada Rodríguez contemplaba una patata frita devenida hostia milagrosa, lo que observa ahora es una foto de la Tierra. Una de esas postales que nos muestran el sitio donde nos pusieron. Pero esta es una foto diferente. No es la típica vista de azules y blancos y marrones celestiales y armónicos. No, esta foto -enviada por el satélite GOCE de la Agencia Europea del Espacio- revela un paisaje diferente del mismo lugar de siempre.
Colores más histéricos y cercanos a las inflamables tonalidades del cómic. Y lo más inquietante de todo: la tranquilizadora forma esférica ha sido suplantada por algo que parece abollado a patadas, curtido por batallas contra sus parásitos habitantes o, tal vez, en el acto mismo de desinflarse. Algo, sí, deforme.


DOS Y si el rostro es el espejo del alma -piensa Rodríguez-, entonces, teniendo en cuenta lo que muestra y demuestra la foto en cuestión, la cosa no anda bien. Y es que Rodríguez -más allá de que la carrera espacial parezca ya no tener meta a la vista y que se hayan retirado de circulación los transbordadores espaciales- pertenece a una generación que creció pensando mucho en el universo, el infinito y más allá. Ya saben: el hijo único de Kriptón; la paranoia y el afecto especial por aquellas películas con efectos especiales baratos pero sentidos estrenadas durante la Guerra Fría y repuestas en televisores blanco y negro; Spock & Kirk, Los invasores y sus inflexibles meñiques; el satori definitivo de 2001: odisea del espacio; los delirios de Erich von Däniken y las epifanías de Carl Sagan; Steven Spielberg como supuesto agente de prensa de extraterrestres; el desprecio por el infantilismo space-opera de George Lucas; y, ahora, la ocasional pero cada vez más frecuente sospecha de que su hija mayor (pero eternamente adolescente) y su atemporal señora esposa bien pueden ser body-snatchers. Con su hijo menor -diez años-, Rodríguez todavía siente alguna conexión espacio-temporal. Y es con él que Rodríguez parte. En busca de aire acondicionado y, de paso, ver Super 8 de J. J. Abrams. Rodríguez la pasa bien. Aunque le perturbe un poco la ínfima distancia que separa a un homenaje sentido a sus siempre veneradas Encuentro cercanos del tercer tipo y ET de una imitación cínica y aduladora, calculada al milímetro. Y suspira aliviado: este nuevo producto marca Abrams -tal vez porque Spielberg lo vigiló de muy cerca- tiene, por una vez, algo parecido a un final. Porque, por lo general, las creaciones de Abrams suelen ser como la vida misma: formidable nacimiento Big-Bang, intensos primeros tramos en la infancia, múltiples enigmas durante la adolescencia, madurez con demasiadas opciones y, de pronto, todo comienza a caerse y degradarse hasta ese extenuado y extenuante pfff... Pero lo de antes: Rodríguez sale contento. Le han dado una nueva dosis de optimismo cósmico. Es decir: le han contado una historia en la que los extraterrestres todavía parecen interesados en conocer nuestra dimensión desconocida.


TRES Ya en casa, Rodríguez regresa a los recortes de periódicos que va guardando en una carpeta en cuya portada escribió, Expediente X. Allí, noticias estelares. Las incorporaciones recientes tienen que ver con lo del ADN en meteoritos; las jupiterinas lunas Io y Europa y Calisto como posibles acuarios siderales a los que mudarnos en cuanto se pueda; los cada vez más numerosos exoplanetas; los reportes de Cassini y las fotos del Hubble...
Pero lo que más le interesa a Rodríguez es la búsqueda de pruebas irrefutables de vida inteligente en otros planetas. Las nuevas teorías que pasan no tanto por su inexistencia, sino por nuestra incapacidad para percibirla. O el que tal vez ellos ya no puedan registrarnos; porque nuestro paso a las débiles ondas digitales se encuentra hoy bajo un escudo de poderosas ondas analógicas flotando entre estrellas y produciendo el equívoco de que, como ya no transmitimos así, nos hemos extinguido. O el que no entiendan esa cartita del Voyager. O -teniendo en cuenta que si todo el tiempo del universo hasta la fecha ocupara un año, la humanidad apareció recién en los últimos dos segundos del 31 de diciembre- el pensar más en el cuándo que en el dónde. A pesar de todo, los especialistas aseguran que en diez años sabremos algo. Mientras tanto, Stephen Hawking declaró, días atrás, que mejor seguir así y no conocer a parientes lejanos. Para Hawking, hacer contacto sería algo demasiado parecido a Colón desembarcando en el Nuevo Mundo. Nosotros seríamos los aborígenes devorados por los de afuera, claro. Por el momento -lee Rodríguez- la única señal captada allende los océanos siderales, en medio siglo de parar la oreja, fue aquella recogida el 15 de agosto de 1977 que, al ser decodificada, nos ofreció el siguiente
mensaje: "Wow!".


CUATRO Y "Uy!" vibra Rodríguez cuando se entera de que Ridley Scott prepara nueva aproximación al universo de su Alien y confirma que volverá a los callejones replicantes de Blade Runner. No serán, parece, ni remakes ni sequels ni prequels sino, más bien, variaciones sobre la criatura en el medio de mi pecho y la palomita del androide lírico que vio tantas cosas. Y la noticia en principio excita a Rodríguez. Se imagina yendo a verlas con su hijo antes de que éste sea abducido para siempre -las redes sociales como el más interior de los espacios- por la especie que capturó a su hermana. Pero enseguida se preocupa. Los últimos films de Scott no son lo que se dice maravillas y, además, a Rodríguez no le gusta que le toquen su pasado futurista. Suficiente ha sido lo de Super 8 retro-reflejando su pubertad en
tiempos donde los invasores aún venían de tan lejos, en las primeras líneas del Libro de Jobs y su tentadora manzana, cuando los fotógrafos amateurs de la NASA daban vueltas en el aire y le pedían a la Tierra que dijese "Whisky" y no "Crisis" para arrancarle la, todavía, más redonda de las sonrisas.
Tiempos en los que no estábamos solos y en el espacio nadie podía oírte gritar.
Hoy le toca preparar la cena a Rodríguez. Canelones à la microonda. Avisa desde la cocina. A comer. Silencio. Rodríguez camina por las habitaciones.
Luces encendidas, ninguna señal de vida. Como si esposa/hija/hijo hubiesen sido teletransportados por un rayo misterioso que hizo nido en sus pelos.
Rodríguez se sienta en la mesa del comedor. Triste como perro en órbita, perdido como lágrimas en la lluvia. Los canelones saben a pasta astronauta.
Rodríguez enciende la tele e intenta descifrar lo que hablan Zapatero y Rajoy justificando alteraciones artificiales -obligados por poderes superiores, rapidito, sin referéndum- en el organismo radiactivo de la Constitución. Rodríguez no entiende nada. Preferiría un "ET phone home", un "Klaatu barada nikto". Cualquier cosa menos el incomprensible idioma de estos dos marcianos alienadores. La verdad no está ahí afuera. La mentira, sí. En todas partes. Y -Rodríguez está verdaderamente solo y abre la boca y suena fuerte- en esta Tierra casi enterrada sí pueden oírte gritar. Pero nadie te oye porque cada cual, cada cual, atiende su grito.
Wow!

*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-175639-2011-08-30.html




*

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