lunes, octubre 17, 2011
EDICIÓN OCTUBRE 2011
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
EL REGADOR*
a la memoria de Haroldo Conti
y don Pedro Aimetti
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Sólo los que hemos vivido en pueblos chicos sabemos reconocer el olor a la tierra mojada por el regador, al atardecer, cuando el día va diluyéndose sin fervor. No es el olor a pasto mojado, o a alfalfar en jolgorio, sino un olor más tranquilo, que se mete con suavidad en las pituitarias, como un bálsamo sin dejar de inquietar.
En el principio los carritos regadores eran tirados por caballos. Dos inmensas bombas estratégicamente ubicadas en el pueblo proveían de agua suficiente para tan necesario y refrescante menester: aplacar aunque fuese un poco en verano, el polvo invasor que se asentaba en las anchas y solitarias calles de ese conglomerado irregular de casas sombreadas de paraísos añosos, y la calma que sólo aserraban las chicharras de diciembre.
Una de estas bombas proveedoras estaba a pocos metros de la entrada de la cancha del club Federación, pleno barrio “De las Ranas”, pero la otra estaba en la cortada Mariano Vera, pegadita a la Escuela Nacional, en el terreno de la placita Sarmiento. Y esa bomba era la que más observábamos en su trabajo de repositora de agua para el carrito aguatero ya que estaba en nuestro barrio, teatro de nuestras travesuras, camino de los mandados, cruce prácticamente de nuestra precaria y limitada vida social de entonces. Con el paso del tiempo estos carritos fueron reemplazados por unos camioncitos-tanque al que pintaban íntegramente de rojo y en grandes letras blancas escribían:”Comuna de Los Quirquinchos”. Y allá iban hipando bajo los soles y los vientos, más atareados en verano por razones más que obvias, porque el polvo, nunca terminaba de asentarse.
La hora que elegían los “regadores” como llamábamos a los hombres que realizaban esas tareas, era -creo no confundirme- al borde de las siestas, y se prolongaba hasta que las sombras caían como un gran pañuelo oscuro que aposentaba primero sobre los campos vecinos y luego iba corriendo de a poco las casas y los árboles y sólo dejaban visibles a algún grupo de chicos amigos a dejar sin jugar y algún que otro perro vagabundo. Si nosotros avistábamos de lejos ese tanquecito refrescante, es decir antes que movieran las palancas que saltaban el chorro hacia un costado y un par de segundos hacia el contrario, jugábamos a los gritos:
-Izquierda! Y levantaban esa mano en señal de apuesta como nunca empezaban el chorro por la misma mano, debo suponer que era sólo un golpe de azar el que hacía que el conductor se inclinara por una palanca u otra. Por lo cual hacía más apasionante el acertijo y como casi siempre estábamos en el centro de la calle hasta nos mojábamos los pies con ese chorro que muchas veces por precaución el hombre suspendía o tal vez por gastarnos una broma.
Casi con seguridad los recuerdo en esa tarea a Donato Yocco, a Juan Pessi o al inefable don Pedro Aimetti, gringo buenazo y vecino nuestro.
Nos gustaba pasar por esa placita mientras los regadores iban a recargar agua. La inmensa bomba estaba resguardada dentro de un cuartito de material, de donde salía un caño de bastante diámetro que se dirigía a la boca sobre el techo del camioncito previo quitar una tapa se ponía en funcionamiento la bomba y un grueso y poderoso chorro llenaba bastante rápido la capacidad del tanquecito regador. Toda esa estructura estaba bajo un fresno y ese lugar siempre mojado y húmedo estaba invadido por abejas y mariposas y gorriones atrevidos que saciaban su sed y daban una sensación de frescura y libertad con el aditamento de una pizca de belleza mística, inocente y ya perdida para siempre, por que las nuevas generaciones sólo pueden informarse por nosotros, pero como toda cosa de otro tiempo se pierde la oportunidad de la experiencia, que es mucho en la vida y uno nunca sabe a ciencia cierta para qué. A quién le sirve todo eso, lo que alguna vez estuvo y está pero en la memoria de algunos, como un almacén un poco ocioso, escondido detrás de una cortina o evanescente tras el paso frugal pero implacable de los tiempos.
Hoy, aunque en apariencia es el mismo pueblo, es como si las cosas hubieran cambiado de lugar. Por empezar están casi todas las calles pavimentadas, pero el camioncito regador sigue –más moderno- aplacando el polvo de las calles suburbanas que sólo tienen un afirmado, con lo cual mataron las de tierras.
No puedo no pensar en ese cuento, “Los novios”, del gran Haroldo Conti, imbatible en la memoria, quien escribe: “Era un camión rojo con un águila en el radiador. Hipólito se sentía bien con sólo verlo. Primero echaba un chorro hacia un lado y después el otro y recién un par de metros más allá echaba dos chorros a la vez, uno para cada lado.
Cuando el camión del riego hubo pasado la calle parecía más oscura. A Hipólito, ver ese camión aparecer por la punta de la calle, lo ponía bien”
Lo mismo le pasaba a mi niñez despreocupada, cuando el camioncito comunal aparecía por la calle de Hugo Ruiz, perseguido por ese ejército de mariposas perdidas para siempre.
LA OTRA CONFESIÓN: *
*De Guillermo Camacho. info@auroraboreal.dk
Twitter: @INFOBOREAL
¡Lo estamos observando!
Esas tres palabras, simples pero contundentes, estaban escritas en una caligrafía perfecta y con un estilógrafo de los de antes. La nota del papelito amarillo venía pegada a la carátula de la última versión del folleto sobre Acoso Sexual que había publicado la oficina unos años atrás.
¡Me quedé helado!
Tuve que sentarme y volver a leer pausadamente la nota.
Me volvió a parecer que las tres palabras eran categóricas, concluyentes.
Todo había pasado muy rápido en los últimos diez días. Esto era curioso, porque si hay algo que caracteriza a nuestra institución, además de ser tal vez la mayor organización internacional del mundo, es la lentitud en el ritmo de las acciones y la toma de decisiones. Dos semanas atrás se había decidido que mi división se mudaría tres pisos más arriba, a las antiguas oficinas del departamento de recursos humanos. A ellos los habían trasladado a un nuevo y hermoso edificio frente al río, donde también estaba ubicada la Secretaría General y los Consejos Generales, de Seguridad, Económicos y de Administración.
Me olvidé por completo de que a la mañana siguiente partiría en misión a un país caribeño. Estuve fácilmente media hora sentado, revisando mis veintitrés años de servicios en la organización. Repasando cuidadosamente episodios que pudieran ser la causa para que hubiera recibido aquella nota insinuante y atrevida con el folleto de pautas y comportamiento sobre Acoso Sexual. Aquel documento ya tenía sus años. Había sido presentado como parte de una serie de manuales sobre formas de actuar y seguridad después del ataque a las Torres Gemelas. Pero todo eso era pasado.
Sentado en aquella silla de mi nueva oficina, aún con la piernas temblorosas y la boca reseca, me vino a la memoria mi época de estudiante universitario y las apasionantes discusiones sobre la conciencia moral. Me enfrasqué una vez más en el concepto de que ciertas personas observan una determinada conducta moral y que otras se conducen de forma inmoral.
Pero yo, ¿cuál principio moral había violado?
No encontré en el archivo de mi memoria durante los años de servicio ningún acto que mi conciencia rechazara. Ninguna obligación a reparar algún mal. Aquella reflexión ayudó a que mis piernas dejaran de temblar, la saliva me volviera a fluir humedeciendo mi boca y la temperatura de mi cuerpo subiera otra vez. Descubrí con placer mi reflejo en el vidrio de la ventana. Ya no estaba lívido. Terminé de desempacar cajas, agarré mis notas para el viaje y me fuí al Caribe a mi misión de trabajo.
Las dos semanas de trabajo en el Caribe fueron intensas, pero gracias al clima tropical marítimo de la isla, que en esos días estuvo influido por unos vientos agradables, y su rica comida, una mezcla de sabores del África y de la India, me hicieron olvidar por completo el papelito amarillo con sus tres palabras contundentes.
Regresé del Caribe a mi nuevo despacho. A pesar de que lo encontré en orden -ya todo el equipo se había mudado a sus respectivos cubículos y lentamente cada cual empezaba a agregarle ese toque personal que humaniza la oficina-, había algo extraño en el ambiente que no pude identificar.
Tal vez al único que le noté un aire distinto, algo nervioso, fue a Huguito, el empleado de menor rango de mi unidad. Lo conocía de antaño. Huguito había estado encargado durante los últimos veintisiete años de los aspectos logísticos de mi unidad, llámese boletos aéreos, suministros de papelería, mantenimiento de fotocopiadoras, el café y hasta las flores de la sala de reuniones por mencionar tan sólo algunas de sus tareas más evidentes. Era querido por todos. Algunos incluso lo apodaban cariñosamente Don Hugo, porque efectivamente era un as para hacer milagros y solucionar problemas de última hora. Y gracias a Huguito siempre quedábamos bien. Con las mujeres del equipo era detallista, especial. Todo un caballero. Se acordaba de sus cumpleaños, les hacía favores personales. Realmente un gran elemento en el grupo. Estuve tentado de preguntarle qué le pasaba, pero me contuve concluyendo que debía estar exhausto después de la mudanza, porque éramos diez y seis hombres y diez y ocho mujeres en toda mi unidad. Supuse que durante mi viaje en misión al Caribe todos habían abusado de sus favores.
Para sorpresa mía, a los dos días de mi regreso Huguito me pidió audiencia. Al entrar a mi oficina se disculpó por interrumpirme, cerró la puerta y me aclaró que me iba a hablar como amigo y no como subalterno.
- Doctor llevo quince días que no pego un ojo, me dijo cuando se desplomó en la poltrona de cuero de mi despacho.
Su cara estaba demacrada. Unas bolsas debajo de los ojos daban fe de que llevaba días sin dormir. Su respiración estaba acelerada. Empezó a hablar, pero a la segunda palabra se deshizo en un llanto que me asustó. Lo dejé llorar en silencio, temiendo que me iba a anunciar lo peor, mientras le servía un poco de agua. Me juró por sus dos hijos a quien yo conocía desde el nacimiento que él no había hecho nada de mala intención. Él era incapaz; y a estas alturas de la vida, si llegaba a perder el puesto sería el fin. Todavía le quedaban doce años por pagar de la hipoteca de la casa. El menor acababa de empezar en la universidad. A la mayor le faltaba un año para graduarse de profesional. De hecho, me había nombrado padrino indirecto de la hija mayor. Me recordó el esfuerzo monumental que estaba haciendo por educar a los hijos, por darles una educación para que tuvieran un futuro mejor que el suyo, que aunque no se quejaba porque el salario era bueno, no le deseaba a los hijos que se quedaran sirviendo el café o preocupados porque el papel para las fotocopiadoras no había llegado a tiempo.
Dijo muchas otras cosas, algunas incongruentes, pero se detuvo y me miró fijo a los ojos cuando me confesó que las palmaditas en las nalgas que le daba a la secretaria de Sandro Trombatore eran de puro cariño. Después de esa confesión le volvió a dar rienda suelta al llanto.
Cuando se calmo abrió el puño y me lo mostró:
Un post-it de color amarillo, arrugado, con tres palabras simples pero contundentes escritas en una caligrafía perfecta y con un estilógrafo de los de antes:
¡Lo estamos observando!
Volvió a llorar a moco tendido como un niño indefenso mientras se le retenía la respiración y se ahogaba en unos suspiros. De repente dijo:
Este post-it me llegó pegado a la carátula del folleto de Acoso Sexual. Pero le juro Doctor que mis palmaditas en las nalgas de la secretaria del Doctor Trombatore son inocentes. ¡Si ella podría ser mi hija!
Cuando Huguito se volvió a calmar me pidió que intercediera ante los grandes jefes. Es más correcto decir que me rogó que abogara por él. No lo podían botar. Confesó que sí era cierto que cuando subía el papel de las fotocopiadoras hablaba con los otros empleados de las piernas de la Doctora Pinto -porque efectivamente las tenía muy buenas- pero que era ella la que le pegaba el culito en el ascensor cuando iba lleno. Él nunca le había dicho nada porque suponía que desde que el italiano la había dejado plantada a la Doctora Pinto le debería hacer falta un macho en casa. Además, él entendía que ella con la cara insinuaba que sí le gustaba ese roce del ascensor. Antes de dejar mi oficina y obligarme a jurar que intercedería por él ante la administración, aceptó que había tenido una aventura con una secretaria, pero que eso había durado unos pocos meses y sólo en una ocasión habían hecho el amor en las oficinas. Además recalcó que esa aventura no valía porque por aquellos años no existía el tal folleto de Acoso Sexual.
La historia de Hugo me dejó perplejo. No pude concentrarme en toda la mañana. Decidí salir a almorzar más temprano que de costumbre. En el ascensor me encontré con Roda, quien me preguntó si me importaba que fuéramos a comer juntos. Quería comentarme algo, pero como yo había estado en misión en el Caribe no había tenido oportunidad. Sugirió que no comiéramos en la cafetería del edificio porque lo que me iba a comentar era delicado y prefería un lugar más discreto y alejado de la oficina. Dijo que él invitaba. Me llevó a un restaurante costoso que usamos cuando tenemos invitados importantes. Ordenó una botella del mejor vino blanco sin preguntar y a pesar de que yo le dije que tenía que volver en la tarde a trabajar a la oficina.
No he hecho nada en toda la mañana. Tengo que volver a terminar el reporte del viaje al Caribe, pero no me escuchó. Cuando iba por la mitad de la botella, ya tenía las mejillas rojas y se había fumado cuatro cigarrillos desde que habíamos llegado, le pregunté:
Bueno Roda, ¿de qué se trata la vaina?
Después de un rodeo, en el cual me dijo que yo sabía que él era un verdadero amigo mío, que podía confiar en mí, que nuestras esposas también eran buenas amigas y que no era sólo porque jugaban al tenis juntas desde hace tantos años, tenía que confesarme que llevaba tres años enredado con la uruguaya de la unidad. Que no pensaba separarse porque eso destruiría a su señora y que él no pensaba dejar a sus hijos. Pero que tampoco estaba en sus planes dejar a la uruguaya. La uruguaya y él habían encontrado un equilibrio que no molestaba a nadie. Sólo se veían cuando estaban juntos de misión en el extranjero y que cuando volvían muy rara vez se veían por fuera de la oficina. Tomó una copa de vino de un sorbo y sacó del bolsillo de la chaqueta un papelito amarillo en el que pude leer claramente:
¡Lo estamos observando!
No había duda. Aquel post-it amarillo también había sido escrito con un estilógrafo de los de antes y con una caligrafía perfecta. Era contundente. Lo volví a leer en silencio y muy despacio. Una vez más me volvió a parecer categórico y concluyente.
Viejo, me dijo cariñosamente, llevo noches sin dormir. No me puedo concentrar. Me irrito por cualquier cosa. Stella se huele algo pero eso lo resuelvo yo. Lo que me tiene preocupado es este papelito de mierda que me llegó con el folleto de Acoso Sexual. Lo curioso es que nadie lo sabía en la oficina. Hemos sido muy cuidadosos conociendo las reglas. Alguien nos tuvo que haber delatado. Algún envidioso. Alguien que no tolera que tenga de amante a una uruguaya quince años más joven que yo. Tal vez es Lucía la del Consejo de Seguridad. Ella quiso tener algo conmigo pero yo la rechacé. Pero ahora creo que ella nunca lo superó y se está vengando. ¡Viejo me tienes que ayudar si hay una investigación!
No me quedé a tomar el café. Inventé cualquier disculpa y me fui asqueado. Desilusionado, sorprendido de mi ceguera. Mi incompetencia quedó demostrada. Durante las siguientes semanas el ambiente de la oficina empeoró. Catorce de los diez y seis hombres de mi unidad desfilaron por mi despacho con diferentes pretextos, pero todos confesaron un mismo delito. Por supuesto que hubo variaciones en los personajes, y en un caso, uno de los personajes era elemento central de varias historias simultáneamente; pero el delito y el detonante fueron siempre el mismo: una nota escrita con un estilógrafo de los de antes en una caligrafía impecable con tres palabras contundentes pegada al viejo folleto de Acoso Sexual de la oficina:
¡Lo estamos observando!
Todos de una u otra forma me pedían lo mismo, que abogara por ellos ante la administración central en el caso de que hubiera una investigación. El único que no había pasado por mi oficina era Sandro Trombatore. A Sandro lo conocía desde la época en que fuimos a Columbia e hicimos un posgrado juntos. Luego el destino nos volvió a juntar en la misma oficina. Desde entonces habíamos consolidado nuestra amistad. Estaba tan decepcionado de todos que no le quise comentar el asunto. Estuve tentado, pero lo vi tan contento y alejado de esa problemática decadente de nuestra unidad que no quise contaminarlo con ese ambiente negativo. Aunque debo confesar que sí le di tiempo, pues para ese momento estaba convencido de que todos los hombres de la unidad, incluido Sandro, habíamos recibido el famoso post-it con las tres palabras.
Pero Sandro Trombatore nunca se presentó en mi oficina. Y en cierta forma fue un descanso para mí. Al menos otro que podría decir que también tenía la conciencia tranquila.
La noticia de la muerte de Huguito nos llegó como un bombazo. Se desplomó una mañana en la sala de las fotocopiadoras. Un infarto fulminante acabó con él. En el entierro su mujer me confesó que su marido llevaba más de un mes sin dormir, preocupado por algo que nunca le quiso confesar.
Volvimos del entierro. Sandro vino a mi oficina a subirme la moral porque me vio muy afectado. Me dijo que esa era la vida, que es corta, que hay que gozarla, que hay que disfrutarla mientras tengamos salud. Que jamás hay que perder el sentido del humor, porque si no le puede pasar a uno lo mismo de Huguito. Quedarse tieso cuando uno menos lo espera. Que había que tener filosofía de vida.
Entonces me confesó la travesura. El día de la mudanza se encontró en su oficina con una pila de dos mil folletos sobre Acoso Sexual que los del departamento de recursos humanos nunca quisieron llevarse a pesar de que se cansó de pedirles el favor de que vinieran a retirarlos. Mientras yo lo miraba atónito me dijo:
Caro, imagino que los has visto. Es un folleto hermoso de cuatro paginas de instrucciones y pautas sobre lo que no se debe hacer y sí se puede hacer. Están impresos en ese papel semi mate fino. Cuando estaba a punto de tirarlos se me ocurrió la idea y escribí diez y seis notas. Hasta te mandé uno a ti.
¡Lo estamos observando!
Pero definitivamente parece que en esta oficina ya nadie tiene sentido del humor porque hasta la fecha de hoy absolutamente nadie me ha hecho un comentario al respecto. Ni siquiera tú, pícaro, que te conozco todo el recorrido.
Luego soltó una carcajada homérica que aún estoy escuchando en mis oídos.
Naufragio*
Gravemente la lluvia está contando
el pausado suicidio de las gotas
sobre el naufragio de los sueños grandes
y las pequeñas cosas.
De pie entre los despojos, mi sonrisa
acepta las migajas de tus horas
y no ves que, privadas de tu savia,
se desprenden mis hojas.
Angustia de caer pendiente abajo
costumbre de la piel, que se demora
grilletes de miseria compartida…
se nos muere el amor.
Se desmorona.
*De María Amelia Schaller. masch@arnet.com.ar
EL NOMBRE SIN PALABRAS*
"Palabra para nombrar lo tantas veces dicho
Y oído apenas como un son lejano de campana."
ANGEL DARÍO OLIVA
Como nombrar al barco que no tiene nombre.
No tiene nombre, pero tiene, matriz y huevo fecundado.
Como nombrar tu barco.
Tu galeón, tu navío, tu palabra incierta.
Tu nave, tu vapor, tu grito ciego.
Tan iguales. Tan opuestos. Tan hallados.
Y tienen remos y tienen quilla y todos los aromas.
Y vientos clausurados y costas y arrecifes.
Como decirte, donde buscar a Argos.
Donde la mirada, si cuando cierra un ojo abre el otro
Como llamar a Argos: el constructor, el arquitecto.
El orfebre, el dador de la vida o de la muerte.
Como nombrarlo, si el pavo real no flota, tampoco la mentira.
Y el perro devora al cazador y al ciervo.
Como nombrarla a ella y no decir brújula.
Bitácora, saeta , cuadrante desangrado.
Como contarte las cosas que no nombra la hiedra
Como decirte madre total, campana enfriada por el viento.
Como nombrarte, amor, el naufragio de palomas muertas.
Como nombrar tu grito más profundo y no decir milagro.
Vida, Vida. Vida.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
SENDEROS*
Llora el cielo
el dolor del humano
que no redime.
La esperanza
en las alas del viento
busca un puerto,
Sin velas de fe
deambula el hombre
por el infierno.
Su sangre muerta
deja huellas sombrías
en los rincones.
No serás árbol,
no madurarás frutos,
serás estéril.
La vida es río,
sólo una vez pasa
por la ribera.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
Desde las profundidades de la noche*
Desde las profundidades de la noche
surgimos como un sueño sin banderas.
Resucitados y anhelantes
resolvimos prendernos en el viento
y atravesar las nubes tormentosas
que amenazaban, negras, nuestro sueño.
A un horizonte inmenso nuestros ojos volaron;
como locas gaviotas errantes planeábamos,
pero eran nuestros títeres los que se arracimaban
en la alegre cubierta de un barco que zarpaba.
Toda costa escondía una sorda presencia.
Siempre creímos que el mar nos salvaría
pero el mar resultó una pantomima,
una niebla poblada de fantasmas
que a nadie revelaron su secreto.
Y llegaremos, si llegamos algún día,
a ese horizonte que nos prometieron,
sólo para descubrir, horrorizados,
una tierra en tinieblas, una vasta penumbra,
un hostil territorio que a nadie da cobijo,
una noche terrible sin velas ni azucenas,
un pábilo extinguido sin ventanas ni estrellas.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
No sé...*
"no sé si alguna vez
les ha pasado a ustedes"
Mario Benedetti
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
que esa tristeza aciaga que silencian los ecos
se abriga en la quietud envolvente de un cielo
se esconde en el extraño horizonte del tiempo
y estrella laberintos en el aire de pájaros
No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
ver cómo la indecencia se anima a la nobleza
y la victoria mengua encorvada en el agua
en el grito del árbol o en los brazos del sueño
del sueño adormecido en las manos del canto.
Pero a mí me ha pasado
que derroté el cansancio en los ojos del viento
que bordé la coherencia con ánimo de nube
que parí la ternura
que lamí la semilla
y el verbo fue un brevísimo racimo de lluvia
Pero nos ha pasado
que inventamos la risa con dos notas y el alba
que tejimos palabras en idioma costero
que las luces de agosto abrazaron los bordes
que el éxtasis del aire deliraba nostalgias
y soleamos las manos
y el amor se hizo ángel
y el secreto paciencia
y las voces virtud
y la piel arboleda
y el abrazo desvelo
Pero a mí me ha pasado.
que nombrando su nombre con los labios dormidos
que temblando la noche suturada de acordes
con la melancolía del sur en la estrella
el poeta hizo coplas
hizo copla en la siesta
hizo copla y camino
hizo copla en silencio.
*De Ana Lía Gattás. al_gz@yahoo.com.ar
-Mendoza, Argentina-
MORADA DE LA NOCHE*
NOCTURNO I
Tejió la noche mis fibras
en su rueca de aventuras,
cubrió mi sangre caliente
tiñiéndola en claroscuro.
Le dio forma de gaviota
a mi búsqueda del día,
contrajo mi expectativa,
borró el amanecer.
El retorno inapelable
fue volver al punto de partida.
Los engendros de la noche
me tiñen de oscuridad.
NOCTURNO II
El ocaso, otra distancia.,
Guiños azules filtró el firmamento
en un lento goteo de hojarasca.
Las lágrimas lavaron el camino,
imagen le dejaron al recuerdo...
Otro adiós en la mañana...
Revoloteo de tiempo.
NOCTURNO III
Pueden mis manos
clamar contra la muralla
con lacerantes alaridos.
Pueden mis horizontes retorcerse
en rebeldes remolinos.
Llega la noche y me promete el día,
secuencia en ciclos
que alimentan mis espejismos
y sólo pregunto ¿por qué?
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
Crónica de una Herencia*
-A mi padre-
Allí se acunan las historias
con ojos azules de mar y lino
de ternura
y miedo.
Porque lo brutal era comensal del campo
desde el sol a la siembra
de la siembra a la cosecha
y vuelta al arado
con un breve visteo a la escuela.
Porque lo brutal era el miedo de los hijos
y la ternura ese aleteo de pájaro nocturno
que se posaba en un beso de madre,
de mujer
arruinada por trabajos hombrunos
que tenía su tiempo
para espantar los miedos.
Era brutal el campo, me dice mi viejo
y apenas era un niño.
*De Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
CAMPO COUVERT*
Relato
I
Viajar dos horas, o menos, y reencontrarse con la infancia; no imaginando, sino volver a ver, a tocar, los lugares y las cosas que formaron muchísimos de nuestros primeros recuerdos. Ver los extensos campos iluminados por el generoso sol de una tarde de febrero, los largos y rectos caminos alambrados que solíamos recorrer entonces. Ubicar las casas, que muy lejanas unas de otras formaban la población de la colonia, y hasta reconocer altos núcleos de árboles, cortinas o entradas forestadas, o franjas de monte, que aún persisten.
Uno retrocede inmediatamente a las horas y los días de antaño. Allí está todo, más o menos igual.
La gente no. La gente hay que buscarla en el corazón, bucear más o menos hondo, y poco a poco comienzan a surgir con sus rostros, sus nombres, sus voces, y llegan a rodearnos como presencias incorpóreas que nos reconfortan, nos llenan, nos dan sentido; y empezamos a querer respondernos el por qué nosotros tenemos el divino designio de seguir permaneciendo, recordando, y quizás buscando la razón de tantas cosas que no comprendemos.
Quería volver a visitar la casa paterna de mis primos en Campo Couvert, o Las Marías, como pasó a llamarse con el tiempo; allí vive todavía uno de mis primos, pero la casa de mis tíos es una tapera, aún está íntegra, igual, pero es una casa vacía, de años, que comienza a derrumbarse, rodeada por el yuyo y el ramerío de las plantas que ya amenazan devorarla.
Y quería reconocer el escenario de tantas vivencias de mi infancia, volver a ver esos campos, esos caminos de tierra y sobre todo los extensos bajíos, que anteriormente eran verdes bañados y esteros de altos juncales y enmarañados espartillos; donde se cazaban por miles relucientes nutrias, enormes carpinchos y a menudo yacarés de todos los tamaños cuyos cueros se vendían como el oro, y aún tenían mayor demanda los de las nutrias, apreciados en la confección de abrigos, y muy cotizadas por su pelaje suave y vistoso.
La carne de todos estos bichos terminaba al asador, como decía Martín Fierro. La nutria al horno, el carpincho a la parrilla o en milanesas, y la cola del yacaré en postas marinadas y fritas; aparte de los pescados que eran abundantes, había una gran variedad de aves de caza, especialmente los patos: “reales”,” sirirí”, o ” crestones”.-
Pero así como la casa es una tapera, el estero se fue secando, gracias a los drenajes artificiales, que como sangrías lo fueron debilitando; y terminaron extenuándolo, hasta convertirlo en un páramo de duros pastizales, donde pastan por miles, gordas e ignorantes vacas negras.
Apenas un puñado de “morajúes”, también negros, sobrevuelan juguetones los extensos pajonales, y algún “Chajá” que se escucha graznar a lo lejos, recuerdan la vida silvestre que una vez bullía en aquel paraíso de fauna autóctona, infinitamente rica y abundante.
II
Junto a mi primo Miguel, filmadora en mano, recorrimos las cercanías de la vieja y derruída casa; tropezándonos con basura y algunos escombros, enredándonos con las altas “escoba-duras”.
Dimos una vuelta en torno.
Impresiona la quietud, el silencio, la falta de vida; quizás porque aún resuenan en mí aquellas risas y aquel jolgorio de cuando jugábamos de día a pleno sol, o hasta de noche tarde, a la luz de la luna, cuando nos llamaban para ir a dormir, o a comer, según el caso.
Una enorme grevillea de grueso tronco, y un gomero de largas ramas y amplia copa, de un verde desafiante, muestran su evidente vejez y también su vital presencia, dominando el frente del conjunto, donde la casa se empequeñece, como si se aplastara, cediéndole su protagonismo.
Primero está, un poco atrás, el galpón de acopio, que solía llenarse de bolsas de algodón, cereales o mercaderías. Lo veo pequeño, sin las dimensiones que le atribuía. Hoy está vacío, y las desvencijadas puertas, semiabiertas, cuelgan olvidadas. Al costado y ya al frente, casi sobre la calle, lo que fue el almacén, la pequeña tiendita de mi tía, la oficina, todo triste y cerrado.
Caminamos pegados a la pared de la casa, el comedor, la cocina, un dormitorio; todo una larga fachada. Detrás, las ventanas estaban abiertas. Me asomé, esperando ver, no sé, por un momento, una escena de esos lejanos tiempos, atrapada en la etérea estancia de esas habitaciones.- En la que solíamos dormir con mis primos miré de reojo con la esperanza de verme a mi mismo en algún instante de aquellos días…, pero sólo había algunos restos de cajones, cajas y cosas viejas tiradas por el piso.
Pegado a la casa, una alta palmera escondía arriba, entre los flecos de sus penachos flameantes, racimos dorados de pequeños cocos jugosos y fragantes, que sumamente maduros, caían al suelo entre el pasto, alfombrándolo con amarillentas gemas. Estas plantas, porqué hay dos; tienen una historia, que nace cuando éramos muy pequeños.
Al lado de nuestra casa había dos de estas palmeras, de una especie de cocos más bien rara, que fueron plantadas muy antiguamente; y mi tío trajo a su vez las semillas - los carozos- unas bolitas redondas, duras como de hueso y negras como de ébano, con unas sabrosas pepitas en su interior, que solíamos partir y comíamos como golosinas.-
Aquí las plantas crecieron muy bien, y curiosamente muchísimo más altas y delgadas que las originales de las que habían sido retoños. Aquellas eran más bien enanas, de troncos muy, muy gruesos; parecían escamados por las marcas que dejaron las hojas al ir cayendo mientras crecían. Los racimos, aún maduros, estaban al alcance de las manos.
Ahora al volver a oler su perfume, al saborearlos de nuevo, una honda sensación casi eufórica me envolvió, y sentí como un renacer, como un volver a ser aquel niño…
Más tarde, sentados en el patio de la casa de Miguel, admirábamos los tendidos eléctricos, las antenas satelitales, los modernos vehículos de los actuales colonos; comentábamos los cambios que fueron haciendo los tiempos, para bien, o para mal. Aún así el campo, allí al menos, se fue despoblando.
El Club, que fue levantado con tanto sacrificio, lo mismo la capilla; la que nosotros dos precisamente pintamos juntos, -ya grandecitos-, y la escuela misma, tienen hoy muy pocos asistentes. El destacamento policial no tiene encargado, ni agente alguno.
La gente de aquella colonia tan pablada; como nuestra niñez, se fue yendo…
Pero los campos están más sembrados que nunca. Los habitantes ahora están en las ciudades, pese a que con todos estos adelantos, qué bien y tranquilamente se podría vivir aquí. Hoy uno valora, precisamente viéndolo y comparándolo con la distancia del tiempo, el valor y el sacrificio de aquellos que fueron los que antes poblaron e hicieron producir estas tierras, lejos de todo.
“-Papá vino, y nosotros con él, en 1945”.- Dice mi primo recordando-
“-Fue el año en qué terminó la guerra. Todas esa plantas del frente y los pinos que forman esa cortina detrás de las casas, las plantamos nosotros“,- Con un ademán abarcativo me mostraba las plantas viejas que quedaban; destacándose por el tamaño, de toda la fronda que la circunda…
”Claro que yo era muy chiquito,”- concedió sonriendo… -“imagínate, hace ya unos cincuenta y ocho años”.-
III
Así charlando y recordando revivimos travesuras y anécdotas.
Situaciones que ambos tenemos íntegras en nuestras memorias, como en las que fueron víctimas nuestras, los personajes del lugar; ya que yo era el dibujante
y pintor del grupo, surgían inspiraciones en las que hacíamos caricaturas que exponíamos en el almacén, a la noche cuando la gente del lugar venía al “boliche”, a tomar su grapa o ginebrita, poniéndose al día con las noticias y chimentos,- haciendo digamos,- vida social y relaciones públicas.
Habían caído al lugar y se aquerenciaron, gente extraña, extranjeros casi todos, la mayoría europeos venidos de la guerra. Algunos muy pintorescos.
Uno de ellos: ucraniano, alto, enjuto, cara curtida, de edad indefinida; cuando tenía unas cuantas copas, se le daba por comer vidrio.
Comía vidrio de verdad. No porqué fuera tonto, como solemos decir; sino que al parecer, sabía lo que hacía. Comía, masticaba los vasos del boliche, y los tragaba. Prefería comerse los tubos de las lámparas de kerosene, comunes en las casas de aquel entonces. Solía cortarse a veces un poco la boca, y sangraba levemente, especialmente cuando estaba muy “tomado”. Lo que sí, lo único que pretendía; es que se le pagara las capas, las que iba tomando… ¡y las que iba comiendo!...
Era difícil diferenciar al colono, al gringo acriollado, del criollo nativo, del menchaje; por su aspecto físico.-
Pero los primeros preferían las botas, cascos de corcho, cintos anchos, bombachas, y calzados con un revólver, al menos calibre 38 ó 44, y preferentemente, de día siempre un Remington, o una carabina 22 de repetición; que llevaban en el caballo, cruzado en la montura. Los otros preferían un facón en la cintura sujeto por una ancha faja, negra o morada. Alpargatas, también bombachas, y chambergo de ala ancha de fieltro negro.
A veces en vez de caballo, venían en bicicleta.
Estos al volver estaban en desventaja, porqué necesariamente tomaban de más, y eran candidatos a errar la huella continuamente, y más en la oscuridad, probaban la dureza del suelo cada tanto; mientras que los que estaban a caballo contaban con la frescura y la cordura del equino, que lógicamente no había probado ni una “giniebrita”…
IV
Había una cancha de fútbol, pegada al almacén y al galpón, y también una cancha de bochas, ésta detrás del arco que daba al camino.
Si no había “partido”, al menos siempre había un “picadito”, donde se iban sumando cada uno, a medida que llegaban, antes de comprar, o mientras le preparaban “la provista”, animándose a una carrerita tras el balón de cuero, y un par de tiros al arco: “para probar al guardavallas”….
- El “Cara e’ carpincho” como le decían al Jacinto Almirón usaba el facón así nomás, desnudito, sin vaina, vaya a saberse porqué, y en un pique de la número cinco y darse vuelta para agarrarla de voleo, se le ensarta la pelota en la punta del filoso…, y quedó ensartada ahí nomás, echando un resoplido de muerte.
Ahí terminó el picadito, porqué no iban a sacar la más nueva, la “Oficial”…
-“¡NO!, ¡Ni en pedo!”,- dijo Titín, el mayor de mis primos, que era el “Director técnico” del club “Cola de Chaira”,– llevándose el cuero desinflado adentro, pero al rato la habían emparchado y la cosa siguió como antes.
Eso sí, al “Cara e’ Carpincho” lo “desarmaban” antes de entrar a la cancha, aunque fuera: “ un tirito para probar al arquero”…
V
Una caricatura que fue un suceso, aunque más fue una pintura porque, era una témpera sobre una madera terciada; en la que retraté a un albañil que estaba haciendo una pequeña refacción detrás del depósito del almacén.
Lo estábamos espiando desde la ventana del dormitorio nuestro, un poco por travesura, y otro por qué verlo era cautivante, al menos para mí que recién lo conocía.
Iba haciendo el boceto a lápiz mientras lo observaba, estudiándolo. Era más bien bajo, robusto, algo gordo, de piel oscura, cara redonda, bigotes ralos y cortos, siempre con sombrero de paja de alita menuda, levemente curvada, y camisa desprendida; eso sí, con un generoso pañuelo al cuello.
Lo del pañuelo al cuello trataba de ocultar algo; primero una cicatriz, o una herida mal cerrada, como una traqueotomía, que lo hacía hablar ronco y resollaba al respirar, ya que la vieja herida había quedado abierta.
Pero él esquivaba hablar del tema, y había quienes decían que había fracasado en un intento de suicidio.
Lo he visto hacer pan. Mi tía le daba una mesa bajo la grevillea, y allí preparaba la masa. Lo tétrico, y para nosotros tal vez gracioso, era que al resoplar, respirando a través del pañuelo, que no garantizaba nada, la harina suelta volaba en pequeñas nubes; rítmicamente, y más fuerte cuanto más se apuraba…
VI
Otra fue con un primo de mi tío.- Un personaje muy retratable.
Hay personas, y especialmente caras, fáciles de hacerlas reconocibles y permite dibujarlas con un gran margen de “deformación”, guardando todas las particularidades más sobresalientes.
Se llamaba Juan, era flaco, huesudo, alto, de cara afilada, rasgos pronunciados, extrovertido, de gestos ampulosos y hablar estentóreo, de risotadas fáciles. Amigo de las bromas, era también víctima predilecta, presa fácil para toda la manga de divertidos especimenes, que se juntaban noche a noche. Cuentos y aventuras ciertas o no, se atribuían unos a otros, con el sólo propósito de divertirse a costa de los demás.
En eso quizás Juan era más vulnerable, por sus ansias de contar todas sus desventuras y las situaciones más cómicas o disparatadas, sin protegerse lo más mínimo. Se exponía al descubierto él solito, y hasta quizás no le importaba mucho si se reían de él, o directamente delante de él. Estaba convencido de que de por sí era gracioso.-
En una ocasión de un viaje en tren, en la Estación de Santa Fe, subió al tren equivocado y cuando se enteró de que iba en la dirección incorrecta, desesperado, tomó su valija y se largó del tren en marcha. Casi se mata y lo contó a grandes y batientes carcajadas.
Así que interpreté la aventura y lo dibujé volando en un salto majestuoso, con sus cosas en la mano, aguantándose el sombrero, mientras el tren se alejaba a toda marcha, en una nube de humo… La cartulina con la caricatura se exhibió religiosamente pegada, en la columna del centro del almacén-boliche.
Todos festejaban, y creo que él era el que reía más fuerte y se divertía tanto como el resto.
VII
Otra vez le tocó al peluquero, que era sobre todo negro como un carbón. Alto, huesudo, caminaba como si lo hamacara el viento. Cortaba el cabello a todo el mundo, generalmente delante del galpón de los cereales.
Pero a veces lo hacía en “su peluquería”. A mí el “turno” me lo dio allá, lo entendí como un trato especial, una deferencia“VIP”, por ser de afuera, visitante.
Mi primo “Titín” me acompañó. Caminamos por el borde de un alambrado, o sea en el linde de un campo y cruzamos varias tranqueras, y algún maizal. Estimo que unos ochocientos metros. Allí tenía un ranchito minúsculo, tan chico, que cortaba el pelo al aire libre, y como estaba en plena tarea con otro cliente, tuve que tomar asiento, y esperar a que me tocara a mí el respectivo “turno”…
Tomamos asiento con mi primo…, en sendas cabezas de vaca, que estaban dispuestas en el suelo…, de tierra, por supuesto; o sea calaveras de vacas que hacían de sillas, en el patiecito-sala de la “peluquería”… Como consecuencia vino la caricatura de “Calú”, que así se llamaba el negro, y yo mismo me tuve que incluir en el dibujo para redondear la historia…, así que tuve que hacer como Juan: dejar que se rieran a mi propia costa.
VIII
Nuestro amigo Juan tenía historias de todos los colores, donde de alguna manera era protagonista. Su propio hermano y vecino le jugaba bromas de todo tipo, sabiendo la candidez que lo caracterizaba, y, como decían en el pago; no dejaba una sin morder.
Por esos días debía llegar un criollo, puestero de un campo en Alejandra, casualmente de apellido “Obispo”, a traer un toro a la estancia. El hermano se lo contó a Juan, omitiendo lo del toro y resaltando lo del “Obispo”, con toda picardía, dando a entender que llegaría tal día y hora, y éste supuso que habría todo un acontecimiento con la llegada de semejante eminencia, a la humilde capilla de Nuestra Señora de Fátima.
De tal modo, temprano a la tarde de aquel día, que para todos era uno cualquiera; Juan llega al boliche esperando reunirse previamente con los demás para ir a recibir. al Obispo imaginario, con toda la gente a la capilla; de punta en blanco, o sea: con el traje reservado para las mejores fiestas, con su corbata a rayas, zapatos relucientes, y estrenando sombrero nuevo de fieltro negro, impecable, como Dios manda en una celebración como la que él suponía, dando por hecho la mayor pompa y circunstancia…
La cara de sorpresa de todos al verlo, y sospechar algo raro, y estallar luego en carcajadas al saber por él mismo el “motivo” de tan festiva y espléndida elegancia.
Acostumbrado, divertido él mismo por la broma, terminaba riéndose con los demás, y sacudía la cabeza buenamente como reprochándose lo ingenuo que como siempre había sido.
IX
Un día de pesca, Juan, su hermano, y otros amigos llegaron a la costa del río San Javier, en la zona de Alejandra, bordeado profusamente por lagunas, esteros, bañados y pajonales. Ideal para la pesca y la caza menor.
Él lucía unas zapatillas deportivas, flamantes; eso sí, un lujo para chapalear barro, más aún para él que las mezquinaba tanto. Se descalzó, dejó las zapatillas nuevitas en un matorral, para que no se le embarraran demasiado, y también a salvo seguramente de que alguno de sus compañeros se las escondieran, y prosiguió la jornada sin ellas, ya que tenía los pies bien curtidos por las faenas del campo.
Su hermano que había observado la maniobra, y pasadas unas cuantas horas de pesca y cacería fructíferas, se acerca “distraídamente” al matorral y con grandes aspavientos señala a todos haber visto una víbora de grandes dimensiones que se escurría justamente en el lugar del escondite.
Como no salía, obviamente, ante los ruidos y golpes que propinaron a las pajas; el mismo Juan, olvidándose de sus zapatillas, propuso prenderle fuego. El pajonal, bastante seco allí, ardió alegre y crepitante, con torbellinos de humo blanquecino que subían chispeando y enroscándose por el viento… No vieron aparecer la víbora, que allí nunca estuvo, pero alguien exclamó :
-“¡Qué olor…, cómo a goma quemada!”, …
Y allí Juan entendió de golpe dónde habían prendido fuego…
-“¡Cristo, mis zapatillas!...”-; ¡pero era tarde ya para recuperarlas! …
X
Taíto Sobral, alegre y jovial, era amigo de bromas, pero prefería hacerlas antes que soportarlas. Llegaba al boliche a media tarde en un caballo oscuro y brioso, su sombrero de ala levantada sobre la frente, talero, botas, y su revólver pavonado al cinto; se juntaba con los demás, tomaba tragos como todos, hacía su provista y “chispeado”, ya tarde en la noche, salía ruidosamente alegre, soltaba las riendas que había atado al postecito, en el molinete de la entrada, subía a su corcel que encabritaba orgullosamente, sacaba su “Colt” 38, y al tiempo que soltaba un sapucay interminable, disparaba tres o cuatro tiros que retumbaban en la noche campera, y partía en un galope desenfrenado…
Tal el díscolo espíritu criollo, reventando de fatuo coraje, derrochado de algún modo en un estallido indomable, resabio quizás vigente de una ancestral libertad gauchesca…
Una noche, otras almas ávidas de traviesos y casi inocentes goces, “no tan santos”, como decía mi tío, entre las que estaban mis primos, mientras el boliche hervía festivamente y Taíto jugaba sueltamente al “truco”; en las sombras, fuera del haz de luz que proyectaba el farol por la puerta, apuradamente, ataron al potro una segunda y larga soga cuyo extremo aseguraron al poste, y se quedaron escondidos y expectantes, a ver el resultado cuando el desprevenido jinete partiera a los gritos…
Como siempre, desató al caballo y subió de un salto, tiró de las riendas para que el pingo se parara en sus patas traseras, y por un momento pareció una estatua ecuestre de imagen rampante, con el largo grito criollo y los fogosos truenos de los cuatro tiros de su revolver, y de allí arrancar en una carrera alocada…, hasta que se acabó la soga que le habían adicionado…
Se terminó el grito entre ruidos confusos, y surgió una polvareda que se desparramó a lo ancho del camino…
No pasó nada. Lo único lastimado fue el orgullo de Taíto. Pero quedaron resonando las triunfales risotadas, de mis primos y otros jovencitos que le jugaron la broma…- No había rencores, era otra anécdota pintoresca para contar en el pago…
XI
Las tareas agrícolas pueden ser muy divertidas, si uno no las tiene que hacer por obligación, como un trabajo. A veces acompañaba a otro primo vecino, sobre el tractor, mientras sembraba algún cereal, o cosechaba papas.
Lo que más impregnó mi memoria fue seguramente el olor a tierra recién abierta, ese vaho tibio y húmedo que se levanta al roturar el suelo; mientras decenas de pájaros sobrevuelan en una danza de caza, picoteando isocas y lombrices que se retuercen, tratando de volver a sumergirse en los terrones que se voltearon con la reja del arado.
El tractor era un “Pampa” de un solo y descomunal cilindro, que al marchar hacía un inconfundible y rítmico estampido: “Tam,Tam,ta,ta,ta…”, que sacudía no sólo al tractor y al motorista, sino que calculo, también varias hectáreas de suelo.
En el habitual y enorme silencio del campo, esa marcha lo distinguía a leguas de distancia, y su trepidar cacofónico iba y venía en la lejanía.
A mí me enseñaron a manejarlo. Una prueba de dominio era hacerlo arrancar en sexta con un acoplado cargado con varias toneladas de papas.
Miguel, a veces araba en la chacra de un vecino con otro tractor similar, éste marca “Lanz” que era lo mismo, pero fabricado en Alemania antes de la segunda guerra mundial, luego se fabricaron aquí, como “Pampa”. Eran todos de color anaranjado. Solía acompañarlo, y con un pistolón calibre 12, desde el tractor cazábamos perdices o palomas que pululaban tras el arado.
Por un momento quise reemplazarlo y manejé el monstruo galopante, y con una herramienta clavada es bastante difícil hacerlo, máxime para un imberbe novato; así que al llegar a la punta de la chacra, la cabecera, pese a todos los esfuerzos por girar todo a la izquierda, me fui sobre el alambrado y volteé varios postes antes de zafar. Tratamos de quitar los enredados alambres de púas de las enormes ruedas, luego nos sentamos a contemplar el desastre, y reírnos a más no poder de la graciosa hazaña…
A “Titín” le fue peor. Volcó al doblar, viniendo de la estancia, y cayó debajo del tractor. La gruesa y férrea chimenea, se apoyó como una pata en el suelo, y eso le dejó lugar, para poder salir vivo del mínimo espacio que le quedó, entre el tractor y el piso del camino. No la sacó barata, estuvo varios meses hospitalizado.
XII
Chiani trabajaba con mi tío. De unos veinticinco años, forzudo, afable, de sonrisa fácil, el mejor jugador del club. Defensor;”Fullback”, como decíamos entonces. A cabecear no le ganaba nadie, y devolvía rechazando las pelotas a reventar, aunque con no mucha precisión.
Tenía novia, y los fines de semana iba en bicicleta a visitarla. Ella vivía lejos, no sé cuanto; pero él regresaba muy tarde de vuelta, ya de madrugada.
Siempre le preparábamos alguna broma. y él, que de por sí era un gran bromista, disfrutaba en devolvérnosla. Pero en eso era calculador, casi diría sádico. Como dormíamos en el mismo dormitorio, una de esas noches le anudamos las puntas de las sábanas a la cama.
Otra vez le pusimos una tortuga dentro de la funda de la almohada. Como llegaba muerto de sueño y se encontraba con eso, en vez de rezongar, planeaba su desquite. Y me eligió a mí de chivo expiatorio…
La verdad que dormíamos como troncos, quizás por el sano cansancio de la edad, o porqué no parábamos en todo el día. Diligentemente aprovechó nuestro profundo sueño, y ató mis dos dedos pulgares de los pies, a los barrotes de la cama de hierro… Sentía en sueños una molesta inmobilidad y más me molestaba al querer darme vuelta. Pero recién supe lo que pasaba cuanto terminé de despertarme.
La luz del sol afuera ya iluminaba la mañana del domingo. Me senté en la cama, frunciendo el ceño, tratando de entender qué me pasaba; cuando veo a mi alrededor, al inefable Chiani, que se moría de risa mirando mi pobre situación, rodeado de mis primos, a los que había convocado para tener el auditorio justo, y hacer más glorioso su triunfo…
Pero todo eso valía la pena.
Era tan divertido ir esas pequeñas temporadas, en las vacaciones de verano y a veces en las de invierno, a la casa de mis tíos.
Divertirnos con mis primos, jugar como niños todavía con inocencia, compartir lo que para nosotros eran verdaderas aventuras, mientras íbamos creciendo de a poco, afilando nuestras uñas, preparándonos para la gran batalla que nos depararía la vida, ahí nomás, adelante; cada uno con su propio futuro, de un destino entonces incierto…
*De Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
-Texto incluido en "Los días felices" Avellaneda, Santa Fe; 25 febrero 2004
LA ESCALERA DE LOS ESPEJOS*
Los pasos son generaciones
perdidas entre necedad
y mansedumbre,
repetidos encantos
duplicadas aberraciones
y la vida corre
como la misma sangre
por distintas venas,
y rostros parecidos
cubren las almas
con el mismo apellido
obras montadas
en el escenario de la vida,
donde los que aplauden
son fantasmas ambulantes
y los mismos aciertos
y los mismos errores,
van bordando
el manto que cubre
cada uno de los caminantes
escalera de espejos
interminable,
mire por donde mire
se divisa la propia imagen,
la de los padres, abuelos,
bisabuelos;
festival de historias
transcurridas en el tiempo,
y el telón
abre y cierra
después de cada acto,
y los aplausos confundidos
con lamentos
dramas y comedias
entrelazadas,
urdidas
por sigilosas manos:
el destino
y los pasos caminando a ciegas,
sobre los peldaños
crepitantes,
y los espejos reflejan
actores incautos,
hundidos hasta el cuello
en la trampa
sin reparos ni enmiendas
con la suerte echada
en el momento
del primer llanto, ingenuo,
y candoroso,
puesto el pie
no hay retorno,
escalera de espejos
cuesta arriba
o cuesta abajo
*De Ruth Ana López Calderón. anilopez20032000@yahoo.es
Sublimes, pero*
Sublimes
pero escasos
nuestros goles
amor mío
Para disputar
el campeonato
no estamos
Coqueteamos
con el descenso.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
*
Inventren Próxima estación: DUDIGNAC.
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