jueves, diciembre 29, 2011

LA LUZ QUE NO VES...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu






TIEMPO*


Poesía Haiku


Podamos sueños,
cuando no volamos
matamos vida.


La flor de un día
goza en un instante
la eternidad.


Soy pasajera
del tiempo diluido
en la luz astral.


El breve ciclo
copia en el espacio
la luz interior.






INEXISTENTE*


Soñé utopías
corriendo como río
entre las piedras.


Las transgresiones
sutiles y sin saña
arman las fugas.


Creí en el amor
gestando los aromas
que tiñen deseos.


Soñé y soñé
un universo azul
inexistente...


*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar










SOMBRAS*



“La sombra no existe, lo que tu llamas sombra es la luz que no ves”
HENRI BARBUSSE



Porque te demoraste tanto amor.
Yo, te esperaba con el alma a la altura de la luz del alba.
Me hundía en la ventana abierta y aguardaba.
Había olvidado tu nombre.
Y tu sombra, ah, tu amada sombra.
¿Como llamarte entonces?
¿Como olvidarte, conociéndote tanto?
No, no era un sueño, los ojos se abrían al deseo.
Y no moría, y no vivía porque no llegabas.
Y llegaste. Por fin. Llegaste.
Pero aun ignoro la lentitud de tu sombra nocturna
Y tu llegada cava en mí una pena silenciosa.
Una pena que ignora, si ha de envejecer junto a tu cuerpo.
Pero me envuelve .Como el mar. El dolor. El goce.
Con un abrazo de oleaje furibundo.
Y me cubres de espuma hasta el borde del miedo.
Y eres mi tierra nativa. Mi amada soledad.
Y aunque la higuera ya ha dado dos cosechas al año.
Y el follaje ya anuncia el amarillo.
La higuera ha florecido.
Y no es dogma, ni virtud, ni pecado.
Y se que no te irás aunque te vayas.
Y puedo elevar y derrumbar mi cuerpo.
Porque has llegado, amor, y te bendigo.
Y consagro tu nombre…y tus sombras azules.
Y tus luces.
Tus luces tan azules y tus sombras.
Tus luces y tus sombras y mi beso.





*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar











LA VIDA SIN MENTIRAS*


Crónicas del Hombre Alto (n° 73)


Si no fuera por esos 20 minutos finales en que la historia pierde vuelo y termina enredándose en los clichés propios de las comedias románticas hollywoodenses, “La mentira original” sería una película impecable. No obstante, a esta comedia -codirigida por Ricky Gervais y Matthew Robinson y protagonizada por el primero- le alcanza con los méritos que exhibe antes de ese final anodino para erigirse como una película conmocionante y movilizadora.
Con un humor inteligente, notable agudeza y acertadas dosis de un sarcasmo que a veces recuerda al de “Los Simpson”, el guión plantea la existencia de un mundo utópico donde no existe el engaño por la simple razón de que todas las personas dicen siempre lo que sienten y piensan. Todo allí es transparente y explícito; nada se calla. No hay diplomacia, es cierto, pero tampoco hipocresía. En su primera cita, hombres y mujeres verbalizan sin pudores sus miedos y frustraciones al respecto en tiempo real. Los compañeros de trabajo se demuestran con naturalidad sus celos y antipatías. Los camareros critican con libertad los platos que eligen los clientes. Los jefes confiesan a sus empleados la incomodidad que les provoca despedirlos. Los médicos informan a sus pacientes que probablemente morirán en cuestión de horas, con la misma liviandad con la que se anuncia que va a llover.
En un mundo así, anclado a la inevitabilidad de lo verídico, no hay lugar para la desconfianza, claro, pero tampoco para la ficción. Las películas consisten en un actor que se limita a leer guiones que cuentan episodios históricos estrictamente reales. Y también las propagandas resultan muy singulares, al menos para nuestros ojos contaminados de marketing (en tal sentido, la ironía que destila la escena de la publicidad televisiva de Coca-Cola es demoledora).
El conflicto surge cuando, un buen día, el protagonista Mark Bellison, flamante desempleado y a punto ce quedar literalmente en la calle, siente un impulso irrefrenable que lo lleva a afirmar. por primera vez en la historia de la humanidad, algo que no se corresponde con la realidad de los hechos. Es un impulso al que no sabe cómo calificar ni describir pues, lógicamente, el concepto de mentira no existe; es él quien, sin saberlo, lo acaba de inventar. A partir de ese pecado original, Mark descubrirá que no decir la verdad trae muchos beneficios, sobre todo cuando uno cuenta a su favor con la credulidad absoluta de los demás. Pero muy pronto descubrirá también que, simultáneamente, la mentira puede ayudar a la gente a ser más feliz. Ha nacido el engaño en el mundo, sí, pero con él han nacido también la esperanza y –he aquí el sarcasmo mayúsculo- la fe religiosa. Y es quizás en la formulación y desarrollo de esta ambivalencia moral donde se asientan los mayores aciertos de la película.
“La mentira original” es divertida, y si bien se conforma con cumplir eficazmente su noble objetivo de entretener, se las ingenia, entre carcajadas y sonrisas, para embarcarnos en profundas reflexiones. En primer lugar, nos muestra un mundo en el que la comunicación humana carece de filtros morales y afectivos y, al hacerlo, por oposición, pone en evidencia la gigantesca red de ocultamientos y falsedades cotidianas en la que estamos atrapados y de la cual somos cómplices. Como en uno de esos teoremas cuya hipótesis queda demostrada por el absurdo, la exageración sirve aquí para desnudar cuánto de nosotros permanece sumergido en nuestra vida diaria, cuántas cosas callamos por conveniencia, compasión o buenos modales.
En segundo lugar, esa ácida confrontación entre el mundo utópico y el real nos obliga a imaginar cómo sería vivir en aquél y nos coloca ante la incomodidad de no darnos una respuesta unívoca. Es que, pasadas las risas iniciales, esa honestidad sin concesiones que se nos va mostrando empieza de a poco a volverse difícil de digerir. Es un mundo brutal el de la película, sí, pero la paradoja es que en él nadie se siente ofendido pues nadie conoce otra forma de relacionarse. Somos nosotros, los espectadores, acostumbrados como estamos a vivir en una sociedad regida por el doble discurso, los que sentimos que no podríamos sobrevivir demasiado tiempo en semejantes condiciones de sinceridad.
En tercer lugar, la película nos interroga acerca de nuestra propia credulidad y la inquietante posibilidad de que algunas -o muchas- de las cosas que damos por sentadas como verdades inobjetables sean, en realidad, la obra de algún gran fabulador. Si se piensa, por ejemplo, en las estrategias publicitarias que buscan convencernos de las virtudes de tal o cual producto, o en la manipulación constante a que somos sometidos por los medios masivos de comunicación, es imposible no preguntarse hasta dónde esa sociedad candorosa de la cual se aprovecha Mark Bellison no es un reflejo caricaturesco de la nuestra.
“La mentira original” propone con ironía un dilema sobre límites éticos. ¿Hasta qué punto es valiosa la honestidad? ¿Hasta qué punto resulta dañosa la mentira? Al exponer en paralelo el costado filoso de la sinceridad y la dimensión piadosa de la mentira no cuestiona, por lo tanto, nuestras elecciones, sino las posturas absolutas al respecto. A todos nos gustaría poder decir siempre lo que pensamos sin temer a las consecuencias. Y sin embargo, sospechamos que afrontar el reverso de esa libertad sería una experiencia acaso intolerable. El infierno sería -sartreana resonancia- la imposibilidad de sustraernos a la constante certeza del veredicto de los otros. Del mismo modo, a todos nos gustaría sabernos a salvo de las decepciones, pero ¿cómo soportar una vida en la que no hay lugar para la desilusión simplemente porque es imposible haberse ilusionado antes?
“No existe el mundo perfecto; toda opción tiene su precio”, parece advertirnos burlonamente la película. Y tiene razón.



*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar











DESMURAMOS*


“La poesía empieza allí, donde la última palabra
no la tiene la muerte”
ODYSSEAS ELITIS




Ya no quiero más muros, corazón
Pircas, de ideas, de silencios ¡Tantos muros, tantos!
Condenada al muro de lamentos:
A un campo santo de ausencias y distancias.
A una horda de olvidos. A manos separadas, a un pañuelo negro.
A la esquizofrenia. A un basilisco multicéfalo.
A la placidez embriagada de la adormidera verde.
A un yacuzi sin agua, con algas babosas y ojos de pescado.
A un galeote. Sin remos. Sin rumbo.
Sin bandera.
A un buitre con cara de rectángulo.
Convidada a comer entre los muertos.
A un viejo verso aprendido en mi infancia
“Piden pan, no le dan; piden queso, les dan hueso
y les cortan el pescuezo”
A una torre de Babel. Ignorado. Ignorante. Ignoto.
A un león domesticado, con su lacia melena peinada por Giordano.
A una vaca cansina con sus ubres repletas y el ternero muerto.
A una actual Sodoma en el mar muerto.
Sin Viagra. Sin Champagne. Sin siliconas.
A un pastor sin rebaño. A una noche sin luna.
A un poeta sin versos.


Desmuremos, mi sol.
Desmuramos.


*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar











Etimología*



Mucha gente opina que no es importante conocer la etimología de las palabras. Saber porque al huevo se le llama "huevo", a la tortilla, "tortilla" y a Don José "Don Pepe", es imprescindible en estos tiempos.

Stefen Plumkier que dedicó toda su vida al estudio del origen de las palabras, la razón de su existencia, su significado y su gramática, ejemplarizaba con su léxico, depurado y generoso, al público que asistía a
una de sus innumerables conferencias.

En la lección magistral que impartió en el Colegio de Astrónomos, cautivó al público con las aclaraciones que aportaba a un sin fin de preguntas relacionadas con la jerga científica del espacio. La mayoría tenían origen en las leyendas basadas en deidades, por eso sorprendió tanto que les hablara del Ogro.

Su voz resonaba en el claustro: "En Çatalhöyük, una ciudad que data del período neolítico, fue encontrado lo que se considera el comienzo de la historia de Anatolia. Se trataba de un fresco mural del año 6200 ADC, que presentaba en primer plano, las casas de la localidad, y al fondo, un volcán
humeante en erupción; se cree que el volcán era el Hasanda. Otro fresco, actualmente expuesto en Ankara, representa pictográficamente el mismo pueblo con sus ciudadanos atemorizados por la visita de un ser tan grande, que les tapaba la luz del sol."

"El estudio conjunto de ambos frescos nos identifica el pueblo, nos da el censo de sus habitantes y nos descubre el nombre del Ogro" - Siguió Plumkier - "Este Ogro, que sumía al pueblo en la oscuridad, se llamaba Eclipse y es quien ha dado nombre al fenómeno que se produce al interponerse un objeto sólido entre un punto y un foco de luz"

La Comunidad de Astronomía, desde aquel momento, incluyó un Ogro en su el escudo como principal símbolo heráldico. El escudo se oscureció automáticamente.



*de Joan Mateu. joan@cimat.es











*


"El amor es un tren que parte, un pañuelo saludando desde el andén, una lágrima que rueda buscando asirse al recuerdo, imborrable y eterno".


¿Dónde había leído aquella frase? ¿A quién se la había escuchado decir? ¿La habría imaginado? ¿Estaría escribiendo en el aire? ¿Cuántas cosas puede uno llegar a inventar cuando lo domina el dolor, cuando la única vía de escape hacia alguna de las formas del placer es la propia imaginación?
Quizá, lo sea también un vagón de tren, una locomotora desbocada, un par de rieles que se pierden en el horizonte.
Subió los peldaños del vagón con el peso de su propio desamor sobre los hombros. Se sentía vacío, como si le faltara algo dentro del pecho, eso que hasta no hace mucho le otorgaba consistencia a su propia persona. Y al mismo tiempo, estaba desbordante de recuerdos. Extraña sensación la de la pérdida,
pensó: te llena la cabeza de virtualidades, al tiempo que te vacía de materialidades.
Eludió a los pasajeros que se demoraban en el descanso, fumándose un pucho en un lugar prohibido, para encarar el pasillo y deambular apenas hasta encontrar un asiento vacío donde apoltronarse. Se recostó contra la ventanilla cerrada, cerrándose aún más el abrigo sobre el pecho, como si el frío interior le brotara por los poros, estremeciéndole con un escalofrío.
Un silbato se oyó en la tarde, el suelo del vagón crujió bajo sus pies, y la formación comenzó a moverse, como se movían las hojas de los árboles que circundaban el andén, retrocediendo dentro de su campo visual. Oyó el retumbar de la locomotora dándose ánimos para continuar viaje, y se abandonó a sus

-cíclicos- erráticos pensamientos.
¿Cómo seguir viaje desde ahora? El asiento que quedara vacío a su lado era algo mucho más concreto que cualquier símbolo que pudiese representar su actual estado de ánimo. Vacío de materialidades, vacío de cuerpos, vacío de afectos, vacío. Eterno y creciente dolor.
De pronto, descubrió que ya no recordaba ni su rostro. Sentía la ausencia de su figura, su perfume, su calor. Pero no podía recordar sus facciones. Su cabello, quizás, oscuro y lacio; más no sus rasgos. ¿Cómo era posible?
¿Estaría acaso comenzando a olvidarla? Lo dudaba; si así lo fuera, no sentiría este frío que le ascendía por el cuerpo como gélidas rachas de viento invernal. No: aún la recordaba, intensamente; este olvido sólo era otro ejemplo más de la constante presencia de su ausencia.
Clara. Su nombre apareció en su memoria como un oasis en el desierto.
Nombrarla, musitar ese familiar par de sílabas con un silencioso murmullo, no le hizo recordar aquel rostro que tantas veces contemplara extasiado, pero le abrió una puerta. Allí, hecho un ovillo contra la ventanilla del vagón, se abrió delante suyo un acceso hasta entonces velado por el dolor.
Ingresó de pronto en un pasadizo mental que velozmente lo condujo hacia terrenos inaccesibles para él durante mucho tiempo; terrenos anímicos que le parecían demasiado extraños, como si le perteneciesen a otra persona.
El paisaje se desplazaba hacia atrás, oscilando con el rítmico vaivén del tren; y por encima de él, emergiendo con una misteriosa luminosidad, apareció ella. Clara, recortada contra el marco de la ventanilla, como un tierno fantasma que quisiese penetrar en el vagón y sentarse a su lado, haciéndole compañía en este sombrío momento. Clara, extendiendo sus manos con ramalazos de un calor pleno de ternura, deseosa de ahuyentar para siempre esta devastadora languidez que le enturbiaba los afectos.
Su rostro se acercó al suyo, y aunque percibía el aroma de su piel, aún no conseguía discernir sus rasgos. Podría ser ella, u otra cualquiera. Pero era Clara, no había ninguna duda. Su corazón se lo afirmaba, más que su razón.
¿Razón? ¿Existía alguna clase de racionalidad en este momento dentro suyo?
Su mano derecha se aferró aún más a las solapas del abrigo, queriendo asirla, retenerla, abrazarla.
El calor se extendió por debajo de sus axilas, rodeando su cuerpo, mientras una boca respiraba ansiosa sobre su cuello. La calidez se desplazó hasta rodear sus muslos, mientras una leve pero creciente excitación comenzaba a dominarlo. El frío que sintiera hasta entonces parecía haberse extinguido.
Clara volvía a abrazarlo, a quererlo, a darle más de su calor.
Entreabrió la boca, buscando robarle un beso. Sus labios se encontraron con cierta torpeza, intercambiando sabrosas humedades que ya parecían no recordarse. Su mano quiso desplazarse, pero sólo consiguió aferrar apenas el hombro izquierdo, entrecerrando los párpados, mientras un brazo virtual, luminoso y protector, se desplazaba sobre la brillante piel de la espalda de Clara, y su boca se deshacía del encuentro labial para recorrerle un hombro, inhalando ese perfume que tanto deseara y lo embriagara durante días, semanas, meses.
Entonces descubrió, apenas registrando el escaso contacto que tenía con la realidad que lo circundaba, que el duro asiento del vagón había dado lugar a un mullido sillón de pana, iluminado por una tibia lámpara de pie, que le recordaba una agradable y soleada tarde de otoño. Clara se movía sobre sus
muslos, sin dejar de adherirse contra su cuerpo, con una indescriptible desnudez. Los besos recorrían infinitas distancias, procedentes de un ayer tan maleable que muy pronto se convertía en este presente, reactualizado, vívido, inmortal.
Los brazos de él la aferraron vigorosos, rodeándole la espalda y la cintura, impidiendo que se aleje, provocando que ambas caderas se refregaran entre sí, aumentando el imaginable caudal de excitación. Clara gemía sobre su oído, suspiraba entrecortada, le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, al desplazar sus tibias manos por encima de sus tetillas, rozándolas apenas con sus pezones al izarse y dejarse caer, volviendo a besarlo, hundiéndole la lengua, cerrando ambas piernas para apretarlo cada vez más.
La excitación de él cobraba vigor muy rápidamente, como hacía mucho tiempo no experimentaba. El frío lo había abandonado. Volvía a sentirse amado, deseado, efecto que retribuía con ardor, mientras el traqueteo del tren lo mecía a un lado y al otro, potenciando el vaivén amoroso que le imprimía Clara con sus ondulantes arqueos, sinuosos movimientos que alejaban de sí toda realidad.
Hasta que ya no pudo resistirse más y se dejó ir, liberando sus recuerdos, abriendo los brazos para recibirla y entregarle su savia, permitiendo un encuentro tantas veces negado, compartiendo ese calor inenarrable que siempre deseara retener junto a su corazón. Y así la recordó, sus rasgos afilados, los ojos claros, una nariz recta que prevalecía sobre unos labios pequeños pero carnosos, las cejas oscuras y tupidas, la tensa expresión orgásmica de un intenso amor que por siempre existiría dentro suyo.
Recordó la liviandad con que encaraba la vida al estar junto a ella, la etérea sensación de volar sobre las calles y las playas durante los extensos paseos que disfrutaran juntos, la trascendencia de cada detalle hecho signo, el calor que le transmitiera su mirada durante tanto tiempo, la consistencia de un vínculo que le otorgaba solidez e impedía que se desmembrara en su propia confusión. Comprendió el estatuto que había adquirido el peso de la propia angustia al estar alejado de ella, el horror que experimentara cada noche que se acostara a solas en una cama absurdamente vacía, con la noche
por delante y el sueño resistente a abrazarlo, para conducirlo dentro de ese mágico espacio que creaba cada noche para reencontrarlo con su deseo. Supo que, al convertirse el amor en algo tan leve y el desamor en algo tan pesado, aquello podía conducirlo a una locura tan adherente que jamás conseguiría apartarse de ella, al menos mientras viviera, cargando con aquel dolor hasta el final de sus días. Y el calor que recordara sobre este preciso vagón de tren sólo sería un vano espejismo de los momentos idos,
insustancial y evanescente.
Se resistió a recordar más, a enfrentarse con el dolor, a tolerar la realidad. La creciente sensación cobró una entidad casi física a lo largo de todo su cuerpo. Entonces se dejó ir, llevado en brazos por un orgasmo de raíces tanto físicas como mentales, arropado por una tibieza solar que provenía de sus profundidades anímicas más entrañables, abrazando a su propia Clara en un instante amoroso que él hubiera deseado no se acabase nunca.
Así, mientras continuaba alejándose del dolor de la ausencia, se dejó llevar por el traqueteo hasta la próxima estación, rogando porque siempre existiese una estación más en su camino, y esa extensa vía que lo conducía al recuerdo jamás tuviese un final.



*De ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar









“Feliz daño nuevo!” *


Martín Micharvegas (de "Parajodas (II)", 1998 (II)




En el daño que viene
seremos probable y comparativamente
más dichosos que en el daño actual

Este daño nos dejará resabios penosos
Como todo daño se irá pero no muy lejos
Nos merecemos otro daño
después de la seguidilla de desbarranques
de daños anteriores

Brindemos por un daño mejor
y despidámonos de éste:


¡Feliz
Daño
Nuevo!



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar







*
Inventren Próxima estación: Morea.

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