viernes, enero 06, 2012

UNA DE ESAS RARAS TARDES SIN TIEMPO...



*Dibujo: Ray Respall Rojas.
-La Habana. Cuba.



ESTACION DE CUATRO LUNAS Y UNA SOLEDAD MENOS*




Cuando se siembran lunas se desbrozan malezas.



Estación germinal
La niña mira la luna, el burro y la virgen.
La soledad le lastima el pecho.
El niño mira el único satélite natural de la tierra.
Su soledad no la registra el telescopio.


Estación de los brotes
La muchacha lleva la luna entre su pelo.
La soledad cabalga en una yegua mansa.
El joven siente que la luna se le enreda en sus manos.
La soledad huye en un potro de fuego.


Estación de fotosíntesis
La mujer mira la luna en el mar, el mar la llama.
La soledad se aleja en remotas mareas.
El hombre siente que hay una llama que debe encender.
Con su fuego la soledad se esfuma y la luna se arraiga


Estación de la flor y el fruto
La anciana mira la luna en el agua del aljibe.
Hay una cicatriz que solo punza en tiempos de sequía.
El anciano bebe una vez más la luna en manos de mujer.
El pecho le duele de tanto amor y de tanta luna.



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
-De la serie "TIEMPO DE LAS ESTACIONES"











Viajero soy*



Viajero soy. La ruta es mi destino.
El frenesí del mar, mi desafío.


Viajero soy. En todas partes moro,
y en ninguna. Mi patria es el recuerdo
de tres o cuatro rostros y unos versos
que alguna voz amada pronunció.


Viajero soy. En el confín del mar
está la tierra de mis padres; lejos,
otros mares y otras tierras y otros dioses.
Todo cabe en mi cuaderno de bitácora.


Viajero soy. El horizonte espera
la estela de mis naves, las palabras
que mi pecho proclama, las batallas
que los vates cantarán en la mañana.


Y más allá de todo
rodeada de mar* se alza la etérea
Ítaca, paciente, inamovible,
hermosa al atardecer* eternamente aguarda
el retorno de sus hijos nómadas.



*rodeada de mar y hermosa al atardecer son dos de las formas empleadas para describir a Ítaca en La Odisea.

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
-De Arenas de Ítaca. Publicado en el nº 17 de La Buhardilla








Espera*



Te vi una de esas raras tardes sin tiempo,
Eternas en la memoria,
Síntesis perfecta de todas las tardes…
Coqueteabas en inocente armonía con la vida,
y te quedaste siempre cerca...
Alta, blanca, discreta,
Soberbia, palpable, inmaterial...
Duermes mis sueños, me piensas y me olvidas;
Te derramas en cada destello de vida, en los espacios vacíos,
en todas las demoras, en las largas ausencias...
Te ví en los ojos de Nino y en la insolente juventud de Nicolás
¿Estabas también ahí, en el destino de mi próximo viaje?
¿Oculta en la carcajada extravagante de la dicha?
Alta, nívea, infinita...
Sólo esperas...



*De Silvia Alzamora. alzamora_s@yahoo.com.ar






CUENTOS DE LA REALIDAD




Milagro en milan...esas ...*




*Por Carlos Alberto Parodíz Márquez. parodizlaunion@gmail.com



Chiquito, es en realidad chiquito. También chiquito de entendederas. Le cuesta, dicen sus hermanos en especial Oscar, que afirma arrastrar un soldado fuera de fila cuando un auto lo rozó en la avenida.

El con un balde, un secador de manos y un trapo rejilla, que deja bastante que desear, limpia parabrisas, focos y todo lo que tenga vidrio en particular, se ve que a él, de lejos, todo lo que relumbra le parece oro. Lo hace en la esquina de Boedo y avenida Hipólito Yrigoyen.

Lo acompaña una banda que encabeza su hermano Oscar gracias a quien sobrevive en el grupo. La ley de la selva, urbana, tiene códigos muy duros, por lo menos para Chiquito y otros como él, que no tienen la suerte de tener un hermano cabecilla.

Se van, cuando los llevan, cerca de la medianoche en el 543 cartel rojo, “el Bustos”, dice chiquito, cuando se precipitan en bandada para ver si la perinola les cae en “toman todo”; por lo menos en este caso, el colectivo es un pasaporte seguro, un DNI que suelen ganar cuando maneja Hugo, del interno 27, un personaje que escucha, por lo menos de noche, radio L, la radio local que él privilegia y obliga aceptar a sus pasajeros como parte del importe del pasaje.

Pero él, otra vez, que se siente por un rato administrador de la pobreza, de bienes y servicios, casi como un CPU, y si me apuran un server, sabe que ese es el último viaje del día, perdón, de la noche, que todo lo paga, y por eso viaja lento, como intentando quedar.

Los chicos, el mayor doce y el resto rozando los siete, arañan como pueden, cuando se sientan en el fondo del micro, aquello que pudieron conseguir. Chiquito, sigiloso, no contó esa noche que uno de los autos – seguro que estaban dados vuelta – dijo para si en voz baja, le dio diez pesos.

Chiquito simuló secar el parabrisas que se escurría en la noche rumbo al sur, en la niebla incierta de un cambio de año, el que fenecía, 2002 titilaba y “Chiquito”siguió simulando para avisarle a Oscar que se iba al baño.

Baño no hay y ningún lugar próximo, llámese como se llame, les da permiso para pasar, pero la mentira esa, fue la única que se le ocurrió.

Caminó pegadito a la pared rumbo a Laprida y se fué directo al restaurante chino, -antes que cierre- se dijo. Entró y como todos los chicos que atienden son iguales, resignó el pedido en voz baja.

Mostró el billete de diez pesos para garantizarle verdades al oriental y, de paso saber para cuanto le alcanzaba en materia de milanesas.

Hacía dos años, según le contó Oscar que no se comía en la casa – decir casa es toda una exageración – “una puta milanesa”.

Guardó el preciado paquete, pidió una bolsa de plástico para proteger la carga y se las ingenió par que los otros al volver no advirtieran nada. Cosas del hambre de la ciudad.

Tuvo suerte, el interno 27 cartel rojo – Bustos - y Hugo que les hacía señales de que se apuraran disolvió la atención. Se acomodó al lado de Oscar, apretujándose lo más que pudo casi hasta despertarle sospechas a su hermano sobre el gesto. Las ternuras están amputadas en la vida de ciertos chicos.

Las cosas se le podían complicar a la hora de bajar, pero otra vez la suerte estuvo de su lado, “el number one”, así se hace llamar a quien siempre llevan como furgón de cola, se bajó dos cuadras antes, porque una bolsita de poxiran lo esperaba cerca de allí.

“El Licenciado”, seguiría dos cuadras más adelante de donde Chiquito y su hermano descenderían, para confirmar que “Santa Marta... no tiene tren... y tampoco tranvía”.

Los apodos los “compraron” de estar sentados en los escalones de la heladería de la esquina de Boedo y Irigoyen , donde hacen pausa, mientras el semáforo está verde rumbo al sur.

Lo curioso es que no invaden jurisdicciones. Ellos trabajan allí y de paso, le cuidan el hueco donde duermen dos duendes de la medianoche, quienes se ”alojan” en la puerta del edificio no habilitado que está sobre Boedo y dispone de una cochera de clandestino servicio, para clientes exclusivos, ¿quien los autoriza en un edificio que no está autorizado?, mas misterios que trae la noche.

Llámeme Licenciado, dice el de anteojitos y remolino erguido, algo obeso para su corta edad y dueño del cuchicheo más famoso de la barra, siempre parece estar revelando secretos, suele ser estentóreo a la hora de hablar en grupo, como si actuara. En realidad la vida de ellos es una actuación perpetua. Su boletería siempre está habilitada y tienen entradas disponibles, porque son quienes se marchan y cierran la función de cada día.

“Chiquito”, a su manera, los quiere a todos; el número de la barra oscila, esa noche eran cuatro incluyendo a “pelusa” y “pelusita”, hermanos que por economía se quedaron con sobrenombres de barrio.

Ese día a todos les fue más a o menos bien. Pero estos chicos gastan mucho y a veces vuelven sin nada o con muy poco, no cultivan el ahorro que, dicen, es la base la fortuna.

Panchos, facturas sobrantes del día y otras delicadezas, son parte de una variada forma de consumir, sin olvidar los helados, pero eso sucede cuando agotaron todos los recursos para quedarse con la comida y la plata, sucumben entonces a la tentación, como tanta otra gente que anda por ahí.

La cuestión es que, a medida que se disgregaban que se disolvían en la oscuridad suburbana, llevaban la orden de “Chiquito” de pasar por su casa un rato más tarde.


Oscar se quedó mirando a su hermano sin entender, porque al llegar seguro, que no sería aprobada esa idea por su familia, de por si numerosa y poco afecta a las invasiones.

“Chiquito” no quería soltar prenda. Llegaron saludaron, el le contó a su mamá, luego de darle el resto del dinero, que cosa había hecho con el “premio de los diez pesos” y mientras, se serenaban los ánimos, porque “Chiquito” no tiene los soldados alineados en su cabeza, pero esta vez por eso mismo, zafó.

La cuestión es que fueron llegando todos y Chiquito muy serio, fue a buscar platitos, de plástico por supuesto y le pidió un cuchillo a su mamá, luego muy serio comenzó a cortar porciones iguales de las milanesas que hizo aparecer como por encanto, el chino ese día le regaló un cucurucho grande de papas fritas algo aceitosas que acompañaron la invitación y tan serio como al inicio, los invitó a comer.

-Hoy es un cumpleaños -, dijo y empezó a comer. Oscar se lo quedó mirando con ganas de preguntar quien cumplía pero se dio cuenta que el hambre era más fuerte, no sólo que el amor.



*


Yon pasó a buscarme al mediodía, yo estaba de buen humor, algo francamente irregular.

Casi lo abrazo, no quise contar nada de lo que me contara Oscar, “fideo fino” le dicen, porque tiene que pasar dos veces por el mismo sitio para hacer sombra. Además el vasco no suele ser demostrativo más que con gestos.

Por ejemplo volver a Ezeiza, para probar, dijo, unos filets de brotola, al parecer imperdibles en una salsa roja y plena de ajo.

El vino quedó en el freezer y pidió que lo sirvieran copa por copa, claro la botella costaba trescientos pesos y eso, aunque no lo paguemos, por causas naturales, también es un exceso, aunque sea Sauvignon blanco.

En medio del parque me pareció ver una falda esquiva escurrirse entre los árboles, dejando tras de si una estela dorada. No era cierto.






Un beso de película*


El le dio un beso, lo llamó el último beso, como era el prinero ella supuso que lo que quiso decir es que sería único. Como ella sabía que el beso único era, a veces, muy consentido y se aferraba y crecía en la memoria de la boca, buscó otros, y los consiguió. Aunque ninguno fue como áquel. Primero, único, último, un beso de película.


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com







Una rama de alerce*



*Por Juan Forn


Un jefazo de Moscú de paso por Kolymá se queja de que las actividades culturales del campo "cojean de ambos pies". Kolymá es Siberia, el gulag, el infierno blanco, los olvidados de Dios. "Todo, salvo las piedras, nos estaba prohibido", dice Varlam Shalamov. En Kolymá los pájaros no cantan. Las flores, fugaces y anémicas, no tienen olor. Ni los árboles huelen en ese corto verano de aire frío que en realidad es una primavera enceguecedora, sin una gota de lluvia. Pero para el jefazo lo que le andaba faltando a la moral de los presos era actividad cultural. Mandaron llamar al preso encargado de tales menesteres, que en su vida real había sido mayor del Ejército Rojo, el mayor Pugachov, y éste le contestó al jefazo que no se preocupara: "Estamos preparando una obra de la que hablará toda Kolymá". La obra era una fuga. Pugachov y los suyos eran una nueva especie en Kolymá.
Eran, como Shalamov, presos políticos, enemigos del pueblo. Pero no eran como los demás prisioneros políticos llegados desde los años '30 a Siberia: no se derrumbaban moralmente preguntándose qué habían hecho, cómo pudo hacerles eso la Revolución. Eran hombres de acción, puro reflejo animal:
venían de pelear como leones contra los nazis, de arriesgar el pellejo escapando de los lager para volver a sus filas y empuñar de nuevo las armas.
Pero la guerra ya estaba ganada y Stalin los mandó a Siberia. Los mandó cuando acababa el otoño, creyendo que el invierno los quebraría, los igualaría a los demás presos políticos. Ellos se tomaron el invierno para estudiar el terreno, en condiciones infrahumanas, trazaron un plan enloquecido, esperaron el momento oportuno con la llegada de la primavera, y un día se fugaron.
Los agarraron a todos. Los tuvieron que matar para agarrarlos, y al único que agarraron vivo, agonizante, lo revivieron y después lo cosieron a balazos. Se desquitaron con él porque cuando sólo les faltaba encontrar a Pugachov, y lo encontraron, éste se disparó en el paladar la última bala que
le quedaba, mirándolos fieramente a los ojos. Dice Shalamov que cuando se enfrentaron los guardias y los presos fugados, ambos bandos exhibieron equivalente temeridad: los presos porque no iban a entregarse vivos, los guardias porque sabían que serían convertidos en presos en cuanto sus superiores se enteraran de la fuga. Dice Shalamov que su país es un país de esperanzas absurdas, hechas de rumores, sospechas, conjeturas e hipótesis, y que por eso cualquier acontecimiento crece hasta convertirse en leyenda antes de que el informe del jefe local logre llegar, llevado por el más veloz correo, hasta las altas esferas. Eso es la literatura rusa, si se lo piensa un poco (en el final de Los hermanos Karamazov, Dostoievski escribe: "Lo que se dice aquí se oye en toda Rusia"). La fuga de Pugachov, el relato de la fuga de Pugachov, corrió como mercurio derramado por Kolymá, fue la
actividad cultural por excelencia de aquel verano y el invierno siguiente.
Shalamov estaba allí y vivió para contarlo. Lo contó en catorce páginas alucinantes, y en otros setenta cuentos más, que rara vez son más largos, y a veces necesitan apenas tres páginas para llegar hasta el fondo de la médula espinal de quien las lee.
Shalamov había sido deportado a Siberia de jovencito, pasó veinticuatro años allá, pudo volver recién después de la muerte de Stalin: no tenía cincuenta y parecía de setenta (había quedado sordo, perdido la vista de un ojo, tenía Parkinson). Se pasó los ocho años siguientes escribiendo, uno tras otro, setenta cuentos como el de la fuga de Pugachov. Consideraba su vida acabada, sólo le importaba dejar en papel su experiencia en Kolymá y tallaba cada pieza de su mosaico como un miniaturista loco. Hasta que, en noviembre de 1962, la revista Novy Mir publicó un cuento llamado "Un día en la vida de Iván Denisovich" de un desconocido llamado Alexander Solzhenitsyn. Era la primera descripción del gulag que aparecía en letra impresa. Se decía que el propio Kruschev había dado el visto bueno para que se publicara. Shalamov la leyó en su cochambroso cuarto, le escribió a Solzhenitsyn (que era once años
menor y que había pasado diez años menos que él en Siberia), le mostró sus cuentos, le preguntó qué hacer con ellos. Solzhenitsyn le dijo que no eran lo suficientemente "artísticos" (aunque a continuación le propuso que lo ayudara a escribir Archipiélago Gulag; Shalamov le contestó que lo que tenía
para contar sólo podía escribirlo solo). Mientras tanto, Brezhnev eyectó a Kruschev, acabó con el deshielo, convirtió a Solzhenitsyn en una bandera de la disidencia (y lo echó de la URSS cuando él logró filtrar a Occidente y publicar allá su Archipiélago) y Shalamov siguió escribiendo como un muerto en vida sus cuentos. Cada vez escribía menos, hasta que en 1973 no escribió más. Pero algunos de esos cuentos empezaron a circular de mano en mano, en samizdat, alguien los cruzó al otro lado y un periódico de rusos blancos en Nueva York los publicó.
Shalamov repudió la publicación desde Novy Mir. Fue la primera y última prosa suya que vio en letra impresa en su vida. Dijo que no era un disidente, que no era bandera de nadie. Nadie le creyó: o pensaron que era un cobarde o que lo habían obligado a firmar. La mayoría creía que lo habían obligado: en 1979 el Pen Club francés anunció que le daría a Shalamov el Premio de la Libertad. Las autoridades rusas lo internaron en un asilo para débiles mentales, donde murió, ido y solo, tres años después. El último de sus Relatos de Kolymá es la historia de una rama seca de alerce que llega por correo a Moscú. La destinataria la pone en una lata y llena la lata con agua de la canilla, "esa agua muerta de las cañerías moscovitas". Pasan varios días y la mujer se despierta una noche por un vago olor a trementina,
que no sabe de dónde viene. Es la rama de alerce, las ínfimas agujas de pinocha que asoman de sus nudos. El alerce es el único árbol que huele en Kolymá. De allí viene la rama. La destinataria de la rama es la viuda de un poeta que murió en Kolymá. Shalamov no la nombra, pero sabemos que es la extraordinaria Nadezhda Mandelstam, porque en otro cuento relata la muerte del gran Ossip ("sus compañeros de barraca ocultaron su muerte dos días para quedarse con su ración de pan, de modo que el poeta murió dos días antes de su muerte, que lo sepan sus futuros biógrafos"). Dice Shalamov que, al principio, el olor del alerce parece el olor de la descomposición, el olor de los muertos. Pero si uno inspira hondamente y con atención, comprende lentamente que ése es el olor de la vida, de la resistencia, de la victoria.
La literatura rusa está hecha en madera de alerce. Shalamov nos lo enseñó.



*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-184880-2012-01-06.html







Esa palabra*


Dame esa palabra hermano
esa, la que penetre,
la que indague,
la que hurgue en las entrañas.

Esa palabra creada para llorar,
calentar la sangre
enervar los sentidos.
Esa que usó Whitman,
Benedetti, Rubén Vela.

Y no la busques demasiado.
Está allí, al alcance de tus ojos.
Es la que gastan los poetas
La que molesta a los tiranos.

Murmura esa palabra hermano
o la cantas, o la gritas
hasta quedar sin voz.
Y la escribes en las paredes
en las plazas y veredas.

Paz
Paz
Paz



*De Elsa Hufschmid. elsahuf@yahoo.com.ar





*

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