miércoles, enero 18, 2012
UNA MITAD DE PIEDRA, OTRA DE AGUA...
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
UNA CASA CON MANTRAS AZULES*
Insoportable lentitud de hojas cuando caen.
Resuenan como gotas de un tango ensangrentado.
Filones borrachos de la noche,
Fantasmagórica, aparece la casa.
Una casa hecha de arena blanca.
Una mitad de piedra, otra de agua.
Una casa intacta que nadie habita ni habitará jamás
Una casa con mantras azules que se niega a partir.
Se deshace con el canto del gallo.
Una telaraña descubre su vocación de orate.
La asfixia, dulce, como la muerte.
Una casa que se deshace como lágrima en un ojo impuro.
Amanecer. “Gayatrí al sol”
Pura, sin mácula. Toda una llama ella.
En la magnífica lentitud, avanza.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
JACINTO*
¿quién se atreverá a
condenarme si esta gran luna de mi soledad me perdona?
Casi Juicio Final
Jorge Luis Borges
Había llegado la hora de clavar la tapa del humilde féretro. Los vecinos, la prima centenaria que no tenía idea de a quién estaban velando, la sobrina de la capital, el médico del pueblo que por sentido del deber no faltaba a velatorio alguno y el cura, que rezaba porque se acabara la costumbre de velar a los muertos en sus casas... Un par de mocetones, ayudantes del carpintero, se acercaron herramientas en mano.
“Para mí que el viejo se murió de aburrimiento; ni televisor, ni radio... esta es la casa más pobre en que nos ha tocado trabajar”, dijo uno de ellos a su compañero, “no más mírale la expresión”. El interpelado dirigió su vista al cadáver y, agrandando los ojos más allá del límite, profirió un aullido. El grito hizo a todas las miradas congregarse en un brazo que se levantaba, en una mano huesuda que se abría y en los ayudantes que a trompicones huían hacia la puerta. Con un sonoro bostezo Jacinto se sentó en su ataúd. “¡Dios mío, qué cansancio!”, suspiró.
Huyeron los vecinos en desbandada; la sobrina de la capital saltó por la ventana; el carpintero cargó a la anciana quien, preguntando qué estaban celebrando que había tanto alboroto, se dejó llevar... Quedaron el cura, sanado de espantos después de tantos años escuchando confesiones de pueblo chico, cuyos únicos entretenimientos eran la gula, la lotería y las infidelidades, y el doctor, que por la carga de años no había conseguido la velocidad necesaria para seguir a la multitud. Jacinto se estiró de nuevo.
“Estoy agotado”, repitió. “¿Agotado de qué?”, preguntó el galeno haciéndole una seña al cura para que lo ayudara a llevar al resucitado al astroso lecho. “¿De qué va a ser? ¡De caminar!” respondió, sumiéndose en un sueño casi tan profundo como aquel del que acababa de despertar. Reposo no compartido por los acompañantes, que se creyeron en el deber de permanecer en vela hasta que, al día siguiente, Jacinto dio señales de permanencia.
“Ahora sí me repuse, en mi vida he estado tan cansado”, dijo mientras disfrutaba un café que el cura había preparado para los tres. La noticia de que Jacinto había despertado, regada por un muchacho que se había asomado a la ventana, hizo que se reuniera en el cuarto la misma multitud del día anterior, preguntando al anciano dónde había pasado aquellas horas, al menos dónde había estado su alma, porque el cuerpo no había salido del féretro.
“Calma, les cuento. Estaba desgranando maíz cuando de repente me vi en un sitio precioso. Una voz desde las alturas me dijo que no me asustara, que pronto me vendrían a buscar, que aquello era un lugar de tránsito”. El silencio pesaba más que la humedad y el calor imperantes en el cuartucho. Los ojos se centraban en el viejo y en su descripción de la antesala del otro mundo... “Y ahí me dio por dar una vueltecita. Había árboles con frutas maduras, enormes, flores bellísimas. Una paz tremenda, ¡la brisa te cantaba al oído! Daban ganas de quedarse ahí para toda la eternidad”.
“Entonces”, inquirió el médico, “¿qué hace aquí, mi querido amigo?”
“Pues… por más que anduve no encontré un alma. A lo mejor el que vino a buscarme no me vio, ¡esa condenada manía que tengo de no quedarme quieto! Al final sólo trataba de encontrar a alguien que me orientara, pero por todo aquello no se veía siquiera una finquita... Viendo que no sucedía nada, decidí regresar, mal que bien, aquí tengo mi casa. ¡No hay lugar como el hogar!”
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
El Iceberg*
Aquella mata de pelo negro azabache, ensortijado y largo, que se movía a favor del viento y contrastaba con el blanco casi azulado de aquella masa de hielo enorme pertenecía a la amante. Una belleza pura, que se encontraba montada en lo más alto del iceberg y dirigía sus miradas al mar infinito que se extendía a sus pies.
Los ojos verdes, entornados para paliar el sol del ocaso, pertenecían al amante, que estaba un poco más abajo que la mujer y que mantenía su mirada sobre ella, como intentando acariciarla, protegerla, poseerla.
Los amantes, navegando sobre el buque de hielo, se miraron tiernamente y se juraron amor eterno. Por desgracia el iceberg no duró tanto.
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
Alicia*
*Por Angela Pradelli
El maniquí estaba tirado en la vereda junto a unas cajas vacías. Antonio lo vio una tarde cuando salió del banco. Dudó y decidió finalmente que se lo llevaría a su casa. Cuando llegó a Constitución se dio cuenta de que casi todos lo miraban, pero era imposible disimular un maniquí. Ya en el tren que lo llevaría a Temperley le sorprendió pensar que en realidad le faltaba un boleto para el maniquí y se incomodó al darle uno solo al guarda, como si en realidad le faltara un boleto. El guarda miró al maniquí pero no hizo ningún comentario. Era un hombre muy alto y el maniquí era tan alto como el guarda. “Tan alta”, pensó Antonio, porque el maniquí tenía cuerpo de mujer. En Lanús se desocupó un asiento doble. Antonio sentó al maniquí al lado de la ventanilla y él se sentó en el asiento del pasillo. Las piernas del maniquí chocaron con las rodillas del pasajero de enfrente. Era un señor mayor que se molestó por la situación y miró a Antonio casi con desprecio. Antonio giró el maniquí hacia él, apoyó esas piernas rígidas sobre las suyas y viajó hasta Banfield así, con sus manos cubriendo los pies descalzos de ella. En Banfield subió una mujer con un bebé en brazos y Antonio no tuvo más remedio que dejarle el asiento. Hizo ese último trayecto hasta Temperley con el maniquí en brazos tratando de acomodarlo para no molestar al pasajero de enfrente. Vio que la mujer se desa-brochaba la blusa para amamantar a su hijo y clavó sus ojos en el paisaje descampado que atravesaba el tren. La noche empezaba a asomarse por la ventanilla cuando llegó a Temperley.
Cruzó la calle y escuchó las risas de un grupo de muchachos. Antonio los conocía, eran siempre los mismos, andaban casi todo el día juntos, tomaban cerveza en la plaza y molestaban a la gente del barrio. Muchas mañanas Antonio encontraba las latas de cerveza vacías tiradas en su jardín. Algunos vecinos decían que se drogaban, pero él no sabía. El brazo de Antonio rodeaba la cintura de ella. Cuando estaba llegando a su casa uno de los muchachos le gritó:
–Tiene buenas tetas.
Los otros se rieron y él sintió pudor por esos pechos desnudos. Ya en su casa la vistió con una camisa suya y la sentó en el living. El nombre lo pensó al otro día mientras se bañaba: la llamó Alicia.
Antonio se descubrió mirando vidrieras de ropa de mujer en los negocios de la avenida Santa Fe. Una tarde compró una pollera marrón y una blusa rosa. Tardó en decidirse. Había elegido un pantalón pero lo cambió a último momento, cuando pensó en las piernas de Alicia, unas piernas demasiado perfectas para no lucirlas. Otro día se decidió y entró en una casa de ropa interior, frente a la estación de Temperley:
–¿Qué talle? –preguntó la vendedora.
–No sé –dijo Antonio.
–Más o menos –insistió la vendedora–. ¿Qué medida tiene? ¿Cómo es?
Dibujó la cintura de Alicia con las manos y sostuvo ese dibujo en el aire por unos segundos:
–Así –dijo.
También compró un esmalte para uñas y una mañana de domingo, después de leer el diario, se sentaron en los sillones del patio y Antonio le pintó las uñas. Parecían otras manos, Alicia se veía como una mujer hermosa, y cambió más cuando Antonio le compró esa peluca rubia.
Pensó que tenía que llevarla a conocer la plaza de Temperley. Le gustaba esa plaza los sábados por la mañana cuando se llenaba de chicos y todos los días, de la semana por las tardes, cuando la gente bajaba del tren y la cruzaba. Pero la llevó de noche y se sentaron en un banco, detrás del Monumento a la Bandera. Empezaba a llover y Antonio sintió la humedad en la piel de Alicia.
–Se llama lluvia –le dijo Antonio–, pero es agua.
Terminaron corriendo para guarecerse debajo de la glorieta y esperaron allí a que parara la lluvia.
Al día siguiente apareció una inscripción obscena escrita con pintura roja en el frente de su casa. Antonio se ocupó el sábado por la tarde de pintar esa pared. Estaba seguro de que habían sido esos muchachos del barrio, pero no dijo nada.
–Listo –le dijo Antonio a Alicia cuando terminó de pintar.
Limpió el pincel con aguarrás y se sentaron en la mesa de la cocina a tomar mate. Fue la única inscripción que tapó. Ignoró las que aparecieron después y se fueron superponiendo unas a otras.
Le gustaban las películas italianas y casi todas las semanas alquilaba una en el video.
–Pero no es lo mismo –le decía Antonio a Alicia después de comentar la película–. El cine es otra cosa.
Y un día la llevó al cine. Daban una de Mastroianni. Hacía más diez minutos que había empezado la película cuando llegaron. Antonio calculó que todos hubieran entrado y que el hall estuviera despejado. Pidió dos entradas en la boletería. El boletero ni levantó la vista. Cortó dos entradas del talonario, recibió el dinero que Antonio le daba, abrió la caja y le dio el vuelto. El acomodador, en cambio, recibió las dos entradas y preguntó:
–¿Dos?
–Dos.
–¿Va a esperar a alguien?
–No –dijo Antonio–. Somos nosotros dos.
–¿Sacó una entrada para el maniquí?
–Sí –dijo Antonio.
Le molestaba que le dijeran maniquí a Alicia.
–No hacía falta –dijo el acomodador con una entrada en la mano.
Los tres se encaminaron por el pasillo oscuro de la sala. Antonio y Alicia seguían al acomodador que los guiaba con la linterna. Se sentaron en la fila quince, en un extremo. Antes de irse, el acomodador se acercó a Antonio y le preguntó si quería que le guardara el maniquí en la boletería, pero Antonio se negó.
Cuando la película terminó salieron rápido de la sala. En el hall el acomodador le sonrió a Antonio. Antonio creyó que la gente los miraba, que la miraban a Alicia. Fueron hasta la esquina y se subieron a un taxi que los llevó hasta su casa.
Antonio iba algunos domingos a comer a casa de Altamirano. Altamirano y él trabajaban en la misma sucursal desde hacía casi diez años y muchos domingos Altamirano lo invitaba a su casa; su mujer preparaba pastas o él hacía un asado, Antonio llevaba el postre y se volvía antes de que anocheciera. Aunque aceptó, Antonio hubiera preferido quedarse con Alicia en su casa ese domingo. Y no pudo evitarlo: se pasó la tarde comparando a la mujer de Altamirano con Alicia.
–Es una mujer insoportable –le comentó a Alicia ya en su casa por la noche–. Por algo Altamirano está siempre invitando gente a su casa y armando programas para los fines de semana.
En cambio, él no veía la hora de llegar a su casa para ver a Alicia, para encontrarse con ella.
Miraban el noticiero de las nueve mientras preparaban la cena y ponían la mesa. A veces mientras él preparaba algo para picar, hablaban de cosas del barrio o de algunos programas de televisión.
Las fotos las sacó con la pocket un sábado, en el jardín de su casa. Pensaba elegir la mejor de todas, hacer una ampliación y ponerla en un portarretrato sobre la mesa de luz. Fue al mediodía. Igual le puso el flash a la máquina. Se lo había dicho el dueño de una casa de revelado de Temperley. “Salen perfectas”, le había dicho. “La mejor hora para sacar fotos es al mediodía y con flash porque hace un efecto especial con la luz.” Hasta sacó fotos de Alicia tendida sobre el pasto con un fondo de malvones rojos. Tenía una de esas máquinas que esperan unos segundos después del encendido, así que corrió a ubicarse al lado de Alicia y sonrió junto a ella.
El martes por la tarde, cuando volvía del banco, pasó a retirar las fotos reveladas. Le gustaron las fotos en que estaban juntos, eran cuatro o cinco. Las otras no. Le pareció que Alicia no había salido bien. Ni siquiera se las mostró. Cortó las fotos con la tijera y tiró todas las tiritas a la basura. Sin embargo, el rojo de los malvones había salido bien, seguramente por el efecto aquel del flash al mediodía. Hizo varios portarretratos con las fotos en donde estaban juntos y los distribuyó por la casa. Le gustaban los marcos de madera oscuros pero gastó un poco más y compró uno con aplicaciones de bronce que puso en la mesita del living.
Fijó un día en la semana para que Alicia se bañara: los viernes. El le llenaba la bañera y le agregaba al agua caliente unas sales y una espuma de baño. Después la envolvía con una bata suya de toalla. El pelo se lo lavaba aparte. Había probado lavárselo con la espuma de baño pero le quedaba mal, muy seco. Compró un champú de almendras y le ponía una crema de enjuague de jojoba que le daba un brillo especial. O tal vez el brillo era por ese reparador de puntas que le había comprado a una compañera del banco que vendía cosméticos. Tenía un cajoncito en el botiquín del baño lleno de hebillas y peinetas para peinarla. Le recogía el pelo, le hacía trenzas. Pero nunca le quedaban bien los peinados. Terminaba soltándole el pelo y guardando las hebillas. A veces le ponía una vincha de carey que le gustaba mucho porque le despejaba la cara.
Un día vio en una lencería unos corpiños armados. La vendedora le explicó que estaban rellenos de guata, un material blando pero que daba volumen. Pero no lo compró porque Alicia no necesitaba eso. Sí compró unas medibachas transparentes negras con un dibujo que hacía una figura de rombos. Estaba seguro de que a Alicia le gustarían.
Escuchaban jazz cuando él volvía del banco:
–Anímate, Alicia –le dijo un día–. Bailemos.
Puso una música suave y bailaron. Cuando la tuvo cerca olió el perfume de lavandas que él le había regalado y le gustó.
–¿Sabés qué es, Alicia? –le preguntó Antonio–. “Savoy Blues”, por Louis Armstrong. Es uno de mis preferidos.
Después se sentaron en el sillón. Ya era de noche y estaba más fresco. Antonio trajo un saco de hilo blanco para los hombros de Alicia. La voz pastosa de Louis Armstrong llenaba la sala con “Blues in the South”.
Y también tenía proyectos para el futuro. Quería ir de vacaciones con Alicia a Necochea el próximo verano. Llevarla a cenar, probablemente a comer mariscos a la taberna vasca. Soñaba con que Alicia alguna vez lo esperara en el bar de Benito, el que está enfrente de la estación de Temperley. El bajaría del tren, cruzaría la plaza y tomarían café. Le contaría historias sobre sus compañeros del banco, hablarían de cosas comunes. Y algún domingo irían juntos a almorzar a la casa de los Altamirano.
Llegó una tarde a su casa y vio que Alicia no estaba en el sillón del living. Solía quedarse ahí cuando él se iba porque era el lugar más cómodo de la casa. Encontró la cerradura de la puerta del patio forzada, habían entrado por atrás y se habían llevado a Alicia. También habían estado comiendo y habían vaciado la heladera. Había restos de comida por el piso y manchas de salsa de tomate por todas partes. El sabía quiénes eran. Había latas vacías de cerveza tiradas por toda la casa y encontró una inscripción obscena en la pared del baño. Fue inútil que saliera a buscarla por las calles del barrio. Recorrió la estación, la plaza, algunos bares. No volvió a verla.
Ahora, por las noches, cuando lo gana el insomnio, da vueltas por la casa, abatido. Prefiere levantarse porque no soporta las imágenes que se le cruzan en la cama: Alicia tirada en un baldío que él no conoce, sin la peluca rubia, desnuda. Alicia sin brazos. Alicia con los pechos cercenados. El torso de Alicia sin cabeza, sin brazos, sin piernas, sólo el torso, y él por momentos duda, no sabe si ese torso es el de Alicia o el de cualquier otra. Y tiene otra visión. La cabeza de Alicia con la peluca rubia pero sin el cuerpo y dos huecos en el espacio de sus ojos. Y otra: Alicia boca abajo, desnuda también, flotando en un río sucio.
A veces llama por teléfono a su casa desde el banco con la ilusión de que ella lo atienda, espera a que el teléfono suene dos o tres veces y corta. Sus compañeros lo ven volverse a su escritorio cabizbajo, pensativo. Ni siquiera habla con Altamirano, que es el único que se acerca a su escritorio. Dice Altamirano que hace unos dibujos raros en un papel cualquiera, que no contesta.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-185608-2012-01-17.html
El cuento por su autor*
*Por Angela Pradelli
A veces escribimos cuentos de historias que ya sucedieron.
Para resumirlo salvajemente, “Alicia” es un relato en el que un hombre encuentra en la calle un maniquí, se lo lleva a su casa y llega a creer que es una mujer y que esa mujer es su pareja. La tarde en que por fin terminé de corregir el cuento, salí a caminar para cambiar el aire. Era julio, sábado, hacía mucho frío y empezaba ya a atardecer. Por esos días yo buscaba un escritorio antiguo, así que fui hasta el negocio de compraventa de Antonio. No es un local, es más bien un predio con galerías semiabiertas que bordean todo el lote. Con frecuencia una se encuentra allí con verdaderas perlas que sobrevivieron a las garras de los anticuarios de modacuyos dueños suelen venirse hasta Adrogué a en busca de piezas bellas.
Ese día, como decía, buscaba un escritorio.
–Acompáñeme –me dijo Antonio.
Empezamos a internarnos en las galerías atiborradas de muebles, porcelanas, valijas, estantes con copas, sombreros y relojes antiguos. Bastante oscuro ya, caminábamos iluminados por lamparitas que desde los techos altos irradiaban una luz amarilla y bastante tenue. Es cierto, yo buscaba un escritorio pero me fui retrasando por el camino, atraída aquí y allá por algunos cuadros, una cocina económica, y tantas cosas que aparecían a medida que nos dirigíamos a la zona de los escritorios. Ya habíamos pasado dos o tres tramos de galerías cuando vi, a mi izquierda, sobre el ángulo de la pared, un maniquí con cuerpo de mujer sentada (o sentado) sobre una chiffonnier. Me detuve. Antonio había seguido caminando y estaba cada vez más lejos. Se dio vuelta y desde allá me gritó que avanzara. Después de unos minutos, Antonio se resignó y vino hacia mí. Me encontró mirando el maniquí.
–Y ahora qué pasa –preguntó.
El maniquí tenía los mismos ojos, el mismo pelo, la misma medida que la protagonista del cuento.
–¿Tanto lío por un maniquí?
–No, es que…
–¿Sabe lo que me pasó? –me preguntó él.
A veces se escriben cuentos de historias que sucedieron. Se toman los hechos y se los narra.
A veces no.
Lo mejor era irme en ese momento, antes de que Antonio me contara el cuento que yo acababa de escribir.
–Me la encontré en la calle, me dio tanta lástima dejarla ahí. Qué mujer, eh. Es muy linda. Cómo la iba a dejar en la calle, con este frío. Me la traje, le compré ropa, la vestí bien y ahora me acompaña todos los días en el trabajo.
Después él siguió caminando en dirección a la zona de los escritorios. Yo ya no pude seguirlo y preferí volver otro día.
–Pero por qué se va –me gritó él ya lejos–. Si es una linda historia.
A pesar de la temperatura, abrí la ventanilla del auto y dejé que entrara el aire frío.
Recién cuando bajé del auto reparé en el hecho de que el dueño de la compraventa y el personaje de mi relato tenían el mismo nombre.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/185608-57409-2012-01-17.html
El lago*
He vuelto a ver el lago.
Después de tantos años no parece ya el mismo
aunque su forma exacta pueda ser la de entonces
y en la isla del centro perennes permanezcan
aquellos siete pinos, aquellos cuatro bancos,
testigos silenciosos de nuestra adolescencia.
He vuelto a ver el lago. También la pasarela,
las aguas estancadas, el césped, el paseo...
Todo igual y distinto.
Mas nada nuevo adorna este paisaje.
Tan solo son mis ojos, ayer quizá inocentes,
esperanzados, vírgenes... Hoy demasiado viejos.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
De Por si mañana no amanece
http://sergioborao2011.blogspot.com/
Era la novia de Osvaldo*
Era la novia de Osvaldo
rubia y bajita
Con él chapaba en el zaguán
y yo ahora la recreo en el diván
Me hice racinguista por influjo de su padre
y por ella
-que a veces
en mi florescencia
cómo me besaba-
onanista.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
*
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