lunes, marzo 05, 2012
EL SUEÑO APACIBLE Y COTIDIANO DE LOS VIEJOS CON SOMBRERO...
*Dibujo: Ray Respall.
La Habana. Cuba.
EL PONCHO*
*Por Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
a la memoria de mi viejo y
del “Beco”
Los amigos creen que yo soy dueño de una memoria prodigiosa.
Nada más lejano de la verdad. Esa verdad que busco aunque demuestro en algún momento que yo no soy nadie, tal escribió alguna vez el Julio, Cortázar, digo. Lo que yo conservo, sí, en algún rincón remoto o recóndito, son algunas hilachas. Frases, gestos, olores, la luz de un atardecer de primeros días de Otoño, el sol que sale luego de una lluvia y la llovizna, o una potranca que corre en medio de esa llovizna pertinaz, decidida, casi como si fuera en verdad un hondo encono. También de aquel cerdo de pelaje blanco, que se escapó del chiquero de la Estancia Vollenweider y se cruzó a la chacra un día de lluvia. Pequeño macho que iba a pagar muy cara la osadía. Se las tuvo que ver con el inmenso padrillo overo que no toleraba intrusos en su feudo y en su harén de plácidas chanchas coloradas. Costó separarlos (es decir, separar al dueño de casa del invasor) pero cuando lo hicieron la sangre manaba de sus heridas como vertientes que teñían su otrora pelaje blanco e inmaculado.
Era un pelaje que yo nunca había visto y presumo que habrá sido de buena cría como lo eran en general en la Estancia todos los animales, al menos era la fama que hacían circular los antiguos dueños que eran descendientes del fundador del pueblo. No necesito tirar demasiado de la hilacha para que la trama haga aparecer, como por arte de magia, algún otro retazo de recuerdo que flamea en principio como unos flecos sueltos al aire y luego crecen en uno hasta formar una bandera.
Como ese poncho que fue de mi padre, que lo acompañó veinticinco años por todos los rincones de la pampa cultivada cuando él iba “de campaña” como decía elípticamente al querer referirse a las cosechas que en ese tiempo sin tecnología casi duraban meses enteros.
Ese poncho que muchas veces lo cubrió de las heladas cuando arrearon alguna tropa por un callejón ancho y polvoriento. Ese poncho de trama gruesa, de lana basta, de color gris oscuro, con sus listones de un color más claro, con sus flecos desparejos y otros que fueron quedando en el camino.
Ese poncho con su abertura donde tantas veces habrá pasado su cabeza.
Ese poncho que lo salvó de la escarcha cuando en sus viajes de obrero golondrina tuvo que dormir a la intemperie, arrimado a un galpón de una estación ferroviaria perdida en la planicie.
Este poncho, como dijo alguna vez, que me acompañó en el cuarenta cuando
croteamos con el Beco Gúbero en busca de “pique” como aludía siempre a su trabajo. Interesante modo de metaforizar con una actividad ictícola, porque los peces no siempre “pican” sino de vez en cuando y entonces hay que aprovechar esa ocasión propicia.
El “crotear” era porque al no tener trabajo ni plata debían viajar en largos, lentos y penosos trenes de carga por gran parte del país en busca del pan que en el pueblo no existía..
En esos vagones de carga que sobre todo eran utilizados por gran cantidad de vagabundos, desocupados y gente que hacía su modo de vida ese rotar haciendo de las vías su existir. Esos eran los auténticos crotos.
Una canción que popularizó Antonio Tormo en aquellos años y que repetía ese trajinar como un orgullo anárquico y feliz. Una canción que se mezclaba con los felices radioteatros de entonces y con el ruido seco de los carros tirados por caballos y el grito del hornero que llamaba desde un charco.
Mi padre –según supo contar –se unió a su amigo Américo Gúbero y fueron hasta la Estación Cora, es decir al pueblo Miguel Torres sobre la ruta catorce ya que allí iba el carguero a la provincia de Buenos Aires. En algún lugar bajaron y pidieron trabajo en la cosecha de la papa, luego fueron a Río Negro y trabajaron en la esquila y enfilaron hacia La Pampa entonces un “Territorio Nacional” y palearon arena.
Casi al año volvieron y mi padre volvió con ese poncho, es decir con este que hoy me abriga, este mismo al que paso mi mano sobre su trama gruesa y oscura.
Este poncho que cobijó también a mis hijas y que alguna vez cubrirá del frío a mis nietos.
Y pienso que mientras este poncho ordinario, pero fiel, exista en mi casa no habrá frío y tampoco faltará el trabajo.
“Rastro de Luna” *
Adonde irá este camino?
aparecido rastro de Luna,
como un reflejo claro
que a mi cansancio
lo vuelve espuma.
Y mis pies se apresuran
tras de la huella que va marcando
y aunque a veces me pierdo
y me tropiezo, vuelvo a rumbearlo
Es que vengo golpeado
y ya mis piernas no dan pa´ tanto!!
pero el anhelo puede
y el corazón me agranda los pasos..
Claro rastro de Luna
no desvanezcas que ya te alcanzo
mantén tu luz de guía
hasta que salga de este pantano
Voy a pegar un vuelco
a tanta angustia, tanto silencio
y en un giro del tiempo
zambear la vida juntando sueños!
*De Víctor Turquet. victurquet@yahoo.com.ar
Desbarrancas en Cuyo*
Entre la muchedumbre de barrancas.
Yo.
Desbarrancándome.
Hacia el sur.
“Barranca abajo”
Mi potro corazón desenfrenado.
Fugitivo.
Socavón de venas desterradas.
Mi vasta geografía, inexplorada.
Barrancas. Noche oscura. Soledad.
Mi cintura se expande en Buenos Aires.
Ceñido entre mis brazos, el litoral espera.
Los barrancos del Norte, se despeñan
en el eco de una quena furtiva.
Y el Sur ¡Ah, el Sur! Doliente Sur
Invencido. Blancas rosas de hielo.
Insepultas.
Y entre tanto esplendor, tanto dolor,
mi potro corazón
desbarrancado en Cuyo.
Latido mineral. Savia de piedra.
Hembra sin apellido. Madre Tierra.
Estruendoso silencio de barrancas
y entre ellos tus ojos,
tus ojos del Cuyum.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Fedora*
*Por Javier E. Núñez
Creo que fue algunos meses después del funeral cuando dos peones lo encontraron durmiendo a la sombra de la higuera. Los vimos llegar agitados, los ojos muy abiertos y una revelación imposible temblándole en las bocas.
La familia en pleno se reunía en la mesa interminable del patio bajo el tambaleante sol de un otoño cordobés, en aquella casa con chanchos y tractores y un terreno interminable atravesado por un canal, tan cerca del aeropuerto que el ruido de las turbinas nos tapaba los gritos. Primero se levantó mi abuela, después la seguimos todos: los adultos corrían detrás de los peones; más atrás íbamos los chicos, aún sin entender de qué se trataba ese alboroto. Nos arremolinamos en torno a la higuera como ante un
espectáculo callejero. El viejo dormía recostado contra el tronco, el sombrero de fieltro caído sobre los ojos. Entonces mi abuela avanzó y le puso una mano en el hombro.
--Papá.
El nono se despertó sobresaltado, como perdiendo el equilibrio. Como si se cayera desde el sueño. Escupió entre dientes su blasfemia favorita "«¡porco dío!»" y cuando alzó la cabeza para mirarnos desde abajo del ala de un sombrero pasado de moda se desvaneció en el aire.
Pasó hace como veinticinco años, durante alguno de los viajes que solíamos hacer para visitar a la familia de mi vieja. Hoy la recuerdo como una tarde de gloria. Los grandes debatían en torno a la mesa que estaba en la galería de entrada, consternados y conmovidos; los chicos nos reíamos y asustábamos a los primos más chiquitos corriendo con los brazos extendidos como los fantasmas torpes de las películas; los perros alborotados nos perseguían ladrando en círculos. De pronto comprendimos que nadie nos prestaba atención, que todos estaban demasiado ocupados en encontrar explicaciones, calentar el agua para el mate o volver a contar la experiencia a los peones y vecinos que se habían arrimado por el escándalo, y nos fuimos alejando de la mesa. El viento que silbaba entre los árboles inmensos parecía
susurrarnos algo. A esa edad, con una idea todavía tan lejana y difusa de la muerte, nos atrajo más la aventura de los arrabales de la casa que la misteriosa aparición del nono. O acaso fue la libertad impensada, la inesperada ocasión de sumergirnos en espacios prohibidos lo que nos empujó a escapar de la mesa de la galería y adentrarnos en ese terreno incierto que se abre más allá de la vigilancia de los mayores.
Qué absurdo pensarlo ahora. Imaginar las cabecitas en escalera agazapadas por detrás de los tractores. No sabría decir qué hicimos. Dónde fuimos. Por qué nos divertimos tanto. El tiempo se empeña en lavar esos recuerdos, quitarles el color, la forma, la consistencia. Me quedan imágenes aisladas,
sensaciones, esa impresión de que algo mágico estaba sucediendo o a punto de suceder. El reflejo oscuro y apenas entrevisto de caras en el fondo del aljibe; las voces amplificadas; la danza aérea de una escupida que caía y se perdía, hasta que el sonido del agua nos indicaba que había llegado. La orilla del canal en fila india, las piedras que arrojábamos para ver quién hacía más ondas. Las frutas arrancadas de los árboles. El olor penetrante del chiquero, y nosotros trepados a las vallas para provocar a unos chanchos impasibles. Las hileras interminables de lechuga. Y los gritos del peón que nos que arreó fuera de los campos sembrados como espantando perros, mientras nosotros gritábamos y corríamos y le hacíamos burla desde lejos.
Cuando volvíamos de la quinta pasamos por la higuera. El sol se había movido y la sombra era más grande. Parecía fría. Volvimos en silencio hacia la casa y nos sentamos en las raíces asomadas de un árbol hasta donde las voces apenas si llegaban. Ninguno de los mayores se había movido de la mesa.
Al día siguiente nos reunimos todos al pie de la higuera. Los chicos nos removíamos inquietos, pero los demás estaban expectantes, los ojos clavados en el árbol. No sé si estuvimos así varios minutos o varias horas hasta que el nono apareció. Realmente apareció. Por un instante hubo una especie de bruma en la base del árbol; después el viejo yacía dormido con el sombrero echado sobre los ojos. Pero cuando Mingo trató de despertarlo se esfumó una vez más.
Lo intentamos durante tres días. Al final la familia acabó por convencerse de que no había forma de despertarlo sin que desapareciera, y entonces íbamos un rato a hacerle compañía o los más grandes se sentaban a tomar mate alrededor de la higuera. A veces hablaban de política o de fútbol o de
cualquier cosa como si no estuviera ahí. O se enredaban en discusiones absurdas y maravillosas sobre la presencia del nono. Me gustaría recordarlas mejor. Para mi tío Ricardo se trataba de una especie de transmisión de sueños: los muertos soñaban, decía, y eso abría un puente entre nuestro mundo y el de ellos. Por eso cuando lo despertábamos siempre desaparecía.
Marino, en cambio, lo rechazaba de plano. Y cuando alguno le pedía alguna explicación para el fenómeno se encogía de hombros como si la respuesta fuera evidente: "El viejo vuelve porque es el viejo. Fue siempre un testarudo, y eso ni la muerte se lo quita".
La última vez que lo vi fue el día en que con mi hermano le hicimos una joda a la novia de un primo de mi vieja. Era una chica de voz nasal y pelo corto que estudiaba en no sé qué universidad y acababa de conocer a la familia. La comida demoraba y todos estaban ocupados en la cocina o poniendo la mesa.
Nosotros la guiamos hasta la higuera y le pedimos ayuda para despertar al nono porque a nosotros no nos hacía caso y la comida casi estaba lista.
Apenas le puso una mano en el hombro se esfumó y nos largamos a gritar como poseídos. Los ojos desorbitados, el desconcierto y el grito de terror que pegó mientras corría de regreso a la casa bien valieron la paliza que nos ganamos más tarde. Nos encontraron tirados en el piso, cerca de la higuera,
todavía con los ojos llorosos y sin parar de reír.
Al día siguiente, con mi vieja y mis hermanos, volvimos a Rosario. Seguí yendo a Córdoba con regularidad, pero aunque la casa se mantuvo en manos de los descendientes durante más de una década, dejó de ser el centro de las reuniones. Nuevos patriarcas florecieron y la familia empezó a dispersarse.
Siempre veía la casa de lejos, o mejor: jugaba a reconocerla desde el asiento del auto antes de que se perdiera en la luneta trasera. Un día por fin se vendió, y las fábricas que año tras año la habían ido cercando acabaron por aplastarla. La última vez que pasé fue camino al cementerio para enterrar a mi abuelo. La busqué en la ventanilla del auto como hacía cuando era chico. No pude reconocer el lugar donde había estado. Imagino que la higuera tampoco sobrevivió.
Hay días en que me pregunto si las cosas fueron así. No estoy seguro. A veces se me da por inventarme los recuerdos y al tiempo no sé cuáles son ciertos y cuáles no. En mi familia dicen que es absurdo. Que el nono nunca volvió. Creo que lo niegan porque nadie quiere reconocer que nos fuimos igual. A mí me quedan algunas cosas vívidas que prefiero no poner en duda.
Las caras en el fondo del aljibe. El sabor de las naranjas. El vuelo de los aviones. El sueño apacible y cotidiano de los viejos con sombrero.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-32778-2012-03-05.html
La mirada que no se rinde*
La mirada busca, en un paraiso adeudado, un lugar donde caerse viva.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
Un componente de la desarticulación argentina*
FEBRERO DE 1962: LA ADMINISTRACION FRONDIZI RECIBE EL PLAN LARKIN
*Por Alfredo Armando Aguirre. choloar47@rocketmail.com
En este febrero del 2012, se cumplirá medio siglo, de la presentación oficial de un documento que seria la justificación de la continuidad de la desarticulación del sistema de transportes existentes en la argentina, para la plena expansión del complejo caminero automotriz.
Y decimos continuidad, porque al revisar las fechas, advertimos que la presentación de este plan, que lleva el nombre del general norteamericano que dirigió los estudios respectivos, se realzaría treinta años después de la sanción por un Congreso Nacional, al que no podían acceder por proscripción, las mayorías yrigoyenistas, de la Ley Nacional de Vialidad(11658).
El decreto reglamentario de esta ley, El plan bidecenal de caminos 1934- 1934, es la demostración palmaria de la continuidad de una política publica que se cumplió, no obstante los avatares institucionales de esas dos décadas. Los trazados camineros en él establecidos, se cumplirían con visos de inexorabilidad hasta la década del noventa. El plan que se recuerda de 1962 y esta ley, facilitarían el despliegue de los intereses de la industria automotriz y su necesario complemento el camino pavimentado. Estos intereses eran de origen estadounidense y más tarde europeos.
Pero para que se cumplan sus designios, era necesario desarticular la estructura preexistente donde el sistema ferro tranviario se articulaba con el transporte de cabotaje fluvial y marítimo. El sistema a reemplazar había sido montado con la preponderancia de capitales ingleses. Y esta traumática mutación desde la perspectiva interna argentina, estaba fundamentada en la decadencia de Inglaterra como potencia mundial y la emergencia de los Estados Unidos como potencia sustituta. Ese fenómeno se hizo evidente con la depresión del 29.La industria de punta de los ingleses habían sido los ferrocarriles y la industria de punta estadounidense habría de ser la automotriz.
Este proceso de sustitución conocido como “motorización”, fue facilitado por un precio del combustible, mantenido artificialmente en 2 dólares el barril, situación que se prolongaría hasta la crisis de la OPEP de 1973.
Este proceso fue mundial, aunque con distintos matices. En los Estados Unidos y su área de influencia (en la que había quedado la Argentina), la motorización fue traumática en suma. Sea por razones internas, sea porque contaba con una de las redes mas extensas del mundo, lo cierto es que en Argentina, el reemplazo del complejo ferro tranviario -y de cabotaje fluvio marítimo- comportaba la desarticulación de una estructura y más aun de una cultura, la hondura de cambio tan convulsivo todavía hace sentir sus efectos.
El panorama no seria completo a los efectos de comprender su dimensión, si no se consignara, que previo a estas conductas generadas desde las esferas gubernamentales y que beneficiaban a los intereses preponderantemente norteamericanos, hubo otra medida, que destinada a favorecer los intereses ferroviarios, como ya de dijo preponderantemente británicos, les seria contraproducente en el largo plazo. En efecto, la ley 5315 de 1907, promovida por el Ingeniero Emilio Mitre, puso en marcha un dispositivo para que con las ganancias de los ferrocarriles se construyeran caminos de acceso a las estaciones. La maniobra resulta muy clara con la perspectiva del tiempo: los ferrocarriles recibirían más ingresos con los impuestos que ellos generaban. Eran tiempos en que casi todo se transportaba por tren con excepción de lo que se transportaba por barcos de cabotaje, ya que la tracción a sangre tenia carácter complementario. Sin embargo, por estos caminos de tierra, construidos para aumentar los ingresos ferroviarios, comenzarían a circular paulatinamente camiones y ómnibus que a la larga terminarían desfinanciando el ferrocarril. Muchos de esos caminos -dicho sea de paso paralelos a los rieles- serían luego pavimentados. Hay un hecho muy significativo. Cuando a principio de la década del 30 los ferrocarriles dejaron de dar ganancia, se instauraron impuestos sobre los combustibles, los lubricantes y los neumáticos, para seguir construyendo caminos.
Los intereses ferroviarios ingleses, entendieron que debían replegarse, que el negocio se había terminado. Y entonces comenzaron las tratativas para vender a los gobiernos sus líneas ferroviarias o asociarse con ellos. Curiosamente en ese entonces aparecen las voces de un antibritanismo tardío, que a veces parecieran confundirse con una propaganda en favor de los intereses norteamericanos caminero- automotriz. Esos voceros, sostenían que el transporte automotor era un factor de “democratización económica”.
Así las cosas se llegó a la compra de los ferrocarriles de propiedad privada, lo que se operó entre 1946 y 1949. Es poco conocido que el gobierno nacional en 1947, firmó un acuerdo para hacer una sociedad mixta con los ingleses, pero luego hubo un cambio de posición interna argentina y se compraron en su totalidad los activos ferroviarios de propiedad inglesa y los valiosos activos anexos. Ello se hacia en el contexto de la inconvertibilidad de la Libra Esterlina, situación que ponía a la Argentina en situación de no poder hacer uso de las acreencias que había acumulado en Inglaterra, durante la Segunda Guerra Mundial. Producido el derrocamiento el gobierno constitucional en setiembre de 1955 y tras le paréntesis del gobierno de facto autodenominado “Revolución libertadora” ( donde llamativamente el director de Vialidad Nacional, fue el mismo que había sido director de la repartición entre 1932/1938, cuando se diseñó y se puso en vigencia el plan bidecenal arriba comentado), la asunción del estado de derecho limitado, encabezado por el presidente Frondizi,, coincidió ( conjeturamos que esta situación no habría cambiado con otros signo y/o situación política posible) con la irrupción de los intereses norteamericanos en materia petrolera, caminera y automotriz. Eran tiempos de la publicitada “batalla del petróleo”, y sus generosas concesiones. Eran tiempos del Decreto de promoción de la industria automotriz de 1959, en virtud del cual se instalaron veintitrés (23) fábricas de automotores.
Al finalizar el plan bidecenal, el Congreso Nacional argentino, sancionó una ley de autopistas, legislación reforzada durante la instancia abierta en mayo de 1958. No era de extrañar que los intereses camineros automotrices, generaran el comienzo de un estudio destinado a reemplazar al sistema ferrotranviario, combinado con el cabotaje marítimo fluvial, por el complejo automotor y camino pavimentado. Ese estudio destinado a elaborar un Plan de mediano plazo para os Transportes, seria conocido como “Plan Larkin”. Advertidos del estudio y de las intenciones que subyacían al mismo, los gremios ferroviarios lanzaron una larga huelga en 1961. La campaña publicitaria que acompañaba al plan se las arregló para que esa huelga fuera funcional a lo que combatía. Además esa campaña trabajaba sobre la propensión de muchos sectores a cumplir con el anhelo del inmóvil propio. Sobre este tema y basándose en la novela “Crush”, hace alrededor de una década la argentina Roxana Kreimer, publicó su trabajo “La tiranía del automóvil”. Por un proceso que no es fácil desentrañar, comenzaron a multiplicarse aceleradamente pequeñas y medias empresas de autotransporte de cargas y pasajeros, que además de ser consumidoras de los productos de las plantas automotrices, iban neutralizando las carencias que se generaban con los cortes de servicios y el levantamiento de ramales. Con la perspectiva el tiempo, debe reconocerse que no hubo defensas significativas del sistema que se reemplazaba traumàticamente, con las excepciones de siempre que no lograrían revertir la tendencia, que como se consignó antes era de carácter mundial, aunque exacerbada en Estados unidos y su área de influencia latinoamericana.
La corriente que impulsaba el complejo caminero automotriz era tan fuerte que en 1973, al recuperarse las instituciones republicanas en Argentina, y como resultado de las alianzas políticas, pasaron a integrar el gobierno nacional, miembros ligados a lo que para simplificar llamaremos “personeros del plan Larkin”. A tal punto que el representantes de los empresarios en le directorio de ferrocarriles era el presidente de la moderación de propietarios de camiones y el mismo presidente que había firmado los decretos de compra de los ferrocarriles de propiedad privada franceses, ingleses y el argentino de los Lacroze, firmó un decreto, vetando un ley del Congreso que habilitaba un ramal ferroviario (Intiyaco- Villa Guillermina).
Antes y después de estos eventos, el sistema funcionaría en medio de la desarticulación y el quite de trafico a favor de un transporte automotor de circulaba por caminos pavimentados a la vera de los ramales, de los grandes ríos y del océano Atlántico.
El Plan Larkin, continuaría siendo implementado durante el autodenominado “Proceso de reorganización nacional”. Y es llamativo comprobar como los ramales que fueron clausurados y levantados en esa época, eran los mismos listados en al plan de 1962. Ese plan proponía bajar a 29.000 kilómetros los entonces casi 44.000 existentes. Y cabe acotar que no se contemplaba a la red tranviaria que también era levantada por los mismos motivos.
A partir de 1989, y en el marco de la ley 23696 votada por el Congreso de la Nación, la misma persona que había implementado el levantamiento de ramales durante el "Proceso", seria el encargado del plan de privatización de los ferrocarriles. Además asesoraba en estos menesteres, unos de los mentores de la confección del plan Larkin.
Casi todas las consideraciones que venimos formulando en esta comunicación, forman parte de las que venimos formulando desde 1977. Si las reformulamos es porque el potencial de difusión de las Tics, hacen posible que la misma llegue a otras personas, y porque las posiciones pro ferroviarias que excepcionalmente no están asociadas al transporte por agua de cabotaje, no forman parte de la corriente principal "mainstream", que campea en la Argentina.
Si no formara parte de nuestras convicciones que "la verdad esta tanto en las mayorías como en las minorías", no seguiríamos difundiendo esta posición que sustenta un juicio de valor negativo sobre el carácter desestructurante del plan Larkin, como de las normas afines que la precedieron.
Más de nueve millones de automotores circulan por las rutas argentinas, los presupuestos votados por los representantes del pueblo desde 1984, mantienen las inversiones en caminos financiados con impuestos a los combustibles, lubricantes y neumáticos, como se viene haciendo desde 1931.
Los Accidentes de transito que insumen 1,75 % del Producto Bruto Interno, y la secuela de víctimas que ello implica, no son óbice para que se sigan invirtiendo en obras viales y se celebre como un logro las altas producciones de automóviles. En su momento señalamos que era innecesaria la autopista Rosario- Córdoba (ya habilitada), con solo poner en funcionamiento armonizado telemáticamente la red ferroviaria existente entre esos centro urbanos. Se considera un logro la construcción de nuevas terminales de ómnibus, que son un vestigio de que se insiste en priorizar fondos públicos para el automotor que podrían encauzarse hacia la reconstrucción ferroviaria.
La inminencia de un petrocolapso y la vulnerabilidad que la matriz de transporte evidencia en la Argentina, sumado al impacto ambiental tanto de las rutas que operan como represas y las emisiones de dióxido de carbono, son testimonios de la opinión que los distintos sectores gubernamentales, académicos y el publico en general, tienen ante el tema y pareciera que la defensa del ferrocarril, como gran economizador de energía, de menor poder polucionante y de atenuador de la accidentologia vial, parecieran ser un tema sobre el que solo interesa a una minoría.
Es comprensible, que una inercia que supera el siglo, haya decantado en sentido cultural. Ello no es óbice para que quienes hemos venido estudiando el tema, no señalemos a los responsables que han facilitado este presente de vulnerabilidad.
No obstante medidas como el programa de movilidad sustentable en curso de aplicación en la ciudad de Buenos Aires y las medidas tendientes a la reactivación ferroviaria, los impactos multidimensionales del plan Larkin, considerado como continuidad de la ley 11658 de 1932, se hacen sentir en nuestro presente. Y esa problemática compleja y arraigada, es la base a nuestro juicio que se debe ponderar, para revertir situaciones que impondrán en el corto plazo desafíos a la vida de este sector del planeta...
Es por todo lo precedente que señalamos estas situaciones a que nos han llevado actitudes de sumisión de la clase dirigente ante intereses extranjeros, situaciones que aunque vienen del pasado, aun remoto, impactan en nuestra cotidianeidad y seguirán impactando en forma perjudicial.
Buenos Aires, 27 de enero de 2012
La arena y el mar*
Corpúsculo, elemento, poquita cosa
que asistes muda al rito del agua.
Frente a ti rompen ebrias las olas.
... Y por negarte, en el vaivén olvidan
un frágil temblor de espuma blanca ...
Fractales que resigna la marea.
Cuando brama del sur la marejada
y eres filo punzante de su aliento,
en ocasiones, despiertas en los pinos,
en sus ramas más altas y desde allí lo observas.
Es tanta su grandeza que te asombra y circunda.
Tú lo saludas con las voces del viento
y él te responde con la furia del agua.
Yo se que soy porque tú existes -le dices-
y se que estoy porque haces falta,
aún siendo en mi pequeñez inadvertida
y tú, en tu vastedad inocultable ...
*de Ana Maria Diaz Velo. anadiazvelo@hotmail.com
*
Inventren Próxima estación: INGENIERO DE MADRID
(CON COMBINACIÓN EN EL FERROCARRIL PROVINCIAL CON DESTINO LA PLATA O MIRAPAMPA)
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