jueves, marzo 29, 2012
ESE HOMBRE ME HA ENSEÑADO LO QUE SON LAS ESTRELLAS...
-Textos de Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
BREVE HISTORIA DEL HOMBRE ALTO
Hubo una vez un hombre tan pero tan alto, que con sólo ponerse de pie, abrir los ojos y mirar hacia adelante, era capaz de leer las verdades escritas en las nubes.
La gente común admiraba su enorme altura. Él, en cambio, renegando abiertamente de su don, profesó toda su vida una melancólica envidia hacia los hombres bajos.
Nunca se resignó a su triste suerte de poder descifrar verdades allí donde los otros, plácidos y felices, veían solamente una nube.
LA MEMORIA EN LOS DEDOS
"El cuerpo tiene más memoria que el cerebro".
(Philip Roth)
La única decisión que mi abuela paterna tomó respecto del destino final de sus pertenencias fue la de legarme el piano. Un piano vertical alemán sexagenario. El mismo con el que le había dado clases a cientos de niños santafesinos que pasaron por el Conservatorio Di Bernardo en las décadas del '20 y del '30. El mismo en el que mi tía había estudiado metódicamente hasta obtener su título de profesora. El mismo en el que mi papá se las ingeniaba para sacar canciones usando solamente su dedo índice.
Para cuando mi abuela manifestó su voluntad respecto del piano, yo tenía veinte años y hacía rato que había dejado atrás mis precoces logros musicales. Tocaba de oído, con mucho entusiasmo pero escasa técnica. Sin embargo, aún con mis limitaciones a cuestas, a ella le gustaba que yo hiciera sonar el piano cuando iba a visitarla. No sé, supongo que, acostumbrada como estaba a vivir rodeada de música, le habrá parecido un pecado imperdonable que un instrumento permaneciera mudo.
Cuando mi abuela murió, el piano recaló en mi casa, tal cual ella lo había dispuesto. Desde entonces, sentarme a tocar en él se transformó en una costumbre casi cotidiana a la que dedicaba gustoso aunque más no fuera unos minutos. No hablo de estudiar, ni de practicar, ni de esforzarme por progresar. Hablo de tocar; simplemente tocar. Me resultaba casi terapéutico hacerlo. En esos momentos, mi mente lograba desembarazarse de las preocupaciones diarias y de las existenciales. La música interrumpía ese vicio mío de pensar demasiado y me concedía un espacio de paz interior que, fuera de esa circunstancia, se volvía inalcanzable.
Continué con tan saludable hábito por unos años, hasta que mis sucesivas mudanzas me fueron llevando a viviendas cuyas características edilicias tornaban poco recomendable incluir un piano en el mobiliario.
El 1º de enero pasado, después de los brindis de Año Nuevo en casa de mis padres, me dejé llevar por el impulso de levantar la tapa del "Rachals" y garabatear algunos sonidos en su entrañable mixtura de madera y marfil. No estaba tan desafinado como esperaba, pero algunas de sus teclas evidenciaban signos de una considerable disfonía. Me senté en el viejo taburete giratorio y me puse a tocar. Llevaba realmente mucho tiempo sin hacerlo, y cierta enojosa insistencia de mis dedos en desobedecer mis órdenes mentales se encargó de recordármelo con suma franqueza. Seguramente, el continuado de boleros y música de películas antiguas al que recurrí para darle el gusto al auditorio presente se escuchó esta vez un tanto deslucido, pero nadie de entre los oyentes me lo reprochó.
De pronto, en medio del concierto, mientras decidía qué tocar a continuación, mis manos se desentendieron de mi voluntad y se deslizaron por su cuenta hacia el dibujo de una melodía dulzona que al principio no logré identificar con precisión. Tardé varios segundos en reconocerla: era el valsecito que había compuesto para mi abuela y que solia tocar en aquellas visitas que le hacía. Me pareció asombroso, ya que, como mínimo, yo no había siquiera tarareado esa melodía en los últimos diez años. Y sin embargo, ahí andaban mis dedos, jugando caprichosos con aquella sucesión de notas que había permanecido sumergida en mi subconsciente durante tanto tiempo, demostrándome que eran capaces de recordarla sin mi ayuda.
Fue como abrir la compuerta de un dique. En cuestión de segundos, me vinieron a la cabeza numerosas escenas familiares en las que, invariablemente, el piano ocupaba el centro de la anécdota evocada. Pensé en mi otra abuela, la materna, que también tocaba, y eso me llevó a volcar mi repertorio hacia ciertos tangos y valses con los que ella acostumbraba satisfacer mis requerimientos infantiles: "Adiós muchachos", "Lágrimas y sonrisas", "Santiago del Estero"...
Me puse contento. Acaso antojadizamente, sentí que estaba homenajeando a mis abuelos. Y no quisiera incurrir en sentimentalismos baratos, pero mientras tocaba imaginé que ellos andaban por ahí cerca, escuchando con alegría, aprobando reconfortados que su nieto los recordara de esa forma.
Algo cansado, interrumpí mi recital por unos minutos y pedí que me acercaran algo fresco para reponerme del calor. Mientras bebía, caí en la cuenta de algo en lo que nunca había reparado hasta ese momento, y es que mis dedos guardan una herencia familiar intangible pero invaluable, atesoran una historia poblada por remotos paisajes sonoros de los cuales provengo, y que han contribuído a hacer de mí lo que soy.
Tuve la certeza de que iba a escribir algo al respecto. Vislumbré un pantallazo general de lo que iba a ser el texto, y hasta supe cómo iba a titularlo. Hubiera podido permanecer suspendido en esa fantasía creadora durante un buen rato pero, apenas advertí que -una vez más- estaba pensando demasiado, detuve mi maquinaria mental de inmediato.
Mis abuelos me estaban pidiendo un bis, y no era justo hacerlos esperar. Así que me acomodé de nuevo frente al teclado y me puse a tocar "Gricel".
LOS ÁNGELES Y LOS PUENTES
Hay ángeles que, a su manera, son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas y, con ese suave toque celestial, la incitan a levantar puentes. Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construírlos. Y aunque los puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo.
Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones. Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire.
“Escribir es una forma de darle orden al caos del universo”
Cuentos y novelas publicados en el país y en el exterior respaldan la obra de este respetado narrador que logró conquistar la cultura santafesina.
*Por CARLOS ALBERTO PARODÍZ MÁRQUEZ. parodizlaunion@gmail.com
Alfredo di Bernardo es un escritor santafesino, respetado por propios y extraños que exhibie un sólido trabajo cuya trascendencia titila. Vinculado a la cultura santafesina, cuenta su historia.
–¿Quién es Alfredo?
–Nací en Santa Fe, en 1965. Mi obra literaria transita mayormente por el género narrativo.
–¿Cómo ha sido tu aproximación literaria?
–Aprendí a leer en mi casa, con el libro Upa y jugando con letras de plástico. Para cuando terminé el Jardín de Infantes, ya leía revistas y libritos de cuentos con fluidez.
De manera que mi relación con la lectura fue tan natural como con el juego. Esa naturalidad me transformó rápidamente en un lector voraz y, al mismo tiempo, en un precoz cronista deportivo comentando partidos de fútbol, intentando imitar el estilo de la revista Goles.
A los 11 años me divertía escribiendo una novelita de ciencia-ficción y a los 16 empecé a escribir cuentos con regularidad. A los 19 había confirmado que nada me interesaba más en la vida que ser escritor.
–¿Qué significa la literatura para vos?
–Isidoro Blaisten decía que escribir sirve para organizar la propia locura. Escribir es una manera de darle un orden al caos del universo, al menos iluso- riamente.
En líneas generales, podría decir que lo que escribo son testimonios de mis sucesivas o simultáneas maneras de percibir el mundo.
Como una serie de fotos de algo que, en realidad, nunca deja de moverse pero que, al quedar fijo en una imagen, da la sensación de que es posible aprehenderlo, controlarlo e incluso comprenderlo. Y después, está también la necesidad de compartir esas percepciones; por eso uno decide hacerlas públicas.
–¿Qué dificultades tiene el escritor del interior para hacerse conocer y que ausencia es la más notable en esa relación?
–Las manifestaciones culturales que existen fuera de Buenos Aires, ya se sabe, no tienen la misma resonancia a nivel nacional.
Sin embargo, más allá de esta desigualdad evidente, creo que el escritor del interior y el de Buenos Aires tienen los mismos problemas para dar a conocer su obra: básicamente, la dificultad para acceder a un sistema eficaz de comercialización de libros.
Publicar no es algo inaccesible; el tema es qué hacer después con el libro ya publicado. Claro que esto tiene una lógica directamente relacionada con el predominio de lo audiovisual: en nuestros días un libro es un bien mucho menos deseado –y por ende, mucho menos rentable– que un televisor, una computadora o un teléfono celular.
Ahora bien, si dejamos a un lado la problemática del libro real y nos enfocamos en el mundo de la virtualidad, me parece innegable que Internet constituye una herramienta sumamente útil e interesante para que los escritores difundamos nuestra obra.
–¿Cuál es tu actualidad creativa, estás con algún proyecto editorial?
–Escribo textos en prosa que voy publicando regularmente en mi blog “Crónicas del Hombre Alto”. Tengo previsto hacer una selección de esos textos, armar un libro y publicarlo.
Seguramente, el libro va a tener muchos menos lectores que el blog, pero pertenezco a una generación que creció con la cultura del libro impreso y no puedo evadirme de la satisfacción que provoca tener en las manos un libro “de papel”.
–¿Qué trabajo te ha conformado más y porqué?
–Soy bastante inconformista con lo que escribo, así que realmente son muy pocos los textos que he escrito a los que no les tocaría ni una coma.
Hecha esta salvedad, diré que de mis libros, siento que los más logrados son “La realidad y otras mentiras” y “Las cosas como somos”.
Hay textos que quiero por su temática, otros por la circunstancia en que fueron escritos y otros por la repercusión que tuvieron. Lo importante para mí es releerlo y no avergonzarme.
Su obra
Varios de sus trabajos han obtenido premios a nivel local, nacional e internacional, e integran antologías.
Distintos textos de su autoría se hallan publicados en revistas literarias de Argentina, España, Cuba y Austria (en este último caso, traducidos al alemán), así como también en revistas electrónicas y en sitios de internet.
Ha publicado:
-"El Regalador de colores" (cuentos), 1993.
-"La realidad y otras mentiras" (cuentos), 1999.
-"Informe sobre miopes" (novela) 2001.
-"Las cosas como somos" (cuentos), 2009.
Es autor de los siguientes blogs:
-"Crónicas del Hombre Alto"
-"Algo así como un padre".
Desde 2002 edita "El Regalador", micropublicación virtual, semanal y gratuita que se difunde mediante correo electrónico y llega a lectores de 28 países.
*Fuente: La Unión Espectáculos y Cultura 25/03/12 http://www.launion.com.ar/?p=86597
EL DINERO
El dinero es una herramienta fundamental en la vida del hombre. Tanto, que no resulta ocioso afirmar que el mundo entero gira en torno a él, por y para él. Gracias al dinero se adquiere reconocimiento social, se abren puertas que de otro modo permanecerían estrictamente selladas, se formalizan matrimonios, se alquilan placeres, se estrechan amistades, se traicionan ideales, se clausuran ilusiones, se derrocan gobiernos, se inventan guerras, se conciertan alianzas, se eliminan prejuicios, se forjan sonrisas, se consiguen pases y autorizaciones, se negocian libertades y se obtienen excelentes imitaciones de felicidad, amplia gama de actividades ésta que, dada su cotidianeidad y también el profundo arraigo que han adquirido entre las costumbres humanas, no hacen más que confirmar que, efectivamente, el hombre es una herramienta fundamental en la vida del dinero.
EL TUERTO NO ES REY
Un viajero tuerto llegó una mañana a una pequeña aldea perdida en el bosque. Al advertir su presencia, los habitantes del lugar se fueron congregando en torno al recién llegado con gran curiosidad. Cuando el viajero descubrió que todos ellos eran ciegos, pensó conmovido que había llegado por fin su oportunidad de serle útil a alguien. Movido por sus mejores intenciones, comenzó entonces a relatarles historias casi mágicas acerca de un mundo misterioso del que nunca habían tenido noticias, un mundo poblado de colores sublimes, paisajes esplendorosos y formas exquisitas.
Al principio, los ciegos se mostraron interesados y escucharon las historias del viajero con un asombro casi infantil. Sin embargo, poco duró su entusiasmo inicial. Por el contrario, a medida que los relatos avanzaban, aboliendo de manera inapelable la noción de realidad que imperaba en el lugar, sus rostros fueron adquiriendo una expresión desolada que, al cabo de unos minutos, se volvió decididamente hostil. Un creciente rumor de indignación nació de aquella pequeña multitud hasta derivar en una catarata incontenible de insultos y amenazas.
El viajero tuerto no alcanzó a comprender el origen de estas reacciones. No tuvo tiempo. Antes del mediodía, los ciegos lo lincharon, enfurecidos por la inocente crueldad de quien había despertado en ellos la inútil conciencia de una realidad tan maravillosa como fatalmente inaccesible.
DIOS IMPERFECTO
Desde el refugio situado en lo alto de la montaña, el Dios observa incrédulo las columnas de caminantes que, sin cesar, siguen acercándose por los cuatro puntos cardinales. Surgidos desde las entrañas del horizonte, millones de peregrinos marchan jubilosos hacia el lugar, dispuestos a ofrecer su profundo agradecimiento a aquél que los ha salvado.
Vencido por la culpa, el Dios menea la cabeza con melancólica resignación. "No entienden", se dice, "no entienden que todo lo hice por mí". Y vuelve a esconderse, infinitamente avergonzado.
ARTISTA FRENTE AL MAR
Lenta, muy lentamente, el hombre se fue acercando hacia el borde del acantilado. La mujer sentada en las rocas lo contempló con atención desde el fondo de un silencio profundo y expectante. Observó su respiración agitada, su barba naciente, sus cabellos descuidados, su camisa clara maltratada por el viento. Había algo en él -cierta actitud de entrega a lo absoluto, la expresión desolada de sus ojos- que lo tornaba, al mismo tiempo, majestuoso e indefenso. La mujer reparó también en la firmeza con que cerraba una de sus manos y entrevió la causa, adivinó en ella la presencia de la pequeña joya en la que -según contaban en el pueblo- el hombre había estado trabajando con obsesivo fervor durante los últimos meses.
Fue entonces que tuvo el presentimiento. Nada extraordinario estaba sucediendo, pero ella supo que algo inquietante se cernía sobre la momentánea quietud de la escena. Bajo las nubes grises e hinchadas que parecían aplastar al mundo, el olor penetrante del mar fue de pronto un presagio, y el viento un emisario del desconsuelo.
Sin atreverse a intervenir, comprendiendo que no estaba autorizada a modificar un acontecimiento que intuía irreversible, un rito que parecía establecido desde muchos siglos antes, la mujer siguió los sucesos con ojos fascinados: el torso del hombre y su brazo derecho arqueándose hacia atrás, la tensión extrema del cuerpo, el feroz impulso hacia adelante, la maniobra de los dedos al abrirse en un gesto irrevocable.
No tuvo tiempo siquiera de abrir la boca para intentar un grito. La joya dibujó una parábola desesperanzada, refulgió contra el cielo por única vez -ella pudo vislumbrar su hermosura perfecta segundos antes del final- y cayó para siempre en una indiferencia infinita de sal y de espuma.
Hubo en la mujer un reflejo efímero de angustia; luego una mudez de asombro y espanto. En lo alto, un viento triste azotaba los rostros. Abajo, heladas, las olas se suicidaban furiosas contra la barranca.
- ¿Qué vas a hacer ahora?- se animó después a preguntarle, con un susurro quedo que fue casi una plegaria.
El hombre no desvió sus ojos hacia ella. Con la mirada vacía, perdida en algún punto indescifrable del océano, dejó pasar unos segundos antes de dar, con voz cansada, la respuesta que ella ya sabía:
- Lo de siempre. Empezar de nuevo.
EL HOMBRE DEL VALS
Imprevistamente, el hombre que ocupa la mesa que da al ventanal se ha puesto a silbar la melodía dulzona de un vals de Strauss, confiriéndole al jueves una fisonomía singular, rayana en lo grotesco. Mientras el silbido recorre el salón con apacible fluidez, disolviendo la habitual monotonía de las tardes en el antiguo café, el solitario autor de esta ruptura permanece absorto, mirando la calle a través de los cristales manchados, sin advertir que los otros parroquianos se han confabulado tácitamente para crear un silencio profundo y burlón que ponga aún más en evidencia su insólita conducta.
Al cabo de unos minutos, el concierto llega a su término y el acorde final deja latente en el aire una tenue sensación de ausencia. Con absoluta naturalidad, el hombre bebe un último trago de café, deja un billete sobre la mesa y se pone de pie. Ensimismado, con aire de estar resolviendo íntimas y complejas ecuaciones, camina callado unos metros, esquiva tres sillas mal ubicadas y detiene su marcha frente al viejo del mostrador. "La realidad no es tan simple como parece", afirma de pronto, con filosófica contundencia, sin hablarle a nadie en particular. Poco le importa la expresión distraída del viejo, poco le importan las sonrisas cáusticas de aquellos que lo escuchan, divertidos, a sus espaldas. Habitante único de un mundo que parece terminar en los bordes mismos de su mente, se limita a disertar para sí mismo, como si los otros no existieran. "En el mundo viven cinco mil millones de personas", sigue diciendo, con voz serena y firme. "¿Por qué no pensar que en este mismo momento una de esas personas acaba de silbar el mismo vals que yo silbé? Tal vez esté escrito desde siempre que los dos hagamos las mismas cosas al mismo tiempo, minuto tras minuto, segundo tras segundo. Pero él y yo vivimos a kilómetros de distancia y nunca podremos comprobar si nuestras sospechas son fundadas".
El viejo lo mira ahora con una atención piadosa; el resto ya no logra disimular la risa. Ajeno por completo a las reacciones que provocan sus palabras, el hombre del vals se acomoda el saco con un suave movimiento de hombros, da unos pasos cansados hacia la puerta y se deja devorar por la calle, por la alienada agitación de una ciudad incapaz de entenderlo.
Los otros, los que se quedan, comentan el episodio y se ríen sonoramente del loco. Amparados en una lógica arbitraria que jamás atinarán a cuestionar, no pueden siquiera imaginar que, en este mismo momento y en un lugar muy remoto, otra gente se ríe de un loco con las mismas carcajadas mordaces e ignorantes.
LECTURA OBLIGATORIA
Lo siento mucho, pero debo informarle que está usted en mi poder. Lo he atrapado.
Quizás usted aún no lo haya advertido, pero desde el momento en que posó su mirada sobre la primera de las palabras que componen este cuento, quedó completamente a mi merced. Por más que lo intente, ya no podrá escapar de mí. Al menos, no hasta que termine de leer estas líneas.
Tal vez si hace unos segundos hubiese optado por elegir otro texto o, simplemente, por seguir cualquier otro de sus impulsos (ponerse a escuchar música, por ejemplo), las cosas serían diferentes. Pero no lo hizo y ahora es demasiado tarde: no tiene margen posible para evadirse de mí. ¿Le molesta que se lo haga notar? Es natural; a nadie le gusta asumir que ha perdido el dominio de sus actos. Pero no se rebele contra lo inevitable. Sólo acéptelo: no podrá dejar de leer este texto hasta no acabar con la última frase.
Usted dirá que lo que termino de afirmar es ridículo y exagerado. Seguramente argumentará que la simple maniobra de alejar sus ojos del papel le alcanzaría para librarse de mí. Puedo incluso imaginar la expresión desafiante de su rostro mientras su mente se apoya en esta tranquilizadora hipótesis. ¿Realmente cree que las cosas son tan sencillas? Supongamos por un instante que es cierto, que usted abandona la lectura de estas líneas aquí mismo (decisión que, sin embargo, no ha tomado, ¿me equivoco?). Bien, haga uso entonces de su ilusoria libertad e imagine que se dedica a mirar televisión, a darse un baño, a escuchar música o a comer chocolates. ¿Verdaderamente supone que realizar cualquiera de esas actividades lo pondrá a salvo de mi control? Permítame el placer de socavar con fundamento sus candorosas esperanzas: no lo logrará. No niego que quizás consiga desligarse de mí por un lapso determinado, pero se lo aseguro: no pasará demasiado tiempo hasta que descubra en su boca un regusto amargo de curiosidad insatisfecha y compruebe que lo único que ha logrado es retorcerse patéticamente como la mosca enredada en la telaraña. Mis palabras continuarán acosándolo, acechando su sueño y su vigilia, listas para derrumbar sin piedad sus frágiles anhelos cuando usted menos lo espere.
¿Piensa que estoy siendo tendencioso? Está bien, deje entonces de rumiar vanas protestas contra mi actitud presuntamente despótica y reivindique con hechos su libre albedrío. Adelante, no imagine nada; hágalo. Aléjese de mis trampas y señuelos. Salga del laberinto que he creado para usted. Vamos, anímese, deje de leer ya mismo, dése el gusto, cumpla su deseo. Saltéese el final de este cuento y demuéstreme que estoy equivocado. Sorpréndame, haga añicos mi convicción, aniquile mi certeza.
Es inútil; no lo hará.
¿Lo ve? Todavía sigue allí.
INTERNET Y EL CAJÓN FALSO DE LA COCINA
Crónicas del Hombre Alto (nº 37)
La cocina del departamento donde transcurrió mi infancia tenía una mesada de mármol, debajo de la cual había una estructura de madera compuesta por tres puertas y dos cajones. Tal falta de equivalencia numérica tenía su explicación: la tercera puerta quedaba justo debajo de la bacha, por lo que la hipotética presencia de un cajón entre ambas hubiese resultado inviable. Sin embargo, sea por estética o por neurótica compulsión hacia las simetrías, el encargado de diseñar la cocina había colocado en el lugar un cajón falso. Es decir, una apariencia de cajón allí donde en realidad no lo había. Uno observaba, sí, un rectángulo que tenía las mismas dimensiones de los otros dos que estaban a su izquierda, pintado con el mismo color verde loro y hasta con idéntica protuberancia esférica y rugosa en el centro, pero era sólo una fachada ilusoria.
Vaya a saber por qué peregrina razón, en algún momento de mi niñez pergeñé la fantasiosa teoría de que a aquel cajón sellado iban a parar todos los objetos que se nos perdían (sí, yo era un niño raro; solía tener pensamientos de esta naturaleza). Básicamente, especulaba con la idea de que allí estuviese guardada una pelota de plástico a rayas que el viento había alejado de mí años atrás llevándola irremediablemente hacia las aguas de la Laguna Setúbal.
Obviamente -¿hace falta aclararlo?- es imposible abrir un cajón que no existe, de modo que mis propósitos reivindicatorios jamás pudieron ser cumplidos.
* * *
Cuando yo tenía 10 u 11 años, se puso de moda una canción en inglés que se llamaba "Lady in blue" ("La dama de azul"). A mí me gustaba. No era mi favorita, pero me resultaba placentero escucharla. Me recuerdo claramente frente a la vidriera de una disquería de la peatonal, contemplando el afiche desde el cual un hombre rubio y sonriente promocionaba el disco. Recuerdo también que, vaya uno a saber por qué peregrina razón, en ese momento me pregunté si cuando yo creciera me seguiría gustando esa canción, si ese hombre rubio seguiría siendo famoso, y hasta me imaginé consultándole a mi hijo qué le parecía la música que yo escuchaba a su edad (sí, yo era un niño raro; solia tener pensamientos de esta naturaleza).
El incansable andar del tiempo hizo que me olvidara de la melodía y, cosa extraña en mí, hasta del nombre de aquel cantante que -¿hace falta aclararlo?- no quedó instalado en la memoria colectiva de los argentinos.
* * *
Nunca en los siete años que llevo como navegante del ciberespacio me llamó la atención el difundido hábito de bajar música de Internet. No sé, supongo que quedó martillando en mi cabeza el comentario de alguien que me advirtió sobre la extrema lentitud que puede implicar el proceso para quien -como en mi caso- carece de banda ancha (dato suficiente este de la lentitud para ahuyentar a un sujeto ansioso como yo). O tal vez, me ganó el prejuicio de suponer que la música a la que se podía tener acceso era la misma que uno puede escuchar en las radios, es decir, la que se pone de moda, la que responde a las leyes del mercado.
Hace unos meses, sin embargo, mi hijo me hizo una elocuente demostración práctica de todas las maravillas de jazz, blues y bossa que había conseguido almacenar en su computadora gracias a Internet, y mi visión del asunto cambió por completo. Es más, la revelación me impactó de tal modo que, al día siguiente, ya había descargado en mi propia PC el programa necesario, dispuesto a ponerme manos a la obra cuanto antes.
* * *
Soy un tipo que mira mucho hacia el pasado. Quizás por ser un individuo extremadamente memorioso, siento que cargo con él como si fuera una parte viva más de mi presente. Hasta diría incluso que soy posesivo con mi pasado. No colecciono objetos en forma indiscriminada (de hecho, destilo bastante indiferencia hacia la mayoría de ellos) pero tengo, sí, una marcada inclinación a conservar determinados testimonios que considero representativos de diferentes etapas de mi vida. Supongo que su tenencia me brinda una especie de seguridad simbólica, la impresión de que soy capaz de impedir que los días que voy viviendo se me escurran así nomás. Impresión, claro está -¿hace falta aclararlo?- que se hace añicos apenas uno se pone los anteojos cínicos de la racionalidad para ver las cosas de este mundo.
* * *
No soy ingenuo; me conozco demasiado. Sabía que no iba a ser fácil encausar mis afanes de melómano virtual en un esquema preestablecido. Hubo, sí, un plan inicial de rastrillaje cibernético que cumplí con admirable prolijidad, y que me permitió completar sucesivamente un compilado de temas de la Bersuit, otro de Divididos y un tercero de Los Piojos. Sin embargo, tanto rigor no tardó en resquebrajarse y, previsiblemente, mis búsquedas terminaron adquiriendo muy pronto un errático matiz de arqueología musical.
Al principio tímida, casi pudorosamente; luego con insaciable voracidad, me lancé a rastrear canciones ligadas a los años '70, intentando bosquejar con ellas un impreciso mapa emocional de mi infancia. Mi exploración tuvo resultados altamente satisfactorios: reencontré la música de series entrañables -"Baretta", "Dos tipos audaces", "El hombre nuclear"-, volví a escuchar a Donna Summer cantando el tema de la película "Abismo", me conmoví otra vez con el italiano de "Albatros" que clama desesperado "¡Sandraaaaaaa, ti amooooo!" en el final de "Vuelo AZ 504", y compartí el lamento de Los Brincos porque "Eva María se fue / buscando el sol en la playa".
Una noche, vaya a saber por qué peregrina razón, me acordé de "Lady in blue". Me vino a la memoria el remoto episodio de la vidriera y sentí que estaba ante un desafío mayúsculo. ¿Sería posible hallarla? ¿Habría alguien en algún ignorado punto del planeta que tuviera justamente esa canción guardada en su computadora? Sin querer ilusionarme demasiado, escribí las palabras mágicas en el buscador y, para mi gran asombro, en cuestión de segundos no sólo apareció en la pantalla el título de la canción requerida, sino también el nombre olvidado de su intérprete: Joe Dolan. Me pareció estar rozando los límites de lo verosímil. Por supuesto, inicié la descarga de inmediato y, al cabo de unos minutos de exasperante espera, volví a escuchar, después de más de treinta años, aquella melodía pegadiza y la voz algo chillona que la entonaba.
Quedé fascinado. No con la canción en sí (que, como suele suceder en estos casos, ahora no me parece tan bonita), sino por el prodigio de haber podido rescatarla de la nada. Y aunque sé que todo retorno al pasado es fatalmente imperfecto e incompleto, aunque sé que los paraísos perdidos no se recuperan jamás, aunque bien sé que mi pelota de plastico a rayas se extravió para siempre en las aguas de la laguna, en ese momento sentí que, en cierta forma, yo acababa de abrir al fin aquel cajón falso de la cocina.
Y sí, soy un adulto raro; suelo tener pensamientos de esta naturaleza.
PARALELAS
Geometrilandia es una ciudad muy triste. Por disposición de vaya a saber qué poderoso personaje del pasado, las líneas que allí habitan están obligadas a desplegar sus angostas existencias en la misma dirección y en el mismo sentido. Como nadie se atreve a violentar precepto tan celosamente guardado durante años, no es posible hallar en toda la ciudad ningún tipo de figura.
En medio de este aburrido panorama de uniformidad hay, sin embargo, quienes sueñan aún con el día en que las líneas se decidan al fin a dejar de lado tanta rigidez y se entrelacen alegremente unas con otras para formar curvas y quebradas. Si esta gloriosa sublevación llegara alguna vez a acontecer, una multitud feliz de círculos y rombos flotaría gozosa esa mañana sobre las chimeneas. Los hexágonos y los trapecios se hamacarían sonrientes en los árboles, los rectángulos y equiláteros brotarían por doquier y el cielo sería un desparramo fenomenal de curiosas espirales, elegantes elipses y graciosos escalenos. La vida de la ciudad se tornaría incomparablemente más bella.
Pero por el momento semejante alteración de las cosas no es posible. Sea por miedo, ignorancia o conveniencia, la mayoría de las líneas son sumisas y nunca cuestionan su patética rectitud, llevando de este modo gran desconsuelo a las otras, las líneas soñadoras, ésas que en las tardes nubladas lloran en silencio su ingrato destino de eternas paralelas, solitarias infinitas, condenadas a no tocarse jamas.
BUENAS SALENAS CRONOPIO CRONOPIO
Crónicas del Hombre Alto (nº 47)
Estaba anocheciendo, aquel sábado de febrero. Yo acababa de volver de la cancha, contento porque Colón había ganado, cuando la radio interrumpió de pronto su transmisión deportiva para dar paso a un flash de la División Noticias. Ahí me enteré. "Falleció hoy en París, a la edad de 69 años, el escritor argentino Julio Cortázar", dijo la voz. Eso fue todo. Después, la radio siguió adelante con su previsible rutina de reportajes de vestuario y repetición de goles: Yo, ansioso por sacarme de encima el calor acumulado en la tribuna, me metí en la ducha y no pensé demasiado en el asunto. Eso fue todo, sí. Aquella tarde no supe que Cortázar me había hecho un favor enorme muriéndose antes de que llegara a conocerlo. No supe que su involuntario gesto, tan oportuno, me había evitado la tristeza.
En esos dias, yo andaba poseído por la infinita sed lectora que sólo se puede sentir a los 18 años, pero aún no tenía plena conciencia de lo que significaba la figura de Cortázar, ni de su dimensión gigantesca en el marco de la literatura latinoamericana. A decir verdad, antes de aquella tarde de febrero, sólo registraba en mi memoria dos episodios concretos vinculados a su nombre. Uno era la lectura escolar -en séptimo grado y "Compendio del Alumno" mediante- de un fragmento de "Los venenos", cuyo efecto más perdurable había consistido en revelarme la existencia de la palabra "tilbury". El otro, ya en tiempos de la secundaria, era el comentario tendencioso de un profesor de Formación Cívica que lo había involucrado en esa supuesta "campaña antiargentina en el exterior" que los militares del Proceso enarbolaban por entonces con patriótica paranoia. Fuera de eso, nada. Sabía, sí, que estaba radicado en Francia y que su libro más famoso se llamaba "Rayuela", pero no mucho más.
Fue justamente la catarata de homenajes periodísticos póstumos desatada por su muerte lo que me permitió el primer acercamiento a su vida y a su obra. Poco tiempo después, con la lectura de sus libros, llegaron la admiración, el asombro, la sana envidia, el cariño. Llegó el disfrute inigualable de sus cuentos magistrales. Llegaron el nudo en la garganta al terminar "La autopista del sur", y los ojos humedecidos al final de "Una flor amarilla". Y mi enamoramiento hacia un París ya inexistente que me hacía fantasear con la posibilidad de vivir en una buhardilla cercana al Sena, dedicado solamente a escribir. Y el increíble descubrimiento de que, sólo quince años atrás, una generación entera de jovencitas argentinas había soñado con ser la Maga. Y llegó también la necesidad casi compulsiva de devorar entrevistas para conocer qué pensaba, qué sentía, cómo trabajaba ese grandulón con cara de nene que amaba el jazz y el boxeo. Y las épicas búsquedas de naturaleza casi arqueológica en librerías de Buenos Aires, en pos de tesoros improbables como "Deshoras" u "Octaedro" (por aquel entonces, inhallables). Y la gloriosa felicidad de ese mediodía en que, mientras el cielo se derrumbaba sobre Santa Fe en forma de diluvio bíblico, caminé por la peatonal con un ejemplar de "Los premios" recién comprado bajo el brazo, saboreando por anticipado su inminente lectura en la siesta lluviosa. Y llegó aquel casete que traía su voz grave, y ese estremecimiento que provocaba escucharlo pronunciar "Rocamadour, bebé Rocamadour" con la erre afrancesada. Y la foto inmortal de Sara Facio, el retrato inoxidable del mayor de los cronopios. Y la alegría, claro, la inmensa alegría de haberme cruzado en el camino con ese niño grande fascinado por las palabras que, riéndose de la solemnidad ajena, se dedicó a abrir puertas para ir a jugar, y las encontró.
No tiene sentido, me parece, veinticinco años después, incurrir en la melancolía y experimentar con retroactividad el duelo que no viví. Tampoco me interesan demasiado ya los sesudos análisis académicos acerca de sus aportes técnicos y teóricos a la narrativa contemporánea. Prefiero apoyarme en mi perspectiva de lector y recordarlo con la gratitud que sólo puede despertar quien nos ha obsequiado el placer de páginas inolvidables. El mejor homenaje que se le puede rendir, creo, es seguir leyéndolo. Y, por supuesto, continuar siendo unos cronopios irredimibles, eternamente extranjeros en este mundo armado tan pero tan a la medida de los famas.
SOBRE CIERTO ARTE
Todas las noches, un hombre miope sale al patio de su casa y mira hacia el cielo estrellado. La debilidad innata de sus ojos le impide percibir con nitidez el paisaje majestuoso que se extiende sobre él. No obstante, en aquellos débiles fulgores apenas vislumbrados alcanza a intuir la mágica esencia de algún secreto cósmico, y eso lo hace feliz.
Al día siguiente, todavía conmovido por los fragmentos de eternidad que ha logrado capturar, resuelve compartir sus modestos hallazgos con todo aquel que quiera escucharlo. Pero apenas abre la boca frente a algún interesado, descubre con tristeza que, por más que se esfuerce, no acierta a encontrar las frases apropiadas, ni puede tampoco dejar de tartamudear. De su garganta sólo surge, entonces, un parlotear confuso, compuesto de palabras incoherentes, fatalmente imprecisas. Su discurso termina siendo sólo un pálido reflejo de otro palido reflejo.
El frustrante proceso se reitera día a día.
Y sin embargo -he aquí el auténtico misterio- hay gente que al ver pasar al miope tartamudo lo mira con admiración y comenta con gratitud: "ese hombre me ha enseñado lo que son las estrellas".
NOVIEMBRE DEL '81
En noviembre del '81 yo era un adolescente muy flaco, muy miope y muy introvertido. Un solitario de 16 años cuyo rostro aniñado permanecía semioculto detrás de un grueso par de anteojos. Un alumno destacado que veía mucha tele, resolvía crucigramas y encausaba sus dotes musicales sacando canciones de oído en un órgano "FunMachine" .
En noviembre del '81, si bien manejaba una cantidad considerable de datos sobre el mundo, no sabía casi nada de la vida, aunque a veces sentía que sabía casi todo. Poseía más certidumbres que dudas. Creía en Hollywood y en la revista Gente. No entendía hasta qué punto todo discurso implica necesariamente una manipulación de la realidad. Sobre varias cuestiones pensaba que los malos eran los buenos, y viceversa. No imaginaba que, en apenas un par de años, mis opiniones acerca de unos cuantos temas darían un vuelco de 180 grados.
En noviembre del '81 mis proyecciones sobre el futuro eran vagas. Las más concretas llegaban sólo hasta el año siguiente. 1982 iba a traer consigo tres acontecimientos relevantes: el final de mi escuela secundaria, el Mundial de España y el viaje de Quinto a Bariloche. Que, cinco meses después, la Argentina entrara en guerra con el Reino Unido, por supuesto, quedaba fuera de cualquier previsión, incluso para alguien fantasioso como yo.
En noviembre del '81 había empezado ya a formularme algunas inquietudes filosóficas acerca del sentido de mi presencia en este planeta. Pero, más allá de esas primeras reflexiones sobre el ser y la nada, mi gran angustia existencial estaba dada por tener que digerir el reciente descenso de Colón.
En noviembre del '81 no se pasaba rock nacional por las radios y yo le guardaba un inexplicable recelo a la música cantada en castellano. Estaba a años luz de ciertas voces, ritmos y sonidos que, pocos años más tarde, ayudarían a ampliar mis horizontes auditivos para siempre. Escuchaba a Alan Parsons, Supertramp y Queen... pero también a Abba y a Village People.
En noviembre del '81 no había visto ninguna película de Woody Allen, "Brazil", de Terry Gilliam todavía no me había volado la cabeza, y no había experimentado tampoco el nudo en la garganta de cuando la bicicleta de ET levanta vuelo recortada contra la luna. Eso sí, los Superagentes me parecían geniales.
En noviembre del '81 aún no había descubierto la obra de Cortázar. Ni siquiera había perdido todavía mi virginidad mental leyendo "Sobre héroes y tumbas". Agotados hacía tiempo los clásicos infantiles (con el maravilloso Julio Verne a la cabeza), mis lecturas de entonces se concentraban en los ovnis y los fenómenos paranormales. Aún ignoraba que los misterios más apasionantes del universo no se hallan fuera del alma humana, sino precisamente en su interior.
En noviembre del '81, yo no era escritor ni soñaba con serlo. Lejos en el tiempo había quedado mi hábito infantil de garabatear cientos de hojas redactando crónicas de partidos de fútbol, intentando emular el estilo periodístico de la revista "Goles". Atrás también había quedado mi efímera incursión de los 11 años por la ciencia-ficció n, plasmada en una novelita llamada "Aventuras en las galaxias", cuya escritura me había proporcionado una apasionante diversión veraniega.
En noviembre del '81, sin ninguna causa específica que lo justificara, sentí el impulso de poner por escrito alguna de las tantas historias imaginarias que solían poblar mi ajetreado mundo interior. E, influído quizás por la reciente lectura de "Los bufones de Dios", de Morris West, tomé un bloc borrador y, empuñando una Sylvapen 78 -que aún conservo como reliquia- me largué a escribir una novela plagada de clichés best-selleristas y lenguaje de serie policial de TV, con espías de la CIA y de la KGB enfrentándose en tierras australianas, pugnando por llegar primeros al inhóspito sitio donde ha caído un satélite que, aparentemente, viola los tratados internacionales sobre armamento nuclear.
No recuerdo cuánto tiempo me llevó escribir tamaño engendro, pero estimo que a fin de año la historia (a la que nunca puse título) estaba terminada. Sí recuerdo, en cambio, que me encantó escribirla. Sí recuerdo, también, que ese verano le comenté muy seriamente a mi amigo Patricio que. en adelante. me pondría a escribir cuentos, "porque escribir una novela cansa mucho".
Nunca, desde entonces, abandoné esta inefable tarea de perseguir infructuosamente fantasmas vestidos con letras. Es cierto, me tomó algunos años descubrir que la de escritor era la condición que mejor definía mi ser esencial, y me tomó algunos más poder asumirlo frente a los otros con naturalidad, pero esto no le quita a noviembre del '81 su categoría histórica de fecha fundacional.
Veinticinco años después, aún sigo ordenando palabras. Y aunque, en cierto modo, extraño ese irrecuperable candor de los inicios, aunque a esta altura ya no creo que alguna de mis obras vaya a alterar la historia universal de la literatura, aunque la distancia entre el escrito imaginado y el pobre resultado obtenido sea casi siempre abismal, cada vez que estoy terminando de corregir un texto vuelvo a experimentar ese cosquilleo, esa ansiedad. Y, una vez más, siento que es en esos momentos cuando soy más yo que nunca.
Razón más que suficiente, me parece, para dedicarle estas líneas a aquel adolescente que, en noviembre del '81, empezó a construir mi lugar en el mundo usando tan sólo una birome Sylvapen.
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