*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
REENCUENTRO*
Si en tarde de lluvia
O noche helada
Te quedan lejos la orilla del mar, el río
Y la botella donde escondimos pensamientos y sueños compartidos…
Te falta hasta la tinta, la pluma de fénix o el pergamino:
Piensa en mí,
Cierra los ojos y escribe.
Llena el universo de páginas,
Deja gotear
La tristeza, saltar la alegría.
(Es importante visualizar una ventana abierta
Y muchas estrellas, ver las palabras transformarse en libélulas,
en anémonas, barcos de papel, flores de loto, espejos bifurcados…)
Adivínate doble
Y las palabras encontrarán el camino.
Irán a posarse en mi almohada,
Lentamente, esperando a ser leídas.
Ellas serán río, cauce, mar y ola,
Redoma con mensaje, sello y travesía.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba
COMO UN RAYO QUE BAJA SÚBITO DEL CIELO...
"¡Como Peter Pan!"*
No puede ser tán dificil
hablo de olvidar, de dejarte ir
como cuando chico un día desperté
y mi amigo invisible ya no estaba ahí
lo tuve que aceptar, después no pregunté
Como cuando dejé
de ver Disneylandia los domingos
y los programas de fútbol
ocuparon su lugar, no lo extrañé
sólo cambié, nada más
El amor es a veces como Peter Pan
sólo existe porque vos lo ves
y creés que puede ser,
Este amor fue tan niño como Peter Pan
y un día dejó de volar.
Ahh! pero si fuera tán fácil
no seguiría soñándote,
ni recobraría la paz cada vez que te escucho
Ahh! si de mí dependiera
toda esta estupidez se quedaría
en una absurda canción,y yo correría detrás tuyo
Pero este amor se parece tanto a Peter Pan
que me tienta saber si realmente desaparecerá
cuando deje de creer en él.
o quizás se convierta en una leyenda más
esas que le contamos a los niños
para que aprendan a soñar.
*De Victor G.Turquet victurquet@yahoo.com.ar
PAISAJE*
Sabio silencio,
cuna del Tao nos guía
hacia el alba.
Quieta el agua
espeja tonos verdes
y los sacude.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
HONRAR LA VIDA*
En el noroeste de Mongolia todo el mundo se muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.
El budismo los provee de un inagotable círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.
Pero no todas las vidas son iguales. Las personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables. Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro dormido. Somos capaces de amar.
Volver a pisar el mundo como un ser humano es un privilegio.
Una anciana recibe en su yurta a la niña que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el milagro acontezca.
La pequeña mujer arrugada y sonriente le cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es inapreciable.
Ha de celebrarse, entonces, la vida humana. Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de la noche.
Lo dicen los mongoles, allá por donde China y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y explicar el universo.
Ellos, los mongoles budistas que creen en un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros. Mancillamos el milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar historias; entonces es nuestro deber hacerlo y por tanto, como lo cantó Eladia Blázquez, honrar la vida.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
NÁHUATL Y AMANDA*
Adviene sólido
barco y dorado
navegando julio
y Amanda sufre
otra pasión y suplicantes.
Abjura el mar
sobre el pezón
total y trotamundo,
náhuatl y nuestro
acometido por mil guerras
que perdimos
Aunque Amanda
ría, sobre su risa
cándida y virtual
está flotando la tristeza.
1974
Crónica de Abdul y otros poemas
(Plaqueta)
*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
- El pan en llamas. Antología. Editorial Ciudad Gótica. Rosario. 2011
La Asociación de Vagos*
La Asociación de Vagos, una de las entidades con más prestigio y antigüedad de la ciudad. Para su constitución se tardaron 14 años por razones obvias y al cabo de 10 años más, aún no había realizado actividad alguna lo que estaba en perfecta consonancia con sus estatutos.
Sin embargo, los más importantes ediles del ayuntamiento, con motivo de las fiestas de la ciudad, obligaron a la asociación a montar un evento deportivo, bajo amenaza de que en caso de no llevarlo a cabo se le retirarían las subvenciones de las que gozaba hasta la fecha.
Reunida la ejecutiva, y después de sopesar las diferentes propuesta presentadas, se decidió organizar una carrera pedestre, propuesta por el socio más antiguo y más vago. El ayuntamiento aceptó la propuesta sin leer la letra pequeña, ilusionados y sorprendidos de que la Asociación de Vagos propusiera algo de tanta actividad.
El día del evento todos los socios estaban presentes en la línea de salida esperando el pistoletazo, con sus números de dorsal al pecho. A las doce en punto se dio la salida y la carrera comenzó.
Hoy, pasados tres meses aún está en marcha y el ayuntamiento, extrañado ha inquirido el motivo de tan larga duración. Al leer la letra pequeña se ha dado cuenta que menciona claramente que se dará el primer premio a aquel de los corredores que llegue en último lugar.
El talante y los fines de la asociación se han salvado.
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
Cuando cae el rayo*
*Por Juan Forn
Borges dijo una vez que todo libro que no encierra su contralibro es un libro incompleto. John Berger escribió de joven un libro en el que contaba cómo era la vida de un médico rural en la Inglaterra de posguerra, que de día atendía a pacientes y de noche se quemaba las pestañas leyendo, no sólo para mantenerse al día con los avances de la medicina, sino para poder contestar las preguntas existenciales que le hacían sus humildes pacientes (por qué morimos, qué es la enfermedad). Berger admiraba de tal manera la vida de ese médico que tituló su libro Un hombre afortunado. Pero en la página final, en un breve epílogo, informaba que aquel médico rural se había suicidado quince años después. "Un suicidio no constituye necesariamente una crítica de la vida a la que pone fin, aun cuando nos haga mirar desde ahí la historia de esa vida", decía Berger. Había algo en esa fabulosa frase que abría una cuña de aire en su libro, un puente hacia la nada. A veces un libro nos deja así; a veces pasa la vida entera sin que encontremos su contralibro.
Déjenme contar hoy la historia de otro libro sobre otro médico rural, otro médico de frontera. En el mundo colonial africano podían pasar cosas como ésta: nacías francés en las Islas Mauricio, que habían sido francesas después de ser árabes, holandesas y portuguesas, pero que eran británicas cuando los colonos europeos fueron invitados a abandonar la isla, después de la Primera Guerra. Tu familia se queda sin nada, debe volver como pueda a Europa, pero no es Francia sino Inglaterra la única que les tira un hueso, y ese hueso es una beca del gobierno para estudiar. Nuestro aspirante a médico sabe que sólo cuenta con eso, no puede permitirse fracasar, y no se lo permite. Pero el llamado de la selva reverbera en su sangre. Cuando lo mandan a hacer la residencia en el departamento de enfermedades tropicales
del Hospital de Southampton, se anota en cuanto puede de voluntario para ir a la Guyana. Pasa dos años allá. Vuelve de licencia a Francia, conoce a su prima hermana, se enamora de ella, parte a su nuevo destino: Nigeria, la sabana africana. Espera pacientemente la primera licencia para volver y poder casarse con ella y llevársela a Africa con él (el tema de las licencias es decisivo en esta historia: son quince días cada dos años, en el mejor de los casos, y ya hablaremos del peor).
Dije que nuestro médico conoce y se enamora de su futura esposa en quince días, y que en otros quince, dos años después, vuelve a casarse y llevársela con él a Africa. Pasan juntos ocho años felices. Déjenme dar una sola imagen de esos años: nuestro médico está operando, en una precaria sala de auxilios, cuando se levanta una de esas fabulosas tormentas tropicales, el cielo se pone color de tinta, los relámpagos rajan el cielo, uno puede contar los segundos que separan el rayo del trueno, nuestro médico está
interviniendo a un paciente cuando un rayo entra por la puerta abierta, corre sin ruido por el piso de cemento, funde las patas metálicas de la mesa de operaciones, quema las suelas de los borceguíes del médico y huye por donde había entrado. El paciente se salva por el hule en donde está acostado, el médico por sus suelas de goma. La que ve entrar y salir el rayo, y se estremece con el trueno unos segundos después, es la esposa. Así se lo cuenta a sus dos hijos pequeños, en Francia, en una buhardilla
prestada donde deben apretarse cinco (ella y los niños y los ancianos padres de ella) en la Francia de Pétain durante la guerra. Ella es esposa de un médico militar británico, por ausente que esté él: pueden deportarla, y a los niños también, así que deben mantenerse ocultos, sobrevivir de la caridad ajena y de los recuerdos africanos. El mayor de esos dos niños es Jean-Marie Le Clezio, él es el que cuenta la historia.
Le Clezio conocerá a su padre al llegar a Africa, a los ocho años. Cuando su madre quedó embarazada, ella y el padre decidieron que el niño naciera en Francia. Ella viajó primero. En una licencia de quince días, él viajó a conocer al hijo, que ya tenía meses, dejó nuevamente embarazada a su esposa y partió, con el propósito de volver a llevárselos a los tres en su siguiente licencia. Pero estalló la guerra. El trató de cruzar el desierto y llegar hasta Argel para reunirse con ellos, pero fracasó. No le quedó otro remedio que refugiarse en su oficio en la sabana africana, sin medicamentos, sin material, sin contacto con su mujer y sus hijos, mientras en el mundo la gente se mataba entre sí. Ese es el padre que Le Clezio conoce en Africa: un hombre que fue muy feliz, y luego muy infeliz, y ya nadie sabe lo que siente
ahora. Siete años vive con ese extraño Le Clezio, hasta que le llega el momento de viajar a Francia a empezar el Liceo. Su padre ya no pide licencias para ir a verlos. Cuando llega, por fin, es porque ha sido dado de baja de su puesto. Es la tercera vez que pisa Francia en treinta años, pero en este caso no por quince días; ha vuelto porque lo mandaron de vuelta, porque no tiene adónde ir.
Le Clezio va un día a visitarlo. Lo describe así: cocinándose y comiendo en los mismos cacharros de metal esmaltado azul y blanco que usaba en Africa, con el mismo blusón azul que se ponía en cuanto volvía a su casa en Africa, pero usando su instrumental quirúrgico africano para cocinar, el escalpelo para cortar el pollo, la pinza clamp para servirlo. Ese hombre que había sido entrenado ambidiestro como cirujano, para ser capaz de operarse a sí mismo con un espejo si hacía falta, en el territorio que le tocara en
suerte, usa ahora su instrumental para trozar y servir el pollo que comerá solitariamente en su departamento de jubilado. Ese hombre que estuvo treinta años atendiendo desde el parto hasta la autopsia a tres generaciones de africanos, ahora, cuando lo internan para hacerle unos análisis, no sólo no dice a nadie en el hospital que es médico, sino que tampoco pide conocer los resultados: ya no se identifica con los facultativos de delantal blanco, sino con los pasivos yacentes en las camas. Ha dejado de ser el que enfrenta la enfermedad, ahora la padece.
Para Le Clezio, Africa era los cuentos de su madre y, después, fue la libertad que tenían él y su hermano corriendo descalzos por la sabana africana mientras su padre estaba fuera de casa, curando gente, la mayor parte del día (la llegada del padre era la llegada de la autoridad, de las prohibiciones, de los castigos, del silencio). Le Clezio sintió que le debía Africa a su madre hasta que vio a su padre vivir como en un campamento africano, en un anónimo monoambiente parisino. Tituló así su libro, El africano, y es un gran título y un hermoso libro: uno oye el clamor de Africa y el de la orfandad en sus páginas. Pero lo que yo vi en ese libro, lo que agradezco haber por fin vislumbrado, como un rayo que baja súbito del cielo, electrifica lo que encuentra a su paso y se esfuma tal como había llegado, es lo que necesitaba saber desde hacía años sobre aquel médico rural inglés que se suicidó en la página final del libro de Berger.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-199702-2012-07-27.html
*
El sol hace su fiesta en un murmullo
--- El sol arrulla una pequeña fiesta,Tan íntima como ese primer juego. No está, dice la piel, luego aparece, se desabrocha de mudeces, acá está.
El sol hace su fiesta en un olor
Ella busca revuelta en el río de perfumes, ese olor que guie a su amor ciego y lo deje a la orilla de su boca
El sol hace su fiesta en la mirada...
La mirada de fiesta es un tumulto de rayos que se expanden , se van de lo previsible, como si el sol fuera una lámpara que alumbra eso a punto de desaparecer, el borde, lo pequeño, lo ínfimo. Entre la sonrisa y la mueca, la densidad de lo humano. La plenitud y la caida.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
"DIARIO DEL HOMBRE DESNUDO"*
Cartón lleno
con héroes
chantados
que avanzan
con vacíos
que retroceden.
“INDIGNACIÓN DE NOVIEMBRE”*
Barro que predestina al paisaje
parte con el siglo
Aire que impone la amalgama
de la inermidad y la constatación
El paseo va cobrando vidas y todavía no
[termina
Circunscribir la intemperie y los efectos de la
[selva
Desde aquí dispararon nubarrones hacia la
[precariedad
oficiosa de lo desierto.
“PEINANDO A TÍA” *
La mano de la tía estacionaba
garbanzos en los cartones azules
La de su sobrina estacionaba porotos
de Onam en los cartones amarillos:
ternos endogámicos
impotentes cuaternos
quintinas anorgásmicas
Leguminosa la sobrina estacionada
en las ensaladeras de su tía.
“DIARIO DE INVIERNO” *
Nombrar además y por último
(y principalmente)
a lo que sea que ya caído
dude en atisbar su diseminación
en las formas del vuelo.
*Poemas de Rolando Revagliatti revadans@yahoo.com.ar
-Poemas concebidos a partir de los poemarios "Diario de invierno" de Osvaldo Guevara e "Indignación de noviembre" de Simón Esain, de la novela "Diario del hombre desnudo" de Nilo Toya y del relato "Peinando a tía" de Juan Carlos Pellanda.
¿Cómo ama una mujer?*
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
* Las Marosas
Hay mujeres que aman como Marosa.
Diablas de diversos tipos y colores. No es necesario detenerse y preguntarse de dónde salen porque se nos imponen ante los ojos en un entrechocar de nácares, de tacones, de espuma.
Las llamadas 'catalinas' son de ojos azules y pestañas muy largas.
Las 'lorenas', con pechos exuberantes en bandeja; dulces tartas caídas para acabar con el hambre en el mundo.
Las 'juanas' se pintan las uñas de las manos y de los pies. Se embarazan muy fácilmente. Hacen dulce de higo con los hijos hervidos en azúcar.
Estas diablas están a las veras de los tazones de porcelana transparente y de las inminencias. Son de diversos tipos y colores. Las hay con cabello trenzado y con cabellos de niebla.
Las hay azucenas.
Las hay suplicantes.
Las hay perdidas en su propia casa.
Las hay nacidas con tacos altos, rojos, finos, precedidas por una jauría de perros invisibles.
Las hay morenas.
Las hay prohibidas.
Las hay desmelenadas que caen sobre los labios de los hombres como diamelas.
Se ven sus carnadas de diablos en los árboles, en las bocas de tormenta, en los postes de luz, en las cucharas de té, en el revoltijo hechizado de los agapantos. Los cebos de sus malignidades cuelgan del anzuelo del día y de las redes el anochecer.
Las muy diablas caminan por las calles de la ciudad como gladiolos travestidos de personas.
Las muy diablas suspiran.
* Las Giocondas
Hay mujeres que mueven los hilos de la marioneta con el talento de Gioconda Belli. Gatunamente enrolladas en la cama, siguen paso a paso las fórmulas de su mentora. El muñeco se les acurruca en un nido prefabricado de besos, tacatá, tacatá, y de palabras, tacatá, tacatá, y lo alimentan con un panal de miel rancia hasta desmentirlo, tacatá, tacatá, hasta hacerle vomitar diminutivos espeluznantes,
tacatá, tacatá, que atontan los sentidos, tacatá, tacatá, y horadaran el huequito, tacatá, tacatá, despacito, tacatá, tacatá, hasta el bosquecito de arbustos, tacatá, tacatá, ese lugarcito apretado,
tacatá, tacatá.
Estas diosas lujuriosas enseñan al muñeco a caer una y otra vez en todos los lugares comunes, tacatá, tacatá, guiadas por su mentora, tacatá, tacatá. Son los corceles del amor, tacatá, indómitas gacelas, tacatá, tacatá, ariscas yeguas, tacatá, tacatá, la poesía estupefacta, casi muere, tacatá, tacatá.
El juguete dopado de obediencia, construye el castillo de arena y abre la puertecita por donde la arisca yegua se amansa, tacatá, tacatá, como un ama de casa, tacatá, tacatá, y una vez adentro del palacio cambia los frenesíes del amor por el melodrama, tacatá, tacatá.
Ascendentes, salientes, entrantes en todas las direcciones posibles, las mujeres diminutivas se instalan como un corazón suplementario. Y la asfixiada marioneta tiene por futuro morir ahogada en su propio esperma, tacatá, tacatá.
* Las Cheever
Hay mujeres que aman como Cheever, nadando contra corriente, flotantes y encendidas, sin que el orden de sus asuntos les impida incidir en los asuntos del mundo.
Sus cabezas son nubes a la hora de la desnudez cabeza abajo.
Sus pies vienen de un país visitado por un sueño reciente y sus manos corrigen el error que la luna produce.
Un polvillo de azúcar sobre la frente les da una blancura de esmeralda, amatista o misterio.
Son mujeres que aman con un pie en la confusión y otro en las tormentas.
Con un pie en la ternura y otro en el espejismo.
En la absoluta inmovilidad del tiempo y del espacio, siguen hacia delante porque saben que en este siglo no pueden detenerse.
Las mujeres que aman como Cheever les temen a los diminutivos.
Les temen a los anzuelos.
Les teman a los estribillos.
Les temen al subconsciente de Gioconda Belli. Les temen al subconsciente de las marionetas. Al subconsciente de los Reyes Magos. Al subconsciente de Dios. Al subconsciente de las indómitas gacelas.
Con qué esmeril, con qué esmeralda, con qué esmero corren peligro las peligrosas mujeres que temen a los diminutivos.
Las mujeres que aman como Cheever están en alguna parte del aire, debajo, o detrás, o del otro lado de las sombras, en puntas de pie sobre el límite sobrenatural de las cosas, o sobre una pluma de cisne.
Es casi imposible que las mujeres que aman como Cheever no atraigan la mirada de los lectores de Cheever, que las distinguen entre la multitud con destreza desesperada.
Así es.
El fenómeno de las mujeres en sí es inquietante, porque todas coinciden en el mismo mundo, como los animales medio dormidos coinciden en la selva con los animales medio despiertos.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-34871-2012-07-28.html
*
Inventren Próximas estaciones:
ORTIZ DE ROZAS.
-Por Ferrocarril Midland-
BLAS DURAÑONA.
-Por Ferrocarril Provincial-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
http://inventren.blogspot.com/
Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con destino a La Plata.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
ARAUJO. BAUDRIX. EMITA. INDACOCHEA. LA RICA.
SAN SEBASTIÁN. J.J. ALMEYRA. INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Provincial:
LUCAS MONTEVERDE. EMILIANO REYNOSO.
SALADILLO NORTE. GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS.
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
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Si en tarde de lluvia
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Y la botella donde escondimos pensamientos y sueños compartidos…
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en anémonas, barcos de papel, flores de loto, espejos bifurcados…)
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Y las palabras encontrarán el camino.
Irán a posarse en mi almohada,
Lentamente, esperando a ser leídas.
Ellas serán río, cauce, mar y ola,
Redoma con mensaje, sello y travesía.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba
COMO UN RAYO QUE BAJA SÚBITO DEL CIELO...
"¡Como Peter Pan!"*
No puede ser tán dificil
hablo de olvidar, de dejarte ir
como cuando chico un día desperté
y mi amigo invisible ya no estaba ahí
lo tuve que aceptar, después no pregunté
Como cuando dejé
de ver Disneylandia los domingos
y los programas de fútbol
ocuparon su lugar, no lo extrañé
sólo cambié, nada más
El amor es a veces como Peter Pan
sólo existe porque vos lo ves
y creés que puede ser,
Este amor fue tan niño como Peter Pan
y un día dejó de volar.
Ahh! pero si fuera tán fácil
no seguiría soñándote,
ni recobraría la paz cada vez que te escucho
Ahh! si de mí dependiera
toda esta estupidez se quedaría
en una absurda canción,y yo correría detrás tuyo
Pero este amor se parece tanto a Peter Pan
que me tienta saber si realmente desaparecerá
cuando deje de creer en él.
o quizás se convierta en una leyenda más
esas que le contamos a los niños
para que aprendan a soñar.
*De Victor G.Turquet victurquet@yahoo.com.ar
PAISAJE*
Sabio silencio,
cuna del Tao nos guía
hacia el alba.
Quieta el agua
espeja tonos verdes
y los sacude.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
HONRAR LA VIDA*
En el noroeste de Mongolia todo el mundo se muere, pero las personas no mueren. Se lo dice el papá a Nansa, una niñita de ojos rasgados en un redondo rostro de manzana.
El budismo los provee de un inagotable círculo de vidas que el alma recorre pasando de un arbusto a un camello, de un camello a un buitre, saltando de ser a ser, hermanando plantas, animales y seres humanos en un hálito eterno que se manifiesta multiforme y vital. La muerte no tiene más relevancia que el cruce de un umbral. No angustia ni aterroriza. Los niños sólo sienten la curiosidad de quien se pregunta qué vestido usará mañana, qué abrigo le tocará en el invierno próximo.
Pero no todas las vidas son iguales. Las personas poseemos una fineza de percepción, la capacidad de razonar y sentir con mayor agudeza que un yak o una cabra. Esos atributos son invalorables. Podemos, también, mirar las estrellas, contar historias, acariciar un perro dormido. Somos capaces de amar.
Volver a pisar el mundo como un ser humano es un privilegio.
Una anciana recibe en su yurta a la niña que se ha mojado en la lluvia. Toma un cazo con arroz, una aguja larga, y con la aguja en una mano derrama sobre ella puñados de arroz que caen como lluvia blanca. Le pide a la niñita que le avise cuando un grano caiga sobre la punta de la aguja. Puñado tras puñado, la atenta mirada no logra encontrar que el milagro acontezca.
La pequeña mujer arrugada y sonriente le cuenta a la niña que en el mundo existen infinidad de seres, y que la posibilidad de reencarnarse en una persona es tan remota como la de que un grano de arroz caiga en la punta de la aguja. Así de esquivo es el milagro, así de difícil es ser un ser humano, y es por eso que cada vida humana es inapreciable.
Ha de celebrarse, entonces, la vida humana. Y respetarla con la devoción con la que se preserva un frágil fuego en medio de la noche.
Lo dicen los mongoles, allá por donde China y Rusia se confunden. Nos lo cuenta la directora Byambasuren Davaa, que quiso que su pueblo narre a través de sus filmes esa forma de vivir, sentir y explicar el universo.
Ellos, los mongoles budistas que creen en un eterno pasaje de vidas, reverencian la maravilla de ser una persona y de tener la suerte de pertenecer por unos años al género humano. Nosotros, que no prestamos fe a historias de reencarnaciones, que creemos que esta vida es única, despreciamos a nuestros semejantes y no honramos el maravilloso don de la humanidad que se nos ha concedido y reside en nosotros. Mancillamos el milagro, desperdiciamos la esquiva oportunidad de ejercitar los dones que nos fueron hechos. Si podemos amar, si podemos mirar la luna, si podemos narrar historias; entonces es nuestro deber hacerlo y por tanto, como lo cantó Eladia Blázquez, honrar la vida.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
NÁHUATL Y AMANDA*
Adviene sólido
barco y dorado
navegando julio
y Amanda sufre
otra pasión y suplicantes.
Abjura el mar
sobre el pezón
total y trotamundo,
náhuatl y nuestro
acometido por mil guerras
que perdimos
Aunque Amanda
ría, sobre su risa
cándida y virtual
está flotando la tristeza.
1974
Crónica de Abdul y otros poemas
(Plaqueta)
*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar
- El pan en llamas. Antología. Editorial Ciudad Gótica. Rosario. 2011
La Asociación de Vagos*
La Asociación de Vagos, una de las entidades con más prestigio y antigüedad de la ciudad. Para su constitución se tardaron 14 años por razones obvias y al cabo de 10 años más, aún no había realizado actividad alguna lo que estaba en perfecta consonancia con sus estatutos.
Sin embargo, los más importantes ediles del ayuntamiento, con motivo de las fiestas de la ciudad, obligaron a la asociación a montar un evento deportivo, bajo amenaza de que en caso de no llevarlo a cabo se le retirarían las subvenciones de las que gozaba hasta la fecha.
Reunida la ejecutiva, y después de sopesar las diferentes propuesta presentadas, se decidió organizar una carrera pedestre, propuesta por el socio más antiguo y más vago. El ayuntamiento aceptó la propuesta sin leer la letra pequeña, ilusionados y sorprendidos de que la Asociación de Vagos propusiera algo de tanta actividad.
El día del evento todos los socios estaban presentes en la línea de salida esperando el pistoletazo, con sus números de dorsal al pecho. A las doce en punto se dio la salida y la carrera comenzó.
Hoy, pasados tres meses aún está en marcha y el ayuntamiento, extrañado ha inquirido el motivo de tan larga duración. Al leer la letra pequeña se ha dado cuenta que menciona claramente que se dará el primer premio a aquel de los corredores que llegue en último lugar.
El talante y los fines de la asociación se han salvado.
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
Cuando cae el rayo*
*Por Juan Forn
Borges dijo una vez que todo libro que no encierra su contralibro es un libro incompleto. John Berger escribió de joven un libro en el que contaba cómo era la vida de un médico rural en la Inglaterra de posguerra, que de día atendía a pacientes y de noche se quemaba las pestañas leyendo, no sólo para mantenerse al día con los avances de la medicina, sino para poder contestar las preguntas existenciales que le hacían sus humildes pacientes (por qué morimos, qué es la enfermedad). Berger admiraba de tal manera la vida de ese médico que tituló su libro Un hombre afortunado. Pero en la página final, en un breve epílogo, informaba que aquel médico rural se había suicidado quince años después. "Un suicidio no constituye necesariamente una crítica de la vida a la que pone fin, aun cuando nos haga mirar desde ahí la historia de esa vida", decía Berger. Había algo en esa fabulosa frase que abría una cuña de aire en su libro, un puente hacia la nada. A veces un libro nos deja así; a veces pasa la vida entera sin que encontremos su contralibro.
Déjenme contar hoy la historia de otro libro sobre otro médico rural, otro médico de frontera. En el mundo colonial africano podían pasar cosas como ésta: nacías francés en las Islas Mauricio, que habían sido francesas después de ser árabes, holandesas y portuguesas, pero que eran británicas cuando los colonos europeos fueron invitados a abandonar la isla, después de la Primera Guerra. Tu familia se queda sin nada, debe volver como pueda a Europa, pero no es Francia sino Inglaterra la única que les tira un hueso, y ese hueso es una beca del gobierno para estudiar. Nuestro aspirante a médico sabe que sólo cuenta con eso, no puede permitirse fracasar, y no se lo permite. Pero el llamado de la selva reverbera en su sangre. Cuando lo mandan a hacer la residencia en el departamento de enfermedades tropicales
del Hospital de Southampton, se anota en cuanto puede de voluntario para ir a la Guyana. Pasa dos años allá. Vuelve de licencia a Francia, conoce a su prima hermana, se enamora de ella, parte a su nuevo destino: Nigeria, la sabana africana. Espera pacientemente la primera licencia para volver y poder casarse con ella y llevársela a Africa con él (el tema de las licencias es decisivo en esta historia: son quince días cada dos años, en el mejor de los casos, y ya hablaremos del peor).
Dije que nuestro médico conoce y se enamora de su futura esposa en quince días, y que en otros quince, dos años después, vuelve a casarse y llevársela con él a Africa. Pasan juntos ocho años felices. Déjenme dar una sola imagen de esos años: nuestro médico está operando, en una precaria sala de auxilios, cuando se levanta una de esas fabulosas tormentas tropicales, el cielo se pone color de tinta, los relámpagos rajan el cielo, uno puede contar los segundos que separan el rayo del trueno, nuestro médico está
interviniendo a un paciente cuando un rayo entra por la puerta abierta, corre sin ruido por el piso de cemento, funde las patas metálicas de la mesa de operaciones, quema las suelas de los borceguíes del médico y huye por donde había entrado. El paciente se salva por el hule en donde está acostado, el médico por sus suelas de goma. La que ve entrar y salir el rayo, y se estremece con el trueno unos segundos después, es la esposa. Así se lo cuenta a sus dos hijos pequeños, en Francia, en una buhardilla
prestada donde deben apretarse cinco (ella y los niños y los ancianos padres de ella) en la Francia de Pétain durante la guerra. Ella es esposa de un médico militar británico, por ausente que esté él: pueden deportarla, y a los niños también, así que deben mantenerse ocultos, sobrevivir de la caridad ajena y de los recuerdos africanos. El mayor de esos dos niños es Jean-Marie Le Clezio, él es el que cuenta la historia.
Le Clezio conocerá a su padre al llegar a Africa, a los ocho años. Cuando su madre quedó embarazada, ella y el padre decidieron que el niño naciera en Francia. Ella viajó primero. En una licencia de quince días, él viajó a conocer al hijo, que ya tenía meses, dejó nuevamente embarazada a su esposa y partió, con el propósito de volver a llevárselos a los tres en su siguiente licencia. Pero estalló la guerra. El trató de cruzar el desierto y llegar hasta Argel para reunirse con ellos, pero fracasó. No le quedó otro remedio que refugiarse en su oficio en la sabana africana, sin medicamentos, sin material, sin contacto con su mujer y sus hijos, mientras en el mundo la gente se mataba entre sí. Ese es el padre que Le Clezio conoce en Africa: un hombre que fue muy feliz, y luego muy infeliz, y ya nadie sabe lo que siente
ahora. Siete años vive con ese extraño Le Clezio, hasta que le llega el momento de viajar a Francia a empezar el Liceo. Su padre ya no pide licencias para ir a verlos. Cuando llega, por fin, es porque ha sido dado de baja de su puesto. Es la tercera vez que pisa Francia en treinta años, pero en este caso no por quince días; ha vuelto porque lo mandaron de vuelta, porque no tiene adónde ir.
Le Clezio va un día a visitarlo. Lo describe así: cocinándose y comiendo en los mismos cacharros de metal esmaltado azul y blanco que usaba en Africa, con el mismo blusón azul que se ponía en cuanto volvía a su casa en Africa, pero usando su instrumental quirúrgico africano para cocinar, el escalpelo para cortar el pollo, la pinza clamp para servirlo. Ese hombre que había sido entrenado ambidiestro como cirujano, para ser capaz de operarse a sí mismo con un espejo si hacía falta, en el territorio que le tocara en
suerte, usa ahora su instrumental para trozar y servir el pollo que comerá solitariamente en su departamento de jubilado. Ese hombre que estuvo treinta años atendiendo desde el parto hasta la autopsia a tres generaciones de africanos, ahora, cuando lo internan para hacerle unos análisis, no sólo no dice a nadie en el hospital que es médico, sino que tampoco pide conocer los resultados: ya no se identifica con los facultativos de delantal blanco, sino con los pasivos yacentes en las camas. Ha dejado de ser el que enfrenta la enfermedad, ahora la padece.
Para Le Clezio, Africa era los cuentos de su madre y, después, fue la libertad que tenían él y su hermano corriendo descalzos por la sabana africana mientras su padre estaba fuera de casa, curando gente, la mayor parte del día (la llegada del padre era la llegada de la autoridad, de las prohibiciones, de los castigos, del silencio). Le Clezio sintió que le debía Africa a su madre hasta que vio a su padre vivir como en un campamento africano, en un anónimo monoambiente parisino. Tituló así su libro, El africano, y es un gran título y un hermoso libro: uno oye el clamor de Africa y el de la orfandad en sus páginas. Pero lo que yo vi en ese libro, lo que agradezco haber por fin vislumbrado, como un rayo que baja súbito del cielo, electrifica lo que encuentra a su paso y se esfuma tal como había llegado, es lo que necesitaba saber desde hacía años sobre aquel médico rural inglés que se suicidó en la página final del libro de Berger.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-199702-2012-07-27.html
*
El sol hace su fiesta en un murmullo
--- El sol arrulla una pequeña fiesta,Tan íntima como ese primer juego. No está, dice la piel, luego aparece, se desabrocha de mudeces, acá está.
El sol hace su fiesta en un olor
Ella busca revuelta en el río de perfumes, ese olor que guie a su amor ciego y lo deje a la orilla de su boca
El sol hace su fiesta en la mirada...
La mirada de fiesta es un tumulto de rayos que se expanden , se van de lo previsible, como si el sol fuera una lámpara que alumbra eso a punto de desaparecer, el borde, lo pequeño, lo ínfimo. Entre la sonrisa y la mueca, la densidad de lo humano. La plenitud y la caida.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
"DIARIO DEL HOMBRE DESNUDO"*
Cartón lleno
con héroes
chantados
que avanzan
con vacíos
que retroceden.
“INDIGNACIÓN DE NOVIEMBRE”*
Barro que predestina al paisaje
parte con el siglo
Aire que impone la amalgama
de la inermidad y la constatación
El paseo va cobrando vidas y todavía no
[termina
Circunscribir la intemperie y los efectos de la
[selva
Desde aquí dispararon nubarrones hacia la
[precariedad
oficiosa de lo desierto.
“PEINANDO A TÍA” *
La mano de la tía estacionaba
garbanzos en los cartones azules
La de su sobrina estacionaba porotos
de Onam en los cartones amarillos:
ternos endogámicos
impotentes cuaternos
quintinas anorgásmicas
Leguminosa la sobrina estacionada
en las ensaladeras de su tía.
“DIARIO DE INVIERNO” *
Nombrar además y por último
(y principalmente)
a lo que sea que ya caído
dude en atisbar su diseminación
en las formas del vuelo.
*Poemas de Rolando Revagliatti revadans@yahoo.com.ar
-Poemas concebidos a partir de los poemarios "Diario de invierno" de Osvaldo Guevara e "Indignación de noviembre" de Simón Esain, de la novela "Diario del hombre desnudo" de Nilo Toya y del relato "Peinando a tía" de Juan Carlos Pellanda.
¿Cómo ama una mujer?*
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
* Las Marosas
Hay mujeres que aman como Marosa.
Diablas de diversos tipos y colores. No es necesario detenerse y preguntarse de dónde salen porque se nos imponen ante los ojos en un entrechocar de nácares, de tacones, de espuma.
Las llamadas 'catalinas' son de ojos azules y pestañas muy largas.
Las 'lorenas', con pechos exuberantes en bandeja; dulces tartas caídas para acabar con el hambre en el mundo.
Las 'juanas' se pintan las uñas de las manos y de los pies. Se embarazan muy fácilmente. Hacen dulce de higo con los hijos hervidos en azúcar.
Estas diablas están a las veras de los tazones de porcelana transparente y de las inminencias. Son de diversos tipos y colores. Las hay con cabello trenzado y con cabellos de niebla.
Las hay azucenas.
Las hay suplicantes.
Las hay perdidas en su propia casa.
Las hay nacidas con tacos altos, rojos, finos, precedidas por una jauría de perros invisibles.
Las hay morenas.
Las hay prohibidas.
Las hay desmelenadas que caen sobre los labios de los hombres como diamelas.
Se ven sus carnadas de diablos en los árboles, en las bocas de tormenta, en los postes de luz, en las cucharas de té, en el revoltijo hechizado de los agapantos. Los cebos de sus malignidades cuelgan del anzuelo del día y de las redes el anochecer.
Las muy diablas caminan por las calles de la ciudad como gladiolos travestidos de personas.
Las muy diablas suspiran.
* Las Giocondas
Hay mujeres que mueven los hilos de la marioneta con el talento de Gioconda Belli. Gatunamente enrolladas en la cama, siguen paso a paso las fórmulas de su mentora. El muñeco se les acurruca en un nido prefabricado de besos, tacatá, tacatá, y de palabras, tacatá, tacatá, y lo alimentan con un panal de miel rancia hasta desmentirlo, tacatá, tacatá, hasta hacerle vomitar diminutivos espeluznantes,
tacatá, tacatá, que atontan los sentidos, tacatá, tacatá, y horadaran el huequito, tacatá, tacatá, despacito, tacatá, tacatá, hasta el bosquecito de arbustos, tacatá, tacatá, ese lugarcito apretado,
tacatá, tacatá.
Estas diosas lujuriosas enseñan al muñeco a caer una y otra vez en todos los lugares comunes, tacatá, tacatá, guiadas por su mentora, tacatá, tacatá. Son los corceles del amor, tacatá, indómitas gacelas, tacatá, tacatá, ariscas yeguas, tacatá, tacatá, la poesía estupefacta, casi muere, tacatá, tacatá.
El juguete dopado de obediencia, construye el castillo de arena y abre la puertecita por donde la arisca yegua se amansa, tacatá, tacatá, como un ama de casa, tacatá, tacatá, y una vez adentro del palacio cambia los frenesíes del amor por el melodrama, tacatá, tacatá.
Ascendentes, salientes, entrantes en todas las direcciones posibles, las mujeres diminutivas se instalan como un corazón suplementario. Y la asfixiada marioneta tiene por futuro morir ahogada en su propio esperma, tacatá, tacatá.
* Las Cheever
Hay mujeres que aman como Cheever, nadando contra corriente, flotantes y encendidas, sin que el orden de sus asuntos les impida incidir en los asuntos del mundo.
Sus cabezas son nubes a la hora de la desnudez cabeza abajo.
Sus pies vienen de un país visitado por un sueño reciente y sus manos corrigen el error que la luna produce.
Un polvillo de azúcar sobre la frente les da una blancura de esmeralda, amatista o misterio.
Son mujeres que aman con un pie en la confusión y otro en las tormentas.
Con un pie en la ternura y otro en el espejismo.
En la absoluta inmovilidad del tiempo y del espacio, siguen hacia delante porque saben que en este siglo no pueden detenerse.
Las mujeres que aman como Cheever les temen a los diminutivos.
Les temen a los anzuelos.
Les teman a los estribillos.
Les temen al subconsciente de Gioconda Belli. Les temen al subconsciente de las marionetas. Al subconsciente de los Reyes Magos. Al subconsciente de Dios. Al subconsciente de las indómitas gacelas.
Con qué esmeril, con qué esmeralda, con qué esmero corren peligro las peligrosas mujeres que temen a los diminutivos.
Las mujeres que aman como Cheever están en alguna parte del aire, debajo, o detrás, o del otro lado de las sombras, en puntas de pie sobre el límite sobrenatural de las cosas, o sobre una pluma de cisne.
Es casi imposible que las mujeres que aman como Cheever no atraigan la mirada de los lectores de Cheever, que las distinguen entre la multitud con destreza desesperada.
Así es.
El fenómeno de las mujeres en sí es inquietante, porque todas coinciden en el mismo mundo, como los animales medio dormidos coinciden en la selva con los animales medio despiertos.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-34871-2012-07-28.html
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