*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina.
MI MADRE*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Muchas veces
pienso en mi madre. A veces también la sueño, pero siempre se aparece joven.
Así la conservo en la construcción de mi recuerdo.
Mi hermano, por
el contrario tiene una imagen más gastada, porque él se quedó en el pueblo y
fue testigo de sus últimos días y aunque me cueste decirlo, fueron los de su
decadencia.
Nunca llegaré a
entender cómo esa mujer humilde podía con sus silencios y su vigilante
diligencia que no eludía la ternura de mantener un delicado equilibrio
que anudaba sus telares sosteniendo esa casa que cuando se fue se quedó sin
música.
No recuerdo un
solo día que estuviera enferma, siquiera en cama con una gripe ¿cómo hizo
en su condición de mujer sometida, arreglárselas para darnos a los suyos sin
que nos diéramos cuenta que en verdad era la más fuerte, la única a quien
nunca vi desfallecer?
Aunque era
propensa al llanto que sacudía todo su cuerpo silenciosamente, no pasaba de ser
una manifestación pasajera. Incansable en todos los trabajos, atentos al más
mínimo, escondido deseo nuestro, siempre pronto a satisfacerlo, en una actitud
de amor y de servicio sin demasiada exposición, ella cumplía con la tarea que
excedía lo que por formación le había impuesto mi abuela. Me fui muy joven de
su lado, en un corte abrupto, porque hasta allí había estado a su lado, y la
verdad que en los primeros años sufrí mucho, en una ciudad deseada que tuve que
descubrir hasta que nos adaptáramos. Pero ella no lo supo nunca, aunque
presiento que en su intuición de madre debió sufrir mucho, porque “lloraba
cuando llegaba y cuando me veía partir”, al decir de Pedroni.
En estos
viajes, que el trabajo y el estudio espaciaban, yo exponía como al pasar la
añoranza de una golosina que sus industriosas manos hacían. En ese mismo viaje,
si me quedaba tiempo, colmaba ese deseo, de lo contrario, en el próximo apenas
bajado del ómnibus, con el primer mate aparecía ese plato de rebosantes
buñuelos exquisitos con su azúcar impalpable encima que fuera objeto de mi
deseo en el último viaje.
Con una cocina
de hierro fundido (una Istilart Nº 1) y el producto de la quinta que era
su orgullo, ella hacía verdaderos milagros. Mi infancia está cubierta de
aquellos olores queridos. De la modesta repostería que hacía con pocos
recursos, pero llena de inventiva y amor, pasando por los dulces caseros, de
frutos que teníamos en la quinta, hasta llegar hasta la especialidad, que como
buena italiana, recaería en las pastas. Amasaba jueves y domingos, siguiendo
tal vez una tradición que traería de su aldea italiana. Hacía con la misma
perfección esas ollas de tallarines, ravioles, sorrentinos, capeletis o
canelones y los acompañaba con una salsa de tomates y queso y la infaltable
carne al estofado que exigía mi padre como condición de su costado altamente
carnívoro, porque según afirmaba como verdad revelada, “si no hay en la mesa un
trozo de carne, es como si no hubiera comida”.
Sus tareas no
se reducían a lo estrictamente culinario, como creo haber aclarado más arriba.
Escribí sobre
su devoción por el cultivo de la quinta, pero además ella nos hacía la ropa a
los tres, con su máquina de coser marca White, que hacía un ruido como el
picoteo de lluvia, con la luz de la lámpara como un ojo insomne mientras todos
nos íbamos durmiendo con ese leve golpeteo incesante. Como no sobraba el dinero
sino todo lo contrario, ponía en juego toda su creatividad, que era mucha.
También tejía.
Lo hacia con mucha habilidad, con rapidez. Era una tarea que realizaba aún
estando con otras personas conversando animadamente. Hay largas épocas de mi
infancia que en el único recuerdo casi tengo de ella, siempre tejiendo. Durante
el día, mientras la luz natural la acompañara y cuando las sombras iban
cubriendo toda claridad posible a la luz de esa lámpara de querosene con la
cual recorría las habitaciones, con una mano sobre el tubo de vidrio, para que
un golpe de aire no apagara la llama. Iba cuidando que todos estuviéramos
tapados, mientras dormíamos. Luego volvía a la cocina, a su infinito tejido.
Pocas veces
podía comprar lana nueva, pero destejía y tejía, cual incansable Penélope, y
lograba una trama de colores mezclados. Mis hijas aún recuerdan sus épocas de
escuela primaria y aún secundaria, con ”los pulóveres coloridos que la abuela
nos tejía”.
Pero acá no se
reducía todo su quehacer, sino que si mi padre le requería ayuda en sus duros
trabajos rurales, ella estaba allí para echar una mano, siempre.
En las juntadas
de maíz en las carneadas, en el desmalezamiento del terreno cuando la quinta se
llenaba de yuyos en el verano.
Lo curioso, lo
increíble, es que todo esto que hizo, todo esto fue trabajo, lo hizo sin pedir
nada a cambio, solo ver feliz a su gente, a sus seres amados. Vernos alegres
era para ella la propia alegría.
Tantas veces he
pensado en esta mujer que pasó por la vida, sin llamar la atención, pero
estando atenta a los otros. Y se fue silenciosa y pronto, como para no molestar
demasiado.
Dejo de
escribir.
Miro desde este
patio mezquino el vuelo errático de las golondrinas que van hacia las barrancas
del río, pienso en las que volaron los cielos muy altos de aquella infancia
remota.
Pienso en los
amigos que se fueron dejándonos solos con nuestra propia tristeza.
Pienso con que
todas las madres del mundo debieran llamarse María.
OTRO BORDE SE HACE CUERPO…
ADÓNDE VOLVER*
Uno
envidia a quien es capaz de desnudarse, de dejar las prendas y los lenguajes,
abandonar la merienda servida e irse; irse lejos, atravesar países tiempos y
gentes. Todos sentimos alguna vez esa inclinación a soñar con el mar, con los
caminos que se pierden, con horizontes difusos que borren el asfixiante aquí y
ahora.
Se puede
viajar, si, es posible disolver la pertenencia en escapadas, en huidas
tempranas o tardías. Es posible cortar las cintas que nos aferran a la tierra,
a la familia, a los amigos. Se puede, aunque sea esta una empresa de personas
marcadas por algún secreto signo que no está visible en la frente.
Lo que perdura
allá en un fondo de pozo con sapo y luna, es el miedo a no tener adónde volver.
La vida entera
es la dificultosa construcción de aquel sitio que nos reciba al fin de la
jornada. Puede que sea un intento fallido; que al acabarse la partida sólo un
gato sigiloso murmure su aprobación solitaria a la viejita olvidada entre muros
silentes, o que por ser el último en abandonar el ferrocarril, el anciano quede
con los naipes en la mano, vacías las sillas de sus compañeros ya desvanecidos.
Pero habrán
tenido puerto para la charla amable o ácida. Habrán hecho sus nudos de amores u
odios donde fuesen reconocidos, donde la familiaridad les prestase un entorno
que sintieran propio, intrínsecamente propio. Odiado puerto, amado puerto el
del fin de la jornada, pero una amarra que nos contiene cuando el embate del
mar. El vértigo absoluto de un viajero es no tener adónde volver.
Y no nos
engañemos, viajamos tanto los que se van y pasan de vida a vida como los que
nos quedamos, y hacemos rutina de veredas fatigadas. Todos debemos retornar a
casa cuando el crepúsculo nos trae. Y algunos, no tienen adónde volver.
Quién escuchará
la narración efímera de los incordios del día, quién compartirá la mesa, quién
respirará quizás en otro cuarto, quizás en otra casa, pero quién respirará
nuestro aire.
En qué lugar
habrá una caja con fotografías de nuestra infancia, quién preguntará cómo
estás, y aguardará la respuesta. Y, si me voy, quién recibirá mis cartas.
El vértigo
absoluto de un viajero es no tener adónde volver.
-2006-
Silencio
robado*
"Silencios/que
configuran/e imitan
el próximo
instante..." Sergio Guardo
Próximo
cerca de lo
incierto
siguiente
distancia
Entre las
palmas
del sueño
y la textura
De la voz
Otro
borde
se hace cuerpo.
*De Alejandra
Alma.
UN MIEDO
INEXORABLE*
De cómo fue que
el miedo hacía presa del espíritu de los navegantes
mientras
cruzaban el océano en la oscura bodega de los barcos que los conducían a un
continente desconocido.
La muerte
castellana es seca,
hirsuta.
Tan aciago es
su nombre,
tan sacrílego,
que cercena los
péndulos furtivos
con la injuria
sutil de su semblante.
Pero avanzan,
sin pausa,
los navíos.
Cargan a bordo
un horizonte ciego
que disputa,
a mandobles,
con la suerte,
su compacta
ración de soledades.
Desde altos
plenilunios,
las miradas
perfilan el
desvelo de su sombra
cerca del
espolón,
junto a la
espuma,
en el
advenimiento del oleaje.
Es el ángel de
sal,
que acaso ha
sido
compañero de
todos los naufragios,
un polizón de
horror,
con el destino
extraviado
entre piélagos salvajes,
un espectro
viscoso,
un dios
equívoco
que desnuca
arañadas pesadillas,
que se funda en
bodegas,
en rincones
y jarcias
y maromas
y velámenes.
Al trasgo del
misterio,
se parece
y se parece,
un poco,
a la nodriza
de senos
descarnados
que amamanta
los últimos
alientos de la sangre.
Conjuga el
magma vertical del odio,
las fiebres
insolentes,
los relámpagos,
adelgaza
colmillos de escorbuto,
siniestros,
ilusorios,
viscerales.
Blasfema
vaticinios,
predicciones
que la locura,
como loba
hidrófoba,
acompasa a sus
lúgubres jadeos
desde el cubil
infecto de las fauces;
ramifica
susurros,
confidencias,
negras
apostasías,
amenazas,
abismos
contundentes,
clandestinos,
largos pulsos
de pena en los puñales;
desenvaina
recelos,
arrecifes;
emancipa
rumores purulentos,
mientras sucede
un sol crepusculario
a hurtadillas
de mapas
y sextantes.
Y el mar es
tempestuoso
y no hay
regreso
y andan,
los nautas,
con su vida a
cuestas,
dentro de un
miedo azul,
un miedo
cósmico,
un miedo
torrencial,
inexorable.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
Casa tomada*
*De Julio
Cortázar.
Nos gustaba la
casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben
a la mas ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de
nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos
Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa
podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana,
levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas
habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía,
siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios.
Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y como
nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella
la que no nos dejo casarnos. Irene rechazo dos pretendientes sin mayor motivo,
a mi se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos
en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y
silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún
día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo
para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la
voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una
chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba
el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No se porque tejía
tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran
pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para mi, mañanitas y chalecos para ella. A
veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le
agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada
resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro
a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca
tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por
las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa.
Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me
interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me
pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero
cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día
encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas,
verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve
valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos
ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero
aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mi se me iban las horas viéndole las manos como erizos
plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se
agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no
acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la
biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte mas retirada, la que
mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble
aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros
dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el
pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba
al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al
living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el
pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se
franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o
bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por
un pasillo mas estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta
estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse;
Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más
allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble
como se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero
eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,
apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y
entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con
plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de
nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré
siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene
estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me
ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar
la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso
y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de
conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo
del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tire contra la
pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo;
felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran
cerrojo para más seguridad.
Fui a la
cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le
dije a Irene:
-Tuve que
cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el
tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro?
Asentí.
-Entonces -dijo
recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el
mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me
acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mi me gustaba ese chaleco.
Los primeros
días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas
cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban
todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos
años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos
algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa
más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también
tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose
tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de
brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a
preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo
preparaba el almuerza, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos
alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios
al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el
dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba
contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a
causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos
divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el
dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
-Fijate este
punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después
era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el
mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco
empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene
soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz
de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene
decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el
cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se
escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos
el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.
Aparte de eso
todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce
metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum
filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y
el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos mas
alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de
loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces
permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al
living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos
despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando
Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir
lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le
dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta
del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal
vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamo
la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra.
Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de
la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde
empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos
siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta
cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían mas fuerte pero siempre
sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el
zaguán. Ahora no se oía nada.
-Han tomado
esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban
hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado
del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste
tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con
lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya
era tarde ahora.
Como me quedaba
el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la
cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la
llave a la alcantarilla. No fuese que algún pobre diablo se le ocurriera robar
y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Y se hicieron
humanos*
La lengua de fuego en
el cruce, en la frontera, pequeña chispa originada en el espacio
oscuro de las estrellas muertas.
Tanto brillo
apagado guardaba la semilla de un incendio. Ella se escondía en cavernas. Él
loco por encontrarla, se decía de una forma imprecisa, porque el
lenguaje no estaba inaugurado,"la voy a hacer hablar".
Ella rodeada de bisontes salidos de su mano, él rodeado de dragones, hacía
restallar un bastón luminoso, la galaxia era excesiva para los dos,
luceros perdidos que podían alumbrar respuestas a preguntas no
formuladas. Las nubes se detuvieron ante la caverna que reunía un espacio
extraño. Alguien, agazapado en la penumbra de una idea se deslizó oscuro como
un presagio. Tendió un mantel de hojas, estrujó las frutas para hacer
pintura del jugo rojo, se volvió a esconder. Ellos mojaban los dedos en
esa pasta, los pasaban por las paredes de la cueva, se hacían humanos. Luego,
el arte fue a los cuerpos. Como en un sueño hipnótico, él desvanecía el blanco
del cuerpo de ella con fuertes soles. Ella se animaba apenas, le tuvo cierto
miedo, por el resplandor con que se presentó y esas armas de la cacería que el
portaba, pero empezó a tatuarlo y se encontró con el alma, la embebió de
colores. El alma luz, sombra, pozo, cumbre, ella lo palpó con perfumes,
él ejecutaba música sobre ella, con ella, la hizo su
instrumento, su concierto, su partitura, le arrancaba notas, por fin
palabras, era el encuentro de todas las citas. Inocentes, perversos se
hundieron en el abismo, cuando se despertaron, comprendieron
que ese abrazo profundo, era un pequeño cielo. Perdieron el
terror a ser puntitos en el mar de las galaxias.
Mientras tanto
el perverso, salió del escondite buscó su inventada
tinta y con lo que quedaba escribió prohibido, prohibido, prohibido, incesante,
rabioso, perdido.
Pero era tarde
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
Darse la cabeza
contra la pared*
¿Son
ladrillos?: en absoluto:
son cabezas:
una pared de
cabezas
(humanas, la
mitad).
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
A MANERA
DE UN APUNTE VESPERTINO*
Me cuentan
que camino a la
guillotina
en 1794
Antoine Laurent
Lavoisier
pidió como
última voluntad
la posibilidad
de hacer un experimento final:
comprobar si
una cabeza cercenada seguía teniendo conciencia.
Eran otros
tiempos
otras maneras
de registrar la tristeza o la felicidad
de modo que no
sabemos todavía
acerca de la
funcionabilidad amorosa
del patíbulo
que nos corresponde.
*De Reynaldo
García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu
***
«La tragedia
titúlase El Hombre,
y el
héroe triunfante el Gusano ».
Edgar Allan Poe
ESQUIVAMOS LA HAMBRUNA Y LA SED...*
Edgar Allan Poe
ESQUIVAMOS LA HAMBRUNA Y LA SED...*
Esquivamos la hambruna y la sed,
como un perro venadero
buscamos la cercanía del agua.
La línea ascendente delictiva
tampoco es maleable
es un tapete oscuro no perecedero.
Sometemos la paz agraviada
y resolvemos traspasar
la curvatura irritable de la niebla.
Asimos cansancios
los doblamos,
solicitamos altura.
Pertinaces, hundimos el vuelo
custodiados por auroras
desnudas de lumbre.
Lamemos el musgo espeso
e n r e d a d o
a la piel del aire.
Sometimiento avisado:
"el rebaño castrense
vestido de legalidades".
Abrir el cortinaje
mientras nos hincan
las no voces disidentes.
La ráfaga de alfiles
c o n m i n a d o s
cerrando las pestañas.
Os digo amigos:
Sobre la morada carne
de los empleados públicos
yace una incurable amargura.
como un perro venadero
buscamos la cercanía del agua.
La línea ascendente delictiva
tampoco es maleable
es un tapete oscuro no perecedero.
Sometemos la paz agraviada
y resolvemos traspasar
la curvatura irritable de la niebla.
Asimos cansancios
los doblamos,
solicitamos altura.
Pertinaces, hundimos el vuelo
custodiados por auroras
desnudas de lumbre.
Lamemos el musgo espeso
e n r e d a d o
a la piel del aire.
Sometimiento avisado:
"el rebaño castrense
vestido de legalidades".
Abrir el cortinaje
mientras nos hincan
las no voces disidentes.
La ráfaga de alfiles
c o n m i n a d o s
cerrando las pestañas.
Os digo amigos:
Sobre la morada carne
de los empleados públicos
yace una incurable amargura.
*De Natalia Lara. cpc.larag@hotmail.com
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