*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
Muñeca rota*
Apenas puede
levantarse de la cama. Necesita confirmar que aún no esta vencida por el tumor
que la come por dentro. Camina a paso lento. Llega a pararse frente al espejo
que le devuelve una imagen de sí misma en la que no se reconoce. Mueve su
pierna izquierda y siente una puntada que la inmoviliza. Tanto dolor, su
pierna, piensa. Cierra los ojos y sus recuerdos, ligados a lo que siente,
viajan al verano de sus seis años.
La pobreza de
su casa aparece nítida, el mantel gastado, los pocos muebles y su madre siempre
cosiendo en el único ambiente que tenía su hogar. Ella y sus hermanos
afuera con los únicos juguetes posibles: los que la naturaleza daba gratis.
Faltaba poco para Reyes. Me van a traer la muñeca grande que les pedí le dijo
una tarde a Elisa, su hermana mayor. Ella le acarició la cabeza sin decir
palabra. Su madre pobre, sola y con cinco hijos no podía darle el lujo de los
juguetes, pero los Reyes sí, esa era su certeza. Pidió una muñeca, la había
visto una mañana cuando iba de la mano de su madre a repartir las prendas que
cosía. Fue amor a primera vista, rulos negros para peinar hasta el cansancio y
un vestido blanco con volados. Sin dudas era el mejor regalo que se merecía por
ser siempre una buena niña.
La noche
anterior a la llegada de los Reyes puso con cuidado y esmero pasto y agua para
esos camellos hambrientos que transportaban parte de la aristocracia infantil.
No pudo dormir hasta entrada la madrugada. Se despertó y sin desayunar corrió a
ver que habían dejado para ella bajo el árbol. Encontró una caja enorme, con
las tres letras de su nombre. Lo abrió rasgando el papel, sus ojos se
encontraron un bello rostro de porcelana con unos grandes ojos negros y un pelo
ondulado y largo. Cuando la sacó de la caja reconoció con pavor que a su muñeca
le faltaba una pierna. A los Reyes se les cayó del camello, te la
trajeron para que la cuides y la protejas. Esas mágicas palabras de su mamá la
convirtieron en la mejor del mundo, su muñeca la necesitaba, no podía
abandonarla. Desde ese día fue su compañera privilegiada de juegos: la peinaba,
la ayudaba a aprender a caminar con su sola pierna, la protegía. Toda su vida
se iba a dedicar a ayudar y a proteger a pobres e inválidos.
Diez años
después, ya en la adolescencia, le preguntaría a Elisa del porqué esa muñeca
había llegado en esas condiciones a sus manos: ella supo develar el misterio,
su mamá la había comprado apenas por unos centavos por su condición de rota.
Después de conocer la verdadera historia de esa muñeca quiso a su madre aún
más. Esa muñeca a la que ella había decidido bautizar con su propio nombre:
Eva.
En aquel
entonces no pudo imaginar hasta que punto se parecerían las dos: muñecas rotas,
toda la vida manteniéndose íntegras, frente a tantos, que una y otra vez
trataron de arrebatarles la dignidad y la entereza
APENAS NOS HA DADO PARA SOÑAR…
LOS TIEMPOS DE
SATURNO*
“...he aquí que
retornan los tiempos de Saturno”
VIRGILIO
Insobornables
nubarrones, tapan los cielos y la tierra.
El viento no ha
cesado.
La noche ha
llorado toda la casa. Toda.
Toda una
lágrima viva, la casa.
El amor y la
pena .La ira y la locura.
Heridas las
penumbras más puras.
Las ventanas
miran a la mujer niña.
Quebradizas
escarchas en sus ojos.
Tapiada. El
piso está descalzo.
En los hombros,
todos los eneros pasados
Las puertas han
flaqueado y los brocales y las sienes.
Un latigazo
flagela el agrio espino de su pecho.
Toda una
lágrima, la casa. Una pena viva.
Y no hay
campanas, ni semillas, ni violetas nuevas.
La lámpara casi
apagada y de aquella historia nada queda.
Las flautas y
tambores opacan sacrificios y gritos.
Han partido la
infancia, los siete mares, los amados muertos.
El dragón ha
huido y las trenzas.
Saturno ha
cantado tres veces.
ESCARCHAS*
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Era cuando la luna sólo se
reflejaba en la escarcha que paralizaba los charcos, cuando no había una
mariposa ni por asomo, cuando reinaban las paspaduras y los sabañones.
Noches en que la luna brillaba
como un gigantesco plato sobre los campos cubiertos de una helada pátina
blanca, una luna que daba una luz extraña y fantasmagórica, como si se tratase
del paisaje de un planeta lejano.
Con todo ese frío, sin embargo,
las actividades seguían su curso. La única calefacción de la casa la
constituían las cocinas económicas o en las casas más pobres el hospitalario
fogón, con la exclusiva combustión de los marlos que se almacenaban en trojas
familiares hechas de cañas y alambres. Eran en pequeño las mismas que había en
las chacras y que guardaban las rojas espigas de maíz esperando que las
visitara la máquina desgranadora y que luego pasarían a otra, donde los
blanquísimos marlos serían depositados. Según mi padre, los más ricos asados se
degustarían con esas brasas.
La leña, que se obtenía de los
árboles caídos en las tormentas, necesitaban mejor protección y toda casa
tenía, aunque fuera precario, un galponcito que llamaban leñeras ya que por
obvias razones no podía ese material tan valioso permanecer a la intemperie.
No sé por qué aquellos inviernos
se nos aposentan en la selectiva memoria como excesivamente crudos. Pero no era
obstáculo para que nuestra actividad escolar o mejor aún, nuestros juegos no
siguieran su curso. Como anochecía muy temprano no era difícil que cenáramos
casi a la caída del sol y poco después acatáramos la orden paterna de
irnos a dormir y desde nuestra cama oyéramos el ciclo cotidiano en la
programación de radio El Mundo: “Glostora Tango Club”, con sus orquestas en vivo
y sus tres tangos brillantes. Acabado el cual, mi padre apagaba la radio, mi
madre recorría las habitaciones con la lámpara, una mano puesta sobre el tubo
para defender la llama de las corrientes de aire, la depositaba sobre la mesa
de luz, y nos arropaba, cubriéndonos con la frazada y apretándola sobre
nuestras espaldas que ya comenzaban a calentarse y uno veía venir el sueño como
una nube dócil y protectora sobre la pequeña humanidad que en silencio
agradecía ese mimo, que no por repetido, no esperara entre abandonado y
ansioso.
Al despertar, ya mi padre no
estaba, había ido hacia el trabajo y mi madre me había preparado ya el
desayuno, café caliente con leche muy gorda, porque venía directamente del
tambo a la ollita donde hervía todo su espumoso blancor. Una galleta que rara
vez se acompañaba con manteca o algún dulce casero, industria de su manos. Y
luego sí, el corto camino a la escuela que muchas veces, sin ponernos de
acuerdo, haríamos con mi amigo y compañero de grado Miguel Correa. Esas tres cuadras
las hacíamos cascoteando gorriones que se atrevían por las zanjas llenas de
escarchas, y en la calle cubierta de costrones de barro donde buscaban algún
alimento.
Un día, casi de milagro se nos
apareció un chimango, con sus alas enormes. Miguel, rápido de reflejos antes de
que yo atinara a levantar un cascote, le arrojó con un flamante tintero de
vidrio que llevaba en su mano agarrotada de frío. No dio en el blanco pero sí
se estrelló en el cordón de la vereda de la escuela, de riguroso ladrillo bien cocido..
El bicharraco nos miró fijamente, en su cabeza terminaba en desagradable pico
curvado y luego agitó sus inmensas alas y se elevó raudo sobre las plantas de
moras negras que bordeaban todo el perímetro del terreno donde se levantaba ese
edificio querido. Como el dinero no sobraba, y don Leandro, su padre, era muy
severo, tal vez se ganó una paliza. Imposible recordarlo hoy y si le pregunto
tal vez ni él mismo lo recuerde.
En ese tiempo, todos los chicos
de mi barrio acortábamos camino. No entrábamos por la puerta principal. Al
terminar la placita vecina, un desvencijado portoncito, que sorteábamos muy
fácil, nos metía dentro del patio de la escuela. Era un gran patio de tierra
con ralas gramillas, donde jugábamos breves partidos de fútbol en los recreos,
Unos grandes plátanos, casi centenarios que aún subsisten, hacían de
arcos naturales. El balón era casi siempre de trapo, y de vez en cuando alguien
traía una pequeña pelota de goma, roja, con listones amarillos. Sonada la
campana de entrada, la escondíamos en un caño que desaguaba la lluvia del
techo. Era una prevención para evitar la requisa de la maestra. Ella quería
evitar que la emprendiéramos al jueguito “de cabecita”, como le llamábamos, en
el aula. Los recursos de aquellos tiempos lejanos como el vuelo incesante de
las golondrinas que buscaban su rumbo, eran incesantes y creativos.
Traerlos hoy, aún con la
crudeza del recuerdo, imprime en nosotros un calorcito de rojísimas
brasas.
Manzanas*
Canté mi mejor
canción esta noche:
A la luz de la
Luna,
Silenciando a
los grillos,
En la banqueta,
Tirado,
Sucio
Y convirtiendo
en monedas
Las miradas de
algunos.
Mi mejor
canción
Se ha escuchado
esta noche,
Y algo se ha
conseguido para comer.
Se cantó esta
noche
La mejor
canción que alguien pudo entonar:
Y no hubo
aplausos,
Ni anuncios
publicitarios,
Ni firma de
autógrafos;
Pero algunas
monedas se lograron reunir.
Canté mi mejor
canción esta noche:
Los pasos
tronaban con el cemento
Y las horas
pasaban
Como si fuesen
algún animal.
La mejor
canción de esta noche,
Apenas nos ha
dado para soñar.
Pigmalión y
Galatea*
¿Quién no
comienza a enamorarse de su propia obra? ¿Quién no sucumbe al río impetuoso y
quizás turbio de las vanidades? ¿Quién no contempla la belleza de lo que
vislumbra primero como un significado y acaba convirtiéndose en objeto de sus
pasiones? Construir un mito, empezar a dar forma a una leyenda, las claves de
la interpretación de lo que surge para conformar una historia atemporal y el
atisbo de un camino de anhelos y señales, quizás, compartidas.
Pigmalión, el
célebre cretense, harto de mujeres anheladas y frustrado de inútiles búsquedas
sociales, soñó un día con la escultura perfecta en delicados y exactos rasgos,
que luego con el paso de los años y las labores, concretaría en el blanco
marfil y en la soledad de su taller. Pigmalión, cansado de ausencias, se
enamoró de su obra, porque ella tenía todo de sí mismo, era una prolongación de
sus deseos y una extensión de su cordura, necesitaba creer en esa estatua para
dar crédito a su osadía de engendrar lo más bello en ínfimos detalles.
Pigmalión dio
nombre a su creatura, un nom de guerre que nunca sabremos, de otros artífices
desconocidos nos llega el nombre marino, Galatea, y el arrebato de amor de una
noche descabellada, el beso imprudente en los marmóreos labios, sopesando la
frialdad del objeto. Lo sorprende la tibieza del marfil, lo fascina la tersura
de una piel que es como la arcilla fresca del alfarero. Afrodita, la enamorada
moradora de los olímpicos palacios, consintió esa unión inverosímil y otorgo
vida a la terrenal estatua, poniendo fin a los días aciagos y vacíos de
Pigmalión y concediéndoles a ambos una felicidad eterna.
El artista - mi
yo creador - otorgó deiforme aspecto al talle y a la sonrisa de la muchacha, mi
modelo, fue ese, el primer minuto de mi caída, donde dieron comienzo mis
razones para conformarla a mi gusto y semejanza. Tarde, muy tarde luego,
tropezarían mis errores uno a uno, soñaría sus mismas palabras y despertaría
sobresaltado sin la huella de su nariz en mis almohadas o su figura reflejada
en mi ventana. Ella fue mi proyección de lo mas deseado, fue mis miembros
extendiéndose y multiplicándose en una sola forma, su cuerpo imaginado, una y
mil veces en eléctricos momentos.
Este sueño mío,
que también es un mito, es demasiado bello, es ambiguo, es baladí. Se asemeja
más a la continuidad del sueño de Pigmalión que a la realidad del
descubrimiento del mundo por parte de los ojos de Galatea, ella también tendría
sueños a partir de su génesis como tentación de la carne, ella descubriría un
entorno que iría alejando su brazo de Pigmalión y poblaría sus noches de otras
voces. Solo aislándola a los ojos de todos, lograría el cretense su propósito
egoísta, su felicidad mataría la historia de Galatea, su desarrollo como forma.
El interesado
fin de Pigmalión, la posesión de la más bella estatua, mataría toda la
personalidad de esta, como luego la Galatea real, sustancia de Afrodita,
sucumbiría a la sombra impresionante de su creador. Yo tampoco pretendía un
amor confinado a una caja de cristal. Pero el derecho de conservar, de
atesorar, de proteger se confundiría en mis horas grises con un grito de
posesión.
El artista que
habita en mí - mi yo no asumido frente a públicas miradas - se enamoró de la
muchacha de marfil, su piel me rebelaba el brillo y la ondulación de la arena,
sus cabellos replicaban la veta del elemento y la ondulación de la arista
desbastada. La forme a imagen de la figura yacente en mis sueños, le entregué
la perfección creíble en ellos, la belleza acumulada por mis ojos a lo largo de
los años, y la forjé callada y dulce como una flor extraña en un jardín
sencillo, sin saber que era un ser común pugnando por florecer en un mundo
igual al mío.
Desperté una
mañana y mi atelier era otro, más antiguo, menos ordenado, mas primigenio, en
la ventana cantaba el pájaro de las indecisiones, el mirlo políglota del
griego. Sobre mi mesa, vino oscuro de Creta en una cratera fenicia, en un
trípode bajo algunas olivas y queso. A mi alrededor bustos incompletos, faunos
de rostro calcáreo, pies sin dedos de apolíneos atletas, vides de mármol. En el
pedestal una estatua, y ella en mi sueño, porque yo había soñado que
despertaba, era tan hermosa como ella, y yo era un hombre maduro y ciego de
amores.
Ella abrió los
ojos y miró en derredor abarcándome a mí, a su pedestal doméstico y más allá el
territorio que deslumbraban sus hermosas pupilas, su asombro y curiosidad la
impulsaron lejos de mi abrazo de héroe antiguo, de mi mitología de vanidades.
Pero mi nombre no era Pigmalión ¿Su nombre? Se llamaba Alicia, como la otra,
también soñada por el diacono británico, una modelo de agencia. No pude, no
insistí en retenerla. La muchacha caminó lentamente hacia la puerta del
atelier, esbozo un saludo a mi solitaria perplejidad y parpadeo sonriente al
nuevo sol, que para ella, comenzaba a mostrar sus colores verdaderos.
Desde la
entrada me llegaron los modernos sonidos del orbe, los relinchos del metal, el
pulso de lo mecánico. Luego la puerta se cerró, tomé arcilla fresca entre mis
dedos y volví a soñar.
Estación
Henderson*
Ahí esta el
hombre. Tratando de volver al sueño. Ese sueño de película de acción donde se
veía como un héroe en medio de una misión en medio de una balacera que no lo
afectaba. Quizás esas balas lo atravesaban sin dejar huella como a un fantasma.
Hasta que vio prenderse la luz de la habitación de su madre, una y otra vez. Y
escucho la queja o la expresión de un malestar difuso de la anciana.
A partir de
allí no pudo volver a dormir. Plena madrugada, a lo lejos se escuchaba el
sonido de locomotoras haciendo maniobras traído por el viento Sud.
Desde la cama.
Acosado por temores y preguntas sin respuesta una vez más, el hombre repasa
como llego a ser el único hijo vivo. Como se llego a este presente dedicado al
cuidado a su madre octogenaria.
Aparece una vez
más la imagen de la placita enfrente de la estación Henderson del Midland. El,
un niño aprendiendo a andar en bicicleta y Reynaldo su hermano mayor corriendo
a la par de su bicicleta para prevenir que no perdiera el equilibrio.
Cada tanto
veían llegar al tren.
Fue en 1977 el
último tren. En septiembre porque fue días antes de su cumpleaños.
El que se ve
corriendo al costado del último tren que se va a Buenos Aires.
La gente que
agita las manos por la ventanilla, sopla besos.
Se cerraba el
tren. Se llevaron hasta los rieles. Había sido testigo en una tarde a la salida
de la escuela del paso de esa máquina levanta vías que a su paso solo dejaba marcas
de ausencia en el terraplén.
Tarde o
temprano hay mucho pasado en la vida de cualquier persona.
De la
universidad le quedo aquella enseñanza que decía "la vida de las personas
transcurre entre lo imprevisible y lo irreversible".
Y la ciudad de
Henderson que se llama así en honor a Frank Henderson, el ciudadano inglés que
desde su cargo en el ferrocarril completo las obras para que el Midland llegara
a Carhué.
Frank Henderson
que además jugaba al golf, al ajedrez y hasta tuvo tiempo en la vida para la fundación
del club de golf en Mar Del Plata -El que pudieron conocer en aquellas
vacaciones de familia en el 79-.
Después ocurrió
lo irreversible, aunque aun hoy le cueste aceptarlo. Reynaldo fue sorteado para
hacer el servicio militar en la Armada. Reynaldo destinado arriba del Phoenix
CL 46.
El hombre se
niega por un momento a llamarlo por su nombre a ese barco de guerra. ¿Porque no
lo hundieron los japoneses en Pearl Harbor? Todo hubiera sido distinto, se
ilusiona en vano, jamás hubiera llegado a ser el Crucero General Belgrano.
En algún limbo
Frank Henderson golpea su palo de golf una y otra vez. Las pelotas se pierden
al infinito cielo. Como en el azar, son un misil sin blanco.
Reynaldo sigue
allí. En el barco, presintiendo o no lo que vendrá sin poder cambiar el
curso de las cosas.
El hombre
preferiría que nada de eso hubiera ocurrido.
Que la estación
siga siendo estación de trenes.
Que su padre no
hubiera muerto de tristeza hace 10 años.
Que a nadie se
le hubiera ocurrido poner en la estación una terminal de ómnibus y la
bautizaran con nombre de su hermano: un héroe del pueblo hundido en el Crucero
General Belgrano.
REGRESO*
El hombre de
los ojos insomnes, duerme.
Duerme mecido,
en rituales de viejas caracolas.
También duerme
el deseo.
Lo despierta la
noche y el penetrante olor a vida.
Los espejos.
Los retratos vivientes. La estremecida piel.
Ha perdido su
pasos, su insolencia.
Ah, si pudiera
volver, recordar, regresar.
Pero es de
noche y teme. Noche de terciopelo.
Acechan los
pájaros del miedo.
Teme. Teme
abrir los cerrojos.
Las ventanas
pircadas. Las clausuradas puertas.
Teme y desea.
El escozor se arrastra como felino en celo.
Es agosto y los
almendros brotan.
También germina
el fuego.
Se encienden
las cenizas.
Las azules
grutas tantas veces besadas.
El ritual del
puñal que cincela y canta.
Y teme, y desea
y excomulga las antiguas muertes.
Y regresa.
Regresa,
sabiendo que un viaje es solo eso: un regreso.
*
duele mudar
duele partir
como partirnos
como si el
espacio que dejamos
a la vez
fuera
llenándose
del tiempo que
fue nuestro.
*De Alejandra
Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
***
INVENTREN
Próximas estaciones:
SALADILLO NORTE
-Por Ferrocarril Provincial-
SAN SEBASTIÁN
-Por Ferrocarril Midland-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el
Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland
con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con
destino a La Plata.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
J.J. ALMEYRA. INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS. PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
-las estaciones por venir en el ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS.
JOSE RAMÓN SOJO. ÁLVAREZ DE TOLEDO.
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura