lunes, agosto 25, 2014

EL HORIZONTE ES UNA RED PARA ATRAPAR LA ESPERANZA EN FUGA...



*Dibujo de Erika Kuhn.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL SILENCIO DE MI MADRE*
 
 
 
a mi hermano
 
 
Mi madre era de natural, callada. “Propensa al llanto y muy hermosa”, como escribió José Pedroni. También era muy silenciosa, vigilante de los suyos y muy trabajadora.
Por lo tanto, para mí era un enigma el por qué de las ironías de mi padre sobre su condición que portaba el ser justamente lo contrario.
Y las dos cosas eran verdad, o podían ser al menos consideradas. Porque ella al reunirse con sus amigas, o mis tías, o mis propias abuelas, se transformaba. Era realmente otra mujer.
Como por arte  de magia convertía esa pequeña salita de estar en una cómoda estancia donde circulaban los cruces, los susurros y las exclamaciones de toda una información privativa  de mujeres. Quiero suponer que en ese mundo íntimo y casi secreto se canjeaban  todo tipo de discurso, lo que obviamente se les escapaba a los varones. Bordados, costuras, recetas de cocina, casamientos, noviazgos, celebraciones y en ese run-run del chisme que debe ser secreto. Tampoco faltaban los obituarios, o las recomendaciones sobre jardinería,  la quinta y la eficacia de las gallinas ponedoras.
En algún momento del año, probablemente para el invierno, cuando algunas gallinas jóvenes comenzaban con una fiebre a quedarse en unas casitas de ladrillos que mi padre había construido para las ponedoras, y luego de todo un día donde no bajaban ni a comer, venía con la noticia:
- La bataraza está clueca.
Y no era raro que la siguieran otras.
Entonces mi madre les colocaba debajo un poco más de una docena de huevos, en lo posible esos inmensos huevos de gallina de campo que le traían. No sin antes marcar con un lápiz rojo o azul, de trozo muy grueso y que ella usaba para marcar el corte de género para sus costuras. Era una precaución porque cuando la clueca bajaba a comer, no era raro que alguna subiera a su nido y pusiera un huevo, Era una manera de poder distinguirlo. Con el mismo lápiz marcaba en el almanaque: 21 días.
Cuando se acercaba la fecha, se ponía más atenta con sus cluecas que bajaban una sola vez al día, para comer y volvía a empollar sus huevos.
Y un día venía con la noticia: Ya están “picando” nos decía. Quería decir que el pollito con su piquito comenzaba a romper al huevo desde adentro. Salvo que hubiera alguno prematuro, en tres días nacían. Ella los ayudaba a romper el cascarón. Los dos o tres primeros eran envueltos en una media vieja, de lana y puestos en una canastita al lado de la cocina económica donde debían recuperarse, porque dejados con la madre constituía un peligro, ya que podía pisar y matarlos mientras cuidaba su nidada.
Al irme a la cama no era raro que oyera ese piar entre azorado y gozoso de esos pequeños pichones que  se daban calor entre sí, ayudados por la lana en la que estaban envueltos. La cocina de hierro aún mantendría por un rato largo ese calor que paulatinamente se iría adelgazando con ese sueño feliz que me arroparía más allá de las frazadas con que mi madre me había tapado con naturalidad y cariño.
No era improbable que en el cuidado de todos los animalitos domésticos yo le ayudara, ya que estos, eran por su  realidad comestible, parte importante de la pequeña economía familiar.
También recuerdo de ese tiempo su aplicación por la limpieza y en especial el lavado de la ropa. Ella insistía que el agua salada de la bomba le “cortaba el jabón”, sin entender yo para nada que significaba esa expresión. Por ello, para la ropa blanca juntaba agua de lluvia, que desaguaba desde los techos de chapas hasta un tanque de 500 litros y que ella sabiamente administraba, sobre todo para las sábanas. Y me parece estar viendo cuando ella las tendía sobre la verde gramilla que dejaba crecer para este fin en un costado de la quinta que siempre olía a pimientos. Y era un bello espectáculo como si varias cigüeñas inmensas estuvieran aposentadas bajo ese sol brillante, como dormidas bajo un sueño de fuego. Si hasta a mí me asombraba verlas tan quietas como esperando que en cualquier momento levantaran vuelo y se perfilaran cruzando el cielo de un raro  celeste como tal vez deberían tener todos los sueños.
Muchas veces he pensado qué distintos hubiera sido su vida si en lugar de soportar el sometimiento al marido, muy común en ese tiempo ella hubiera podido expresarse con toda libertad y no vivir con ese estigma de mujer.
Seguramente hubiera sido muy frecuente su sonrisa de harina como cuando se reunía con otras mujeres, libre, y lejos de la presión y el prejuicio.
 
 
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
EL HORIZONTE ES UNA RED PARA ATRAPAR LA ESPERANZA EN FUGA…
 
 
 
 
 
 
 
 
La noche de los caballos como seda*
 
 
 
A la mujer a veces se le encabritaba la mirada.
 
Era como si un río de caballos negros y sedosos la traspasara en la búsqueda del mar.
 
Un día se dejó ir desnuda, con pequeños adornos de corales rojos y negros.
 
Llegó hasta la orilla.
 
No sabía si seguir o volver a la blandura del sueño.
 
El cazador de gestos sabe el final.
 
Sea como sea que termine la historia, a la mujer nadie le quitará de los ojos el brillo de los caballos galopando su noche.
 
 
 
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL TUNEL*
 
 
 
Cuando entré en el túnel, (quizá esperaba andrómedas, efluvios, mariposas) la oscuridad me cegó. Con alivio, sin embargo, sentí la frescura y la sombra que me proporcionaron sus húmedas paredes. Afuera, el sol abrasaba la llanura desnuda y las piedras calcinadas del desierto habían lacerado amargamente mis pies descalzos. Ciegamente, tratando con desesperación de alejarme de aquel sol que con tanta fiereza había herido mis carnes, fui internándome en el túnel hasta que las fuerzas me abandonaron y caí exhausto, cerca de una minúscula corriente de agua que, resbalando por la piedra, había formado una especie de regato que fluía con rapidez hacia el interior. Imposible recordar si llegué a mojar mis doloridos pies en el agua fresca antes de quedarme profundamente dormido. Al despertar, noté con asombro que mis heridas habían cicatrizado y el agotamiento había desaparecido, al igual que la sed, pero mis ropas estaban húmedas y esto me hizo sentir algo de frío. Renovado, me incorporé, y buscando a tientas la fría pared del túnel, eché a andar en la misma dirección (creía) en que caminaba antes de mi desfallecimiento.
Cuando entré en el túnel, no me había planteado la posibilidad de tener que hallar más tarde una salida. En aquellos momentos de infinito dolor, lo único que me importaba era encontrar un pronto alivio a mis penosas quemaduras y a las cruentas llagas de mis fatigados pies. De haber podido hacerlo, hubiera cambiado un Universo por unas gotas de agua y un poco de sombra. Ahora, al despertar de mi letargo (pero ¿cuánto duró la inconsciencia? ¿Acaso soy ahora el que fui antes de llegar aquí?) las circunstancias habían cambiado. La humedad me había calado la ropa y también el pelo, por lo que el frío se presentaba como el principal enemigo.
Resultaba entonces de inaplazable urgencia encontrar la salida de aquella cueva que se hallaba sumida en la más cerrada oscuridad. Con gran lentitud, con no menor precaución, fui recorriendo el suelo rocoso, siempre tratando de no alejarme de las paredes. A causa de mi inadaptación al medio en que me veía obligado a desenvolverme, no fue tarea fácil avanzar, a consecuencia, en parte, de la densidad desconocida de aquella negrura que me envolvía.
Algún tiempo después, no obstante, mis ojos fueron acostumbrándose a las tinieblas y pude comenzar a distinguir el borroso perfil de algunas cosas.
No dejé de advertir (confuso, maravillado, esperanzado, quizá algo asustado) otras sombras que se movían a mi alrededor, en distintas direcciones, con mi misma incertidumbre. Supuse que serían otros pobres desgraciados que habían tenido, como yo, la mala fortuna de haberse extraviado en el túnel. Con tristeza, intuí que algunas de esas sombras pertenecían a gentes que había frecuentado antes, en el exterior, pero ¿cómo reconocerlos ahora, inmersos en la oscuridad? ¿cómo ser reconocido por ellos, aun cuando hubiésemos podido ser buenos camaradas?
Al principio, no pensé que pudiera tratarse de un túnel tan largo, pero el tiempo iba transcurriendo y el final no aparecía ante mis ojos, ni siquiera una insignificante señal que pudiera inducirme a concebir la menor esperanza. La sorpresa inicial fue dejando paso a un periodo de incredulidad y, más tarde, a una violenta desesperación que no admitía frenos. En aquel tiempo fantasmal, fui asombrado testigo de mis propios gritos resonando por todo el ámbito del tenebroso túnel, multiplicándose contra las paredes, perdiéndose en las bóvedas invisibles. Tampoco era infrecuente sorprenderme golpeando los negros muros de piedra fría, o simplemente apoyado en ellos, llorando con amargo rencor mi desventura. Después se apoderó de mi ánimo una testaruda impotencia que me arrastró a la concienzuda inacción. Pasé mucho tiempo sentado en medio del túnel, acurrucado en mí mismo, convocando secuencias del pasado, sintiendo cómo el frío penetraba en mis huesos, dejándome morir sin esforzarme lo más mínimo por evitar o atenuar el previsible desenlace. Hubo sombras a las que conocí en esa época de horas terribles y atormentadas, sombras con las que llegó a unirme el doloroso lazo del irreparable extravío en la oscuridad. Pero sabía que tales amistades habían de ser, por fuerza, efímeras, ya que nunca seríamos capaces de reconocernos en el exterior (si en verdad ese concepto era aún posible) y cuyos caminos, por tanto, habían de seguir siendo ajenos a mi propio caminar derrotado (pero entonces, a pesar de todo, todavía estaba convencido de poder encontrar, algún día, una salida). Vino luego un tiempo de silencio en el que pude sustraerme a la profunda depresión que me embargaba. Me vi entonces abocado a la resignación más absoluta. Y seguí caminando, sin fe, con indiferencia, en busca de alguna luz que me indicase el final del túnel, luz que, por otra parte, no esperaba hallar. En esa época, solía añorar las violentas embestidas del sol y la furia cortante de los agudos guijarros y el asfixiante calor, porque ya el frío había penetrado hasta las más hondas profundidades de mi entraña. Pensé no ser sino una de aquellas pequeñas gotas de agua que resbalaban por las paredes, produciendo a veces destellos que semejaban una rendija de luz. Entonces, todos nos lanzábamos hacia allí para descubrir que no se trataba más que de eso: agua fluyendo de las hendeduras de la roca y burlándose, una vez más, de todos nosotros y de nuestros absurdos sueños de libertad. Porque éramos muchos los que vagábamos por el túnel en busca de esa hipotética salida en la que nadie creía realmente. Algunos habían vuelto sobre sus pasos tratando de encontrar el lugar por el que habían entrado, mas todos fracasaron en el intento (o quizá no, ¿cómo saberlo?). Al cabo de un tiempo, volvían a vagar junto a los otros, tan desorientados como cada uno de nosotros. Un hombre viejo (una sombra de voz apagada y caminar lento) me dijo en una ocasión que lo más importante era, precisamente, no desorientarse, seguir siempre una misma dirección. Basándose en la tesis de que “no hay túnel que no tenga, al menos, dos extremos”, sostenía que alejándose siempre del que se utilizó para entrar, por fuerza ha de llegarse al otro. Aunque no se sabía de nadie que lo hubiese conseguido, esta máxima alentó mis pasos por un tiempo. Más tarde, decidí aplicar el conocido teorema que dice que “viajando a mayor velocidad, el tiempo de recorrido es menor” teorema en el que nadie confía en exceso y que, como puede fácilmente comprenderse, no es aplicable en absoluto a nuestra actual condición. Finalmente, cansado por el frío, desanimado por la larga soledad, comprendí que las teorías, aquí en el interior, no tienen el mismo sentido que afuera. ¿Quién puede afirmar que la longitud del túnel es fija, que no varía en función de cada individuo, del punto de entrada? ¿Cómo asegurar que existe una salida, si de todos los que
nos hallamos aquí, no hay uno solo que la haya visto? Podemos asegurar, eso sí, que hay una entrada (o muchas) o que alguna vez la hubo. Quizá ya no exista. Quizá estemos aislados para siempre del mundo exterior. Quizá no seamos sino el sueño de un neurótico. (¡Pero tiene que haber una salida! Todas las voces la niegan. Todas excepto una, la más dulce, la más adorable de todas las voces. Ella me dice que sí, que hay una salida, que acaso esté lejos, que la busquemos juntos. Pero luego, la voz se va apagando hasta convertirse en un susurro que muy pronto deja de oírse y me pregunto si no vendrá de un sueño).
Hace mucho, muchísimo tiempo que me hallo en el túnel. Las sensaciones me han abandonado. Apenas si soy capaz de sentir este frío intensísimo que siempre me acompaña. Mis pies caminan siempre en la misma dirección (aunque ¿cómo saber si esto es cierto? ¿Cómo orientarse en medio de la oscuridad, de las sombras que van y vienen, de las voces preñadas de confusión?) pero ya no sé si lo hacen con lentitud o deprisa. Mi cerebro funciona cada vez más despacio y apenas tengo reflejos. Algunas veces, pienso que si no me hubiera quedado dormido cuando entré en el túnel, si hubiera avanzado con decisión hacia el otro extremo, todo esto no hubiera llegado a suceder jamás, pero los demonios del sueño, sin duda, esperaban su oportunidad y la aprovecharon de la mejor manera, cerrando para siempre todas las entradas y privándome así de la tan necesaria libertad que mi alma reclamaba y aún reclama desde esta implacable prisión de oscuridad. Sé que hubiese podido alcanzar el otro extremo antes de anochecer, pero ahora ya todo es inútil. Un pensamiento confuso borra otro no menos incomprensible.
Debe ser la noche eterna. Paso horas enteras quieto, apoyado en alguna de las paredes, con la vista fija en el vacío, con la mente en blanco y el corazón helado, preguntándome si llegaré a formar parte del túnel, si algún día seré una de las múltiples rocas que obstaculizan el paso. Porque ya no he de salir de aquí, me atormenta, obsesiva, la idea de que pude conseguirlo en otro tiempo si realmente lo hubiese deseado. Ahora sólo queda el tiempo que no se agota, el frío que no cesa. Y la voz que acaricia…
 
 
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
El dolor es algo desconocido cada vez que aparece, especialmente si es mental o espiritual. Nunca se logra admitir.
Estamos hartos de dolor, pero cada vez que viene es una extrañeza, lo que aumenta su intensidad, porque es inaceptado, como ajeno a nosotros, aunque aparezca de una forma u otra todos los días.
 
 
*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
 
Si es verdad
 
que nacemos
 
con destinos marcados,
 
como trenes subtérraneos
 
de conciencia,
 
yo nací
 
para la melancolía.
 
Pero te tengo.
 
 
 
*De MARIANA FINOCHIETTO.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
TU BOCA*
 
 
“El primer beso no se da con la boca sino con la mirada”
TRISTAN BERNARD
 
 
 
Calla, amor. Calla y dame tu boca.
Yo te he dar mis ojos, mi mirada, mi pausa.
Es noche de conjuros y de lobisones.
El séptimo hijo cae en los abismos.
La serpiente se arrastra y el ángel cae.
En la cueva de Merlín hay sonidos extraños.
El búho se esconde y la cigarra calla.
Dame tu boca de jazmín de leche.
Tu boca andrógina en mis pechos de hembra.
Se mono. Pez azul. Ballenato
Dame el milagro de tu concavidad de fugas y corcheas.
Tan exacta. Tan certera.
Tan puntual. Como la milenaria brújula del viento.
Tu boca, ansiosamente dolorosa.
Tu boca, rumor de tallos y espumas de azucenas
Tu boca, tu boca universal.
Tu propia existencia te sostiene.
Como el aire tibio, la arena y el deshielo.
Me sostiene tu boca.
Improvisado poema de mí especie: Huerto fértil.
Y tu pulso, mi niño, ah, tu pulso.
Latido. Lirio irredento. Espurio. Casi saciado.
Duerme mi niño, duerme y calla tu boca.
Afuera. Lejos de mis brazos.
Deambula un mundo, sin promesas.
Sin promesas, un mundo.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
MADERA Y POLVO*
 
 
 
Ya no me aguanta este cuerpo,
 
viejo edificio roído.
 
-Julian Arribas-
 
 
 
El tiempo ha hecho de mí un ermitaño
 
oculto tras el áspero olor
 
de la madera y el polvo.
 
 
 
Vivo rodeado de mí
 
por todas partes.
 
Si me paro frente a la ventana
 
observo el blanco
 
refulgente de mis ojos
 
reflejarse
 
en los cristales del vecino.
 
 
 
Enciendo la radio
 
y en una vieja canción de adolescencia
 
escucho mi voz
 
y no puedo desatarme
 
el melancólico nudo
 
formado en la garganta.
 
 
 
Pego un grito, y en la alfombra cae
 
fragmentada, por la depresión,
 
la escena de ella y yo
 
tomados de las manos.
 
 
 
El tiempo, Torquemada de mi espíritu
 
me ha quemado con huellas indisolubles,
 
que en mi círculo vicioso
 
arden a razón de olvido.
 
 
 
*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
"Nacer juntos,
como debieran nacer y morir
todos los amantes"
Roberto Juarroz
 
 
 
quisiera que al mirar un pájaro
al tomar entre tus manos un grano de azúcar
al escuchar en mitad del día
el ruido convaleciente
de una locomotora me miraras
por primera vez en la vida
me miraras interrogándome
acerca del lenguaje
acerca del tiempo
quisiera que lo nombremos todo
como si hasta ahora la mujer y el hombre
hayan estado haciendo ruidos
para acercarse a las cosas
que nombres conmigo el sol
que digamos vaca perro gallina
estiércol agua
porque tenemos el duro camino
el lúcido y amoroso camino de la palabra
por delante nuestro van los caballos
y los delfines
y el pan
y la muerte
quisiera que al mirar el mar
señalaras mi boca
haciéndome parir las palabras/
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
 
“El horizonte es una red para atrapar la esperanza en fuga.”
 
 
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
 
 
 
 
 
***
 
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