*Dibujo de Erika
Kuhn.
EL SILENCIO DE
MI MADRE*
a mi hermano
Mi madre era de natural,
callada. “Propensa al llanto y muy hermosa”, como escribió José Pedroni.
También era muy silenciosa, vigilante de los suyos y muy trabajadora.
Por lo tanto, para mí era un
enigma el por qué de las ironías de mi padre sobre su condición que portaba el
ser justamente lo contrario.
Y las dos cosas eran verdad, o
podían ser al menos consideradas. Porque ella al reunirse con sus amigas, o mis
tías, o mis propias abuelas, se transformaba. Era realmente otra mujer.
Como por arte de magia
convertía esa pequeña salita de estar en una cómoda estancia donde circulaban
los cruces, los susurros y las exclamaciones de toda una información
privativa de mujeres. Quiero suponer que en ese mundo íntimo y casi
secreto se canjeaban todo tipo de discurso, lo que obviamente se les
escapaba a los varones. Bordados, costuras, recetas de cocina, casamientos,
noviazgos, celebraciones y en ese run-run del chisme que debe ser secreto.
Tampoco faltaban los obituarios, o las recomendaciones sobre jardinería,
la quinta y la eficacia de las gallinas ponedoras.
En algún momento del año,
probablemente para el invierno, cuando algunas gallinas jóvenes comenzaban con
una fiebre a quedarse en unas casitas de ladrillos que mi padre había
construido para las ponedoras, y luego de todo un día donde no bajaban ni a
comer, venía con la noticia:
- La bataraza está clueca.
Y no era raro que la siguieran
otras.
Entonces mi madre les colocaba
debajo un poco más de una docena de huevos, en lo posible esos inmensos huevos
de gallina de campo que le traían. No sin antes marcar con un lápiz rojo o
azul, de trozo muy grueso y que ella usaba para marcar el corte de género para
sus costuras. Era una precaución porque cuando la clueca bajaba a comer, no era
raro que alguna subiera a su nido y pusiera un huevo, Era una manera de poder
distinguirlo. Con el mismo lápiz marcaba en el almanaque: 21 días.
Cuando se acercaba la fecha, se
ponía más atenta con sus cluecas que bajaban una sola vez al día, para comer y
volvía a empollar sus huevos.
Y un día venía con la noticia:
Ya están “picando” nos decía. Quería decir que el pollito con su piquito
comenzaba a romper al huevo desde adentro. Salvo que hubiera alguno prematuro,
en tres días nacían. Ella los ayudaba a romper el cascarón. Los dos o tres
primeros eran envueltos en una media vieja, de lana y puestos en una canastita
al lado de la cocina económica donde debían recuperarse, porque dejados con la
madre constituía un peligro, ya que podía pisar y matarlos mientras cuidaba su
nidada.
Al irme a la cama no era raro
que oyera ese piar entre azorado y gozoso de esos pequeños pichones que
se daban calor entre sí, ayudados por la lana en la que estaban envueltos. La
cocina de hierro aún mantendría por un rato largo ese calor que paulatinamente
se iría adelgazando con ese sueño feliz que me arroparía más allá de las
frazadas con que mi madre me había tapado con naturalidad y cariño.
No era improbable que en el
cuidado de todos los animalitos domésticos yo le ayudara, ya que estos, eran
por su realidad comestible, parte importante de la pequeña economía
familiar.
También recuerdo de ese tiempo
su aplicación por la limpieza y en especial el lavado de la ropa. Ella insistía
que el agua salada de la bomba le “cortaba el jabón”, sin entender yo para nada
que significaba esa expresión. Por ello, para la ropa blanca juntaba agua de
lluvia, que desaguaba desde los techos de chapas hasta un tanque de 500 litros
y que ella sabiamente administraba, sobre todo para las sábanas. Y me parece
estar viendo cuando ella las tendía sobre la verde gramilla que dejaba crecer
para este fin en un costado de la quinta que siempre olía a pimientos. Y era un
bello espectáculo como si varias cigüeñas inmensas estuvieran aposentadas bajo
ese sol brillante, como dormidas bajo un sueño de fuego. Si hasta a mí me
asombraba verlas tan quietas como esperando que en cualquier momento levantaran
vuelo y se perfilaran cruzando el cielo de un raro celeste como tal vez
deberían tener todos los sueños.
Muchas veces he pensado qué
distintos hubiera sido su vida si en lugar de soportar el sometimiento al
marido, muy común en ese tiempo ella hubiera podido expresarse con toda
libertad y no vivir con ese estigma de mujer.
Seguramente hubiera sido muy
frecuente su sonrisa de harina como cuando se reunía con otras mujeres, libre,
y lejos de la presión y el prejuicio.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
EL HORIZONTE ES UNA RED PARA ATRAPAR LA ESPERANZA EN FUGA…
La noche de los
caballos como seda*
A la mujer a
veces se le encabritaba la mirada.
Era como si un
río de caballos negros y sedosos la traspasara en la búsqueda del mar.
Un día se dejó
ir desnuda, con pequeños adornos de corales rojos y negros.
Llegó hasta la
orilla.
No sabía si
seguir o volver a la blandura del sueño.
El cazador de
gestos sabe el final.
Sea como sea
que termine la historia, a la mujer nadie le quitará de los ojos el brillo de
los caballos galopando su noche.
EL TUNEL*
Cuando entré en
el túnel, (quizá esperaba andrómedas, efluvios, mariposas) la oscuridad me
cegó. Con alivio, sin embargo, sentí la frescura y la sombra que me
proporcionaron sus húmedas paredes. Afuera, el sol abrasaba la llanura desnuda
y las piedras calcinadas del desierto habían lacerado amargamente mis pies
descalzos. Ciegamente, tratando con desesperación de alejarme de aquel sol que
con tanta fiereza había herido mis carnes, fui internándome en el túnel hasta
que las fuerzas me abandonaron y caí exhausto, cerca de una minúscula corriente
de agua que, resbalando por la piedra, había formado una especie de regato que
fluía con rapidez hacia el interior. Imposible recordar si llegué a mojar mis
doloridos pies en el agua fresca antes de quedarme profundamente dormido. Al
despertar, noté con asombro que mis heridas habían cicatrizado y el agotamiento
había desaparecido, al igual que la sed, pero mis ropas estaban húmedas y esto
me hizo sentir algo de frío. Renovado, me incorporé, y buscando a tientas la
fría pared del túnel, eché a andar en la misma dirección (creía) en que
caminaba antes de mi desfallecimiento.
Cuando entré en
el túnel, no me había planteado la posibilidad de tener que hallar más tarde
una salida. En aquellos momentos de infinito dolor, lo único que me importaba
era encontrar un pronto alivio a mis penosas quemaduras y a las cruentas llagas
de mis fatigados pies. De haber podido hacerlo, hubiera cambiado un Universo
por unas gotas de agua y un poco de sombra. Ahora, al despertar de mi letargo
(pero ¿cuánto duró la inconsciencia? ¿Acaso soy ahora el que fui antes de
llegar aquí?) las circunstancias habían cambiado. La humedad me había calado la
ropa y también el pelo, por lo que el frío se presentaba como el principal
enemigo.
Resultaba
entonces de inaplazable urgencia encontrar la salida de aquella cueva que se
hallaba sumida en la más cerrada oscuridad. Con gran lentitud, con no menor precaución,
fui recorriendo el suelo rocoso, siempre tratando de no alejarme de las
paredes. A causa de mi inadaptación al medio en que me veía obligado a
desenvolverme, no fue tarea fácil avanzar, a consecuencia, en parte, de la
densidad desconocida de aquella negrura que me envolvía.
Algún tiempo
después, no obstante, mis ojos fueron acostumbrándose a las tinieblas y pude
comenzar a distinguir el borroso perfil de algunas cosas.
No dejé de
advertir (confuso, maravillado, esperanzado, quizá algo asustado) otras sombras
que se movían a mi alrededor, en distintas direcciones, con mi misma
incertidumbre. Supuse que serían otros pobres desgraciados que habían tenido,
como yo, la mala fortuna de haberse extraviado en el túnel. Con tristeza, intuí
que algunas de esas sombras pertenecían a gentes que había frecuentado antes,
en el exterior, pero ¿cómo reconocerlos ahora, inmersos en la oscuridad? ¿cómo
ser reconocido por ellos, aun cuando hubiésemos podido ser buenos camaradas?
Al principio,
no pensé que pudiera tratarse de un túnel tan largo, pero el tiempo iba
transcurriendo y el final no aparecía ante mis ojos, ni siquiera una
insignificante señal que pudiera inducirme a concebir la menor esperanza. La
sorpresa inicial fue dejando paso a un periodo de incredulidad y, más tarde, a
una violenta desesperación que no admitía frenos. En aquel tiempo fantasmal,
fui asombrado testigo de mis propios gritos resonando por todo el ámbito del
tenebroso túnel, multiplicándose contra las paredes, perdiéndose en las bóvedas
invisibles. Tampoco era infrecuente sorprenderme golpeando los negros muros de
piedra fría, o simplemente apoyado en ellos, llorando con amargo rencor mi
desventura. Después se apoderó de mi ánimo una testaruda impotencia que me
arrastró a la concienzuda inacción. Pasé mucho tiempo sentado en medio del
túnel, acurrucado en mí mismo, convocando secuencias del pasado, sintiendo cómo
el frío penetraba en mis huesos, dejándome morir sin esforzarme lo más mínimo
por evitar o atenuar el previsible desenlace. Hubo sombras a las que conocí en
esa época de horas terribles y atormentadas, sombras con las que llegó a unirme
el doloroso lazo del irreparable extravío en la oscuridad. Pero sabía que tales
amistades habían de ser, por fuerza, efímeras, ya que nunca seríamos capaces de
reconocernos en el exterior (si en verdad ese concepto era aún posible) y cuyos
caminos, por tanto, habían de seguir siendo ajenos a mi propio caminar
derrotado (pero entonces, a pesar de todo, todavía estaba convencido de poder
encontrar, algún día, una salida). Vino luego un tiempo de silencio en el que
pude sustraerme a la profunda depresión que me embargaba. Me vi entonces
abocado a la resignación más absoluta. Y seguí caminando, sin fe, con
indiferencia, en busca de alguna luz que me indicase el final del túnel, luz
que, por otra parte, no esperaba hallar. En esa época, solía añorar las
violentas embestidas del sol y la furia cortante de los agudos guijarros y el
asfixiante calor, porque ya el frío había penetrado hasta las más hondas
profundidades de mi entraña. Pensé no ser sino una de aquellas pequeñas gotas
de agua que resbalaban por las paredes, produciendo a veces destellos que
semejaban una rendija de luz. Entonces, todos nos lanzábamos hacia allí para
descubrir que no se trataba más que de eso: agua fluyendo de las hendeduras de
la roca y burlándose, una vez más, de todos nosotros y de nuestros absurdos
sueños de libertad. Porque éramos muchos los que vagábamos por el túnel en
busca de esa hipotética salida en la que nadie creía realmente. Algunos habían
vuelto sobre sus pasos tratando de encontrar el lugar por el que habían
entrado, mas todos fracasaron en el intento (o quizá no, ¿cómo saberlo?). Al
cabo de un tiempo, volvían a vagar junto a los otros, tan desorientados como
cada uno de nosotros. Un hombre viejo (una sombra de voz apagada y caminar
lento) me dijo en una ocasión que lo más importante era, precisamente, no
desorientarse, seguir siempre una misma dirección. Basándose en la tesis de que
“no hay túnel que no tenga, al menos, dos extremos”, sostenía que alejándose
siempre del que se utilizó para entrar, por fuerza ha de llegarse al otro.
Aunque no se sabía de nadie que lo hubiese conseguido, esta máxima alentó mis
pasos por un tiempo. Más tarde, decidí aplicar el conocido teorema que dice que
“viajando a mayor velocidad, el tiempo de recorrido es menor” teorema en el que
nadie confía en exceso y que, como puede fácilmente comprenderse, no es
aplicable en absoluto a nuestra actual condición. Finalmente, cansado por el
frío, desanimado por la larga soledad, comprendí que las teorías, aquí en el
interior, no tienen el mismo sentido que afuera. ¿Quién puede afirmar que la
longitud del túnel es fija, que no varía en función de cada individuo, del
punto de entrada? ¿Cómo asegurar que existe una salida, si de todos los que
nos hallamos
aquí, no hay uno solo que la haya visto? Podemos asegurar, eso sí, que hay una
entrada (o muchas) o que alguna vez la hubo. Quizá ya no exista. Quizá estemos
aislados para siempre del mundo exterior. Quizá no seamos sino el sueño de un
neurótico. (¡Pero tiene que haber una salida! Todas las voces la niegan. Todas
excepto una, la más dulce, la más adorable de todas las voces. Ella me dice que
sí, que hay una salida, que acaso esté lejos, que la busquemos juntos. Pero
luego, la voz se va apagando hasta convertirse en un susurro que muy pronto
deja de oírse y me pregunto si no vendrá de un sueño).
Hace mucho,
muchísimo tiempo que me hallo en el túnel. Las sensaciones me han abandonado.
Apenas si soy capaz de sentir este frío intensísimo que siempre me acompaña.
Mis pies caminan siempre en la misma dirección (aunque ¿cómo saber si esto es
cierto? ¿Cómo orientarse en medio de la oscuridad, de las sombras que van y
vienen, de las voces preñadas de confusión?) pero ya no sé si lo hacen con
lentitud o deprisa. Mi cerebro funciona cada vez más despacio y apenas tengo
reflejos. Algunas veces, pienso que si no me hubiera quedado dormido cuando
entré en el túnel, si hubiera avanzado con decisión hacia el otro extremo, todo
esto no hubiera llegado a suceder jamás, pero los demonios del sueño, sin duda,
esperaban su oportunidad y la aprovecharon de la mejor manera, cerrando para
siempre todas las entradas y privándome así de la tan necesaria libertad que mi
alma reclamaba y aún reclama desde esta implacable prisión de oscuridad. Sé que
hubiese podido alcanzar el otro extremo antes de anochecer, pero ahora ya todo
es inútil. Un pensamiento confuso borra otro no menos incomprensible.
Debe ser la
noche eterna. Paso horas enteras quieto, apoyado en alguna de las paredes, con
la vista fija en el vacío, con la mente en blanco y el corazón helado,
preguntándome si llegaré a formar parte del túnel, si algún día seré una de las
múltiples rocas que obstaculizan el paso. Porque ya no he de salir de aquí, me
atormenta, obsesiva, la idea de que pude conseguirlo en otro tiempo si
realmente lo hubiese deseado. Ahora sólo queda el tiempo que no se agota, el
frío que no cesa. Y la voz que acaricia…
*
El dolor es
algo desconocido cada vez que aparece, especialmente si es mental o espiritual.
Nunca se logra admitir.
Estamos hartos
de dolor, pero cada vez que viene es una extrañeza, lo que aumenta su
intensidad, porque es inaceptado, como ajeno a nosotros, aunque aparezca de una
forma u otra todos los días.
*
Si es verdad
que nacemos
con destinos
marcados,
como trenes
subtérraneos
de conciencia,
yo nací
para la
melancolía.
Pero te tengo.
*De MARIANA
FINOCHIETTO.
TU BOCA*
“El primer beso no se da con la boca sino con la mirada”
TRISTAN BERNARD
Calla, amor. Calla y dame tu boca.
Yo te he dar mis ojos, mi mirada, mi pausa.
Es noche de conjuros y de lobisones.
El séptimo hijo cae en los abismos.
La serpiente se arrastra y el ángel cae.
En la cueva de Merlín hay sonidos extraños.
El búho se esconde y la cigarra calla.
Dame tu boca de jazmín de leche.
Tu boca andrógina en mis pechos de hembra.
Se mono. Pez azul. Ballenato
Dame el milagro de tu concavidad de fugas y corcheas.
Tan exacta. Tan certera.
Tan puntual. Como la milenaria brújula del viento.
Tu boca, ansiosamente dolorosa.
Tu boca, rumor de tallos y espumas de azucenas
Tu boca, tu boca universal.
Tu propia existencia te sostiene.
Como el aire tibio, la arena y el deshielo.
Me sostiene tu boca.
Improvisado poema de mí especie: Huerto fértil.
Y tu pulso, mi niño, ah, tu pulso.
Latido. Lirio irredento. Espurio. Casi saciado.
Duerme mi niño, duerme y calla tu boca.
Afuera. Lejos de mis brazos.
Deambula un mundo, sin promesas.
Sin promesas, un mundo.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
MADERA Y POLVO*
Ya no me
aguanta este cuerpo,
viejo edificio
roído.
-Julian
Arribas-
El tiempo ha
hecho de mí un ermitaño
oculto tras el
áspero olor
de la madera y
el polvo.
Vivo rodeado de
mí
por todas
partes.
Si me paro
frente a la ventana
observo el
blanco
refulgente de
mis ojos
reflejarse
en los
cristales del vecino.
Enciendo la
radio
y en una vieja
canción de adolescencia
escucho mi voz
y no puedo
desatarme
el melancólico
nudo
formado en la
garganta.
Pego un grito,
y en la alfombra cae
fragmentada,
por la depresión,
la escena de
ella y yo
tomados de las
manos.
El tiempo,
Torquemada de mi espíritu
me ha quemado
con huellas indisolubles,
que en mi
círculo vicioso
arden a razón
de olvido.
*
"Nacer
juntos,
como debieran
nacer y morir
todos los
amantes"
Roberto Juarroz
quisiera que al
mirar un pájaro
al tomar entre
tus manos un grano de azúcar
al escuchar en
mitad del día
el ruido
convaleciente
de una
locomotora me miraras
por primera vez
en la vida
me miraras
interrogándome
acerca del
lenguaje
acerca del
tiempo
quisiera que lo
nombremos todo
como si hasta
ahora la mujer y el hombre
hayan estado
haciendo ruidos
para acercarse
a las cosas
que nombres
conmigo el sol
que digamos
vaca perro gallina
estiércol agua
porque tenemos
el duro camino
el lúcido y
amoroso camino de la palabra
por delante
nuestro van los caballos
y los delfines
y el pan
y la muerte
quisiera que al
mirar el mar
señalaras mi
boca
haciéndome
parir las palabras/
*
“El horizonte
es una red para atrapar la esperanza en fuga.”
***
INVENTREN
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