*Obra de Cecilia
Aguado.
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Villa Gesell.
Argentina
Barril*
Un ruido fuera
de lugar la despertó esa noche. Sus padres habían salido a la feria de San
Simón y no iban a volver hasta el día siguiente. Amada se levantó y bajó los
seis escalones que separaban su habitación de la cocina. Los escuchó discutir.
Cuando miró por la puerta entreabierta descubrió el barril de vino, que sus
padres venderían en la feria, roto.
Tenía quince
años. Ella, junto a su familia y su pueblo, intentaban continuar con sus
vidas en la medida que les fuera posible. Ellos habían tenido cierta suerte. Su
padre Rafael se encontraba enfermo cuando estalló la guerra y aún estaba en la
casa, aunque no se sabía por cuanto tiempo.
Su amiga
Carmen, en cambio, vivía sola con su abuela. Su mamá y su papá habían escapado
a zona republicana hacía un año, cuando corrieron los primeros rumores del
avance de las tropas nacionalistas en Galicia.
Caminó en
puntas de pie, se acercó para poder escuchar por qué discutían, incluso para
descubrir porque el barril, con el vino tan preciado estaba roto.
Imaginó que
entre los caminos de montaña la carreta habría avanzado con dificultad y en
algún punto se habría atravesado un animal, quizás un vuelco, una piedra
enorme. Sin ser vista, observó de cerca a sus padres, no estaban lastimados.
‒Mujer es una cuestión de humanidad
Escuchó decir a
su padre. Sus gestos delataban su preocupación, incluso tristeza. Y su madre
con voz temblorosa
‒ Vamos a tener problemas, Rafael,
acuérdate lo que te digo.
Sus padres
estaban a punto de entrar. Corrió escalera arriba. Su madre cruzó la puerta
de la cocina refunfuñando, puso la pava al fuego y se sentó en una
de las sillas que rodeaban su pequeña mesa. Su padre trataba de tranquilizarla,
la abrazaba y buscaba calmarla. Su madre lloraba. Se paró y abrazó a su marido.
La pava hervía en el fuego.
Amada se acostó
escuchando latir su corazón muy fuerte, ya no pudo dormir en toda la noche.
Aquella tarde
su padre había cargado el barril con vino en la carreta. La feria de San Simón
era, en esos días, una de las pocas oportunidades de poder ganar unos pesos más
allá de la poca comida que tenían, descontando la mayor parte que se
llevaban los patrones. Todo estaba convulsionado, nada podía
guardarse. Los nacionales habían tomado hacia un tiempo el territorio y si se
encontraban con alimentos los llevaban para la tropa. Lo que se obtenía se
consumía o se vendía. El vino no significaba demasiado dinero, pero igual era
más que valioso. Rafael llamó a su mujer, Ofelia salió secándose las
manos en el delantal que llevaba atado siempre a su cintura. Le dijo que tenían
un barril de vino, unos huevos y apenas un par de litros de leche. Era poco
pero ambos coincidieron en que irían de todas formas.
La mujer volvió
a las tareas que la tenían ocupada todo el día adentro de su pequeña casa,
mientras sus hijos y su marido trabajaban en el campo sin descanso. Limpiaba y
remendaba ropa, cocinaba, fregaba los pisos, se ocupaba de sus hijos. También
ayudaba a su marido cuando iba a la romería.
Salieron esa
noche con las pocas cosas que habían reunido, tenían que viajar toda la noche
para poder llegar cuando amaneciera. Despidieron a sus hijos. Amada estaba a
cargo por ser la mayor, tenía orden de dar de comer a sus hermanos y
acostarlos. Cenarían lo mismo que todos los días: pan negro, mojado en vino con
apenas unos granos de azúcar. Se subieron al carro y comenzaron a andar.
Recorrieron los
caminos de montaña que conocían de memoria sin decir una palabra. Últimamente
era difícil encontrar qué decir. Después de unas horas de marcha, vieron algo
que les llamó la atención. Rafael tocó el brazo de su mujer y le señaló
el bulto al costado del camino. Frenó la carreta. A unos pasos de
distancia ya podía distinguirse que se trataba de una persona, aunque no podían
ver en qué estado se encontraba. Él se arrodilló al lado del cuerpo, Ofelia se
mantuvo de pie a unos centímetros de distancia. Era un hombre boca abajo, sus
ropas estaban sucias y sus pies descalzos. Cuando Rafael lo dio vuelta se
encontró con la cara del padre de Carmen, deformado por los golpes pero aún sin
dudas era José. Habían sido vecinos toda la vida. No eran precisamente amigos,
solían discutir mucho por sus ideas políticas. Ofelia paralizada se llevó las
manos a la boca para ahogar un grito y un llanto que apenas pudo contener y se
filtró entre sus dedos. Él la miró, le dijo que no podían dejarlo ahí, ella
respondió que estaba loco si pensaba entrar al pueblo con un muerto en la carreta,
menos con un muerto republicano, eso y una sentencia de muerte eran la misma
cosa. Estaba claro, sin embargo, no iba a dejar a José tirado, a merced de los
animales, como si fuera poco menos que un perro. Eso argumentó, que hasta los
perros eran sepultados en su pueblo.
Rafael miró a
su alrededor buscando una respuesta. Dejar a José ahí no era una opción. Dio
vueltas caminando alrededor de su mujer, el muerto y la carreta. Cuando
levantó la vista se encontró con el barril de vino. Le pidió ayuda a su mujer
para bajarlo. En silencio, lo empujó al suelo tirando todo el vino que
fue absorbido en un segundo fugaz por la tierra. Ofelia miraba a su marido sin
entender, hasta que vio como él hacía rodar el barril vacío hasta el cuerpo de
José. En ese momento entendió. Rafael volvió a pedirle ayuda. Él
sabía lo que pensaba su mujer: no debían meterse. Ofelia obedeció. Como
pudieron metieron el cuerpo de José dentro del barril. Lo subieron a duras
penas a la carreta. Desanduvieron el camino.
Cuando llegaron
a la aldea, el pueblo entero dormía. Se acercaron a la parte trasera de la casa
de José y allí dejaron su cuerpo.
Volvieron a su
casa con el barril roto.
EN EL REVERSO DE LOS VATICINIOS…
GUERNICA*
“…la pintura no
está hecha para decorar las habitaciones.
Es un
instrumento de guerra ofensivo y defensivo contra el enemigo….”
Pablo Picasso
Ellos vienen de
la tierra de los triángulos.
Del hambre
flaco. De la boca vacía.
Los perros y la
sequía son una cruz de palo.
Langostas en el
techo y en el lecho alacranes.
Un toro: Blanca
cabeza y cuerpo oscuro.
Son los
excluidos de la Historia.
Expulsados del
Paraíso terrenal.
Tierra de
desapegos. Ojos en la nuca.
De muertos
tumefactos. Vivos. ¿Vivos?
Mujeres quebradas
pero no quebrantadas.
Lengua como
estilete para pelear llorando.
Niños de sangre
blanca.
Paloma y lirio.
Ala caída.
La paz se ha
transformado en cuervo.
Platos vacíos.
Mesas tristes.
No solo de pan
vive el hombre.
¿Dónde estarás,
amor?
Mi caballo, ah,
mi caballo. Ya cae.
Inocente
víctima. Lanza maldita.
Llevan a cuesta
cándidas certidumbres
Y esperan. No
saben lo que esperan. Pero esperan.
Hay que saltar
la franja. La tierra no es de nadie.
Ni el sol, ni
el agua, ni las gasas, ni la tierra.
La esperanza es
el maná y el grial.
El hombre. No.
No. Y eleva sus manos de retama.
La mujer tiene
un nidal en sus brazos de tierra.
¡! No, mi niño
no!! Llévame contigo. La casa cae.
Mi pechos
plenos, denme otro niño!
Otra, apenas
una vela trae. La noche se hace día.
Trae el fuego,
la purificación. La ventura y la espiga.
Ella es un
volcán apagado. Una brisa quieta.
La rosa de los
vientos yace quieta. Callada.
El hombre es un
hálito agitado. Un grito. Un soplido.
Y estallan como
estalla este agosto.
La hambruna no
los para. Nada ni nadie.
La vida no se
inmoviliza con cuchara de palo.
Afrodita los
cubre con su manto. Santa María, madre.
La zarza arde
pero no se consume.
Violentos
torbellinos apuñalan las cruces.
Un semental.
Una hembra. Pan. Espada y flor.
Se descalzan
reverentemente.
Pelo revuelto.
Mordidas. Revolcones.
Él la vuela tal
si fuese torcaza. Tan leve. Tan sutil.
Ella abre
ventanas. Del cielo. Todas.
Cierra,
raudamente las puertas.
(Los chacales
acechan)
Sabor a tierra.
A sal. A miel y acíbar.
La ley de
gravedad es desatino. Invento terrenal.
Levitan.
Vuelan. Suben. Bajan. Bocas. Ojo a ojo.
El remolino
enloquece la rosa de los vientos.
Bebamos del
Leteo. Lenguas. Caos. Caos.
Amor, ven.
Cierra mis ojos negros.
Cúbrelos.
Cúbrelos.
LESAKA*
Lesaka es un
nombre que me abre las puertas del alma, que me llena las manos vacías de
aromas de tiempo; un nombre de piedra y de gentes, de música y de danza
milenaria.
Hay que estar
en el pueblo antes de que comiencen las ceremonias, hay que agolparse con la
multitud blanca de pañuelos color sangre. Hay que escuchar el euskera de las
madres y de los muchachos que se aprontan para el desfile. Hay que aguardar con
la expectación de quien sabe que se desatará una tormenta.
Las callejuelas
de casas con balcones pródigos en flores serán un mar rumoroso hasta que la
orquesta ambulante rompa a sonar con alegría. En ese preciso momento, cuando
los instrumentos se hagan sonido y los muchachos avancen bailando con los
bastones engalanados, la emoción se agolpará en los ojos desprevenidos.
Y una no sabrá
muy bien qué cosa es la que punza el pecho, si la música que ya ha resonado en
este aire cuando los abuelos de los abuelos de los músicos daban pasos
infantiles, vacilantes sobre las piedras. Si las casas que están allí como
brotadas del alma de este suelo. Si lo que comprime el alma es esta gente que
vive su folklore con la participación de quien es dueño y no sólo espectador.
La procesión
que recorre las callejuelas zigzagueantes, que sube y baja por aceras en
declive es totalmente real y monolítica. Celebran sus ritos. Los suyos, los
ritos de los antepasados que en este momento son ellos mismos, y cómo, me
pregunto, cómo saber si es ahora lo que ocurre o si es el pasado que no retorna
porque jamás se ha ido.
La bandera será
descendida desde el balcón del ayuntamiento, por afuera la bajarán, como trofeo
de los soberanos que son todos los que aquí desfilan, y se la llevan porque les
pertenece. Pasearemos la bandera por el pueblo mientras la banda desfila y los
jóvenes se acaloran en un continuo avance y retroceso debajo de sus bastones
festoneados.
Una pérgola de
bastones, un arco vivo para que el pueblo llene la iglesia. Y luego a seguir el
desfile, a pasearlo al santo, y más atrás, más atrás siglos más atrás, la
bandera girará con el esfuerzo enorme de un hombre que aquietará las aguas y
alejará las plagas. La bandera por sobre la cabeza, en círculo mágico mientras
los muchachos bailan en los pretiles del puente.
No se siente
impostura, no se palpa la obligación de representar una actuación para
turistas. Lesaka baila y hace música, y se previene de los males que acechan
los sembradíos. Es Lesaka la que se hace una reverencia, se mira al espejo, se
pasea a si misma a través de la historia y las generaciones.
Lesaka es todo
eso, la música festiva, los dantzaris, el pétreo mediodía, la historia en la
línea de las manos, en un San Fermín que ya existía precediendo al
cristianismo, en un pueblo que ya estaba allí cuando los lobos, cuando los
osos, cuando el nebuloso pasado.
La santidad no
está en el sufrimiento, también en la fiesta. Lo dijo el sacerdote y estoy de
acuerdo.
Lesaka vive y
goza de excelente salud y magnífica alegría.
UN DÍA COMO OTRO
CUALQUIERA*
Como si
fuésemos niños que juegan en un jardín, conociendo y comprendiendo a los niños
por lo que son.
Crónicas
Marcianas
Ray Bradbury
El sonido del
despertador obligó al niño a desperezarse. Comenzaba el día… Tomó la leche de
la nevera. Abrió la alacena, cogió el paquete de cereales con formas de
pelotitas, llenó un plato donde derramó un poco de leche. Luego de deleitarse
con las pelotas infladas, decidió dejar el resto.
Abrió el closet
donde lo esperaban los uniformes en sus perchas. Tomó una camiseta y un jean,
podía darse el lujo de hacer novillos. Salió al portal donde lo esperaba su
bicicleta. Pedaleó hasta que el sonido de su estómago lo devolvió al hogar, a
las bandejas para microondas que le dejaban sus padres por si llegaban tarde.
Masticó mientras escuchaba el CD de cantos gregorianos, sabiendo que a su madre
le molestaría que lo hubiese tomado sin su permiso.
No saltaría el
turno de la tarde. Era bueno mantener ciertas rutinas. Demasiada libertad puede
hacer daño. Cambió el atuendo por un uniforme y caminó las cuadras que lo
separaban de la escuela. Pasó junto al busto de Atenea y cruzó la puerta.
Se sentó en el
pupitre, mirando el pizarrón, llenando una vez más el espacio que le
correspondía en el aula, vacía desde que una insólita epidemia había arrasado
con la especie humana, exceptuándolo a él, único poseedor de una misteriosa
inmunidad.
Le preocupaba
el momento en que llegara el corte de electricidad. Aunque, pensándolo bien,
quedaban las conservas, y cuando estas arribaran a su fecha de vencimiento,
habría árboles con frutos a su disposición. Incluso, si tomaba aquel arco que
había visto en la vidriera, podría vivir de la caza... Los pájaros estaban
proliferando a su gusto, ahora que no había humanos, y le había parecido ver en
el barrio a algún ciervo escapado del zoo.
Quién sabe si
hasta entrar en la tienda de armas y regalarse una escopeta de esas que sólo se
pueden tener cuando se es mayor de edad. Con muchas municiones.
Sonrió. Era
hora de recoger los libros y volver a casa, antes de que la oscuridad se
enseñoreara de las calles.
*De Marié
Rojas.
La Habana. Cuba
ACERCA DE LAS
HUELLAS*
Para encontrar
las huellas en los desfiladeros de la sombra hay que encender los párpados.
Y andar hacia
la luz multiplicada en vértigo de astillas devorantes.
En la edad no
nacida....
Para encontrar
vestigios de esas huellas hay que bucear en lo alto de la noche hasta que el
sol renazca,
hasta que se
adivine su mirada de claras insolencias entre la desnudez de las retamas y
algunos crisantemos regurgiten su polen ambarino
y el horizonte
sea un fulgor que nace más allá de los miedos.
Para encontrar
los signos de las huellas hay que hurgar entre matas y plantíos hasta que el
alba llegue, sigilosa, cuajando los panales,
la sangre de
las uvas, la templanza, las gotas de rocío aferradas al borde de las hierbas,
a la modestia
de los brotes tiernos, a las impertinentes telarañas urdiendo sus encajes en el
ramaje del verano.
Para encontrar
indicios o señales,
perfiles de
pisadas sobre las nervaduras de las piedras, las entrañas del fango, las arenas
salvajes, la piel de los helechos, la espalda de los musgos,
hay que
adiestrar los ojos, sostener el esfuerzo, defender la esperanza y hacerse
responsable de las rosas.
Y si acaso no
basta,
tal vez sea
necesario instaurar talismanes: una liturgia, un sueño, una leyenda de maderos
gastados.
Enhebrar
gargantillas de palabras, guirnaldas de piadosas margaritas, breves
escapularios donde guardar un rizo, un rostro, una plegaria,
plumas de
colibríes, huesos como reliquias,
amuletos
nacidos de la sangre, la memoria, las grietas del lenguaje.
Algún cenote,
altar, cosmogonía,
donde ofrendar
un corazón de pájaro al severo regazo de los dioses, como salvoconducto o
patrocinio.
Y aun cuando no
alcance,
transitar las
tinieblas curando las heridas de cada desengaño, repitiendo cautelas,
laberintos, preguntas encrespadas
hasta que los
silencios se desgarren como un cielo tendido en el advenimiento del relámpago.
Proseguir
caminando entre la incertidumbre y el asombro
inaugurando todos
los milagros
hasta que los
latidos de la hoguera estallen en el tiempo,
en la
estupefacción de las camelias, en el reverso de los vaticinios.
Para rastrear
las huellas
hay que
encender los párpados.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
*
las cosas
oxidadas remiten al tiempo.
el óxido es el
tiempo.
una lata de
arvejas semienterrada en un
terreno baldío
es el tiempo a punto de
desgranarse
bastaría
entonces que una mano de mujer
la tomara
la llevara a su
casa
la lavase con
ahínco
cantando una
canción cualquiera
la llevase a su
cama
le dijese
buenas noches
antes de apagar
la luz
y la lata antes
oxidada perdida anónima
sacaríase de
encima ese animal silencioso
ese óxido
tiempo
esas lluvias
que le hicieron daño.
lo mismo
exactamente lo
mismo
le ocurre al
corazón del hombre/
ENTRE LOS
VIVOS*
Las tumbas se
recortan en la niebla. Algunas, más antiguas que otras, se distinguen por el
musgo que las recubre o por el mayor o menor brillo en el bronce, donde figura
la denominación del óbito. Golpes de lluvia torrencial intercalados con
lloviznas insistentes y ráfagas de viento, hacen que el cementerio se vuelva
inhóspito, un refugio poco agradable. Es, en esos días, cuando los nombrados en
las lápidas, cobramos fuerza y corremos a guarecernos entre los vivos.
Villa Gesell
*
La piedra
sólo puede ser.
No es más
que un solo
estar
inmóvil....
Es en vano
la caricia del
viento,
el llanto de la
lluvia.
La piedra es
sólo piedra.
En su vasto
elemento
de estático
coraje,
ignora
que la espera
el destino de
las piedras.
Quebrarse,
disgregarse,
fundirse con el
viento,
llover con
otras lluvias.
*De MARIANA
FINOCHIETTO.
Coro de
sonrisas*
Y un coro de
sonrisas, satisfechas y amables,
te acogerá en
su seno (serás uno de ellos).
Será la hora de
los brindis, de la Ceremonia iniciática,
la hora de las
palabras de consuelo
y las palmadas
en la espalda,
la hora de las
alabanzas, la turbia hora
de la
comprensión y la derrota.
Ahora todos te
abrazan, te elogian, te celebran,
todos los ojos
te buscan esperando
tu gesto
definitivo.
Pero en el
horizonte la senda continúa,
hay un camino
que fluye, repta, se despeña,
se abisma en
hondonadas de misterio,
se yergue hacia
montañas invioladas,
se retuerce, se
corta, recomienza,
gira sobre sí
mismo, a veces se bifurca,
poco a poco se
estrecha, danza, asciende,
se pierde en la
distancia reclamándote.
-De La
estrecha senda inexcusable
*
seguir
mariposas azules
en silencio
seguir intactas
siempre
un vuelo
adelante
sentir
cómo el
silencio es
y alcanza.
***
INVENTREN
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SALADILLO
NORTE.
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D.
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