*Obra de Claudio Uzal. ©
Gijón.
Del otro lado
del puente*
vayamos juntos
mi amor
del otro lado
del puente
del otro lado
de las vías
vayamos juntos
mi amor
mi dulce
compañera
vayamos de la
mano
a los barrios
donde viven los
trabajadores
enseñame a
hablar con ellos
enseñame a
olvidar que yo sé quién es Kant
enseñame a
olvidar mi cultura burguesa
enseñame, mi
amor, mi compañera
a sentarme a la
mesa del filósofo trabajador
porque ya viví
tanto tiempo en la virtualidad
que se me están
estropeando los ojos
de no ver más
que lucesitas inútiles en la calle
dale
acompañame
del otro lado
del puente
escupí conmigo
desde lo alto las vías
reíte conmigo
desacartoname
quitame la ropa
que me puso la revolución textil inglesa
y ayudame a
vestir como mis hermanos
enseñame a
ensañarme con la injusticia
en cualquiera
de sus manifestaciones
necesito ser un
hombre libre
y sé que la
libertad solo se alcanza cuando se mira
ojo a ojo la
mirada del que trabaja el acero
el cuero
la piedra
el pan
la tiza
la uva
el mar
la tierra
vamos compañera
porque mi
tristeza es la tristeza del distraído
del que mira el
mundo desde una butaca
y no es vida la
vida que pasa sin que pase nada
vamos, mi amor,
mi dulce amiga, mi amante, mi compañera
vamos del otro
lado del puente
donde viven los
sabios que forjan todas las mágicas cosas
de nuestra vida
cotidiana
son ellos
quienes hacen nuestra ropa!
son ellos
quienes construyen nuestras casas!
son ellos
quienes cosechan nuestro alimento!
ellos, amor
mío, son quienes pintan verdades en las paredes de la ciudad!
enseñame a
desvestirme de todo
a aprender todo
nuevamente
de cero
quiero un mundo
nuevo de tu mano,
mi vida, mujer,
mi compañera/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
SEAMOS HEREJES, PENSEMOS POR NUESTRA CUENTA…
TEMBLORES DE
TILOS*
“A quien hemos
visto dormir ya no podremos odiar nunca”
Elías Canetti
Vida. Te evoco
en esta noche exacta.
Y no me importa
la vicisitud de las pasiones
Si la cerrazón
trae una oposición binaria.
Si esa pasión
encarroña mis hiedras, mis culebras sagradas
Se, soy parte
del terror y el horror de nuestra historia.
No obstante acecho
tus nauseas en cementerios santos.
Espero, el
preludio de tu ojo sacro.
Mi ánima vuela
por los caminos de zarzas.
Mi animal se
arrastra por las puras tinieblas.
Espero. ¿Qué
pasajeros vendrán en tu tristeza aurora?
Te veo, parado
de pié sobre mi lecho.
Y me enciendo,
me abraso, me inflamo.
-Lástima,
padre, vos solo apagabas fuegos fatuos-
Sus pechos solo
adoptaban la forma de tus manos.
-Madre, tengo
un hambre de siglos-
La tierra, el
lodo, la forma de tus ojos tiene.
-Padre, hay un
hombre con sombrero de musgo-
Dile que venga,
padre y me inunde la boca.
Que me muera…
que me viva.
Que me tiemble
la boca como hoja de tilo.
Que me deje
dormir, que me sorba…que sueñe con él.
Y que sueñe con
él y me tiemble y me duerma.
Y me duerma.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
BURBUJAS*
En el patio han
florecido burbujas de jabón. La niña sopla por el aro, y la simple magia, la
sencilla magia sin truco hace que broten perfectas, etéreas, bellas en su
transparencia sutil estas burbujas que danzan morosamente en el aire quieto.
Algunas se
perderán en la parra, otras contra las baldosas gastadas; las más, hallarán un
final de simple desaparición por exceso de sutileza.
La niña creará
perfectas burbujas mientras la mirada clara de su padre se humedece.
El hombre
sonreirá con tristeza. La niña no sabe que está creando burbujas para la
memoria. No puede saber que las burbujas están fijadas en un punto de su
infancia que también se desvanece. No quiere saber tampoco, todavía, que la
belleza es tanto más anhelada cuanto más leve, más intangible, más fugaz.
Ella hace
pompas de jabón y mira con la sonrisa completa a su padre. Todavía es niña, y
ese hombre triste puede darle un aro, un poco de jabón, y crearle un espacio de
felicidad.
Para la niña
las burbujas que desaparecen se reemplazan con el simple trámite de soplar por
el aro. Para el hombre que sonríe hacia ella, las burbujas que desaparecen son
los minutos que se llevan el mundo a cuestas, que desgastan las baldosas, que
agregan blanco a sus cabellos, que le van ahuecando el pecho.
El ha puesto un
alero a la cucha del gato, para que no lo moje la lluvia en su sueño de bigotes
temblorosos. Ha podado las parras que su padre, que ya no está, plantó en el
fondo de la casa. Guarda las herramientas que probablemente jamás vuelva nadie
a utilizar.
Le ha dado a su
hija un aro, y jabón, para recordarse que todo trabajo es para el día de hoy, y
que el mañana es inexorable. Sin saberlo, ha propiciado la aparición en su
patio trasero de la belleza fugaz, efímera y por eso mismo inapreciable de las
esferas perfectas de la infancia, de la felicidad perfecta que se puede ver,
pero no se puede tocar con las manos a riesgo de hacerla desaparecer, estallar,
desvanecerse.
Mientras tanto,
las espléndidas burbujas, perfectas burbujas de jabón reflejan por un momento,
un eterno momento suspendido, este mundo pequeño de amor en un patio trasero de
las afueras de la gran ciudad que lo desconoce.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
con mi viejo no
fuimos nunca al mar
nunca lo vi
cayendo herido de ola
ni le conocí
ojota corroída por la arena,
no abrimos
sombrilla alguna
ni destapamos
una cerveza en el crepúsculo
cuando los
azules del mar y del cielo
mezclan sus
vesículas con
la roja raíz de
la noche.
no es tristeza
es mera
descripción del estado de cosas.
porque Pochi
nunca tenía un mango
entonces el mar
era un jeroglífico
una cosa
pintada de celeste en los
mapas de
América Latina, acá quiero ir papá
le decía
apoyando la
yema del dedo en algún punto oblicuo
de la costa
atlántica, mi viejo pitaba su 43/70
y sonreía
mirando la noche, el mar era cosa de otros
de otros, viejo
loco, era de otros,
como la muerte/
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
A tu niño*
No
pierdas la magia
de niño
escondida
tras un
guiño de ojos
o una
sonrisa.
Si ya
eres adulto,
cuidado
contigo
que te
lleve dentro
para
estar consigo.
No
tengas miedo
si
aparece el niño,
dormido
en el cuarto
dejalo
salir...
Atiende
sus mañas
de chico
despierto
guardado
en un grande
que se
fue a dormir.
...........................................
-Buscá a
un adulto a quien quieras mucho, mucho, mucho...y pregúntale si tiene algo de
niño.
Descubrirás
entonces al niño despierto que hay en él.
Después
contame qué te dijo...
*De Cecilia
Collazo. psic_collazo@hotmail.com
Asunto de
palabras*
Entonces es
así, me pregunté.
Se cuenta para
espantar el fantasma de la muerte o el de ser tan pequeños y solos, en la
historia que nos precede y nos va a continuar, así sin paraíso, casi ciegos,
entre templos y ciudades perdidos y ganados. Migajas en la naturaleza que nos
aterra y nos consuela. Espejos rotos que se juntan inventando ficciones para
llegar a una verdad: verse en la mirada de los otros, un lenguaje para
abrigarnos de la nada.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
*
A los que somos
libres en cualquier sentido, a los que no nos importan los mandatos
ancestrales, de la publicidad y del capitalismo, del patriarcado o de lo que
sea, especialmente a los artistas, escritores y poetas (que jamás seremos
"normales"), no permitamos que la estrecha sociedad fundamentalista
(religiosa, del mercado o de lo venga) nos desvíe de nuestras búsquedas, nos
convierta en vulgares, normalitos, obedientes, carneros, o el adjetivo que
prefieran. Seamos herejes, pensemos por nuestra cuenta. (Y, fundamental:
dejemos pensar a otros)
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
SEGUNDA
OPORTUNIDAD*
*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
SEIS
“Wash away my sorrow, take away my pain
Your love's coming down like… Rain” (Madonna)
Your love's coming down like… Rain” (Madonna)
Las incesantes ráfagas de la
tormenta los persiguen hasta bien adentro de la espesura selvática, sacudiendo
el follaje a su paso, abatidos por hojas que les azotan la cara, ateridos de
frío por un creciente viento que no les da tregua. La marcha se vuelve cada vez
más dificultosa, esta vez por el devastador ataque de la naturaleza. Los pies
ya no les duelen, las mariposas ya no los escoltan, los pájaros ya no cantan a
su alrededor, la improvisada invención de él con las hojas de palmera ha dado
más que buenos resultados, pero su futura seguridad parece verse en peligro.
Esto parece un verdadero huracán, y sin embargo, no debe ser común
presenciarlos en esta zona del Pacífico. ¿Puede ser que tengan tan mala suerte?
Naufragar precisamente en época de tifones… Quizá, la peregrina idea de estar
siendo asolados por una mente maléfica que los somete a pruebas constantes no
resulte algo tan impensable o fuera de lugar. Pero, ¿sería posible? ¿Cómo?
A pesar del constante azote de
los elementos, ambos consideran sin consultarse que hay algo, un detalle en
toda esta escena que no es creíble. Si bien avanzan con paso calculado,
evitando ser golpeados o heridos de cualquier manera, la intensidad visual de
la tormenta no se vincula con lo que experimenta cada uno de ellos sobre su
cuerpo; como si vieran a su alrededor una ferocidad mayor de la que podrían
sentir caer sobre ellos, aletargada de alguna manera. A pesar de ello,
necesitan buscar refugio. Las sombras, de un inconcebible verde oscuro, son
cada vez mayores, y dentro de poco se quedarán sin luz natural, teniendo que
marchar a oscuras, guiándose al tacto, en el peor de los escenarios posibles,
donde el paisaje de ensueño que vislumbraran horas antes se convierta en
agónica pesadilla vegetal en un abrir y cerrar de ojos.
El se detiene un momento,
sintiendo el abrazo de ella desde atrás, buscando protección. Temblando a causa
del frío, propio de las ráfagas de viento que los acosan desde que abandonaron
la playa, abre la mochila y extrae la linterna. No es nada potente, apenas
consigue iluminar el breve paso que dan, pero les alcanza para vislumbrar unos
metros más adelante el frondoso tronco de un árbol bastante añoso, inconcebible
en este paisaje, en cuya corteza se abre una milagrosa hendidura. Al acercarse,
contemplan con alivio la profundidad del hueco, socavado por causas
desconocidas e impensables, de un tamaño acorde para que ambos ingresen allí
sin molestarse. El le entrega la linterna y extrae la manta, se cubre con ella,
dejando la cara impermeable de la tela hacia afuera, y se introduce de espaldas
en el hueco.
—¡Vamos! ¡Vení conmigo!
—exclama, tendiéndole una mano para que penetre junto a él.
Ella deja el bolso afuera, junto
al tronco, y se acurruca a su lado. El la cubre con la manta, abrazándola con
su brazo derecho, y se tapa hasta la cabeza. Muy pronto, consiguen crear un
efecto invernadero que los aísla del frío e impide que sigan temblando. Ella
enciende la linterna, pero él le advierte: —No malgastemos baterías. Tampoco
hay mucho que mirar acá.
—¿A mí no? —inquiere ella, con
una rapidez que la sorprende, contrastante con la tensión y el temor
experimentados hasta hace unos instantes en medio de la espesura.
—No hace falta que te mire con
los ojos. Puedo apreciar tu belleza de muchas maneras…
Y apoya su mano izquierda sobre
uno de los suaves pechos de ella, acariciándola al principio con ternura,
sintiendo cómo se va crispando el pezón hasta endurecerse, al tiempo que ella
suspira hondamente, ahogando un gemido al llevar su mano libre, la derecha,
hacia la entrepierna de él, masajeándolo por encima de la ropa. El le busca la
boca, que ella ya tiene entreabierta, queriendo conquistar un beso que no se le
resiste en absoluto. Sus labios y lenguas se entrelazan con tal naturalidad que
parecieran haberse besado así toda la vida, aunque sin caer jamás en la rutina.
Una vida de pasión sostenida, de eterno romance sin pesares cotidianos, de
aventuras amorosas sin límite ni final, donde los enamorados se consideren
invencibles, eternos, inmortales. ¿Sería posible un paraíso como ése?
El calor bajo la manta los
ahoga, al tiempo que comienzan a escuchar unos truenos ensordecedores, seguidos
del creciente rumor de la lluvia. Gotas que caen con intensidad creciente hasta
empapar la cara exterior de la manta, que los protege con eficacia. El rugido
del azote del follaje parece haberse diluido en la catarata de agua que cae
sobre la selva, alejando al viento para inundar la escena con intenso aroma a
tierra mojada. Y más truenos, sacudiendo el paisaje, estremeciéndolos ante cada
descarga.
Sólo que semejante despliegue
natural es percibido a medias, apenas por los tenues resplandores de los
relámpagos que se filtran a través de la parte superior de la manta, ambos
entusiasmados ante la mutua excitación. Ella siente que se asfixia, con el
sudor corriéndole lascivo y cosquilleante por todo el cuerpo.
—Necesito sacarme este maldito
saco —protesta, intentando moverse en un espacio tan reducido para desplazar
sus brazos y hombros, a fin de quitarse la prenda.
El la ayuda como puede, hasta
que finalmente le quita no sólo el saco sino también el vestido, que cae entre
sus piernas al desprenderse accidentalmente el broche del cuello. Ella tira con
vigor hacia sí del borde de la camisa de él, a la altura del pecho, haciendo
saltar los tres botones que tenía prendidos, y se las ingenia para liberar la
mano que tenía apresada detrás de la espalda de él, jadeando incesante, para
manotear el cinturón del pantalón, desprender el botón, bajarle la bragueta y
comenzar a masturbar ese pene henchido y dispuesto a todo. Ambos gimen ansiosos,
deseantes, hiperventilados… No existe lugar físico para desplazarse y subirse
uno sobre el otro, o incluso para ponerse frente a frente. Les basta con
alcanzarse, tocarse, acariciarse, frotarse, y excitarse como no lo han hecho en
años. ¿Cómo…??? ¿No acaban de conocerse esta mañana???
El mantiene en alto el brazo
derecho, sosteniendo el borde de la manta, evitando que la tormenta los
alcance, mientras palpa con su mano izquierda en la oscuridad, recorriendo ese
cuerpo cálido y hermoso, hallando el terso valle del ombligo, deslizando los
dedos por entre la bombacha, buscando esa hendidura tan excitante, causante de
los más secretos e inconfesos placeres. Mientras ella continúa desplazando su
mano arriba y abajo, solidificando aún más su pene, él encuentra el clítoris de
ella e ingresa con su dedo mayor dentro del canal vaginal, buscando esa rugosa
cara interior que tanto placer despliega en la intimidad femenina. Ella gime,
sacudida por la pasión, buscándole la boca, ahogándose con sus besos y su
lengua, olvidando por completo dónde se encuentran y quién se halla encerrado
allí consigo.
[Cambio de lente, imágenes
borrosas. Un foco errático que lo distorsiona todo. Pérdida de noción de tiempo
y espacio. La sensación de haber experimentado antes una situación similar. La
cruel extrañeza de sentirse viviendo en dos lugares, …en dos cuerpos a la vez,
…con dos miradas diferentes]
Los gemidos aumentan, al compás
de la intensidad de la tormenta. Ella se siente húmeda en cada uno de sus
rincones, y no precisamente a causa de la lluvia o la condensación de un
espacio tan cerrado. El ahoga los gemidos de ella con sus besos, inundándola
con su lengua, respirando el mismo aliento, mientras le desgarra la bombacha de
un manotazo, excitándose al límite. Entonces él, más allá de cualquier
resistencia, vibra con una electrizante sacudida orgásmica y se derrama,
abrazándose a ella, jadeante, sin dejar de sostener la manta ni excitarla con
su mano. Recupera el aliento como puede, el corazón latiéndole desacompasado, y
le introduce tres dedos, desplazándose lento al principio hasta tanto ella se
dilata, para luego imprimirle mayor vigor, oprimiendo decidido ese misterioso
punto G, haciéndola aullar por encima del estampido de los truenos.
—¡Así, así, no parés!!!!!
Hasta que ella también alcanza
el clímax, aferrándose a él, con grititos entrecortados, temblando de pies a
cabeza con su propia sacudida orgásmica, recostándose lentamente contra el
tronco y atrayéndolo en el abrazo mientras se relaja de a poco. Exhaustos,
hiperventilados, sudorosos, con un mareo hipnótico, se dejan llevar por el
movimiento, resbalando por el borde de la hendidura en el tronco hasta que
ambos pierden el equilibrio, cayendo hacia el exterior, aterrizando sobre un
enorme charco de hojas tropicales y de lluvia. La carcajada, aunque agotados
por el esfuerzo, los envuelve en la misma espontánea complicidad, divertidos
ante la sorpresa.
—¡Para vos, que hace rato
querías bañarte!!! —exclama él, intentando recuperar el control de la posición
del cuerpo a fin de alzarse sobre ambos brazos.
Ella no deja de reír, bañada por
la lluvia que la empapa por completo, feliz como no se siente desde hace mucho
tiempo. Distendida, satisfecha, deseosa de jugar… Se sienta sobre la
manta caída, quitándose los restos de la bombacha, y se acaricia el cuerpo, los
hombros, los pechos, el abdomen, removiendo todo rastro de arena y de sal.
El se incorpora, desnudándose, y
abre los brazos hacia la lluvia de la noche. Aterido de frío, violento
contraste respecto del calor reinante dentro del hueco del árbol, se pasa las
manos por la cabeza, disfrutando de esta inusual ducha natural, inequívocamente
de agua dulce. Ella contempla la sombra de él, recortada contra el follaje,
apenas estallada en un fogonazo al caer de los relámpagos, y la imagen la
cautiva. Su macho semental… Su compañero de aventuras… ¿Su alma gemela?...
¿Cuánto hace que nadie la hace gozar así?
Los refucilos se van apagando,
mientras la lluvia continúa, quizá comenzando a amainar. Ella le tiende una
mano en la oscuridad, él la ayuda a incorporarse, y juntos se acarician los
cuerpos, bañándose mutuamente, juguetones. Las quemaduras del sol aún les arden
sobre la piel, generándoles picazón. Vuelven a recoger la manta, ahora mojada,
y se envuelven con ella, desnudos, para regresar al interior del árbol,
tiritando, buscando el mutuo calor, aunque les resulte imposible acostarse,
pero sí mantenerse levemente reclinados contra la corteza interior.
—¿Estás bien? —murmura él,
acariciándole el cabello.
—Perfectamente —responde ella,
con un beso.
El frío se aleja gradualmente,
con un abrazo muy, muy tierno, que los adormece y transporta hacia otros
momentos y lugares…
[Nueva dispersión sensorial.
Vértigo creciente, relajación corporal. La cruel extrañeza de sentirse viviendo
en dos lugares, …en dos cuerpos a la vez, …pero con una misma mirada]
…¿Una cabaña de madera, a
orillas de un lago patagónico, en una reserva natural protegida, abrazados
sobre una alfombra de piel al calor de una estufa de leña, luego de cenar
truchas ahumadas con papas asadas y cabernet sauvignon, mientras él le lee
poemas de Mario Benedetti y Eduardo Galeano?... ¿Un paseo por Puerto Madero,
una noche de verano, cercanos al Puente de la Mujer, contemplando el errático
reflejo de las luces sobre la corriente del muelle, caminando lado a lado,
degustando un exquisito cucurucho helado?... ¿Un cálido jacuzzi, repleto de
sales y espuma, rodeado de velas perfumadas, en la semi penumbra de un elegante
cuarto de hotel, mientras cantan a dúo baladas en inglés?... ¿O el balcón de un
piso doce frente al Jardín Botánico de Palermo, admirando azorados una tormenta
que se abate feroz sobre Buenos Aires, atropellando rascacielos desde una
insondable neblina negra proveniente del Río de la Plata?... ¿Por qué se
imaginan, o recuerdan, en situaciones compartidas??? ¿Acaso se trata de
recuerdos vividos, pertenecientes a una improbable vida en común, o de escenas
fantaseadas entre ambos, sin hablarse siquiera, generadas por sus mentes a un
mismo tiempo, imbuidos por la alteración sensorial que les provocase el
reciente éxtasis sexual???
La confusión es creciente; el
agotamiento, mayor. Ambos ingresan en un inevitable sopor, embriagados por la
mutua calidez, inundados el uno por el aroma del otro, logrando una intimidad
que los protege de cualquier amenaza que pudiese dañarlos, ajenos al entorno,
cayendo en un sueño pesado y reparador.
(Continuará…)
***
http://inventren.blogspot.com/
De las
conversaciones en los trenes*
(De la estación La Rica)
*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
"Todo lo que ocurre, ocurre
en un tren", dijo alguna vez un poeta menor. Uno de esos poetas que el
tiempo olvida como se olvida todo.
Probablemente se refería a que
en el fondo la vida es un tren, con su eterno ambular, sus breves paradas, su
rutina de vías y estaciones y rostros que nunca son el mismo rostro pero que
interminablemente se parecen. Aunque eso –lo que quiso insinuar- nunca lo
sabremos, porque como poeta menor ni siquiera el nombre conocemos, y así sería
francamente difícil preguntarle, al menos hasta que las sombras del tiempo nos
igualen a todos, momento en que ya no serán necesarias las respuestas. Y no nos
engañemos: Como poeta, se expresaría con palabras enigmáticas y evasivas
y nos remitiría al texto citado. “Una frase significa lo que dice esa frase”,
esto lo dijo otro, pero es aplicable en cualquier caso cuando no queda más
remedio. El encogimiento de hombros es una técnica alternativa y, con
frecuencia, más eficaz.
Pero, como siempre, me voy por
las ramas. Esto sucedió en un tren. Decir que ese tren se dirigía hacia La Rica
tal vez sería aventurarse demasiado, porque no me paré a considerar el destino.
Sólo precisaba movimiento. Irme de allí (allí, otra inconsecuencia), alejarme
lo antes posible, hacia cualquier parte… Huir, en definitiva. ¿De qué huía?
Esto tampoco lo sabremos. Para la historia que narro carece de relevancia.
Así pues, viajaba en tren, tal
vez hacia La Rica, tal vez hacia otro lugar, pero el traqueteo era la prueba
contundente del viaje y la única realidad que me importaba. En el vagón no
había más de cuatro o cinco personas, cuyos rostros me eran desconocidos. Desde
que leí la novela “Extraños en un tren” de Patricia Highsmith, siempre me da
por pensar en esas insólitas conversaciones que tienen lugar en los trenes. Uno
se sienta junto a un desconocido, saluda, hace alguna tópica observación sobre
el clima y de repente la cosa empieza a complicarse y sobreviene la hora de las
confidencias inverosímiles… Porque no me negarán que ponerse a hablar de cosas
íntimas con un desconocido y, a veces, en un viaje nocturno, resulta algo extravagante.
Pero sucede. Y con más frecuencia de lo que piensan quienes rara vez viajan en
trenes de largo recorrido.
Dos filas más adelante, yacía un
hombre despatarrado en su asiento. Seguramente dormía, pero lo cierto es que
parecía muerto. “¿No lo estamos todos?”, me pareció escuchar. Me sobresalté.
Miré alrededor pero nadie más parecía haber oído esas palabras, así que las
juzgué producto de mi amodorramiento. ¿No estamos qué? -me pregunté- ¿Dormidos
o muertos? Una mujer, un poco más allá, apoyaba el lado izquierdo de su cara en
el asiento mirando hacia afuera. Quizá dormitaba, quizá contemplaba el paisaje,
si es que podemos llamar paisaje a aquello que sólo dura un instante en nuestro
campo visual.
No me era posible ver a los
otros viajeros. Sólo una pierna estirada en el pasillo, un sombrero asomando,
una mano apoyada en un reposabrazos… vagas señales de la presencia de
alguien, pero al mismo tiempo, indicios de su invisibilidad. Como de costumbre,
me puse a divagar. El objeto, claro, no podía ser otro que la mujer
presuntamente adormecida. En otra vida, tal vez, me hubiese levantado del
asiento, hubiese caminado esos pocos pasos que nos separaban y le hubiera
pedido permiso para sentarme frente a ella, iniciando poco más tarde una
conversación trivial que nos condujese hacia otra cosa. Pero no hice nada de
eso. Sencillamente imaginé cómo podría haber sido esa conversación.
Me parece innecesario señalar
que no era la primera vez que hacía esto. Quienes vivimos en permanente
movimiento, padecemos cierta timidez y no confiamos en exceso en el género
humano, tendemos a practicar este tipo de juegos, u otros menos inocuos.
Normalmente, todo empieza con las presentaciones, unos pocos detalles
personales (lugar de nacimiento, profesión, estado civil… esas cosas) y después
se elige un tema al azar, que invariablemente conduce a otros hasta llegar el
momento que antes mencioné: el de la confidencia. Exactamente igual que si todo
fuese real. Sólo que no lo es. Y por lo tanto, en estas conversaciones
simuladas pueden deslizarse detalles cursis o atroces. Nadie nos juzgará por
ello.
En esta ocasión, sin embargo, el
asunto se descontroló desde el primer momento. Su nombre no quedó claro, fue
imposible averiguar a qué se dedicaba y su acento me resultó del todo indescifrable.
No parecía extranjera, pero su forma de pronunciar delataba el aprendizaje
tardío del idioma. Puesto que todo esto formaba parte de mi fantasía, decidí
modificarla. No pude. Una fuerza que me era imposible controlar guiaba los
acontecimientos imaginarios. Me sentí perplejo ante lo inexplicable. Pero lejos
de abandonar el juego, mi naturaleza lúdica me impulsó a adentrarme en él,
dispuesto a comprender y asimilar las nuevas normas.
Así, traté de llevar la
conversación hacia el terreno que me convenía, pero cada uno de mis intentos
fracasaba y terminábamos hablando de lo que ella quería. Busqué la calidez de
la charla a media voz, esperando que me hiciese confidencias; vano empeño: fui
yo quien desnudó por completo su alma ante la desconocida. No importaba, sabía
que no importaba porque en el fondo todo sucedía solamente dentro de mi cabeza,
mas una sensación de derrota se fue asentando en mi ánimo. Sí, eso era lo que
parecía estar sucediendo dentro de mí: una batalla que nunca podría ganar.
Insistí, una y otra vez me propuse cambiar el signo de la ilusoria
confrontación. Sin embargo, nada cambió. Era como si yo transitase un camino
entre montañas (ésa fue la imagen que evoqué) y en cada bifurcación escogiese
ir hacia la derecha pero en cambio tomase siempre el camino de la izquierda.
Frustrante y excitante a la vez. Al menos si se es jugador. Cuando el tren se
detuvo, no sé ya si en la estación La Rica o en cualquier otro lugar, me sentía
exhausto y avergonzado, aunque no hubiera sabido explicar el motivo de tal
estado.
Al detenernos, la desconocida
pareció regresar de un viaje muy largo; otro viaje, no el que había hecho en
tren, sino uno mucho más vasto y complejo. Levantó el rostro y paseó la vista
lentamente alrededor, como buscando por el vagón. Hasta que sus ojos toparon
con los míos. Entonces me miró fijamente y una sonrisa irónica surgió en sus
labios. Después, como si nada hubiera pasado, se dirigió a la puerta y bajó del
tren. Aún pude verla alejándose por el andén. Yo me quedé allí sentado, como
vacío. No sé cuánto tiempo. En cierto modo, creo que podría decirse que aún
estoy allí, en ese vagón de tren, detenido en el tiempo y encerrado en algo que
no sabría definir y que en el fondo, ahora, ya no importa.
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
Próxima estación para escribir:
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