*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell.
Argentina
Los felices días
del bombardeo*
*De Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Al principio
había sido una sensación azul en los ojos, un pellizco en los nervios seguido
de un estremecimiento en las paredes del túnel. Las náuseas volvían con
la necesidad de escuchar alguna sirena y él trataba de reconstruir una voz
suelta que recorriera el túnel como un perro meticuloso, testarudo, entrenado
para seguir durante años el rastro de un cadáver. Al cerrar los ojos
imaginó su soledad como un viejo de uñas afiladas, como fragmentos de sombra
tan volátiles que parecían jirones de ceniza flotando en el techo,
buscando ganar consistencia para llenar la forma de un fantasma que perduraba
minutos, horas, en la silla y que fumaba (en las horas que suponía era de
noche) hasta toser, expulsar un poco de neblina y recitar que bajo tierra el
mundo era más preciso, el letargo que lo invadía por el aire enrarecido
permitía pensar mejor las cosas. “Pensar” repitió mientras volvía a escuchar el
bombardeo y sentía necesidad de frío, de calor, alguna señal de vida que estableciera
un punto de referencia para seguir investigando, para no rendirse. Una
vez, al regreso de una excursión en busca de comida, creyó oír un carcajada
seguida de un reproche: “No intentes subir, allá arriba no hay nada que ver,
siempre es invierno” y justo al terminar la palabra se concentraba en la nariz
un olor a cerrado, el tiempo que se detenía a escasos centímetros de su boca y
que después ascendía para estrellarse en la mente, en las órbitas de los
ojos. Se pasaba la mano por la quijada, trataba de sorprender figuras
humanas en las paredes. Pensó en el año: ¿2030? ¿2035? En realidad no
importaba porque con la cifra sólo tenía vislumbres de un vago exterminio,
quizá de una guerra que lo había olvidado y que con los años se había ignorado
a sí misma, sus planes, mapas, objetivos, hasta reducirse a un golpeteo
monótono, el toque marcial de un tambor que semejaba el latido de un hombre,
los pasos de un gigante recorriendo un campo infinito que contribuía a
mantenerlo vivo, sosegar su respiración hasta sincronizarla con la caída de las
bombas.
II
Cuando cerraba
los ojos también estaba dentro del túnel, un túnel un poco distinto, más
húmedo, con esporádicas franjas de luz que lo recorrían como la frontera de un
vientre materno; un espacio que lo mantenía cautivo, rodeado de oscuridad, que
le jugaba bromas, le tendía señuelos como algún destello, la torpe imagen de
una cara que lo dejaba embobado aunque la ilusión no perduraba y de pronto se
sorprendía hablando, contándose su historia para recordarla, fabricar un
instrumento mental que le permitiera revisar un instante, mirarlo en cámara
lenta, bajo distintas perspectivas, como si examinara una joya en busca de
algún defecto, un error cuya ausencia le obligara a examinar otro momento,
hilarlo en silencio al anterior para poder comenzar de nuevo, esta vez con
todos los detalles: “Vísperas del año nuevo. Estamos varados en un vagón
atestado del metro. Hace calor, una mujer se abanica el rostro y me
mira. Es mediodía y la luz en el andén se interrumpe, los tubos luminosos
parpadean, hacen intermitentes nuestros cuerpos. Alguien supone un
suicida en las vías. Una voz hace notar el creciente bamboleo, el temblor
en el piso. A mi derecha un niño mira a su madre: sus ojos se encuentran,
se dicen que será cuestión de segundos. El murmullo en el andén parece el
aleteo asustado de un pájaro. Ocurre la primera explosión. Algunos
corren, otros se limitan a observar los pedazos de cemento, piedras que caen en
avalancha sobre las vías. Me mantengo en el vagón, decidido a morirme
ahí, en espera del golpe definitivo en mi cráneo. Algunos mueren al
instante, otros –cercanos al punto de impacto- se arrastran entre los
escombros. Nadie mira a su alrededor con un gesto de tranquilidad.
Nadie tiene lucidez en los momentos finales y por eso huyen, gritan, se
pisotean, como si la propiedad de la muerte estribara no en el vacío sino en la
locura; no en la parálisis, ni en el adormecimiento, sino en la rabiosa
contemplación de un espejo. Trato de ir a la trinchera principal, ser blanco de
los fragmentos que caen, quemarme con la brecha humeante que divide las vías,
pero el ataque sufre una interrupción y en el desconcierto apenas logro
percatarme de que ya no hay gritos, sólo el persistente olor a carne quemada que
dificulta la respiración. Hago un inventario de mi cuerpo. Toco mis
piernas, palpo mi estómago, recorro con los dedos mis costillas. Mientras
me examino el aire antes pegajoso se vuelve más ligero, tal vez el preludio de
una reconciliación, la tregua con un dolor que no siento, con la caída libre
que se detiene a escasos centímetros del suelo y que me inmoviliza, me obliga a
girar el cuello para que observe al otro lado de la ventana a la bomba en
estado puro, no un cohete en forma puntiaguda, sino una esfera blanca que
detiene el tiempo, lo convierte en un estanque en calma que reorganiza el
mundo, le otorga alguna cualidad que no logro descubrir antes de la destrucción
final. La esfera se estremece antes de perder su forma circular y
extiende sus límites hasta volverse un manto espeso que colapsa metal, huesos,
entrañas. El vagón es un barco hundiéndose lentamente, haciendo agua por
la popa. Un destello perdura hasta que el vagón se transforma en una
pecera luminosa. Resplandezco a medida que recorro el pasillo.
Puedo ver como la luz ejerce su peso en la ventana. Un cuerpo inmenso y
blando fractura el vidrio, lo trabaja con la obsesión de un orfebre hasta
convertirlo en polvo brillante. Sobrantes de luz trepan por mi cuerpo:
insectos blancos buscan las yemas de mis dedos no para incendiarlos sino para
volverlos blancos, contaminarme para condenar mi vida y al mismo tiempo
separarme de los muertos que yacen a mi pies, reconstruirme en el espacio que
me ofrece la luz antes de hundirme para siempre en el túnel, antes de que mi
mano se levante no con un gesto de amenaza, sino con la intención de dibujar en
el aire la forma primordial de la bomba, su voz; la entonación que le da cuando
dice que para mi no habrá muerte.
Al llegar a la
última palabra suspiró con tranquilidad. Se pasó la lengua por los labios
en un intento por decir más, añadir un epílogo afortunado a la historia.
Intentó abrir los ojos de una forma distinta, despegó los párpados poco a poco,
como si se preparara para dar la bienvenida a una realidad diferente, quizás
observar el inventario de un mundo nuevo, el vestigio de una ciudad enterrada
que hasta entonces le había negado sus favores. Abiertos los ojos
comprobó la banalidad de su esperanza Ante él seguía el túnel, la grieta
en el piso, muy parecida al cadáver de un gato. Pensó en anuncios neón,
un color en el que pudiera concentrarse para dar un nuevo impulso a la
soledad. La silla estaba vacía aunque el viejo imaginario -la línea
chueca de su espalda- parecía perdurar en la penumbra como un objeto olvidado,
carente de autor y de memoria. Alzó la vista al techo. Las sirenas
no llegaban. Sólo pudo extender las manos en el piso, sentir el corazón
pulsante, atropellado, buscando la sincronía con las bombas que regresaban
puntuales para darle una absurda seguridad, una íntima medición del tiempo
III
“Sueño de nuevo
con las bombas, bombas como copos de nieve, bombas que caen como lluvia lenta,
más ocupada en perturbar con el sonido que con la intensidad del daño. ¿Qué
pueden romper, volar en pedazos, si con los años, con la mera persistencia han
demolido cualquier vestigio de construcción? ¿Qué pueden hacer en la superficie
sino volver más fina la arena rojiza, el recuerdo volátil de tantos cuerpos?”
Terminó de escribir. Sonrió. La idea de la arena rojiza le pareció
ridícula y tachó el renglón completo. Apoyó la pluma en la hoja maltrecha
y trató de escribir un nuevo diagnóstico, pero se dio cuenta que pensar era
internarse irremediablemente en una cámara oscura, entrar al terreno de las
palabras sueltas cuyos significados se resistían, cambiaban para inventar un
lenguaje al cual no tenía acceso. Aventó la pluma. La mente la
sentía retorcida, a ratos hormigueante por el escaso alimento que encontraba a
medida que recorría el túnel. Su experiencia reciente era la de un nómada
que recolectaba latas de refresco, fragmentos de galletas, bolsas de papas
fritas. Comenzó a olvidar algunos datos de su vida pasada: su número
telefónico, la dirección de su casa. Temeroso de olvidar la fecha en que
abordó el metro la grababa en las paredes del túnel. El olvido lo llevaba
al desamparo, sin embargo, pronto comenzó a asumir cierta noción de orgullo, el
natural prodigio de sentirse el único hombre, porque habían caído durante tanto
tiempo las bombas que arriba no había vida, sólo un páramo consumido por el
fuego, cubierto por una espesa ceniza. Sin testigos, sin una memoria que
ordenara el mundo, el pasado se detenía de forma indefinida en la superficie,
como una mancha que mantenía inmóvil el tiempo. Alzaba las manos como si
quisiera tocar el pantano en que se había convertido el mundo. Alzaba las
manos como si ayudara a intensificar el bombardeo, a volverlo un mar vasto,
pródigo en aceite, radioactividad acumulada. Entonces disminuyó sus
avances en el túnel, dándose tiempo para reconocer sus propiedades, las
maravillas que dejaba la muerte. Protegido, asimilado a la tierra, sentía
por fin su propiedad del futuro real, el destino de la vida y de la memoria
reciente que oscilaba entre la lucidez y un intenso desvarío que le hacía
avanzar a tientas en el túnel, como un animal ciego, dando tumbos,
confundiéndose repetidas veces de camino. Una noche, después de una
jornada especialmente fatigosa, soñó el sueño del único hombre y cuando despertó
tuvo miedo porque su originalidad lo volvía frágil, demasiado humano.
Prevenido, comenzó a grabar su nombre, quizá para asegurarse su posteridad,
para morir con la dignidad de un dios novato que nunca entendió su papel ni su
herencia y cuya potestad apenas servía para retener algunos visos de locura,
los laureles de la fiebre que lo coronaban por horas llevándolo a
descubrimientos imaginarios en el túnel, a nombrar continentes entre la
podredumbre, escalar pilas de cadáveres para otear con desdén el horizonte.
Terminada la grandeza, con el hambre royéndole el estómago, disminuyó de forma
sensible su metabolismo; el pensamiento se alentó hasta sólo registrar el
tañido del corazón o el pulsar de las bombas relacionado con el progreso de la
luz en las paredes. Utilizó su letargo para fabricar una especie de
arrullo, una melodía desconocida que fijaba la voz a su existencia y que le
permitía alcanzar una inesperada sabiduría que le motivaba a hablar de nuevo, a
entregarse a su historia, repetirla una vez más con una entonación que le
permitiera sentirse ajeno. Habló entonces con la voz de otro hombre, un
alquimista que sugería una forma distinta de articular la memoria, echar en
reversa el transcurrir de ese día como si cambiara de improviso la ruta del agua:
retuvo el boleto, empujó con la espalda el pasamanos y caminó hacia atrás en el
andén. En el camino a casa borró el pensamiento inútil que le provocó un
insecto, deshizo algún gesto en medio de la multitud que esperaba cruzar la
calle. Pronto estuvo en su casa, sintiendo una somnolencia anticipada,
buscando con el cuerpo el contacto con las sábanas para dormir y despertar
nuevo, dispuesto a abordar el mismo vagón repleto, rodeado por las mismas
personas que lo miraban en silencio, expectantes, dándole la oportunidad para
que esta vez pudiera encontrar la variación, el detalle que hiciera la
diferencia.
IV
Un día el
bombardeo perdió fuerza hasta cesar por completo. La monotonía fue
sustituida por el vacío y el silencio que ocupaba el túnel le pareció el de una
calle blanqueada por el polvo. Al principio, incapaz de conformarse con
la ausencia de un sonido al que estaba habituado, intentó remedar los golpes
lanzando rocas, pateando escombros, poniendo la mano cerca del corazón para
recobrar la antigua sincronía. ¿Qué había pasado? ¿Por qué la luz
filtrada por los resquicios del techo no recorría las paredes sino permanecía
intacta, como un insecto aturdido en medio de las vías? Juntó sus
provisiones, un poco de agua y fue al encuentro de la luz. Había hecho
algunos preparativos en su último refugio y, mientras seguía la ruta obcecado,
tentados los labios por alguna canción de fuga, quiso creer que iba a ser
sustituido por otro, alguien que repetía por inercia su itinerario y que en
poco tiempo estaría husmeando en el mismo trecho del túnel. Pensó con
amor, casi con desesperación, en un rostro indefinido, en un hombre o mujer más
aptos para gobernar aquella oscuridad; alguien destinado a la tarea ruinosa,
tal vez infinita, de nombrar sombras, dar orden a aquella revuelta de islas y
continentes. La luz dejó su inmovilidad y comenzó a ascender por una de
las paredes, al principio segura, después un poco indecisa, como si tuviera que
ajustar algún trazo a su recorrido. Caminó un día entero hasta notar que
el haz de luz ascendía. Cerró los ojos, como si recibiera en pleno rostro
una lluvia de hojas: las venas en sus brazos era como ríos. En su último
refugio había dejado una carta, el testamento de un dios arrepentido,
derrotado:
“Después de
numerosas reflexiones, he llegado a concluir que salir del túnel es posible, en
realidad es tan fácil que eso mismo impide su salida. Piensa en una
frontera invisible, una cerca hecha de un olor que a pesar de ser imperceptible
te obliga a detenerte. No olvides el bombardeo, la cuenta atrás con los
dedos hasta que, sin darte cuenta, comiences a contar latidos, espirales de
pasos. Mueves un pie, luego otro, cada vez más arriba y así formas
escalones en el aire que te elevan hasta mirar el cielo manchado de rojo y te
sientes con la consistencia de un demiurgo, de un Adán liberado de la
servidumbre, que pasa sus días haciendo malabares con las bombas. Es tan
sencillo como si estuvieras en una historia de ciencia ficción, en una película
donde combates con diablos caídos del cielo, acertijos que se desgranan y que
parecen una insólita reunión de insectos. Después de la batalla siempre
podrás apartar nubes y a pesar de no destruir por completo al enemigo tendrás
ánimo para bajar a tu refugio y preparar una próxima escaramuza.
Sólo ocúpate de pensar, dibujar parábolas perfectas, líneas punteadas que
parecen inofensivas pero que en realidad reproducen la trayectoria probable de
las bombas. Imagina las explosiones, piensa en ellas como espectáculos de
luz, murmura palabras como ¡pum! y ¡pas! y el sonido en tu boca las obliga a
obedecer, explotar donde les indiques. No duermas, dedica tu insomnio
como si ofrecieras una oración a la humanidad y así el exterminio será menos
vulgar, más preciso: cae una bomba, 100 personas; cae otra, l50.
Piensa en esa constelación de muertos, en sus brazos blancos, tal vez
azules. Fueron afortunados porque antes de morir hubo un gesto de
maravilla en sus ojos, porque un ángel de luz desbarató sus cuerpos y, antes de
salir de casa, colocó los retratos en su lugar y apagó la última vela.
Vuelve a dibujar la bomba, no como un proyectil, sino como una esfera perfecta,
que regresa el tiempo, lo cambia de lugar, le pone flores”
Llegó a un
pasaje que conectaba a un canal de desagüe. La señal luminosa seguía
firme en la penumbra, forzándolo a seguir. Se arrastró entre desperdicios
y un fango oloroso a muerte. Tuvo la sensación de insectos en la
cara. El canal se abría y al final dejaba ver el inicio de una escalera.
Se aferró a los escalones y comenzó a subir. Antes de llegar al último
peldaño tuvo un presentimiento y preparó su último discurso, el que dejaba a la
soledad, al nuevo ser que lo sustituiría: “Te preguntarás por qué me voy,
porque en mi convergen el pasado y el futuro, porque el presente no basta y los
hombres que alguna vez existieron necesitan que salga”.
V
Al principio es
la misma sensación azul en los ojos. Después comprende que es un
estremecimiento distinto, tal vez los nervios de ver cómo la luz se abate entre
el polvo, cómo lo aparta hasta deslumbrarlo, volverlo –por instantes-
ciego. Siguen sin llegar las sirenas, sin embargo, puede oír el sonido
compacto de los autos, pisadas sobre asfalto caliente. Se apoya sobre los
codos; apenas encuentra apoyo para impulsarse, rodar fuera del vértigo y
descansar un momento. Cubierto de polvo, parece una criatura recién
nacida, expulsada de la tierra para ir al encuentro de un sol
desconocido. Se pone en pie. Tiempo después, mientras grabe su
nombre en las ruinas de una casa, se preguntará si hay un mundo subterráneo, si
existió el tiempo en que habitó el túnel o si todo es un simulacro, una
historia condenada a repetirse. Por ahora sólo puede alzar la cabeza,
caminar entre gente que lo ignora, en un flujo continuo cuyo motor es la
indiferencia, la prisa. Agotado, apenas con fuerzas para sentirse
satisfecho, se detiene en una esquina para contemplar los anuncios luminosos,
los autos sincronizados y brillantes. Reconoce el mundo que abandonó y
que creía perdido. Siente áspera la lengua. Se apoya en una pared porque
vuelve a sentir el azul en los ojos, pero esta vez parece más real, ya no es un
preámbulo, una necesidad, sino la certeza de ver las miradas apuntando hacia el
cielo, el azul contaminando otros ojos. Las manos dejan caer portafolios
y bolsas. Las bombas comienzan a caer.
* Los
felices días del bombardeo incluido en “El caso Max Power y otros
cuentos”, de Alejandro Badillo, publicado por Aurora Boreal.
-Link
para descarga gratuita: http://www.auroraboreal.net/images/stories/editorial/narrativa/El%20caso%20Max%20Power%20y%20otros%20cuentos.pdf
Y LA EXTRAÑA ARMONÍA DE LOS MÁRGENES...
ESTACIÓN DE LOS
ECLIPSES DE AGUA*
"Y ya no
sé si a ti te estoy mirando, o si contemplo el cielo"
VICENTE GAOS
La espuma
desborda por el lecho.
Esta pasión por
el río y la piedra es la misma.
No, no es el
mismo Río. Pero muerde la pasión.: ay
Imposible
desnudar la luna de metal
Esta piedra que
Sísifo lleva. Es la misma.
Una y otra vez.
No es el mismo camino. No.
Imposible
limpiar la hulla que deja el agravio.
Una lluvia de
hollín cubre recodos, esquina y rincones.
Y ella aquí,
hurgando basurales.
No, no es el
mismo basural.
Imposible
acortar los pasos del hambre.
El hambre es el
mismo.
Es el mismo
dolor. La misma estaca.
Ella, misma. No
lo es ni lo será. Nunca.
La espuma, otra
espuma, la misma.
Quema como odio
hirviente.
Y no hay
lluvias. Ni nidos. Ni pájaros.
Las cicatrices
denuncian que la luna es el quinto satélite.
Pero tiene
cuatro fases y metal hirviente.
Y penetra,
penetra en todos los espacios libres.
Y hay eclipses
que borran hasta las mismas sombras.
Y la luna no es
la misma luna. Ni él, el cielo.
No, no hay
lugar entonces.
No hay lugar
para él, el mismo, otro.
Territorio
primigenio de los desamparos.
De los
desamparos. Y los desamparados.
La espuma cubre
las cuatro estaciones de su luna.
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Un infortunado
nombre*
Tenía razón la
Susi cuando dijo que Rosa era un nombre maldito para cualquier mujer. Traía
mala suerte, aseguró, antes de tirarle las cartas. Mi vecina, impresionada,
empezó a usar un apodo y eso la salvó del infortunio de llevar un nombre
señalado para la desgracia.
No olvidé esa
sentencia y, a través de los años, cada vez que conocía a una Rosa trataba de
averiguar datos de su vida: cómo estaba, como se sentía, para descubrir si el
veredicto dado por la vidente era cierto. Curiosidad, nada más.
Pero cuando
conocí a la Rosa de la pensión, esa aseveración me pareció realmente certera.
Flaca, enjuta, menuda, con un pelo lacio y débil y esos ojos… unos ojos grandes
que no eran atractivos. Un poco saltones, como asombrados, parecían haberse
detenido en una imagen horrorosa.
Varias veces
pensé en esos ojos, tan de acuerdo con ese rostro despojado de vida, de placer,
de sonrisas frecuentes. Estaban totalmente en afinidad con los pómulos salidos,
el escaso cabello, la boca sin vida. Aquellos ojos eran una imploración de
ayuda, un grito largo sin ruido. Parecían llenos de visiones trágicas y
sucesos infortunados.
Yo no le tenía
miedo a Rosa. Temía lo que ella había visto.
La esquivaba
cuando podía, como a un gato negro o una culebra, como si su presencia fuese un
signo de mala suerte.
Pero Rosa me
buscaba. No tenía con quién hablar. Admiraba mi energía y cuando podía me
tocaba el hombro o los brazos, cosa que me molestaba e inquietaba. Era como si
quisiera contagiarme su penosa condición o atrapar algo de mí que le
estaba vedado.
Con toda la
diplomacia que en ese entonces tenía, le expliqué lo del nombre y su maleficio.
Fue como si no me hubiese oído. Después me di cuenta de que lo único
bello que creía tener era precisamente eso: su nombre.
Rosa era
enfermera. No sé en qué hospital o clínica trabajaba, ni en qué sección. No me
gustaría, pensaba, que alguien como ella me atendiera si caía enferma. Parecía
más el botero que me llevaría al otro lado de la orilla, a través de un oscuro
mar, que el ángel que me devolviera la salud. Ella no contaba nada de lo que
veía en su trabajo. No hacía falta. Sus ojos lo hacían.
Evitaba
encontrarla, pero se me hacía difícil. Trataba de disimular el escalofrío
que sentía al verla, al enfrentarme con esa cara, esa mirada, ese marchito
rostro que ensombrecía cualquier alegría. Si golpeaba la puerta de mi
habitación me hacía la dormida y estaba segura de que, si la atendía, todo me
saldría mal ese día.
Rosa no había
tenido suerte con los hombres. Casi no hablaba de ellos, pero yo me daba
cuenta. Nadie la llamaba, nadie la buscaba. Sus noches y sus días transcurrían
entre el trabajo y la pensión.
Cansada de mi
indiferencia, comenzó a frecuentar a otra de las nuevas pensionistas. Marcia,
una prostituta pero “de nivel”.
Su nueva amiga
la usaba. Le pedía prestado todo lo que no tenía. También le encargaba la
realización de trámites sencillos, que Rosa se apuraba a cumplir. Por lo menos,
estaba más acompañada.
En esa época yo
era joven; estudiaba y trabajaba y salía de noche. Varias veces en las
que volví tarde escuché sus voces al pasar frente a la puerta de su habitación.
Miraban la tele y se reían, cuando la otra no tenía una cita concertada antes.
Una noche en la
que me demoré más de lo que acostumbraba, escuche algunos ruidos en la
habitación de Rosa. Era la única pieza que tenía una pequeña ventana. Había
sido tal vez un altillo, o un lavadero que daba a la terraza. Reconozco que la
curiosidad fue imposible de controlar. Arrimé un tacho a la pared, me subí y me
asomé.
El dormitorio
estaba oscuro, pero pude distinguir a Marcia acostada en la cama. Encima de
ella, como una blanca mancha, se desparramaba el cuerpo de Rosa.
Todo siguió
igual. Me aliviaba haberme escapado de la mala suerte de Rosa y que ella ya
tuviera con quién compartir su lamentable vida (en ese entonces, me parecía que
la vida de una enfermera era sumamente triste).
Marcia
desapareció. Los primeros días creímos que alguno de sus “clientes” la habría
llevado de viaje, pero después de una semana la preocupación fue mayor.
Sus pocas cosas estaban como las había dejado. Al mes la dueña limpió la pieza
y guardó todo en una bolsa, por si alguna vez volvía.
Los ojos de
Rosa mostraron primero inquietud y luego desesperación. Dos meses después
estaban tan fríos y desahuciados como antes.
No hay dudas de
que algo de la maldición de Rosa me llegó. Debe ser por eso que fui la elegida.
Algo o alguien decidió que me tocara a mí hacer el descubrimiento.
Nos llamaron a
reunión y como Rosa no venía, me mandaron a buscarla.
Cuando abrí la
puerta y un triángulo de despiadada luz iluminó la pieza la vi.
Colgaba de una
viga, su cuerpo largo y flaco y la cabeza inclinada, como una flor marchita y
seca, que hubiese perdido uno a uno todos sus pétalos.
Su mismo peso y
el aire la hamacaban, acunándola para empezar un sueño nuevo, con otro
nombre.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
Sobrevivientes*
El vértice del
sendero se acerca
y aún en la
memoria llevo
restos de
infancia igual a
trozos de buen
pan.
En este viaje
hay voces submarinas
que no puedo
explicar, me habitan,
duelen como
arpones. A veces
caen.
Diluvio
impiadoso pidiendo:
espacios/mares/aires/barcas/viajes
que no pude
revelarles.
Ya el vértice
se acerca.
¿Qué ensenada
nos recibirá?
Abrazo a mis
sobrevivientes,
les doy mi pan.
(Que no sepan
del naufragio).
…
La tarde se
adormece como si alguien la meciera.
La voz de un
canto
nos des agua .
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
“Vendrán las
lluvias suaves” *
*De Ray
Bradbury
En el living,
cantaba el reloj con voz: "tic-tac, las siete, arriba, ¡las siete!"
como si temiera que nadie se levantara. Esa mañana la casa estaba vacía.
El reloj
continuó con su tic-tac, repitiendo y repitiendo sus sonidos en el vacío.
"Las siete y uno, el desayuno, ¡las siete y uno!"
En la cocina,
el horno del desayuno dejó escapar un silbido y arrojó de su cálido interior
ocho tostadas perfectamente hechas, ocho huevos perfectamente fritos, dieciséis
tajadas de panceta, dos cafés y dos vasos de leche fresca.
"Hoy es 4
de agosto de 2026", dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina,
"en la ciudad de Allendale, California". Repitió la fecha tres veces
para que todos la recordaran. "Hoy es el cumpleaños del señor
Featherstone. Hoy es el aniversario del casamiento de Tilita. Hay que pagar el
seguro, y también las cuentas de agua, gas y electricidad".
En algún lugar
dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de memorias se
deslizaban bajo los ojos eléctricos.
"Ocho y
uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, ¡ocho y uno!"
Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las
alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó
suavemente: "Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy..." Y la
lluvia caía sobre la casa vacía, despertando ecos.
Afuera, la
puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado.
Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.
A las ocho y
treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra. Una pala
de aluminio los llevo a la pileta, donde recibieron un chorro de agua caliente
y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el
distante mar. Los platos sucios cayeron en la lavadora caliente y salieron
perfectamente secos.
"Nueve y
quince", cantó el reloj, "hora de limpiar".
De los reductos
de la pared salieron diminutos ratones robots. Los pequeños animales de la
limpieza, de goma y metal, se escurrieron por las habitaciones. Golpeaban
contra los sillones, giraban sobre sus soportes sacudiendo las alfombras,
absorbiendo suavemente el polvo oculto. Luego, como misteriosos invasores,
volvieron a desaparecer en sus reductos. Sus ojos eléctricos rosados se
esfumaron. La casa estaba limpia.
"Las
diez". Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una
ciudad de escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie.
Durante la noche, la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se
veía desde kilómetros de distancia.
"Las diez
y quince". Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas,
llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba
contra los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste,
chamuscado, donde la casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido
la pintura blanca. Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en
cinco lugares. Allí la silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá,
como en una fotografía, una mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más
adelante, sus imágenes quemadas en la madera, en un instante titánico, un
niñito con las manos alzadas; un poco más arriba, la imagen de una pelota
arrojada, y frente a él una niña, con las manos levantadas como para recibir
esa pelota que nunca bajó.
Quedaban las
cinco zonas de pintura; el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era
una delgada capa de carbón.
El suave
rociador llenó el jardín de luces que caían.
Hasta ese día,
cuánta reserva había guardado la casa. Con cuánto cuidado había preguntado:
"¿Quién anda? ¿Contraseña?", y al no recibir respuesta de los zorros
solitarios y de los gatos que gemían, había cerrado sus ventanas y bajado las
persianas con una preocupación de solterona por la autoprotección, casi
lindante con la paranoia mecánica.
La casa se
estremecía con cada sonido. Si un gorrión rozaba una ventana, la persiana se
levantaba de golpe. ¡El pájaro, sobresaltado, huía! ¡No, ni siquiera un pájaro debía
tocar la casa!
La casa era un
altar con diez mil asistentes, grandes y pequeños, que reparaban y atendían, en
grupos. Pero los dioses se habían marchado, y el ritual de la religión
continuaba, sin sentido, inútil.
"Las doce
del mediodía".
Un perro aulló,
temblando, en el pórtico de entrada.
La puerta del
frente reconoció la voz del perro y abrió. El perro, antes enorme y fornido, en
ese momento flaco hasta los huesos y cubierto de llagas, entró en la casa y la
recorrió, dejando huellas de barro. Detrás de él se escurrían furiosos ratones,
enojados por tener que recoger barro, alterados por el inconveniente.
Porque ni un
fragmento de hoja seca pasaba bajo la puerta sin que se abrieran de inmediato
los paneles de las paredes y los ratones de limpieza, de cobre, saltaran
rápidamente para hacer su tarea. El polvo, los pelos, los papeles, eran
capturados de inmediato por sus diminutas mandíbulas de acero, y llevados a sus
madrigueras. De allí, pasaban por tubos hasta el sótano, donde caían en un
incinerador.
El perro subió
corriendo la escalera, aullando histéricamente ante cada puerta, comprendiendo
por fin, lo mismo que comprendía la casa, que allí sólo había silencio.
Husmeó el aire
y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta, el horno estaba haciendo
panqueques que llenaban la casa de un olor apetitoso mezclado con el aroma de
la miel.
El perro echó
espuma por la boca, tendido en el suelo, husmeando, con los ojos enrojecidos.
Echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, lanzado a un frenesí,
y cayó muerto. Estuvo una hora en el living.
"Las
dos", cantó una voz.
Percibiendo
delicadamente la descomposición, los regimientos de ratones salieron
silenciosamente, como hojas grises en medio de un viento eléctrico...
"Las dos y
quince".
El perro había
desaparecido.
En el sótano,
el incinerador resplandeció de pronto con un remolino de chispas que saltaron
por la chimenea.
"Las dos y
treinta y cinco".
De las paredes
del patio brotaron mesas de bridge. Cayeron naipes sobre la felpa, en una
lluvia de piques, diamantes, tréboles y corazones. Apareció una exposición de
Martinis en una mesa de roble, y saladitos. Se oía música.
Pero las mesas
estaban en silencio, y nadie tocaba los naipes.
A las cuatro,
las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a entrar en los
paneles de la pared.
"Cuatro y
treinta"
Las paredes del
cuarto de los niños brillaban.
Aparecían
formas de animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados,
panteras lilas que daban volteretas en una sustancia de cristal. Las paredes
eran de vidrio. Se llenaban de color y fantasía. El rollo oculto de una
película giraba silenciosamente, y las paredes cobraban vida. El piso del
cuarto parecía una pradera. Sobre ella corrían cucarachas de aluminio y grillos
de hierro, y en el aire cálido y tranquilo las mariposas de delicada textura
aleteaban entre los fuertes aromas que dejaban los animales... Había un ruido
como de una gran colmena amarilla de abejas dentro de un hueco oscuro, el
ronroneo perezoso de un león. Y de pronto el ruido de las patas de un okapi y
el murmullo de la fresca lluvia en la jungla, y el ruido de pezuñas en el pasto
seco del verano. Luego las paredes se disolvían para transformarse en campos de
pasto seco, kilómetros y kilómetros bajo un interminable cielo caluroso. Los
animales se retiraban a los matorrales y a los pozos de agua.
Era la hora de
los niños. "Las cinco". La bañera se llenó de agua caliente y
cristalina.
"Las seis,
las siete, las ocho". La vajilla de la cena se colocó en su lugar como por
arte de magia, y en el estudio hubo un click. En la mesa de metal frente a la
chimenea, donde en ese momento chisporroteaban las llamas, saltó un cigarro,
con un centímetro de ceniza gris en la punta, esperando.
"Las
nueve". Las camas calentaron sus circuitos ocultos, porque las noches eran
frías en esa zona.
"Las nueve
y cinco". Habló una voz desde el cielo raso del estudio: "Señora Mc
Clellan, ¿qué poema desea esta noche?"
La casa estaba
en silencio.
La voz dijo por
fin:
"Ya que
usted no expresa su preferencia, elegiré un poema al azar". Comenzó a
oírse una suave música de fondo. "Sara Teasdale. Según recuerdo, su
favorito..."
Vendrán las
lluvias suaves y el olor a tierra
Y el leve ruido
del vuelo de las golondrinas
El canto
nocturno de los sapos en los charcos
La trémula
blancura del ciruelo silvestre
Los ruiseñores
con sus plumas de fuego
Silbando sus
caprichos en la alambrada
Y ninguno sabrá
si hay guerra
Ni le importará
el final, cuando termine
A nadie le
importaría, ni al pájaro ni al árbol,
Si
desapareciera la humanidad
Ni la
primavera, al despertar al alba,
Se enteraría de
que ya no estamos.
El fuego ardía
en la chimenea de piedra y el cigarro cayó en un montículo de ceniza en el
cenicero. Los sillones vacíos se miraban entre las paredes silenciosas, y
sonaba la música. A las diez la casa comenzó a apagarse.
Soplaba el
viento. Una rama caída de un árbol golpeó contra la ventana de la cocina. Un
frasco de solvente se hizo añicos sobre la cocina. ¡La habitación ardió en un
instante!
"¡Fuego!"
gritó una voz. Se encendieron las luces de la casa, las bombas de agua de los
cielos rasos comenzaron a funcionar. Pero el solvente se extendió sobre el
linóleo, lamiendo, devorando, bajo la puerta de la cocina, mientras las voces
continuaban gritando al unísono: "¡Fuego, fuego, fuego!"
La casa trataba
de salvarse. Las puertas se cerraban herméticamente, pero el calor rompió las
ventanas y el viento soplaba y avivaba el fuego.
La casa cedió
mientras el fuego, en diez mil millones de chispas furiosas, se trasladaba con
llameante facilidad de una habitación a otra y luego subía la escalera.
Mientras las ratas de agua se escurrían y chillaban desde las paredes,
proyectaban su agua, y corrían a buscar más. Y los rociadores de la pared
soltaban sus chorros de lluvia mecánica.
Pero demasiado
tarde. En alguna parte, con un suspiro, una bomba se detuvo. La lluvia
bienhechora cesó. La reserva de agua que había llenado los baños y había lavado
los platos durante muchos días silenciosos se había terminado.
El fuego subía
la escalera, creciendo, se alimentaba en los Picasso y los Matisse de las salas
del piso alto, como si fueran manjares, quemando los óleos, tostando
tiernamente las telas hasta convertirlas en despojos negros.
¡El fuego ya
llegaba a las camas, a las ventanas, cambiaba los colores de los cortinados!
Luego,
aparecieron los refuerzos.
Desde las
puertas-trampa del altillo, los rostros ciegos de los robots miraban con sus
bocas abiertas de donde salía una sustancia química verde.
El fuego
retrocedió, como habría retrocedido hasta un elefante a la vista de una
serpiente muerta. En ese momento había veinte serpientes ondulando por el
suelo, matando el fuego con un claro y frío veneno de espuma verde.
Pero el fuego
era inteligente. Había lanzado llamas fuera de la casa, que subieron al altillo
donde estaban las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del altillo que dirigía
las bombas quedó destrozado.
El fuego volvió
a todos los armarios y las ropas colgadas en ellos.
La casa se
estremeció, hasta sus huesos de roble, su esqueleto desnudo se encogía con el
calor, sus cables, sus nervios salían a la luz como si un cirujano hubiera
abierto la piel para dejar las venas y los capilares rojos temblando en el aire
escaldado. "¡Auxilio, auxilio!" "¡Fuego!" "¡Rápido,
rápido!"
El calor
quebraba los espejos como si fueran el primer hielo delgado del invierno. Y las
voces gemían, "fuego, fuego, corran, corran", como una trágica
canción infantil.
Y las voces
morían mientras los cables saltaban de sus envolturas como castañas calientes.
Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron y ya no se oyó ninguna.
En el cuarto de
los niños ardió la jungla. Rugieron los leones azules, saltaron las jirafas
púrpuras. Las panteras corrían en círculos, cambiando de color, y diez millones
de animales, corriendo frente al fuego, se desvanecieron en un lejano río
humeante...
Murieron diez
voces más. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, se oían otros
coros, indiferentes, que anunciaban la hora, tocaban música, cortaban el pasto
con una máquina a control remoto, o abrían y cerraban frenéticamente una
sombrilla, cerraban y abrían la puerta del frente, sucedían mil cosas, como en
una relojería donde cada reloj da locamente la hora antes o después de otro.
Era una escena de confusión maníaca, pero sin embargo una unidad; cantos,
gritos, los últimos ratones de la limpieza que se abalanzaban valientemente a
llevarse las feas cenizas... y una voz, con sublime indiferencia ante la
situación, leía poemas en voz alta en el estudio en llamas, hasta que se
quemaron todos los rollos de películas, hasta que todos los cables se
achicharraron y saltaron los circuitos.
El fuego hizo
estallar la casa que se derrumbó de golpe, en medio de las olas de chispas y
humo.
En la cocina,
un instante antes de la lluvia de fuego y madera, pudo verse al horno
preparando el desayuno en escala psicopática, diez docenas de huevos, seis
panes convertidos en tostadas, veinte docenas de tajadas de panceta, que,
devorados por el fuego, ponían a funcionar nuevamente al horno, que silbaba
histéricamente...
La explosión.
El altillo que caía sobre la cocina y la sala. La sala sobre el subsuelo, el
subsuelo sobre el segundo subsuelo. El freezer, un sillón, rollos de películas,
circuitos, camas, todo convertido en esqueletos en un montón de escombros, muy
abajo.
Humo y
silencio. Gran cantidad de humo.
La débil luz
del amanecer apareció por el este. Entre las ruinas, una sola pared quedaba en
pie. Dentro de la pared, una última voz decía, una y otra vez, mientras salía
el sol, iluminando el humeante montón de escombros:
"Hoy es 5
de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es..."
*Fuente: http://www.colegioidra.com/diariovirtual/articulos%20periodisticos/zona%20literaria/RayBradbury.htm
*
Aunque siempre
hubo, hay y habrá, gente dispuesta a dictaminar
el pájaro con
el pájaro , el pez con el pez
las cosas como
fueron siempre tienen que ser.
El pájaro y el
pez se encontraron en un espacio intermedio entre el agua y el aire, de esa
extraterritorialidad les quedó
un erotismo
nómade y la extraña armonía de los márgenes.
*De Cristina
Villanueva. libera@arnet.com.ar
http://inventren.blogspot.com/
ORTIZ DE ROZAS*
(De la Estación
Ortiz de Rozas – Ferrocarril Midland)
La mujer ya no
era joven. Últimamente le parecía que ya nadie era joven, que los amigos, los
vecinos, los parientes, todos habían ido deslizándose
junto con ella
por una cinta que los había dejado así, arrugados, desplanchados, desteñidos,
como esos pantalones de trabajo que se van gastando irremediablemente,
salpicados y con alguna que otra recosida para remendar lo que ya no da más de
si.
La ventanilla
no deparaba sorpresas. Tras los campos y los postes alguna casita, alguien
trabajando el campo, el cielo. A veces miraba el paisaje, a veces se miraba a
sí misma etérea en el vidrio sucio, un reflejo de alguien con la mano
sosteniendo la cara, el cabello claro, los ojos mirando sus propios ojos sobre
el sinfín de la llanura.
Otra parada. El
tren se detuvo y leyó el cartel "Ortiz de Rozas". Le molestó la zeta.
Y la repetición de la zeta en los dos apellidos le sugirió la posibilidad de
que la segunda fuese un error, pero no, no creo, se dijo.
El cartel era
antiguo, alguien lo hubiese corregido. Es raro, se dijo, es raro pero es así.
La próxima
estación era la suya. Bueno, falta poco. Pero después de diez minutos y de que
no observase pasajeros subiendo o descendiendo, se preparó para la noticia de
que algún desperfecto había detenido el tren.
Esperó un rato.
Miró por la ventanilla. Allá cerca de la locomotora se veía gente en el andén.
Bueno, la ocasión de estirar las piernas, la posibilidad de enterarse de lo
sucedido. Comenzó a pasar de vagón en vagón hacia el frente, pero luego decidió
hacer el camino por afuera, para recibir un poco del último sol de la tarde. El
último sol pone pelirrojos a los árboles, estira las sombras, hace que el cielo
se transforme en una escenografía.
Algunos hombres
estaban reunidos a la altura de la locomotora. Hablaban entre ellos y uno había
encendido un cigarrillo. Cuando ya estaba cerca, un muchacho de campera negra
escupió en el suelo. Estuvo a punto de regresar, pero se dijo que toda la vida
había escapado ante los gestos desagradables y hoy no. Eso, hoy no. Con los
brazos cruzados siguió caminando despacio hasta que pudo ver que en el suelo,
en el centro del círculo de hombres, había una vieja motoneta caída de lado, y
un hombre con gorra sentado con las piernas abiertas que miraba fijamente sus
propias manos. No decía nada.
La mujer se
acercó al grupo y preguntó que qué es lo que había pasado, pero los hombres la
ignoraron. Su voz era suave, era vieja, era mujer. Los hombres ignoran a las
mujeres viejas de voces débiles.
Con las
mejillas encendidas volvió a preguntar, "Qué pasó". Uno de los
hombres giró un poco el cuerpo y la miró desde arriba pero no se molestó en
contestarle. El joven de campera negra volvió a escupir.
La mujer sintió
que se arrebolaba y a la vez una ira avasallante y una avasallante vergüenza.
"Me
caí" dijo el hombre de la motocicleta. Después la miró.
"No vi el
tren, me asusté cuando noté que lo tenía cerca, y me caí" Dijo el hombre
que era viejo, que tenía ojos puros y que la miraba. Hacía mucho que nadie la
miraba. Ella pensó que este hombre en el suelo la estaba mirando, pensó que le
había contestado, notó que él la miraba con la cara abierta como la de un niño
que despierta en medio de la noche y vuelve el rostro hallando el de su madre.
"Sana sana
colita de rana" pensó ella. Increíblemente, dijo "sana sana colita de
rana" y los dos rieron.
El grupo de
hombres no se dio cuenta de que se había partido una montaña, no notó que el
cielo se rasgaba, no escuchó caer las piedras de la torre que se derretía en
estrépito. El grupo de hombres no hizo ningún comentario, simplemente
levantaron la motocicleta y lo ayudaron a ponerse de pie.
Era alto,
desgarbado, los pantalones le quedaban un centímetro más cortos de lo que
debiesen. Ella le arregló un poco el gabán, y mientras se subía a la
motocicleta le preguntó que por qué las dos zetas en el nombre de la estación.
Él no sabía.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79. ENRIQUE FYNN. PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI.
KM 12. LA SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
JOSE RAMÓN SOJO.
ÁLVAREZ DE TOLEDO. POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS.
FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN
GÓMEZ DE LA VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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