*Obra de Julio
Ovejero.
-Muestra de las
obras de Alfredo Ceverino y Julio Ovejero. En el Espacio
Cultural Julio Le Parc.
Hasta el 23 de
noviembre del 2015.
Las lluvias con
que comienzan tus nombres
hacen aullar a
los coyotes, saltar a los conejos *
Hueles a raíz,
abeja de los
cinco montes,
aurículas de
espiral oscuro
con que miramos
la calma de las tardes.
Hueles a
corteza,
a resina,
a saliva,
abeja de
marismas siderales.
En el mar de tu
voz
se arrulla el
sesear de la serpiente,
corazón húmedo
de tus ojos.
Aves en
silencio de soles
con juegos de
luna.
Miel de vapores
que en círculos
recorre la
melodía de la urdimbre.
Te extrañé
porque así debía
de ser,
porque una
parte
del estambre de
mi corazón
se enredó entre
tus pies:
se deshilacha
como madeja de
jade,
viejo dios que
en otrora escondió
sus tres mil
pares de dientes
en el vientre
de la tierra:
así es narrada
la preñez de la montaña.
Hueles a raíz,
abeja de los
grandes ojos.
Hueles a
manantial y piloncillo,
abeja de mis
quereres,
abeja de mis
abrazos,
abeja del
ungüento que desencadena delirios,
traba mi lengua
entre mis dientes de serpiente:
sesear de soles
bailarines
en coreografías
que nunca se repiten,
aunque nomás
nos sea dado
un mirar de lo
mismo.
* De hugo
ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
EN EL VIENTRE DE LA TIERRA…
Pronóstico del
tiempo de un hombre pos-apocalíptico*
Muy buenos
días-noches oyentes míos.
Los que aún
queden, los que aún puedan oír.
Donde me
escuchen, quizás bajo el cemento,
detrás del
denso plomo o los sacos de arena.
Por la mañana
el cielo será aluminio,
al mediodía
quizás sea malva o perla,
y al atardecer
veremos quizás juntos,
todos los
gritos terribles del turquesa.
Para todos
aquellos que aún puedan ver.
Los que puedan
arrastrarse, o corcovear.
Los benditos
malformados de esta tierra.
Para aquellos
que aún recuerdan la luna.
Porque hubo una
bella luna alguna vez,
los quietos
Libros del Olvido la registran,
Regía una
extensión de agua llamada mar.
¿Se imaginan?
¡Más agua que en un vaso!
Mar y luna ya
son olvido, un viejo sueño.
Los cohetes
grises nos privaron de ese cielo.
Los relojes
perdieron sus agujas y el ciclo.
Y los mares son
ahora agitados desiertos.
Algunas naves
escaparon hacia el cobalto.
Tal vez hacia
Marte, no mucho más lejos.
Algún día
tendremos informes de ellos.
Mis oyentes, yo
les avisare si así sucede.
Por las tardes
vendrán las lluvias negras.
No es hollín,
hay quien dice que es sangre.
Nos brindaran
un espectáculo púrpura,
para mirar
seguros detrás de los cristales.
Frío por la
noche ¡Que noticia fresca!
Ya que nadie
sale desde hace un siglo.
Hay que
abrigarse de todas maneras.
Los túneles ya
son una tumba helada.
A no decaer
infelices casi-humanos míos.
La última rosa
aún florece bajo el cristal.
La rosa de
Milton y la soberbia de Jericó,
por la cual
todos soñaremos esta noche.
Los vientos a
la hora del sabroso grillo,
nos traerán
esos momentos de nostalgia.
¿Recuerdan la
voz de Louis Armstrong?
Entonemos
entonces el Blues de San Luis.
Muy buenos
días-noches oyentes míos.
Los que aún
queden, los que aún puedan oír.
Donde me
escuchen, quizás bajo el cemento.
Detrás del
denso plomo o los sacos de arena.
*De Jorge
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
SUS OJOS*
No había nada
detrás de sus ojos
sólo un mar sin
movimiento
un mar
de aguas
oscuras
con peces
nadando en cámara lenta
y sirenas
desmenuzadas
en un fondo sin
fondo
entre montañas
hundidas
que alguna vez
fueron
remotamente
animales que el
tiempo extinguió.
Sus ojos
a pesar de todo
buscan
en mí
otro mar
parecido y
distante
para
acariciarlo con su mirada.
*De Irma
Verolín. irmaverolin@hotmail.com
-De “LOS
DÍAS”
Primer Premio
Concurso de Poesía “Horacio Armani”
Fundación
Victoria Ocampo 2014
Patagónica*
*De Antonio
Dal Masetto.
Después de
horas de andar hacia el sur por la extensión patagónica que no tiene fin dejé
la camioneta y me aparté del camino de tierra y me asomé al acantilado y allá
al fondo estaban esos oscuros y misteriosos animales que aman el mar y se
abandonan sobre la arena a recibir el sol. A mis espaldas tenía el desierto,
hacia adelante el océano. Desierto y océano prolongados uno en el otro,
anudados, barridos por el viento que nunca cesa. ¿Qué dioses habitan esas
vastedades? ¿Son dioses que están buscando todavía sus formas o se resisten
siempre a la forma? ¿Qué poder ejercen sobre los viajeros? ¿Qué poder sobre mí?
Permanecí ahí, vaciado de ideas, bajo un cielo pálido, cruzado por masas
aisladas de nubes que se desplazaban rápidas de Sur a Norte. Yo esperaba. El
viento insistía sobre mi espalda y sentía cómo pretendía moldearme y unificarme
con todo lo que me rodeaba, un accidente más, piedra o arbusto, una cosa rota
arrojada a la frontera ilusoria entre la tierra y el agua. Mi nombre, mi
voluntad y también mi historia se disolvían. Ahí, en la prepotencia y la
indiferencia de los elementos, ante el misterio y la desmesura, yo me liberaba
de compromisos y esperanzas, no era nada ni nadie, no pertenecía a nada ni a
nadie. ¿Era ése el poder de aquellos lugares: esa invitación, ese llamado al
desprendimiento y a la renuncia? Después, repentino, hubo un cambio de luz. Por
unos segundos un gran resplandor iluminó una franja de mar y me cegó. Bajé la
mirada y descubrí, a centímetros de mis pies, protegido en una cavidad formada
por la erosión del terreno, un manchón de musgo de un verde intenso. Aquel
verde se oponía a la sequedad que lo rodeaba, era un pequeño milagro en la
aridez general. Desde ahí una voz comenzó a hablarme. La voz se obstinaba en
señalarme que aquél no era sino un lugar de tránsito, una estación de la que
habría que partir en algún momento. Me recordaba que debería regresar a las
caras que quería y detestaba, a los incentivos y las desilusiones de cada día.
En fin, el mundo de siempre. Y entonces percibía cómo poco a poco crecía el
impulso de darle la espalda al mar y al desierto y a la invitación a la
entrega. Sin embargo, minutos después giraba la cabeza a derecha e izquierda
para abarcar el espacio sin límites, buscaba allá abajo los animales quietos y
sentía que era en esa dirección donde debía partir, que era hacia ellos donde
debía ir. Y luego de nuevo volvía el reclamo de aquella mancha verde y a
continuación otra vez la tentación del vacío, y así pasaba de una propuesta a
otra, de un arrebato a otro, del platillo de una balanza al otro, entregado,
rescatado, entregado, rescatado, y en el sí y el no de cada instante ambos
platillos pujaban por quebrar el equilibrio. Y bajo el cielo que comenzaba a
ensombrecerse, en el viento que soplaba cada vez con más fuerza, era como en
esos sueños en que algo está a punto de resolverse y nunca se resuelve. Igual
que en los sueños, también en lo alto de aquel acantilado hubiese sido inútil
intentar gritar.
ALBEDRÍO DE
URÓBOROS *
XV
Vengo a decir
dinero.
Temprano.
En el momento
de verter cargamentos con ayuda de herramientas mecánicas. Entre los
desperdicios.
De volcar el
naufragio cotidiano de las megaciudades en hectáreas baldías.
Donde las aves
blancas sobrevuelan un mar de desamparos.
Mientras cada
contrato mentiroso ignora lo acordado.
Da de baja las
firmas y los sellos.
Esas tintas de
sombra que se arrastran.
Como si
subterfugios de indecencia no fueran eficaces.
En tiempos en
que el mundo presiona más que nunca.
Y el orbe se
obsesiona con contabilidades.
Y en los altos
congresos, las sonrisas discuten, se apasionan y prometen futuros.
Aunque supongan
casi irrealizable regular inspecciones.
Tratamientos.
Desvelos.
Vigilancias.
Hasta
monitoreos compartidos.
Ahora que la
lluvia precipita sus gotas sediciosas rodando igual que aceite a las
clepsidras.
Y minuto a
minuto descompone los residuos biológicos.
En tanto
desdibuja el contornos de bolsas, de latas aplastadas, de los envases
plásticos.
Exhibe esos
perfiles inorgánicos.
Aferrados al
viaje cual desnudos parásitos.
Maliciosas
tinajas.
Estatuas de
elastómeros superando la historia.
Si solamente
valen las enormes ganancias y el rol recaudador de los estados.
De todos modos
puede, la opulencia, recurrir a listados de gobiernos con menos suspicacias.
Dispuestos a
mirar hacia otro lado.
Restándole
importancia a polos petroquímicos, basurales yaciendo a cielo abierto o la
ausencia de plantas para filtrar los líquidos cloacales.
Los pobres no
consiguen salvaguardar su ambiente.
Nacen
predestinados.
Culpables de
arraigarse en los olvidos.
De convivir con
ratas, alacranes, gusanos, pulgas, moscas y mosquitos.
Cumpliendo una
condena de exterminio.
Canjean sus
jornadas de hambrunas rigurosas por un puñado urgente de esperanza.
*De Norma
Segades Manias. segadesmanias@gmail.com
LA CORDILLERA*
Al norte de los
montes pelados, allí donde la vegetación se adueña de las piedras y cubre los
caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un pueblecito. Se trata de una
pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y
un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y
piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el
aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la
atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón
oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas
regiones y la falta de cuidados. Frente a la puerta de la antigua capilla se
extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una hermosa fuente de piedra,
no menos antigua que los edificios circundantes, de la que no cesa de manar un
agua fresca y cristalina. Las construcciones que rodean la plaza son fuertes y
austeras, con paredes muy gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno,
puede verse surgir un humo denso y oscuro, producto de la combustión de los
tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la
nieve que poco a poco va blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto
del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un
intrincado camino de algo más de metro y medio de anchura al que los aldeanos
denominan pomposa y llanamente “carretera”. “…No, señor. No somos muchos los
que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos tan viejos como yo.
Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos todos. ¡Qué va! Siempre
está viniendo gente, como si aquí hubiera algo… Sí, vienen de otras aldeas
pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y también, fíjese, de la ciudad.
Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del sur”. Invariablemente del sur…
Hacia el norte se halla la cordillera.
Nadie sabe qué
hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados,
con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que
parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de
los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que
califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero
unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con
similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con
igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a
marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del
éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un
nuevo equipo visita la zona. “… y así desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se
quedan aquí en secreto. Abandonan sus modales, su pedantería y muy pronto se
confunden con nosotros. Pero nunca conseguimos enterarnos de nada. No sabemos
qué es lo que miran y remiran tantas veces por los aparatos. En el pueblo se
dice que igual quieren saber cómo son de altas las montañas. Cuando llegan se
les ve ansiosos, preocupados. Se ponen a trabajar como si no hubiera otra cosa
en la vida, sin importarles que pueda descargar una tormenta, noche y día,
hasta que encuentran o creen que han encontrado algo. A veces se pasan tres o
cuatro días sin probar bocado, y eso que nuestras mujeres les llevan algo de
comer, ya sabe, somos buena gente. No duermen. Sólo están pendientes de la
montaña, como si hubiera ahí algo que nosotros no podemos ver y que es
importante. Yo, la verdad, no creo que estén midiendo las montañas. El viejo
Colás me dijo una tarde que lo que hacen es mirar a través de ellas para saber
qué es lo que hay al otro lado. Debe ser algo muy bonito, digo yo, cuando todos
se van tan contentos. Aunque mi hermana dice que son los guisos que preparamos
para ellos lo que les pone de tan buen humor. Dice que en la ciudad se come muy
mal. Y ella debe saberlo, porque estuvo una vez.” Otros ancianos, más leídos,
consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de la roca que
forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a través de la
piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el gobierno está
construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que pasará muy
cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de gente
desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de sus
hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y las
estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus
vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su
paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que
se aventuran a alejarse de sus casas. Los jóvenes, ante la falta de
expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se dice que hay trabajo
en la industria y buenos salarios; pero siempre regresan, cansados, viejos y
sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas cultivable. A veces, en la
madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos con un macuto al hombro
dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca regresan. Jamás envían
correspondencia. “… Al principio organizábamos batidas por el bosque,
rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada.
Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no
buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos.
Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos
ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los primeros días, su familia
los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a
ser como antes…” Desde tiempo inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo
año tras año como en una secuencia interminable. Siempre con idénticos
resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el
ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera. Todos los días llegan
automóviles cargados de personas provenientes de los llanos del sur. Todos
vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se
han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a
las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos escaladores. A la
mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera para no regresar.
“… En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede
ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan
decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero
somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no
podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice son las más tendidas.
Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la capital cuando era
joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue el momento,
subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles
y nuestros huesos pesen demasiado.” De momento, el pueblo se está quedando
desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las ciudades. Y
los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño, apenas logra
reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente de piedra o
en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí, sentados, van
dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras mirando por las
ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera de lo que el
viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada uno de ellos,
cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior. Entonces, aunque el
día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos en una bolsa
los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin una lágrima,
hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros valles, de otros
barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
PIEDRAS*
Dame tu piedra
de silencio.
Tengo mi piedra
de palabras.
Tal vez pueda
hacer con ellas
como el hombre
originario,
el primer fuego
sagrado.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
Si yo olvido,
si
definitivamente
pasa que me
olvido,
si te olvidás,
como si
hubiesen muerto entre tus manos
el viento, el
agua, el cielo, lo que dura,
si juntos
olvidamos para siempre
como debieran
ser todos los olvidos,
si eso pasa,
si de una vez
por todas
eso pasa,
qué nos hará
temblar.
*De Valeria
Pariso.
-De “Del
otro lado de la noche”, El Mono Armado.
InvenTREN
Las aguas y los
dioses*
En este lugar,
aquí, en este hermoso lugar hay verde. Aquí, en este sitio existe el verdor.
Aquí es bello, aquí hay plantas. Eso decíamos.
Nosotros, los
mapuches, nosotros, los salvajes ignaros decíamos Carhué y era decir nuestra
casa, era decir la tierra, era decir mi familia, mi ancestro más remoto, mi
vida. Decíamos Carhué y decíamos amo la tierra verde.
Y el lago
Epecuén nuestro lago Epecuén era salado. Salado como el mar más reconcentrado,
tan salado como si el océano hubiese sido puesto al fuego en una olla de barro
y hubiese hervido despacito hasta que el agua fuese casi sal. Así era el lago,
así lo extendieron los dioses oscuros sobre la tierra verde. Y era el límite
del verde. Más allá venía la pradera que se tornaba páramo, hasta allí las
pasturas y la facilidad. Hasta allí lo cálido y amable, a partir de allí ese
límite, ese exterior, esa felicidad que se consigue con mayor dolor. Porque,
debo decirlo, también esa era nuestra casa, y así como se ama al hijo
obediente, se ama inevitable y dolorosamente al hijo que se eriza en espinas y
baldío.
Era Carhué y
era el lago de sal. Y fueron los hombres que ya estaban pero estaban todavía
lejos. Eran los hombres del color de la blanca muerte, que nos habían dejado
tranquilos hasta que su codicia los forzó a extender los brazos más lejos que
el corazón. La codicia les dio hierros en los brazos y les dio hierros en los
pies, y Carhué que era mi hogar fue mi tumba, y mis lugares tomaron nombres que
nunca les casaron, nombres que se resbalan porque no los pertenecen. Pueblo
Adolfo Alsina, lago San Lucas, nombres extranjeros, nombres que se desvanecen
bajo el cielo de la América y que mi boca no puede pronunciar sin hacerse
violencia.
Llegaron los
hombres de hierro. Se quedaron los hombres de hierro.
Vinieron en su
propia bestia humeante como quien llega montado en una pesadilla. Le dicen
ferrocarril a la bestia de fuego, a ese monstruo negro y temible. En tres
grandes bestias llegaban los hombres blancos y seguían trabajando para su
codicia.
No les bastaba
la laguna de sal. Ya no estábamos nosotros, yo era ya polvo de huesos bajo mi
tierra verde cuando los intrusos que vendían baratijas y habitaciones y
bañadores a rayas quisieron obligar a la tierra a dar más de si. No les bastó
ver nuestra tierra, se la apropiaron; no les bastó apropiarse de la tierra, la
quisieron doblegar con sus canales y sus terraplenes. No era suficiente con el
nuestro lago, no. Hicieron un lago ellos, un lago dulce, trajeron el agua desde
otros lados que no son este lado, que no pertenecen a este lado, y con ese agua
extranjera hicieron ese nuevo lago y cambiaron la historia de la nuestra
tierra.
Y el diez de
noviembre uno de los dioses oscuros miró la tierra que era verde, abominó el
lago dulce, tomó una palabra, pronunció una nube de ceniza, y el terraplén
cedió, y la ciudad conoció el olvido del agua silenciosa. Y el agua avanzó como
un ejército en marcha, y las puertas se hincharon en sus marcos, y el
inexorable pasado se acumuló sobre los ladrillos de la ignominia. No tañe la
campana bajo el agua, no acuden los niños a las escuelas, diez metros de agua
se comprimen sobre las plazas y los tejados.
Me duermo en mi
tumba ahora. Mientras me adormezco canto quedo una melodía que ya no encuentra
cuerdas para sonar. Siento la luz de la luna quebrada sobre el pueblo
sumergido. Descanso ahora. Los dioses juegan sus juegos, un pez desprende silenciosa,
lentamente, una escama de madera de una silla que se pudre.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
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Hermosa, como todas. La disfruté. Gracias
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