*Obra de Cecilia
Aguado.
-Muestra de la
artista plástica Cecilia Aguado.
-Del 25 de
marzo a las 16:30 al 1 de abril a las 18:00.
El tinglado. Predio del
Pinar del Norte: Alameda 202 al 150. -Informes: 02255 45 07 99
Villa Gesell.
*
A mis viejos se
los llevaron una tarde, pero el azar o no sé qué hizo que pudiesen volver,
parece que hablo de cosas, que se roban y se devuelven o desaparecen, pero no,
son personas que tuvieron la suerte, suerte? de volver a su casa, aunque nunca
volvieron ellos, mi papá fue sometido a una picana durante toda una noche, y en
esa noche quedo parte de él o todo él. Ellos volvieron y se reinventaron,
muchos otros no tuvieron esa oportunidad, ni siquiera de transformarse.
No hay posibilidad
de olvido, ni chance para el perdón.
La memoria
nunca podrá ser arrebatada.
*De Vanesa
Álvarez. vanesui@hotmail.com
HILOS A TRAVÉS DE LA NADA…
*
Mirá-
le dije-
detrás de tanto
fuego,
dispersa la
ceniza
nos rozan
otra vez los
dedos de la luz.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
El hada del
humo*
Antes aún de la
conversación con Kalman me preguntaba si existen hadas del humo. Que aparecen o
apenas se dejan ver mientras el humo forma dibujos, formas breves antes de
hacerse plenamente invisible en el aire. Antes de ser barrido por vientos de
otoño.
Kalman tenía
padres y abuelos polacos. Ha escuchado de ellos las leyendas populares que se
transmiten en forma oral. Sus abuelos vivieron en Sniatyn un pueblo que antes
de la segunda gran guerra pertenecía a Polonia. Al finalizar la guerra -cuando
su familia ya había migrado a la Argentina- quedó anexado al territorio de la
URSS y ahora es parte de Ucrania.
En aquel pueblo
se mezclaban en un extraordinario sincretismo creencias, leyendas, idiomas. Sus
abuelos hablaban Idish pero las hadas que los mayores relataban a los
niños para encantarlos o asustarlos eran polacas.
-Si no recuerdo
mal - dice Kalman pensativo- había un Hada que podía transformarse en lo que
quisiera, ¡incluso ser humo!
Lo más
desconcertante era que la Czarodziejka podía estar en cualquier
parte y no ser reconocida, incluso ser un repollo o vivir en el tronco de un
árbol.
Alguna vez su
abuelo Wojciech les dijo que si se juntaban dos hombres a fumar con sus pipas
en un claro del bosque ella tomaba la forma de una seductora mujer y les dejaba
ver su sonrisa. Los hombres de la pipa sabían desde niños que era un
maravilloso acontecimiento. Quizás una única vez en la vida. Pero la leyenda
les advertía que si la buscaban por el bosque se extraviarían sin remedio a un
mundo o un tiempo desconocido.
Así que se
quedaban allí mismo sin moverse fumando sus pipas, dejaban que la Czarodziejka
siguiera su paso de encantamientos bajo una noche estrellada por aquel bosque
que ahora queda en Ucrania.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
Caminamos*
Por las obtusas
calles de lo cotidiano
caminamos.
Sin nadie a los
costados,
con una
incomprensible guía en el bolsillo
y una no menos
incomprensible fe en nuestro itinerario.
Alrededor hay
rostros que nos miran con desconfianza,
acaso
horrorizados
o
interrogantes,
o indignados,
o con fingido
espanto santiguándose,
y en todo caso,
ajenos, del otro lado de la vía.
Pero en cualquier
esquina nos asalta
el rostro
cómplice que nos contempla con cierta admiración
y cuya sonrisa
nos empuja a seguir dibujando senderos
para los pies
descalzos del mañana.
Y entonces la
nieve en los zapatos ya no resulta tan pesada
ni vacilamos
ante los inclementes empujones
o las mezquinas
zancadillas que se van alzando a nuestro paso.
Aun así, las
calles son las mismas que nos vieron
echar a andar
en una madrugada yacente en el olvido.
Tal vez no
hagamos más que dar vueltas en círculo,
erráticos
vaivenes en la oscuridad.
Y sin embargo,
caminamos,
sin nadie a los
costados caminamos,
con una
obstinación quizá heredada
de aquellos
otros que algún lejano día caminaron
forjando sin
saberlo caminos útiles,
ciudades
habitables y espíritus.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
- Publicó “El alba sin espejos”
Basura
espacial*
Artemio
Poblete, viajero incansable del espacio aunque, por lo que se sabía, nunca
había salido del perímetro del Cottolengo, se preciaba de conocer de punta a
punta el Universo.
Cada mañana
pasaba la enfermera, para quitar los amasijos de caca que se le pegaban en las
nalgas durante la noche y limpiarlo de babas y de olores. Mientras la mujer le
ayudaba para que el té con leche no se derramara sobre la colcha de la cama,
Artemio le contaba de sus viajes, por fuera de la atmósfera terrestre.
La enfermera
había aprendido a escucharlo como quien oye llover y de vez en cuando, para
conformarlo, le respondía, como al pasar, con un escaso monosílabo. Atenta a
sus tareas le tomaba el pulso, la presión, le acomodaba la almohada y se
dirigía al próximo paciente y, Artemio, volvía a quedar solo hasta el horario
en que regresaban a cambiar sus pañales, a tomarle el pulso y a darle de comer.
Mientras tanto, sus pensamientos navegaban por los cuatro rincones de las
galaxias, feliz, despreocupado y divertido, como solo los niños pueden hacerlo.
"El loco
del espacio" le habían dado en llamar en el hospital.
Cuando murió,
encontraron envuelta en una vieja y mugrienta hoja de diario, restos de lo que
parecía basura espacial. Después de todo, nadie se enteraba de sus actividades
fuera del horario, en que el turno del personal del loquero, pasaba a
visitarlo.
*De Ana
María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
*
Hacia el fondo
de lo vivido, nieva. Y un segundo
–no más- basta
para extraviar la cordura.
(en el pasto
húmedo titila el canto de los grillos
taladran esta
noche llena de huecos)
La almohada
recoge lágrimas, el tiempo queda tan lejos!
Ha cruzado
innumerables diagonales, confundido
avanza y
retrocede. Desanda... Avanza y retrocede.
Nada cambia.
Pobre padre mi padre que justicia quería.
La almohada
recoge lágrimas, el tiempo se me abalanza.
El reloj, con
su pequeño latido sin sangre
siempre
acompaña
siempre
sentencia
siempre llega
siempre
parte... El tiempo queda tan lejos!
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
CEREZOS Y
RODODENDROS*
Me han enviado
unas fotografías. Yo estuve allí, pero no figuro en ellas.
Así como yo
pasé; fui un personaje dentro de ese paisaje y me desvanecí por distancia y
cambio de continente. El prado sigue allí, la vegetación no se ha dado a la
fuga, y hasta las nubes son casi las mismas pues con evaporaciones y lluvias
continúan perteneciendo al mismo campo verde, húmedo y gozoso.
Puedo escribir
“ciruelo” y “rododendro”. Con las mágicas palabras evoco flores blancas de
elegancia oriental, minucia japonesa, arte efímero y magia de delicadeza
graciosa. Esas flores se brindan para el cielo cóncavo y el viento que pasa
como los buitres, los “putres”, suspendidos ellos por el aire perfumado de
bosque lánguido.
Yo no figuro en
el paisaje, hoy. El prado verde salpicado de florecillas no será hollado por
mis pies, las hortensias no inundarán mis ojos de violetas y rosados de puesta
de sol. Apenas el eco me llega por unas fotografías de deslumbrantes colores.
Y los niños
sostienen una cesta mostrándome a mí, que estoy tan lejos, un huevo blanco y
uno moreno. La abuela sonríe por detrás. Yo les sonrío, desde aquí, a ellos.
Escribir
“ciruelo” y “rododendro” me trae reminiscencias literarias. Recuerdo los
rododendros de la mansión donde amó y sufrió la heroína de “Rebeca”, esa mujer
inolvidable. Los ciruelos de Chejov. Mientras se convierten en imagen y
palabra, en sombra de sombras, el ciruelo y los rododendros verdaderos exudan y
respiran, crecen y tienen gusanillos, dan sombra y, sin dudas, florecen.
Están vivos del
otro lado del mundo, vuelven desde mi recuerdo a recordarme que no son memoria
más que en la mía. Los recupero y me sorprende, como siempre, que lo que fue
siga siendo cuando no estoy yo, hoy no, en la fotografía.
Detrás de las
puertas, dentro de los cajones de la mesita de luz, en sus propias moradas, en
otros barrios. En todos aquellos lugares que son recónditos y hemos dejado de
frecuentar, en los recodos del adiós los que fueron siguen siendo, quizás nos
aguardan. Quién sabe. Quizás hayan, no lo puedo asegurar, pero quizás hasta
hayan florecido.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
El ciruelo del
mundial*
Cada mundial
vuelvo a recordar la historia del árbol en el fondo de la casa de los padres de
Kalman.
Porque el
secuestro ocurrió al principio del mundial de la dictadura.
Quizá será por
la tapa del libro, que conservo desde aquella época.
La hoja suelta
y maltrecha de papel era la tapa de "EL ESTADO Y LA REVOLUCION "
de V.I. LENIN. PEQUEÑA BIBLIOTECA MARXISTA LENINISTA.
Editorial
Anteo, 1972
En la
desesperación el padre polaco de Kalman había enterrado todo lo que encontró en
la pieza de sus hijos.
Solo se había
salvado la colección de mecánica popular y el diccionario.
La imagen de su
rostro recién retornado del chupadero. Su cara, nunca voy a olvidar su cara
aunque la imagen este desgastada por las décadas transcurridas.
A los 20 años
Kalman había envejecido de golpe: era un muchacho ojeroso con una tristeza
madre instalada en la mirada. Me recibió sentado en una habitación
deliberadamente sombría, como si sus ojos acostumbrados a semanas en la
mazmorra no toleraran la luz.
Me dio la hoja
suelta y dijo: -Llévalo de recuerdo, es lo único que quedo de la biblioteca.
De su
biblioteca enterrada yo sólo había leído "Para leer al Pato Donald"
Después se
largo con el relato del secuestro y lo que soportó en ese campo clandestino.
A menudo pienso
en él, más aun cuando se acerca un mundial.
Cuando volvió a
su casa, fueron con los viejos a un vivero y compraron un ciruelo bastante
crecido.
Fue una
ceremonia familiar plantar el ciruelo sobre el bulto de los libros enterrados
en la quinta.
La dictadura
pasó, años después volvieron a discutir si tenían que desenterrar los libros,
el árbol había crecido y ya daba sombra.
Fue Kalman el
que decidió: -dejémoslo tal cual, parece que las raíces están bien alimentadas.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
*
Hilos a través
de la nada. El desalojo de lo propio también se imprime en otros cuerpos. Algo
que nos continúa donde no estamos. Partimos para poder decir.
*De Valeria
Cervero. valecervero@hotmail.com
InvenTREN
Estación
Altamira*
Hacía apenas
tres días que Laurita se había mudado al campito del abuelo para transcurrir
sus vacaciones estivales; y, la verdad sea dicha, ya se encontraba bastante
aburrida. Pensar siquiera en las semanas que le quedaban por delante para que
regresara a su casa, sólo acrecentaba su melancólico mal humor. ¿Por qué la
habían castigado de esa manera sus padres, yéndose de viaje a conocer la Isla
de Pascua en una segunda –y acaso vana- luna de miel, mientras ella debía
padecer aquel solitario tormento? Por más que le daba vueltas y vueltas en su
cabeza, a pesar de la notable inteligencia que había desarrollado para sus
escasos diez años de edad, le era imposible darse una respuesta válida.
Deambulaba por
los alrededores sin entusiasmarse demasiado con nada. El paisaje la fastidiaba.
Extrañaba ver televisión, jugar ocasionalmente con la computadora de su
hermano, encontrarse con sus amigas para escuchar música, como haría cualquier
chica de su edad; o simplemente permanecer en su casa, escribiendo en su diario.
Aquí, en cambio, todo obtenía un carácter soporífero. Por más que le fascinara
la lectura, placer que heredara con orgullo de su padre, por el que llevase
consigo de vacaciones varios libros de cuentos, y alguna que otra novela, no
conseguía concentrarse para sentarse a leer -como su papá Augusto le había
prometido que disfrutaría, en un último intento para convencerla de ir a pasar
aquella temporada con los abuelos- trepada en las ramas del coposo árbol de la
estancia, o sin concretar acrobacias, al menos entre sus mullidas raíces,
cubiertas de vegetación. No había caso: el campo la deprimía.
El abuelo había
comprado aquel terreno cuando su papá era muy joven, ni bien clausuraran el
ramal ferroviario de trocha angosta que solía atravesar aquellos campos. Por
entonces, desbordantes vagones de carga desfilaban delante de la otrora
Estación Altamira, edificio que actualmente constituía parte de las
edificaciones de la estancia familiar. En ese sentido, su abuelo era un
purista; había mantenido intacto el carácter tradicional del inmueble,
conservando ciertos detalles propios como las campanas, las inscripciones en
determinados carteles, las ventanillas… ¡Con decir que la antigua boletería se
había transformado en su estudio particular, y la oficina del Jefe de Estación
en su propio dormitorio!
Aquellos
detalles resultaban por completo superfluos para Laurita. Ella era curiosa por
naturaleza, aunque su atención no pudiese mantenerse en pie durante mucho
tiempo. Se cansaba fácilmente de las cosas, por lo que solía aburrirse bastante
seguido. Y en el campo era peor. Por eso, a los tres días de estar allí, ya
había recorrido todo lo que le resultara de interés. Tendría que hallar algo
que la sorprendiese de verdad, a fin de no llegar a pensar seriamente en
colarse en el primer vehículo a motor que apareciese por allí, ocultarse debajo
de alguna manta o cajón, y fugarse con enorme prisa hacia Buenos Aires, a la
casa de alguna amiguita o pariente que la cobijara con excesiva discreción; ya
vería dónde.
El hecho
sorprendente llegó de la mano de Teresa, la cocinera de la estancia, mujer
enorme tanto de cuerpo como de corazón. La mañana del cuarto día, al comprobar
el rostro compungido y de mirada triste que Laurita presentaba por encima de la
humeante taza del desayuno, Teresa se acercó hasta ella por detrás y le
susurró:
-Una niña tan
seria y bonita no podría andar por ahí con esa cara si supiera el secreto que
yo sé…
Laurita la
miró, apenas motivada frente al imaginable tedio que la aguardaba durante el
resto del día. Teresa continuó:
-Y los
secretos, al ser compartidos con ciertas personas especiales, se vuelven
mágicos…
Aquello venció
cualquier barrera de sospecha que la niña pudiese esgrimir frente a las
diversas motivaciones que la entrañable mujer pudiese formularle. Y la hostigó
a preguntas, sintiendo cómo se desperezaba su inquieto sentido por la
curiosidad. Teresa finalmente, luego de hacerse desear durante unos minutos, le
narró la antigua historia que circulaba por aquellos pagos desde hacía varias
décadas.
A escasos
doscientos metros de la casa, donde las densas ramas de los árboles crecieran
formando una protector túnel vegetal, se extendían en el pasado los rieles de
la trocha angosta del antiguo ferrocarril. Y allí mismo, un tiempo después de
haberse cerrado aquel ramal, comenzaron a ocurrir cosas muy extrañas.
Misteriosas luces que se veían en las noches de luna llena, distantes silbatos
de tren, locomotoras que aceleraban en medio de la noche… La peonada siempre se
asustaba hasta los huesos cuando despertaba del sueño a causa de semejante
presencia, y todos afirmaban que un tren fantasma surgía del olvido, negándose
a detener su marcha, a pesar de las decisiones humanas. Sólo algunos valientes
podían acercarse y jactarse de haberlo visto. Pero para ello, había que llegar
hasta el lugar de la mano de alguien que supiera las palabras mágicas para
convocar a los espectros…
-¿Y cuáles son?
-, exclamó Laurita, olvidada del desayuno, con la mirada fascinada por completo
al escuchar atentamente a Teresa.
-Hay que
pararse debajo de la Cruz de San Andrés y repetir las palabras mágicas que
rezan en ella, haciendo caso de cada una de sus advertencias. Pero una niñita
de ciudad como vos no tendría que ir sola. Podría acompañarte yo, en una de
estas noches. Claro que, mientras esperamos el momento de ir, vos a cambio
podrías ayudarme con algunas cosas que tengo que hacer en la estancia. Juntar
los huevos en el corral, por ejemplo…
Con ello, Teresa
consideró que la mantendría ocupada durante unos días, a fin de que fueran
pasando las vacaciones, retrasando la fecha del futuro encuentro espectral. A
Laurita, en cambio, el arreglo no la convenció para nada. Sin embargo, ya
conocía el hecho fundamental: el corazón del secreto, y la clave para acceder a
él. Y había diseñado su propio plan. Sólo hacía falta que se hiciese de noche,
y pudiera escabullirse sin ser vista.
La emoción la
carcomió durante toda esa tarde. Las horas se demoraban pegajosas sobre la
esfera de los relojes, y a diferencia de lo que Teresa se esperase, la niña no
volvió a abrir la boca respecto de aquel tema. La mujer creyó al caer el sol
que su estrategia de entretenimiento no había dado resultado, y no volvió a
mencionar el tema.
Laurita, en
cambio, aguardó hasta que todos se hubieran acostado, y ni bien dejó de
escuchar los habituales ruidos que realizaban sus abuelos por las noches, se
escabulló fuera de la habitación en puntas de pie, abrigándose con un saco
abierto por encima de su camisón, calzada con sus resistentes ojotas todo
terreno, y salió de la casa por la puerta de la cocina. Una vez que se hubo
alejado unos metros de la casa, encendió la pequeña linterna que se había
traído de Buenos Aires, y caminó sin prisa hacia la enramada, bajo la tenue
mirada de las estrellas.
Soplaba una
fresca brisa que agitaba levemente las ramas de los árboles. Aquel rumor la
inquietaba, aumentando la sensación de soledad que experimentaba de golpe,
aunque al mismo tiempo la impulsara hacia la aventura; como si lo desconocido
muy pronto le deparase una sorpresa inimaginable. Avanzó entre los pajonales y
los ruinosos restos de la vía, carcomida por el óxido y casi sepultada por el
polvo acumulado por los años, hasta detenerse delante de la antigua señal, cuyo
poste –milagrosamente- aún se conservaba de pie.
Aquello debía
haber sido un paso a nivel, el cruce entre la vía férrea y acaso algún camino
municipal. Allí permanecía, incólume, la cruz acostada, con sus letras aún
legibles, inscriptas en cada uno de sus brazos. Laurita respiró hondo,
fascinada ante la perspectiva de lo siniestro; señaló con firmeza el haz de la
linterna sobre la señal, confiando en realizar los pasos necesarios para
convocar la presencia de los espíritus viales, y recitó en voz alta:
-“Cuidado con
los trenes”……Claro que tengo cuidado, aunque ya no pasen por acá… “Pare”, estoy
parada, “mire”, miro para un lado y para el otro, “y escuche”, a ver, qué se
escucha……
La brisa
susurró entre los árboles nuevamente, quizá remedando alguna misteriosa
conversación, incomprensible para quien no supiera entender el idioma; y por un
instante, más allá de los quejidos de algún cerdo trasnochado en los corrales,
nada se escuchó. Laurita sintió que comenzaba a hacer frío, y se estremeció.
Entonces, proveniente de territorios en extremo lejanos, creyó escuchar el
agudo silbato de un tren.
Contuvo la
respiración, temerosa de moverse, aunque un impulso la llevó a mirar en ambas
direcciones otra vez. Sólo al reparar varias veces sobre uno de los extremos
consiguió divisar, en los confines del horizonte, la débil luz amarillenta de
un faro de locomotora.
Se le aceleró
el corazón, y comenzó a reírse entre dientes, sin motivo, víctima de su propia
travesura. El faro se acercaba muy velozmente, demasiado como para que aquella
luz perteneciese a una locomotora real… Y de pronto, la brisa se transformó en
un considerable ventarrón, que agitó las ramas con violencia, asustándola aún
más. El viento le golpeó en la cara, despeinándola hacia atrás, obligándola a
entrecerrar los ojos. Entonces, una negra e imponente locomotora, con el número
0410 inscripto en enormes caracteres blancos debajo de la ventanilla de la
cabina, se le apareció delante suyo en todo su esplendor, con el ardiente vaho
de su motor diesel quemándole la cara.
Laurita gritó,
pero nada se oyó por encima del tronar del silbato y el chirriar de los frenos
sobre unos rieles misteriosamente relucientes, extraídos de quién sabe qué otro
ramal en servicio actual e ininterrumpido. El motor regulaba constante mientras
la formación recorría los últimos metros hasta detenerse por completo. Y en ese
último tramo de recorrido, Laurita contempló azorada el interior de los
vagones.
Dentro, hombres
y bestias se debatían en caótico desenfreno. Una luz espectral se derramaba
sobre ellos, emergiendo sin piedad hacia aquella virgen enramada pampeana. Los
caballos coceaban los asientos de madera que aún quedaban en pie, haciéndose
lugar, girando sobre sí mismos, mientras los hombres, semidesnudos, con los
brazos extendidos hacia delante y las caras aterradas, intentaban eludir esos
briosos cuerpos, queriendo escapar de un destino prefijado de antemano.
Relinchos y alaridos ensordecieron la noche, mientras una voz, amplificada por
ominosos parlantes, ordenaba:
“¿Quiénes son
tus compañeros, hijo de puta? ¡Hablá de una vez! ¿O querés que te hagamos un
poco más de `submarino seco´? ¡Hablá!”
Un destello
eléctrico. Olor a carne quemada. Y esos gritos…
La cabeza de un
caballo, con los ojos desorbitados y mostrando los dientes, asomó por el hueco
de la ventana faltante de la puerta más cercana a Laurita, quien temblaba como
una hoja, a punto de orinarse encima, y sin dejar de iluminar con su linterna.
El animal se debatía furioso, sin conseguir escapar del vagón, empujado por
detrás por otro caballo, tan encabritado como él, y por algunos hombres,
pálidos y barbados, algunos “tabicados” con sucios trapos, surgidos casi como
de las imágenes en sepia de un sórdido campo de concentración. Entonces, aún
sin comprender la totalidad de lo que ocurría delante de sus ojos, Laurita
observó que el caballo se retiraba, y que los bordes de aquel hueco del
ventanal comenzaban a derramar un líquido oscuro pero brillante: sangre.
Y antes de que
ella respirase lo suficiente como para lanzar el alarido, la siguiente
aparición la dejó sin aliento.
Forcejeaba con
uno de aquellos hombres, intentando que volviera a meterse dentro del vagón.
Pero su silueta era inconfundible. Y al reparar en su presencia, luego de
dominar al pobre infeliz, la miró de frente, con expresión de reproche, y
absoluta firmeza en la voz al exclamarle:
-“¿Qué estás
haciendo acá vos???”
Y Laurita,
antes de huir aterrada hacia la casa, estremecida por la inexplicable presencia
de Augusto, su papá, a bordo de aquel funesto tren fantasma, chilló…
Cuarenta años
después, un alarido similar brota de sus labios -dando comienzo a un cíclico
insomnio que se prolongará durante semanas- al sentarse de golpe sobre su cama,
respirando agitada, rodeada de silencio y de penumbras, mientras los fantasmas
que acudieron aquella noche bajo la enramada, como mudos testigos de…
¿Un país que ya
no existe?…, aún desfilan erráticos delante de sus ojos, inmensamente abiertos,
aunque cargados de pesadilla…
*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
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