*Obra de Ray
Respall Rojas.
La Habana. Cuba
Lo que trae la
suerte*
*Por Abel
Guelmes Roblejo. abelgrob@gmail.com
Para Marié,
eres la suerte
que nos ha acompañado este año y tres meses
—¿Por qué no
capturamos un duende?
Me dijo una
noche con la naturalidad de quien habla de futbol, clima, cine o comida.
Siempre me encantó esa faceta suya tan imaginativa. Fue lo que me hizo
enamorarme de Alice. Normalmente le seguía la corriente, mas a esas horas de la
noche, ni nuestro gato tenía ganas de jugar.
—¿De qué
hablas?
—De capturar un
duende. ¿No sería genial?
—¿Metafórica o
literalmente hablando? —le pregunté, porque ya no estaba muy seguro de si era
un juego o no.
—De verdad.
¿Por qué? ¿No quieres uno?
No sabía qué
responderle. O cómo decirle que no creía en eso.
—¿Y cómo vamos
a encontrar uno? —decidí seguirle la corriente.
—Pues aquí
—señaló al cuarto—. En la casa. ¿No sabías que en todas hay duendes?
Ni lo
imaginaba.
—Está bien
entonces. Si es lo que quieres… te ayudaré —le dije con tal de ver cómo
terminaba el juego. Al instante sonrió feliz, se levantó de la cama y salió del
cuarto. No me dijo que la siguiera, permanecí acostado, si aquello era un
juego, ella tal vez no querría que le arruinara la sorpresa.
Estaba a punto
de dormirme, cuando sentí caer varias cosas al suelo, sonido de cazuelas y de
cajones abriéndose. Me levanté y fui a ver qué hacía Alice con tanto alboroto.
Me detuvo en la entrada de la cocina. Tenía cordeles colgando por doquier.
Cajas, nylon y telas convertidos en improvisadas trampas. Ella, tan escrupulosa
y organizada, había esparcido por el suelo granos de arroz por un lado,
frijoles por otro. La harina de hornear cubría la meseta. Un barquito de papel
colgaba de la lámpara y uno, fabricado a toda prisa con un corcho ahuecado,
navegaba en el fregadero. Sobre la mesa aparecía servida una copa de vino tinto
–del que usábamos para ocasiones especiales- y un plato con una cuña de pastel
de coco.
La miré
preocupado, el juego iba tomando un rumbo inesperado. Sin embargo, nunca la
había visto tan feliz. Su rostro parecía brillar, no sé cómo explicarlo, pero
era así, irradiaba energía, luz.
—Sabía que tú sí
me entenderías —me dijo al cabo de un rato—. ¿Viste? Lo tuve todo listo antes
de las doce de la noche…
“¿Y qué pasa a
las doce?”, me pregunté mientras ella evitaba sus trampas para salir a mi
encuentro.
Miré al gato,
este a mí y ambos a ella; aunque creo que el gato la entendía, de alguna
manera. Alice se agachó para pasar por debajo de un cordel y me besó.
Ya nos habíamos
dormido cuando el ruido de una cazuela al caer nos despertó. Miré la hora,
pasaban las dos de la madrugada. Alice se levantó de un salto y corrió hacia la
cocina. La seguí, asustado ante la posibilidad de que fuera un ladrón.
—Estuvieron
aquí —me dijo—. No sabía qué tipos de duendes teníamos, así que preparé trampas
para las diferentes especies. No tocaron los granos, ni tomaron vino… no
obstante, falta un trozo de pastel de coco, mira.
Lo único que
veía era el reguero. No lo entendía, había ido demasiado lejos el juego.
Comenzó a espolvorear más harina, ahora por el suelo.
—Ya es
suficiente —le dije—. Deja de crear un nuevo reguero, que mañana tenemos que
usar la cocina.
Me lanzó una
mirada triste.
—Dijiste que
querías atrapar un duende. Eso da suerte, te lo dije.
—Sé lo que
dije, pero mañana tengo trabajo. No estoy para pasarme la noche en vela solo
para seguirte la corriente y ver al gato comerse lo que pudo haber sido mi
desayuno —señalé al trozo de pastel en su mano.
—Fueron los
duendes —protestó.
—Como sea
—terminé la discusión y la dejé sola. Me fui al cuarto a dormir, si es que
conseguía hacerlo. No me gustaba acostarme disgustado.
Desperté y
Alice estaba dormida a mi lado. No noté cuando regresó. Me preparé para salir
al trabajo, le di un beso de despedida y me encaminé a la cocina a prepararme
algo para comer en el camino, ya que se me había hecho tarde. La encontré tan
limpia como de costumbre… quizás se me antojó ordenada en exceso, al punto de
la monotonía, nada que ver con la algarabía de la noche anterior. Pensé en
Alice, en el trabajo que pasó para crear esta fantasía y lo cansada que debía
estar. En la suerte que tuve de encontrarla. Si los duendes traen suerte, yo
había atrapado al mío y no me había dado cuenta.
Regresé por la
tarde. Alice me recibió con un beso, como todos los días. Tenía preparada el
agua caliente del baño, la comida lista. Sin embargo, lucía diferente. Ya no
tenía ese brillo de la noche anterior. Había perdido luz y no sé por qué, me
sentí culpable.
Mientras
comíamos me contó lo que había hecho en el día, se interesó en el mío. Sonreía
como siempre, no obstante, no era una alegría completa.
—Escucha, mi
amor —le dije tomándola de las manos—. Lo siento, discúlpame por lo de ayer.
Estaba cansado y no fui capaz de ver la magia en lo que hacías. Lograste
traernos felicidad y no fui capaz de verlo hasta ahora.
Ella sonrió.
Entendí que me perdonaba.
—Si quieres
—continué—, te ayudo a preparar las trampas. Soy bueno en eso, las hacía cuando
criaba palomas.
No pude
continuar hablando, me calló de un beso.
Por la noche,
acomodamos las trampas. Fue bastante divertido, en verdad. Me dije que con esa
noche bastaría: iba recobrando su luz. Antes de salir colocó un barquito de
papel en el centro de mesa y espolvoreó harina a su alrededor. Miré al gato con
lástima, él entendió que esa noche dormiría encerrado. No iba a arriesgarme a
que tumbara otra vez las cazuelas y llenara la casa con sus huellas.
Tomé de la mano
a mi duendecilla. Alice estaba contenta como una niña el día de su cumpleaños.
Yo también me hallaba feliz por complacerla y verla así. La cocina, el cuarto,
la casa entera respiraba felicidad. Era cierto aquello de que atrapar un duende
atrae la suerte. Yo tenía la prueba ahí, en mi mano.
Sentí el sonido
de un golpe, provenía de la cocina. Salté de la cama y corrí hacia allá. Al
llegar me encontré a Alice al lado de la mesa.
—Mira —me
tendía sus manos vacías—. Lo atrapamos, ¿no es precioso?
—Bravo —le
seguí la corriente. Estaba más hermosa que nunca.
—¿Viste? Te
dije que atraparlo nos traería suerte.
Avancé hacia
ella para besarla y algo más llamó mi atención. En los muebles había pequeñas
huellas de piececillos. Estaban por todos lados. La miré y en sus manos vacías,
poco a poco, una diminuta figura iba tomando forma.
-Abel
Guelmes Roblejo
La Habana,
1986. Miembro del Taller Literario Espacio Abierto. Graduado del taller de
formación literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Miembro de la AHS.
Recientemente
ha publicado el libro de relatos Últimos Servicios, con ilustraciones de Ray
Respall –pintor cubano de amplia trayectoria-, como parte de la colección de
autores cubanos Guantanamera, editorial Lantia S.L., Sevilla, España.
Finalista de:
“XI Concurso de Cuento Ciudad de Pupiales, 2016” (Colombia), Fundación Gabriel
García Márquez; I Certamen Internacional de Relatos Pecaminosos (Estados
Unidos, 2013); “Mi mundo fantástico” (España, 2013); Beca de creación “Caballo
de Coral”, Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Mención en:
Concurso Oscar Hurtado, Cuba, 2014, categoría de ensayo y artículo teórico y en
la modalidad de cuento fantástico, 2015. Cuarto lugar en el “Premio Literario
"Patricia Sánchez Cuevas” (España, 2015), publicado en la antología de
trabajos premiados.
Ha participado
en varias antologías internacionales, entre ellas: Historias breves, Letras con
Arte, España. Su cuento Últimos Servicios fue traducido al francés por La
Universidad de Poitiers (Francia, 2015), para conformar un volumen sobre
autores cubanos. Antología de Aforismos, Ediciones DeLetras, convocada mediante
concurso por la propia editorial (España 2015).
Cuentos y
reseñas suyas han sido publicadas en revistas digitales e impresas tanto en
Cuba como en otros países, entre ellas: El Caimán Barbudo, La Jiribilla, Korad,
Hitcuba.com, Prensacubana.net, Juventud Técnica e Inventiva Social. Ha
participado en diversas lecturas y proyectos auspiciados por la Editorial Gente
Nueva y la Asociación Hermanos Saíz.
*
Lo que habita
el vacío
no es el hueco,
es el hambre
voraz
con que
observamos la ausencia.
Nada existe
ahí,
pero intuimos
el breve
vértigo de un todo
que nos
devastaría,
como si
lográramos ponernos en puntitas
y tocar el sol.
El don de
respirar
se nos hace
pequeño.
Vivimos en el
ansia,
náufragos de un
destino
que no nos
merecemos.
Nos espera el
barro
que nos redime
a todos
de la mano que
osa rozar lo imposible,
la mano del
hombre y su nostalgia de dios.
*De Mariana
Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
MORDIDA
DELICIOSA*
*Por Flavia
Pantanelli.
Antes que nada
los escuché, los tambores de la llamada.
Una comparsa
afro había tomado Libertador y venía bajando hacia Bunge. Una verdadera
batucada y no una comparsa comercial, de esas con chicas rubias, aceitadas.
Osvaldo sacudió un poco el diario para acomodar las hojas que el viento le
retobaba, se inclinó en la silla para que la luz del farol le diera mejor y
siguió leyendo. Antes que nada los había escuchado: el rítmico batir de los
parches, algo como un colchón denso que llenaba el aire. El viento soplaba
fuerte y por momentos parecía llevárselos lejos en las ráfagas que silbaban
entre los eucaliptus, los pinos, pero cuando el viento amainaba, se volvían a
escuchar los tambores, más fuerte. Más cerca.
Ahora los veía
avanzar por el centro de la calle, por las veredas, entre las camionetas
estacionadas. Una comparsa afro de gente descalza, fea y genuina allí, en medio
del centro viejo de Pinamar. Venía bajando por Libertador, pero al pie de nuestro
café de siempre con sus mesas casi en la calle, se paró. Los tambores se
colocaron silenciosos, en círculo. Las banderas decían algo que no pude
descifrar. Al viento, los colores eran como líquidos chorreantes. Como líquidos
densos, amarillos, rojos y negros revueltos, mezclados por el viento. Osvaldo
miró hacia la calle, tratando de entender qué era todo ese ruido, toda esa
gente ahí parada. Después tomó de un golpe lo que quedaba del café y torció la
boca con un gesto de disgusto. En el centro de todo el grupo se paró una mujer
joven. Una muchacha en el medio del silencio de los tambores callados. Tenía
una cara tosca y brazos de camionero.
El pelo crespo
y mal arreglado le caía sobre la cara a mechas. Llevaba, como todos los otros,
una calza blanca, larga hasta la rodilla y una remera gastadas que
transparentaba su piel oscura. No, no era linda, era más bien fea, tosca. Hasta
que sonó el primer tambor. Sonó el primer tambor y ella movió su cintura. Sonó
el tambor. Y la movió otra vez. Y sambó. Y entonces fue una mujer hermosa. Las
miradas de todos se hilvanaban en la espiral que dibujaba su cadera. No, su
cadera no. Su cintura. No, su cintura tampoco. Su culo. Un culo que no era
perfecto ni duro y ni siquiera redondo y sin embargo era de repente el más fascinante
que hubiera visto. El ruido explotaba, rebotaba contra los edificios vecinos, y
volvía reflejado desde todas partes. La muchacha quebraba la cintura, bombeaba,
magnífica, los pies descalzos. Giraba sobre sí misma y dibujaba una espiral
tras otra. Movía la cabeza, el pelo, y yo no podía dejar de mirar a esa
muchacha, antes fea, el ritmo de esas piernas, antes gruesas, antes toscas, que
ahora se separaban y se juntaban, los pies volando, como de aire.
Osvaldo leía el
diario y cada tanto charlábamos de alguna cosa sin importancia después de
nuestro cafecito. Del ritual de nuestro cafecito de cada noche en el bar de
siempre. Ése, que nos espera cada verano, siempre igual, como eterno, desde
hace más de treinta años. Porque para Osvaldo y para mí, Pinamar no son las
playas, ni los bosques. No es el verano, ni el sol, ni toda esa gente
entusiasta, viviendo la quincena de su vida. No. Con los años, para nosotros,
Pinamar se fue reduciendo poco a poco hasta llegar a ser ese bar de siempre en
el que nos sentamos cada noche a pedir las mismas cosas, a ver la misma gente y
a sentir, ahí, que pasó un año completo, otro, sin que nada cambie. Y así,
creyendo que es posible pasar un año, cinco, treinta, sin que nada cambie,
también nosotros podemos hacer, seguir haciendo, que no pasó ninguno.
La muchacha
bailaba descalza, el cabello sobre la cara, la musculosa pegada al ombligo, el
cuerpo empapado. Por un momento dudé de mí, creí haber visto mal, producto de
la noche y el viento que mezclaba los colores: en medio de su calza blanca, una
mancha gris, o marrón o roja bailaba en el centro mismo de su sexo. Sus piernas
volaban y mostraban, pero solo por un segundo, la entrepierna. No, decir la
entrepierna es un eufemismo que ya no quiero usar: la profunda entrada de su sexo.
Ahí estaba. Aquella mancha como una Luna. Como una flecha. Aquella mancha que
no parecían notar los otros y que yo no podía dejar de mirar. Empecé a
descomponerme, entre la repulsa y una sumisión desconocida. Ella bailaba, movía
su cuerpo, su mancha. Bailaba, los ojos cerrados, la piel sudada, ajena a
todos, ajena a mí y yo, en mi mesa, paralizada de asco y fascinación, todos mis
sentidos embargados por la vibración de los tambores y la mirada fija en esa
mancha sincera, animal. La muchacha abrió los ojos, y como si estuvieran
esperando esa señal, los tambores cambiaron el ritmo, que se volvió lento,
oscuro. Ella movió la pelvis solo un poco. Muy despacio. Sonreía, como con
deleite. Movió su pelvis otra vez y su vientre dibujó una onda larga, viscosa que
parecía nacer en la raíz misma de su sexo, una onda que subió, reptando por los
pechos, los hombros, por el cuello hasta estallarle en la cara, la boca blanda,
los ojos extraviados. Repitió el movimiento otra vez, ahora un poco más
despacio y otra vez más y yo no perdía de vista esa ondulación que parecía
nacer de aquella mancha, de eso que la mancha remarcaba. Los tambores sonaban
profundos, cercanos. Los sentía retumbar en mi piel. Contagiaban a mi propio
cuerpo una pulsación sanguínea, densa, cada vez más grave, cada vez más lenta.
Cerré los ojos y me entregué a ese latido, sentí que iba cayendo en un agua
suave y tibia, mi respiración se hacía cada vez más oscura, tenía los hombros
pesados, era una sensación muy grata, morosa que me iba cerrando los parpados,
no quería volver a abrir los ojos, me sentía bien así, los tambores sonaban
lejanos. Oí a una mujer que reía. Una risa voluptuosa, húmeda. Volvió a reír.
Abrí los ojos, me enderecé en la silla, miré alrededor, a Osvaldo que revolvía
el azúcar del segundo café de la noche. La muchacha bailaba entre las mesas,
los tambores seguían en círculo, un poco más allá, y en el centro algunas
personas se habían levantado de sus mesas y bailaban, muy juntas. Un hombre
pasó el brazo por la cintura de su mujer, la apretó contra él, bailaban con los
cuerpos pegados, casi no se movían, vi la pierna del hombre entre las de ella.
Metía su rodilla entre las piernas de ella, escandalosa y yo desee en ese
instante sentir una pierna así. El hombre bajó las manos por la espalda y
agarró el culo de la mujer, con ansia. Ella tiró la cabeza hacia atrás. Rió
otra vez. Entonces, era ella la mujer que reía, la que me había despertado con
su risa. El hombre aprovechó el gesto y la besó en el cuello y pasó muy
despacio su lengua por el contorno de los labios, la boca abierta, las lenguas
se tocaban, se enredaban, como algas. Desabrochó su camisa, botón por botón, la
dejó caer al suelo. Los tambores sonaban poderosos, graves, la muchacha bailaba
entre las mesas y la pareja se lamía, se frotaba. Se me escapó una risita
nerviosa. Miré a los costados, con vergüenza y me tapé la boca. Me sentía como
una colegiala de medias azules, vincha, acné. Osvaldo limpiaba los anteojos con
una servilleta. La muchacha se acercó a un hombre que hablaba por teléfono. Le
pasó un dedo por la espalda. Fue un gesto mínimo, un toque. El hombre se
levantó de la silla, caminó hasta el centro de los tambores. Arrodillado, metió
la mano entre los muslos de la mujer desnuda, devoto. La mujer besó a su
hombre, después a él. Su lengua recorría despacio una boca y otra. En las
mesas, la gente charlaba, comían, algunos, incluso, bostezaban. Osvaldo leía.
Cada tanto acomodaba el diario, rezongaba por el viento. Los tambores sonaban
pausados, rituales. Vi a la muchacha acercarse a mí. Bajé la vista, incómoda.
Me acomodé el pelo con las manos y después las puse entre las piernas, las
apreté fuerte y así me quedé, contraída, como una hace cuando quiere volverse
invisible.
No sirvió. La
muchacha bailaba frente a mi mesa, movía su cuerpo, su mancha sólo para mí.
Mis ojos se
clavaron en esa mancha, subieron por su vientre, por su cara hasta encontrarse
con los suyos, que no miraban. Ella sonrió, ausente, y entonces mi cuerpo se
desprendió de mí. Yo quedé en esa silla segura, la de la mesa de hacer que no
pasan los años, mientras caminaba hacia los tambores en círculo. Sentada a
centímetros de Osvaldo, me trencé con aquellos otros cuerpos, me froté
despacio, recorrí una mano con mi lengua, dos dedos se introdujeron en mi boca,
chupé una axila, saboreé la sal de esa axila, unos labios atraparon mi pezón.
El tuntún de los tambores, cada más grave, me retumbaba en la vulva, en la
yugular, en las piernas y entonces una mano me agarró del pelo. Un tirón en el
pelo de mi cuerpo de allá, pero que mi cuerpo, el de acá, sintió como propio.
Atrajo mi cabeza con una violencia suave, sostenida. Sentí la mordida en la
zona blanda de la nuca, donde nace el hombro. Una mordida deliciosa que yo
deseaba incluso antes de ver la boca, de oler el cuerpo; Mordió y después
volvió a morder más fuerte hasta provocar un placer de desquicio, y mientras mi
cuerpo de allá se entregaba a la boca, cerré los ojos de mi cuerpo de acá para
sentirla también yo y supe que a lo lejos, más allá de la gente y de las mesas,
de las camionetas estacionadas, de las banderas y de los tambores, algo me
vigilaba. Abrí los ojos y busqué, entre los pinos, unos ojos, encendidos,
feroces, iban y venían uniendo mi cuerpo de allá, el que se perdía entre los
otros, y el de acá, el de la mesa segura. Y gocé todavía más, consciente de esa
vigilancia, no supe bien por qué. Gemí y oí mis propios jadeos, allá en el otro
cuerpo, hundido en aquel barro de palabras agónicas, de lenguas ojos sudor
dedos súplicas flujos vergas. Vergas duras como mástiles. Calientes en mis
manos en mis pechos en mi pelo. Escupiendo su semen en mi boca. Yo, la de acá
tenía vulva inflamada como respuesta a esas manos que tocaban mi cuerpo de
allá, a esas bocas de fuego que recorría con mi lengua, allá, a los cuerpos que
sorbía que lamía que frotaba con manos piernas con los labios en una lucha a
muerte.
Osvaldo habló.
No sé qué me dijo. Me cerré la chaqueta con vergüenza, los pezones duros se
marcaban en mi remera. Volvió a acomodar las hojas del diario. Ya no había tanto
viento, las banderas de la comparsa colgaban como trapos. Volví a poner una
mano entre mis piernas y las crucé, sentí la humedad mojándome la ropa.
Presioné con los dedos el clítoris erecto. El placer me punzó el vientre, una
explosión de calor me llegó hasta las rodillas, la respiración afiebrada.
Presioné otra vez, para repetir el placer. Y otra más. Los tambores seguían
sonando insoportablemente cerca, abombantes. Miré de reojo a Osvaldo.
Tamborileaba un
dedo sobre la mesa. Bostezaba, y la papada se movía bajo la barba gris. Puse la
otra mano sobre su rodilla. Bermudas color caqui, camisa a rayas, mocasines. Vi
esa mano ahí, sobre su pierna, en el mismo gesto un día y otro y otro más, en
el mismo, idéntico gesto de hace treinta años. Mi mano del cuerpo de acá, el
cuerpo de siempre. Mi mano tan blanca. Tan vieja. Tan casta. La otra
acariciando mi cuerpo. El llanto me subió a la garganta.
Suspiré fuerte.
Tan fuerte que el suspiro sonó como una queja. Osvaldo me miró y me faltó valor
para dar vuelta otra vez la cara. Nos miramos un rato largo. Después dobló el
diario en cuatro. Las hojas se le volaban. Las aplastó con los platos, con los
pocillos vacíos. Pidió otro café. Había vuelto a bostezar. Me miró con los ojos
húmedos.
Empezó a hacer
frío. La muchacha seguía bailando.
*MORDIDA
DELICIOSA de Flavia Pantanelli esta incluido en el libro HACEME
LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015)
-FLAVIA
PANTANELLI es fonoaudióloga y cuentista. Vive en Buenos Aires, Argentina.
Empezó a escribir en los talleres de la municipalidad de San Isidro en 2011. Se
formó con los escritores Bea Lunazzi, Ariel Bermani, Silvia Plager, José María
Brindisi, Pedro Mairal, Osvaldo Bossi, Félix Bruzzone, Elsa Drucaroff,
Jorge Consiglio y Christian Kupchik. Realizó la Formación Intensiva en
Escritura Narrativa de Casa de Letras.
Sus trabajos
fueron distinguidos en concursos municipales, provinciales, nacionales y
europeos, como Manuel Mujica Láinez, Lomas de Zamora, Fundación Victoria
Ocampo, Colegio de Escribanos de Provincia de Buenos Aires, Consejo Federal de
Inversiones, Concurso Federal de Relatos, Cuentos para el andén y otros.
Publica desde
2013 en revistas literarias y en antologías de nuestro país,
Brasil, España y Estados Unidos. Participa de los proyectos
solidarios PH15 (Argentina) y 30 SONRISAS CON HISTORIA (España).
Traduce del
italiano y realiza trabajos de edición para editoriales independientes.
En 2015 publicó
los siguientes libros: HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015)
y CARNE ROTA (Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo premio del Concurso de
la Fundación Victoria Ocampo). Su libro EL EXTRAÑO LENGUAJE
DE LAS CASAS es finalista de la convocatoria de la editorial Pelos de Punta
2016. Su libro FARALLÓN se encuentra concursando en nuestro país y en
España. En este momento trabaja en su novela MANUAL PARA NO MORIR.
Venganza*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Decide
suicidarse por sus problemas de dinero y por la tortuosa relación con su
esposa. Ha intentado el divorcio pero ella, con argucias legales, lo ha
pospuesto. En la alacena busca el veneno para ratas, encuentra el detergente,
herramientas, y el barniz para madera, pero no está el frasco deseado. Comienza
a pensar en su mujer: seguramente lo había cambiado de lugar o, mejor aún, lo
había escondido previendo sus intenciones de matarse y, así, continuar la
tortura de todos los días. El odio crece cuando imagina su risa, la voz que lo
despierta todas las mañanas. Se enoja tanto que la tensión inunda su cuerpo. El
corazón resiente el esfuerzo y se colapsa lentamente, como un edificio a punto
del derrumbe. El hombre se desploma. Antes de morir esboza una sonrisa: sabe
que ganó.
*Del libro
"Crónicas de Liliput".
-Alejandro
Badillo
(Ciudad de
México, 1977)
Es autor de los
libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las
huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los
estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela)
y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha participado en publicaciones como Luvina,
GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador
de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
COMPARSAS*
Una fiesta de
casamiento es un suceso en el que todos nos disfrazamos para, finalmente, ser
más nosotros mismos.
La primera
impresión es la de extrañeza. No andamos por la vida ni de traje ni de vestido
largo. Por eso, ver a los rostros familiares sobre elegantes atuendos y bajo
extraños peinados, es una imagen que en primer lugar nos hace pensar que todos
son diferentes de cuando se encuentran sumidos en sus habituales ocupaciones.
A medida que se
van sucediendo las horas y las fases del festejo, las personalidades superan el
exterior modificado, y se exacerban de tal modo que culminan en caricaturas de
grueso trazado.
Entonces un
observador sentirá una enorme tristeza, y ocasionalmente le nublarán los ojos
lágrimas de piedad por sus semejantes y por él mismo, tan reducido, como
siempre, al personaje en la obra de teatro que por nombre lleva un sucinto “el
observador”.
La rubia
espléndida, de cabeza pequeña y cabellos lacios, reirá con alegría toda la
noche. Caminará por el salón constantemente, rozará el brazo o la espalda de
los maridos de las amigas, su vestido será revelador. Lástima la edad, lástima
que los gestos y maneras ya no le quepan exactamente. Una pena que siga
interpretando la adorable adolescente que fue y ya no es. Pero debe ocupar el
lugar de la proa en la lancha anclada frente a la playa, debe ser despreocupada
y feliz hasta que duela. Se va a sacar los zapatos, caminará descalza para
sugerir desnudeces mayores. Debe interpretar el rol.
Los amigos del
novio tienen el mandato de ser barulleros, de tomar un poco más de lo que les
requiere el cuerpo, de quedarse hasta el final formando una hinchada compacta.
Se puede ver una pelota invisible, el potrero, los números en la espalda. El
diez adelante, el arquero siguiendo el grupo y meneando la colita cuando recibe
una palmada de aprobación.
El invitado de
frente estrecha y cabello crespo bailará como un mono. Cuando sea el momento
del cotillón, los senos de plástico y la mazorca de utilería aparecerán
mágicamente en sus manos. Aún dentro de la bolsa ya le pertenecían. Su mujer se
reirá de las payasadas, ocultando (sabe hacerlo) la íntima humillación. Yo
también me reiré cuando pase exhibiéndose, pero no podré mirarlos a los ojos.
La niña eterna
hará sus mohines y montará su propio espectáculo para lograr por algunos
momentos la luz del reflector. Ese es su sitio en la vida. Yo soy así, dirá, yo
soy así de loca. Ustedes me conocen, yo soy así.
Las hermanas
sin novio, lindas y prolijas, se repetirán en las esquinas. Quién sabe cuánta
esperanza habrá habido frente al espejo, y ahora están aquí, recatadas pero
anhelantes, y solas. Tan terriblemente solas en una doble soledad que no hace
compañía. Pobrecitos esos labios sin besos. La tristeza de tanto amor
congelado, tanta caricia fantasmal. Bonitas y sonrientes, tan solas, tan
decepcionadamente tristes.
Y mientras
tanto las ceremonias incomprensibles, atávicas y con los significados perdidos
a fuerza de repetición. Bailar. Moverse sensualmente al compás de una melodía.
Realizar los movimientos del sexo para todos y para nadie. Sólo las parejas
justificando la seducción del otro porque la intención es real y promete lo que
se va a dar. Pero los niños, pero los ancianos, pero las mujeres que bailan con
mujeres. Pero toda esa agitación de caderas y pelvis sin sentido. Y el
observador que también baila, extrañado de si, para bajar un poco la comida y
poder probar las empanadas calientes que ofrecen los mozos.
Qué linda la
fiesta. Todo salió bien. Cuánto comimos, cuánto bebimos, qué dolor en los pies
de tanto bailar. Y es cierto. Estuvo linda la fiesta. Hay que mirarla en
conjunto, de lejos, y entonces, como la carroza desportillada del carnaval, se
ve colorida y feliz.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Bajé tantas
veces las escaleras
moviendo el
culo
e invocando
cada vez
una felicidad
distinta.
Un hombre del
brazo
un recuerdo de
lo susurrado en la noche
todo lo escrito
como una niebla difusa
vasos
comunicantes entre vida y obra
una mujer en
una farmacia
me mira y me
ofrece cremas
me dice que voy
a envejecer
irremediablemente
me dice
que voy a
necesitar
toda la ayuda.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
Álvarez nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del
Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se
licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster
en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010),
Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los
pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds
De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos
Aires, 2015). En 2013 ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano
con el relato Grow a lover.
NEBULOSAS*
“A menudo el
sepulcro encierra, sin saberlo, dos corazones en un mismo ataúd”.
Alphonse De
Lamartine
Este capricho
mío de llorar descalza.
Pertinaz boca
que beso y no me nombra.
Pájaro negro
que grazna sobre el zumo de mis pálidas lunas
Recién nacida.
Vieja rugosa y desdentada.
¿De que múltiples
rumores de espejos me arrancaron?
Yo jugaba entre
lápidas. Besaba el aura de los muertos.
Árboles
tristísimos y trigales venerables.
Y robaba flores
a los ricos. Nardos y flores de papel morado.
Bravura de
polleras cortas. Trenzas y largas falsedades.
Huía y huía y
Dios me perseguía. No me alcanzaba
No lo consigue,
aun. No lo consigue.
Fugitiva yegua
con crines coloradas.
-¿Tampoco viene
este domingo, madre?-
Ella alisaba
los pliegues de la almohada.
Una desnudez de
hierro la arropaba.
Un vaso de agua
y cuatro hembras yertas.
Y el reloj se
detuvo. Y la noche.
Quise beber,
tirada es sus faldas de albahaca.
Sus manos de
Magdalena, cruzadas sobre el pecho.
Leve brisa
elevando un cansancio de años.
¿Están todos?
No. No están.
¿Por qué esa soledad?
¿Quien te obligó a orinar de pie?
¿Escuchas
madre? Es la eterna nebulosa.
Es otra vez el
mar… y la rosa y un puñado de sal.
Y una
incansable visión de cabezas truncadas.
Y este capricho
mío de llorar descalza.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
*
De chica me
sobresaltaban las bocinas de los barcos (especialmente fluviales que eran más
insoportables) y los pitidos de aquellas viejísimas locomotoras a vapor. Hoy me
sobresaltan las silenciosas despedidas.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
InvenTREN
El paquete del
príncipe*
*Por Fabiana
Duarte. allesha2006@yahoo.com.ar
Agosto ya casi
termina. Después de una semana de lluvias intermitentes, el cielo se está
aclarando. Los hermanos salen a las cinco de la mañana. La ruta está despejada,
tienen tres horas de viaje por delante. Las noticias advierten que el río
Salado está desbordado. Sólo esperan poder entrar al pueblo de Villanueva.
Hace unos días,
Gerardo recibió una llamada de su tío. Por el tono de la voz, advirtió que lo
que su tío le iba a pedir era importante. “Pasá en la semana a buscar las
llaves. Gracias, Pájaro —dijo el tío— sabés que a mí me hace mal volver. Y,
pensá en eso que te dije… de vender. La casa se está viniendo abajo”.
Después de
meditarlo un poco, Gerardo, llamó a su hermana para decirle que tenía que ir a
buscar algunas cosas del abuelo. Que iba a volver al pueblo. Desde que su padre
no está, se dirigen a él por los asuntos familiares. “Acompañame, Chula… vos
también tenés que estar ahí. Te espero el viernes, te quedás a dormir y salimos
el sábado temprano. Dale Chulita, pedimos pizza y helado”, la tentó. Su hermana
menor, Julieta, está de novia. Hace unos meses, se fue de la casa para vivir
con Leo, el mejor amigo de Gerardo. Extraña las madrugadas de hermanos. Reír a
carcajadas con películas como Tonto y Re Tonto, o ponerse melancólicos
recordando siempre las mismas anécdotas de su padre.
La hermana de
Gerardo apenas sube al auto, se duerme. Estuvieron viendo la tele y charlando
hasta las tres de la mañana. La mira. Lo tranquiliza saber que de verdad está
enamorada.
Él no pudo
dormir. La última vez que estuvo en el pueblo de Villanueva, tenía quince años.
Siempre se sintió atraído por el encanto de ese pueblo de 537 habitantes.
Alguna vez pensó en quedarse a vivir ahí. Pero el abuelo Alcides, decía que era
un pueblo de ferrocarrileros. Que él tenía que estudiar y recibirse de algo. En
el 2005 cuando los trenes de pasajeros dejaron de parar en Villanueva se mudó a
la capital, con su papá y su hermana. Empujado por las palabras de su abuelo y
las aspiraciones de su padre. Buscaban un mejor porvenir.
Al pasar
Ranchos, deja atrás la ruta 29. Ingresa por un camino de ripio que los lleva al
pueblo. Gerardo se adentra en un horizonte de campos verdes. El auto, esparce
una nube de tierra que se eleva y se desintegra en el aire. Por kilómetros,
alambrados y postes lo acompañan. Algunas vacas pastan a lo lejos en medio de
la inmensidad. Baja el vidrio de la ventanilla, respira profundo. Zamarrea a su
hermana para que despierte.
Estaciona el
auto en la explanada de la vieja estación del ferrocarril Roca. Julieta baja
del auto, estira el cuerpo. Se despereza, levanta los brazos por encima de la
cabeza. Da un giro de 360 grados muy lentamente, observa el lugar.
—Está todo
igual, Pájaro. —dice Julieta, ajustando la altura de sus anteojos.
—Dejá de
decirme Pájaro, que ya estoy grande. —Gerardo mira a un lado y al otro de la calle.
—Entonces vos
dejá de decirme Chula. —Sin mirarlo, ella escribe un mensaje en el celular.
—No empieces
Chula, guardá ese aparato de mierda, anoche no paraste de mandar mensajes.
—Le aviso a Leo
que llegamos y lo guardo —dice ella—¿Vamos a la casa del abuelo primero?
La casa de su
abuelo paterno, Alcides Goñiz es un chalet modesto. Está cruzando la calle,
justo frente a la estación. Su abuelo había sido jefe de estación del
Ferrocarril Roca, con base en Villanueva, desde los veintiocho años hasta que se
jubiló. Toda una vida dedicada al ferrocarril, solía decir su abuelo,
mientras se estiraba el chaleco y se ponía, orgulloso, la gorra.
Gerardo busca
las llaves en su bolsillo. Ingresara a la casa. Por un momento, él vuelve a ser
el niño que venía corriendo de la escuela, entraba a ese comedor y pasaba
directo a la cocina. Su abuela los esperaba siempre con el almuerzo recién
preparado.
Todo está
detenido en el tiempo, una capa de polvo cubre los muebles. El olor a humedad
es penetrante. Le pide a su hermana que abra las ventanas. Recorren la casa,
llena de recuerdos. En el baño, Gerardo se asoma al viejo botiquín de tres
puertas, una de ellas tiene el espejo roto. Abre la puerta del medio. Solo hay
una brocha de afeitar, la saca y hace la mímica de enjabonarse. La brocha tiene
los pelos resecos y duros. Recuerda a su abuelo, cubriéndose la barba de jabón.
“Para afeitarse hay que usar una brocha de pelo de tejón, Pájaro. Es el
único pelo de animal que retiene el agua”. Él nunca supo qué clase de
animal era el tejón.
Escuchan que
llaman a la puerta, se asoma Julieta. “Es un vecino, quiere hablar con
vos”, le dice al hermano.
En la vereda el
hombre los saluda. Tendrá unos cincuenta años, Gerardo lo recuerda, vive en la
esquina. Fue a la escuela primaria con su padre. Tiene la mirada inquieta, como
si desconfiara. Les comenta que ya sabía que venían porque habló con su tío
ayer. Les cuenta que la comisión del barrio, consiguió el permiso del
ferrocarril, para hacer de la vieja estación de Villanueva, un museo ferroviario.
“Es para los turistas” dice, sin entusiasmo, mirando hacia la calle desierta.
Desde que su abuelo murió, nadie más entró a su oficina en la estación. Les
dice que necesitan vaciar la oficina. Que saquen las pertenencias de su abuelo.
Les pide que dejen todo lo relacionado al tren y a la historia de la estación.
Que la comisión agradecerá los años de servicio de don Alcides, con una placa
conmemorativa. También los invita a almorzar un chivito a la cruz, que ya está
asándose. Los hermanos se miran.
Gerardo y
Julieta cruzan la calle. Bordean el edificio de la vieja estación, todo el
predio tiene el pasto bien cortado. A unos cien metros dos galpones inmensos
con sus techos de chapas oxidadas, cortan el paisaje. En un costado hay un
tractor viejo, tiene los vidrios de las ventanas rotas y las cubiertas de las
ruedas arrumbadas, invadidas por yuyos altos. En la estación, Julieta se sienta
en el borde del andén. Gerardo hace lo mismo. Luego de un rato, él baja a las
vías y camina por uno de los rieles, haciendo equilibrio. Su hermana lo sigue.
Una bandada de pájaros cruza la estación de norte a sur. Gerardo mira a lo
lejos, tiene la sensación de que en cualquier momento la sombra del tren
aparecerá en el horizonte. Se detienen frente a un cartel que amenaza:
“Ferrocarril del Sud. Aviso al público. Está prohibido transitar por las vías”.
Gerardo busca
en el llavero. Ingresan a la oficina del jefe de estación, es oscura y fría.
Abre la ventana que da a la calle. Las partículas de polvo y el olor a papel
viejo, lo hacen estornudar. Julieta observa detenidamente el cuarto. Varios
cuadros con fotos viejas de la estación, cuelgan de las paredes. También hay
mapas, recortes de diarios. Un diploma por el segundo puesto a la “Estación
mejor cuidada y embellecida” del año 1982. Todo es una reliquia. Desde el
teléfono a disco, hasta la expendedora de boletos de cartón. “Que hacemos con
esto July, ¿Se lo dejamos todo, no?”, le pregunta a la hermana. Julieta se
encoge de hombros, mientras revisa los cajones del escritorio. Una vitrina
antigua de madera tiene los vidrios forrados con papel de diarios desde
adentro. Está cerrada con llave. Gerardo busca en el llavero y encuentra una
llave pequeña, abre.
Dentro de la
vitrina hay varios papeles, libros de actas, Informes de viajes. También hay un
paquete grande, envuelto en papel madera. Tiene varias vueltas con hilo de
yute. Tiene pegadas dos etiquetas. Una dice “Fragile” y en la otra dice: “For
his Majesty The Prince George of Wales. Enero de 1881. (1)
—July, mirá…
—llama a su hermana—¿Te acordás de esto?
Julieta se
acerca, toma a su hermano del brazo y se queda boquiabierta mirando el paquete.
—¡Sí! Es el
regalo para el príncipe. El que llegó por encomienda ferroviaria, una semana
después. El abuelo nos contó la historia miles de veces. No lo pudieron
devolver a quien lo mandó porque no tenía remitente. El abuelo cansado de verlo
en la vitrina, lo mandó a la embajada, pero se lo devolvieron, por razones de
seguridad, según dijeron. Nunca quiso abrirlo. ¿Te acordás lo que decía cuando
le pedíamos que lo abra, Pájaro?
—Mientras yo
viva, nadie va a abrir este paquete —dice Gerardo.
Se adelanta y
agarra la caja, es la primera vez que la tiene entre sus manos. La zamarrea
tratando de escuchar si hay algún contenido. Un golpeteo seco en el interior de
la caja, indica que hay algo.
—¿Qué hacés,
Pájaro? Dejá eso, mirá si se rompe…
—No sabemos lo
que hay adentro. Yo lo abro. —dice y toma el paquete, resuelto a descifrar el
misterio de tantos años.
“¿Hola,
tío? Sí, fui el sábado pasado con July… No. No me traje mucho tío, unas
fotos que a July le gustaron, un libro de novedades escrito de puño y letra por
el abuelo con muchas buenas anécdotas. Quizás sirva para un libro. Ah… ¿Te
acordás de Rigoberto? Rigoberto, el loro de la abuela, sí bueno, ese… Lo
tenía el vecino, dice que como la hija está embarazada, ya no lo pueden tener.
También me lo traje ¿Sabías que los loros viven hasta 70 años? Sí, se fijó July
en internet… y no sé, este debe tener como treinta años. Cuando yo era chico ya
estaba. No sabés cómo habla”
“Tío ¿Te
acordás del paquete misterioso que el abuelo no quería abrir? Ese… que era para
el príncipe, sí. Bueno me lo traje también. Lo abrí. Sí. Es una bombardina. Una
bombardina, tío… Un instrumento de viento, una especie de corneta, es muy
linda, sí… ¿Vos la querés? Porque quiero aprender a tocarla. No, no tengo
idea cuanto sale… Sí, es del 1800 supongo. No se, puedo averiguar. Bueno, te
mando una foto. Ah, tío… Yo no quiero vender la casa del abuelo. Ya lo hablamos
con July. Hay muchos recuerdos ahí… De nuestra infancia, de mi papá. Él nació
en esa casa. Sí querés nos juntamos el domingo en casa y lo charlamos.”
(1) El príncipe George, nieto de
la reina Victoria y futuro rey de Inglaterra, pasó por Buenos Aires en el buque
Bacchante. El 1ro de Enero de 1881 realizan un viaje a la estancia
Negrete. El príncipe y su comitiva, llegan a Villanueva a las 19 hs. en
un tren especial de la empresa de capitales británicos, Ferrocarril del Sud.
***
-Fabiana
Duarte nació en Capital Federal. Ha publicado para la Editorial Pelos de
Punta, Antología de cuentos de terror, tomo 11 Lista Negra (2016), y en la
revista de literatura digital El Narratorio (2016/2017). En la revista de
literatura Kundra (2017) Fue mención especial en el Concurso de Narrativa La
Pluma Azul de la Municipalidad de Malvinas Argentinas (2015), segundo premio en
el Concurso Literario Barracas Al Sud de la municipalidad de Avellaneda (2016)
y Mención de honor en el Certamen Internacional de Narrativa de Mis Escritos
(2016), La UNLP en la cátedra de Lenguaje Visual 3, eligieron en 2016 “El
Walichú” y en 2017 “El Vástago” cuentos de su autoría para el proyecto
Libros Solidarios, destinados a Instituciones Educativas. Actualmente forma
parte del proyecto Bajo Consumo, Colectivo fotográfico. Está trabajando en su
primer libro de relatos “La imposibilidad de sostener la mirada” y en su
primera novela.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
ENRIQUE FYNN.
PLOMER. KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO
CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM 12. LA
SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR
UDAONDO. LOMA VERDE. ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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