*Ilustración: Ray
Respall Rojas
ANA LA DEL
ESPEJO*
*De Marié
Rojas Tamayo.
Se miró en la
luna del botiquín. El moretón de ayer comenzaba a amarillear y la hinchazón
había bajado. Cubrió con base y polvos las zonas más notables. Su reflejo la
miró alejarse. Cada vez se sentía menos identificada con ella. A la lástima que
sentía por la criatura tridimensional, se sumaba una rabia creciente,
difícilmente contenible.
Los gritos no
se sentían del otro lado del cristal. Ana, la del espejo, dormía en la
oscuridad. Se despertó sobresaltada cuando la otra accionó el interruptor del
baño, abrió el grifo y dejó correr el agua sobre el corte encima de la ceja. No
pudo creer los extremos a los cuales había llegado la tolerancia de su doble.
Esa noche mataría a la bestia y las dos serían libres, con el paso del tiempo
regresaría la luz a sus miradas, volverían a ser bellas.
Se hizo la luz
de nuevo, no sabía cuánto tiempo había transcurrido, con seguridad no más que
unas horas, la herida de la ceja continuaba abierta. Una magulladura en el
borde del labio de su doble, le demostró que con el mero hecho de desearlo, no
podía cambiar la realidad. La bestia seguía viva, transformándole el rostro…
Arrasada ante la impotencia, Ana, la del espejo decidió suicidarse.
Esa noche,
cuando la mujer terminó de lavarse el maquillaje con que había intentado
ocultar las marcas, no reconoció la imagen que vio reflejada en el cristal.
“Tengo que volver a ser yo”, pensó y se internó en la oscuridad de la vivienda.
**
-Marié Rojas Tamayo. La Habana, 23 de mayo de 1963. Licenciada en Economía del Comercio
Exterior. Miembro de la UNEAC. Algunos libros publicados: La casa sin
puertas –Ecos y sombras que cuentan historias-, Villa Beatriz, Mundo
circular -Había una vez un circo-, Tonos de Verde; Adoptando a
Mini; De príncipes y princesas; En busca de una historia;
España. Villa Beatriz; El día que no salió el sol; Laurel y
Orégano; El mundo al revés, Cuba. Su obra ha obtenido más de 50
reconocimientos internacionales, entre ellos el XX Premio Ana María Matute,
Premio Andrómeda de novela de ciencia ficción o fantasía y Mención de Honor en
el Premio Lazarillo de Tormes, España. Publicada en más de 60 antologías. Ha
colaborado con publicaciones periódicas de más de veinte países. Miembro de la
Red Mundial de Escritores en Español, REMES.
-Villa Beatriz esta en Amazon. https://www.amazon.es/Villa-Beatriz-Marié-Rojas/dp/8416849552/
NADA MEJOR QUE HUIR HACIA LO AJENO…
LA MADRE DE
JULITO*
*De Flavia
Pantanelli.
De tu lado del
dúplex escuchás que la madre de Julito levanta la persiana que da al mar. Las
tablas se van arrollando con cada tirón que ella, del otro lado de la pared, le
da a la correa. En seguida empezás a oír los golpeteos de la cuchara contra la
medianera. Rítmicos. Suaves al principio. Después se van volviendo más
intensos. Mirás el reloj, tratás de enfocar en el cuadrante. Nueve menos
veinte. No hace dos horas que te acostaste. Así no se puede, no hay cuerpo que
aguante: la nena, toda la noche con fiebre. Hace ¿cuánto? nada, que conseguiste
que se duerma. El ruido empieza siempre igual, un golpecito, otro y después un
llamado suave. Uno, dos, tres segundos y vuelve el sonido que va subiendo, como
cada día, hasta transformarse en un grito. Y enseguida la voz de la madre de
Julito: acá estoy, Julito.
Acá estoy. A
ver, grande esa boca que te traje la manzanita. Qué rica la manzanita. Ahora le
debe estar dando el puré de manzana, porque por un momento deja de escucharse,
a través de la pared tan delgada de esta construcción de playa, el golpeteo de
Julito y el grito, y por un rato solo escuchás el choque de la cuchara contra
el plato, rítmico, eficiente. Y después, la cuchara que golpea contra la pared
y un sonido que es como una tos o un ladrido, suave, y una vocal, la a, podría
decirse que es, pero puede ser también una o, constante, como un rezo, que
acompaña el golpeteo de la cuchara contra la medianera y vos te das cuenta que
está contento, que la manzana le debe gustar, y pide más. Come mucho, Julito,
es glotón, le gusta lo dulce, aunque tarda tanto en comer porque le cuesta
tragar. Ale se da vuelta en la cama, estira el
brazo, te acaricia la cintura, te agarra un pecho. Girás en sentido contrario,
te hacés un ovillo, ponés la cabeza debajo de la almohada. Querés dormir un
rato más. Tenés tanto sueño que te dan ganas de llorar. Suspirás hondo y es
casi como una queja. Ale te da un beso en el pelo, se levanta. Camina hasta la
cómoda, agarra unos bóxer, se los sube. Va hasta la cocina. Oís el ruido del agua
que llena la pava, enciende la hornalla con un fósforo.
Acá tienen por
costumbre usar fósforos. Es como un ritual de hace años y es solo de acá, de
vacaciones. Como el mate cocido o la siesta. Un ritual de acá que no se repite
en ningún lado. Nada de encendedor, de magiclick. Fósforos. Churros en la
playa. Crucigramas. Esas cosas que hacen que los días de vacaciones sean algo
distinto aunque sustancialmente siempre lo mismo. Ale entra al baño, cierra la
puerta corrediza, revuelve cosas en el botiquín, en el placar, sale. Los ruidos
de esta parte del dúplex se mezclan con los golpes amortiguados que vienen del
otro lado de la pared. Te levantás, abrís las ventanas de tu cuarto, del
living, el sol va entrando en todas las habitaciones de este lugar que fue el
sueño de tu mamá. Tu mamá y esa casita en la costa, llena de caracoles y velas
azules, de cuadros de peces y
redes de pesca, lleno de fotos de tu padre, de vos y tu hermana, con sus
paredes amarillas y sus lavandas y hortensias en los canteros. Este dúplex
sobre la playa, que desearon tanto, que disfrutaron tanto ella, vos y tu
hermana, las tres juntas, antes de que tu hermana se fuera a vivir a Barcelona
y que desde septiembre te quedó en herencia. Ale trae el café, las tostadas. El
sol ya está alto sobre el mar. No hay viento. La nena duerme. Ale estira el
brazo, te agarra del cuello. Su piel huele a sol, a mar. Despacito va
erizándose el vello de tus brazos, de la nuca. Los dientes de Ale se ensañan en
tu oreja. El aliento fuerte del café de la
mañana.
Te despierta el
ruido, del otro lado del dúplex, de la persiana al levantarse, después el ir y
venir de las chancletas de la madre de Julito, la puerta corrediza del baño y
el agua de la ducha golpea contra los azulejos. En tu habitación el polvo
suspendido baila en los haces de luz. Te quedás mirando ese polvo como si
vieras nevar. La luz pasa a través de la persiana y dibuja circulitos en el
placar, en la pared que da al baño, en la puerta. Ale se remueve en la cama,
estira el brazo, apoya la mano sobre tu espalda. Su mano baja, lenta, hasta la
cadera, sube hasta el hombro. Repite el recorrido una, dos veces. Ale se
acerca, te abraza, pone una pierna sobre tu cintura y así se queda dormido, un
rato más. El polvo suspendido brilla en la luz te quedás viendo como si fuera
nieve que cae. Te quedaste con las ganas de ir estas vacaciones a Nueva York,
de ver la nieve sobre el famosísimo árbol de navidad. Con semejante panza, dijo
el doctor, ir a Nueva York es una locura. Y no te dejó. Ya estás de siete
meses pasados. Casi llegando a ocho. Ahora la madre de Julito debe haber
terminado de bañarse porque ya no se escucha el sifón del agua al pasar por el
caño ni el golpe en los azulejos, pero en cambio llega, claro, el chirrido de
la puerta del placar. Pensás que ahora se debe estar secando. En la pared,
detrás de tu cama, empiezan a sonar los golpecitos de siempre. Si no fuera por
Clarita, con lo que le gusta el mar, no venías ni loca este año a la costa. Por
Clarita, y porque el dúplex esta temporada no lo pudiste alquilar. Y eso que le
bajaste el precio. No lo pudiste alquilar ni siquiera una quincena. Ni siquiera
la segunda de enero. Aunque hicieron esa fiesta por el fin de año, con los
fuegos artificiales, en la playa, y el cura bendijo el agua y tiraron las flores
blancas al mar, como hacen en Brasil, vino muy poca
gente y no pudiste alquilarlo. En el trabajo de Ale cada vez son más las
cesantías, los adelantos de vacaciones, los retiros voluntarios. Cada lunes Ale
se va a trabajar pensando que por ahí ese día le llega el telegrama. No te dice
nada, para no preocuparte, y después lo ves tomarse una aspirina, un antiácido.
No te dice nada de sus miedos y, eso, justamente es lo peor: la sonrisa rígida
a la mañana al tomar el desayuno, el silencio pétreo al despedirse de vos,
pasar la mano por tu panza, al besar a la nena.
Escuchás a la
mamá de Julito abrir, cerrar el botiquín, el placarcito del baño, te la
imaginás en la rutina de cada mañana: pasarse rápido la toalla por la cara,
bajar por el cuello, las axilas, la panza, llegar a la parte interna de los
muslos, blancos, casi vírgenes con esa mata de vello enmarañado, completo que
pensás que tiene, un hilo de agua chorrea por sus piernas, tocar apenas ahí,
entre los labios, y después seguir, como cumpliendo con un trámite, con la
tarea rítmica, eficiente, de secarse las pantorrillas, los tobillos, los dedos
de los pies. Después se debe abrochar el corpiño, subirse la bombacha a las
apuradas, mientras se arregla un poco el pelo, cortito, sin tintura, y sale del
baño. Se escucha todo a través de estas paredes que parecen de papel: la puerta
que se cierra y en seguida la otra, la de la cocina, que se abre. Todo, se
escucha. Todo. Te das vuelta en la cama, te agarrás la panza con las manos:
apenas te movés se te pone tensa, como una bala de cañón. Sí. Con semejante
panza ir a Nueva York habría sido una locura. Apenas te movés te duele el
costado izquierdo y te tenés que volver a acomodar. La panza ya te aprieta el
estómago, te da acidez. Los
últimos meses son difíciles pero a vos te parece que este embarazo fue más duro
que el de la nena. Escuchás los ruidos que vienen del otro dúplex. Si no fuera
por Clarita, que le gusta tanto el mar, este año te quedabas en Buenos Aires,
debajo del aire acondicionado. Por la nena y por Ale, que necesita pensar en
otras cosas que no sean las suspensiones en el trabajo y porque tenés el dúplex
vacío, que lo único que te da es gastos.
Ponés la cabeza
debajo de la almohada, te tapás de nuevo. Querés dormir, vos también, un rato
más.
Te levantaste
tarde, el sol está ya alto. Salís para la playa con el bolso de lona, las
paletas, la canasta con el mate. Ale te espera en la carpa, con la nena y el
bebé. La madre de Julito te saluda, lleva un cesto de ropa para colgar y te
pregunta, como cada vez, mientras ponés llave a la puerta, si sos vos o tu
hermana. Como cada vez, le contestás que sos vos y hacés hincapié en la
cicatriz que te cruza el brazo, en lo torcido de tu nariz: todos, te das
cuenta, defectos físicos, cosas que te parecen rasgos permanentes, no como el
color o el largo del pelo que son datos momentáneos, traicioneros. Sin embargo,
podrías decirle otras cosas. Podrías decirle que tu hermana ahora vive en
Barcelona. Decirle yo soy la que está casada con Ale, o yo soy la que soy la
madre de Clara y Lauti. Pero no. Insistís con lo del brazo, con la nariz. Te
tomás tu tiempo en contarle lo de la cicatriz aunque sabés que no le interesa
gran cosa porque en el fondo ella quiere llegar a hablar de lo otro , y
justamente por eso, para vos, todo es cuestión de hablar de cualquier otra
cosa, de hacer tiempo y tratás, como siempre, de llevar la conversación hacia
un lugar seguro para poder despedirte sin tocar el tema, así que hacés un
comentario sobre el clima, charlan del día, que está lindo, le decís que tu
marido te está esperando en la playa, con la nena y el bebé y por un momento te
tranquilizás, sentís que estás a salvo, que lo vas a lograr y apoyás un pie y
empiezás a bajar con lentitud el escalón de piedra mientras ensayás una
despedida y pensás en la playa, en el día radiante, en los chicos que te
esperan en la carpa treinta y dos del balneario, con los tejos, las paletas, y
Ale que te va a mirar fijo con sus ojos verdes mientras caminás por la arena y
pensás que algún comentario va a hacerte sobre la bikini nueva, pero la
madre de Julito dice de pronto que tus hijos son hermosos y te tensás porque
ves que entran en zona de peligro y después dice que el bebé se parece a tu
mamá y sentís ya la presencia monolítica del tema sobre ustedes, y entonces te
entregás. Volvés a subir el escalón, la mirás de frente y te ofrecés toda,
mansa, a que aborde la cosa de una buena vez para terminar, también, lo antes
posible. Entonces, una vez más, como en una coreografía bien ensayada, la madre
de Julito pregunta por tu mamá, le decís que murió hace cuatro años, y como
siempre, como cada verano, como cada vez que te encuentra en la puerta o en la
vereda, la conversación se desliza hacia tu mamá, hacia su cáncer y su agonía y
todo lo que parece que nunca fuera a quedar sepultado, aunque ella sí lo esté,
hace cuatro años, y aún así, a
pesar de la tristeza que se acumula contra el alero, bajándolo casi hasta
aplastarte, repetís datos, diagnósticos; síntomas y detalles, porque a ella le
interesa. O no. Tanto no le interesa, porque lo que en verdad le interesa es lo
otro, pero para vos, aun la muerte de tu mamá, aquella terrible agonía, te
proporciona una zona de cierta seguridad, y le das charla diez, quince minutos,
mientras ves el sol alto ya por encima de los eucaliptus y seguís hablando
hasta que te convencés de que es todo tiempo perdido, y mejor ir de una buena
vez al grano, porque ya el verdadero asunto está instalado, el verdadero, el
único asunto, el asunto siempre presente, el verdadero y único tema de conversación
posible ya revolotea y viene, indefectible, hasta vos. Podrías intentar una
última movida, decirle mi marido me necesita, los chicos me están esperando en
la playa, decirle tengo que irme con urgencia pero no lo hacés, no sabés si es
por culpa o porque no hay forma de soslayar el tema, que hay que abordarlo
igual, idéntico cada día, idéntico este verano al verano pasado, al anterior,
al otro y al otro y al otro. Inmutable, eterno. Como un peaje que hay que
pagar, como una ofrenda. Así que seguís el juego y te entregás a la sucesión de
preguntas y apreciaciones que termina siempre así: gran pediatra, tu mamá. Gran
pediatra, fue ella la que se dio cuenta que Julito tenía algo.
Al final
terminó yendo Ale solo con los chicos al muelle de pesca. Clara con ese
mediomundo que es más grande que ella, Ale con la caña corta y Lauti con la
bolsa de
almejas que
juntó toda la mañana. Ahora que no están, el dúplex parece más grande, todo es
silencio, el sol entra oblicuo a través del tragaluz y vos aprovechás y te sacás
la bikini con una libertad robada, entrás al baño, abrís la canilla de agua
caliente, te metés debajo de la ducha. El chorro de agua te masajea la cabeza,
la nuca, cerrás los ojos, respirás hondo. A través de la pared se escucha que
la madre de Julito entra a su departamento, la puerta se golpea fuerte, por el
viento. Cerrás las canillas, estirás la mano y agarrás la toalla. Sentís la
piel quemada por el sol del mediodía, abrís el botiquín, agarrás la crema y te
la pasás por los hombros, por los brazos. Te mirás en el espejo, te estirás las
mejillas, te levantás un poco los pechos, hasta el lugar donde crees que
estaban antes. Antes de Clara y de Lauti.
Estás muy
bronceada, te gusta verte la piel de los pechos, tan blanca en comparación con
el resto del cuerpo. Te pasás crema, te masajeas, volvés a pensar qué lindo
sería tener los pechos como los tenías antes, y cantás la última de Laura
Pausini: Gente. Odiás a Laura Pausini, ese agudo constante, inalcanzable te
tiene harta y sin embargo, cantás la última de Laura Pausini, porque la ponen
todo el día en el balneario, en los cafés, en los negocios, y es así que sin
saber por qué y contra toda voluntad, te encontrás cantándola. A través del
tabique, y a pesar del ruido que estás haciendo, oís que la madre de Julito
canta, también.
Prestás
atención. A guardar, a guardar, la canción que cantaste hasta el hartazgo
cuando trabajabas en el jardín de infantes. Hace rato que estás pensando en
volver a trabajar. Los chicos ya están grandes y Ale en el trabajo nuevo no
gana ni la mitad que en el otro. Hay veces que no sabes cómo decirle que la
plata no rinde como antes. No es que te importe la plata, si fuera por vos, que
vaya a trabajar gratis, después de verlo esos cuatro meses en casa, sin
afeitarse, sin sacarse el piyama en todo el día. Del otro lado del tabique te
llega el ruido de la correa, la persiana que se alza. Un tramo, dos tramos,
hasta arriba. Julito ya debe estar despierto de su siesta. Terminás de pasarte
la crema, de desenredarte el pelo. Caminás hasta el cuarto. Ropa interior y
shorts. Acá se puede estar todo un mes en shorts.
Esas cosas que
te hacen sentir de vacaciones. Fósforos, crucigramas. Churros en la playa.
Shorts. Un trabajo de medio tiempo, aunque sea, para tus gastos y para las
vacaciones. Por un lado es una suerte tener el dúplex pero a veces estás
aburrida de venir siempre al mismo lugar. Si no llegas a alquilarlo, te queda
de clavo, todo el año. Volver a tener grado, no. En un consultorio, en una
oficina, podría ser. Un trabajo de medio tiempo, mientras los chicos están en
la escuela. Te ponés los shorts y te pasas las manos por la espalda, te duele
la cintura. Los chicos están pesados, ya, y todavía, cada tanto, quieren upa.
El que más te pide es Lauti, que ya va para los siete. Un trabajo, ahora que
los chicos están grandes, que ya casi no te necesitan. Dejame que te cambie,
escuchás que dice la madre de Julito, del otro lado de la pared. Te preguntás
cómo hará esa mujer para levantarlo, para moverlo con lo enorme que está. Una
vez, hace un tiempo, la viste cuando le estaba cambiando el pañal.
Vos pasabas
apuradísima, que te estaban esperando en el auto, y ella tenía la puerta
abierta casi por completo y no sabés por qué, no pudiste evitarlo, te quedaste
ahí, mirando cómo lo cambiaba. Julito estaba tirado en el sofá cama que tienen
en el living para las visitas. Nunca viste que nadie viniera de visita en todos
estos años. Te quedaste mirando la colección de cucharitas, de platos, que
colgaban de las paredes un poco descascaradas, ennegrecidas por las manos de
Julito y por el hollín de la estufa. A pesar de que lo cambiaba con cuidado, se
derramó pis sobre la sábana que había puesto. Ella le pasó una esponja por el
cuerpo. Julito tenía la vista clavada en un punto, por ahí era la lámpara. Laleaba
y movía las manos delante de los ojos y la madre cantaba sobre el laleo, el
payaso plin plin. Ahora que la escuchas cantando tortita de manteca, pensás
cuanto le gusta a julito que la madre le cante. Imaginás que una sonrisa se
debe dibujar en la boca de Julito. Esa sonrisa oblonga que le conocés, que le
arremanga las mejillas y le cierra los ojos y seguro que la madre de Julito
sonríe también, porque escuchás que le dice, esta no te gusta, ¿eh, Julito? te
gusta el payaso plin plin, ¿eh? y en una de esas le toca la nariz, y dice como
diría cualquier mamá, como le decías vos a los tuyos, de bebés: achís, Julito,
achís. Y Julito, seguro, sonríe aunque ha de ser una sonrisa refleja, pensás.
Una sonrisa refleja, por ejemplo, porque justo la madre le está tocando con la
esponja los testículos, el pene, que de a poco se le va endureciendo,
levantando. No sabés cómo se te ocurren pensar algunas cosas. La madre debe ver
esa sonrisa del hijo y seguro sonríe ella también, porque siente que la
reconoce y Julito no deja de sonreír, sigue sonriendo mientras se toca y
empieza a balancearse hacia adelante, hacia
atrás, cada vez
más rápido, cada vez con más fuerza. Rocking, te dijo alguna vez tu mamá que se
llama esa forma de moverse. Y después lo estudiaste en el magisterio, también.
No, Julito, no, le escuchás decir a la madre. Esperá que te ponga de nuevo el
pañal. Le pone el pañal y le sube el short y seguro le da una galletita, de las
Manón o cualquier otra de leche, que le gustan con locura. Y después junta el
pañal sucio, las sábanas mojadas y se seca del cuello una gota de saliva que la
lengua de Julito no puede retener.
Se te hizo tan
tarde sin darte cuenta. Ale ya debe haber llegado del supermercado con la nena.
A Lauti, en cambio, no hay quién lo saque del agua si no es bajo amenaza y te
quedaste casi una hora esperándolo en la orilla. Subís los escalones de piedra
de dos en dos. Iba a venir la mujer de la inmobiliaria con una gente interesada
en el dúplex. En otro momento ni hubieras considerado la oferta. Pero este año,
sí. Decidiste que es hora de venderlo. Al primero que aparezca. El año que
viene Clara cumple los quince y vos querés, en vez de la fiesta, llevarlos a
todos a Disney. Lauti trepa por la baranda y vos casi chocas con la madre de
Julito, y con Julito en la puerta. Lo llevo un rato a la playa, dice, ahora que
bajó un poco el sol. Le encanta la playa, dice. Te gusta la playa, ¿no, Julito?
–pregunta alzando la voz. Julito mira un punto lejano, perdido. Se balancea
cargando todo su peso en la pierna izquierda y después en la pierna derecha.
Una brisa suave le revuelve el pelo.
Sonríe con la
boca muy abierta, la lengua un poco afuera. Julito siempre tiene la lengua un
poco afuera, esa muy grande, no le entra toda en la boca, se lo explicaste a
Clara una vez que se animó a preguntarte. Y le dijiste el nombre médico que
tiene: macroglosia, como de chica te explicó tu mamá, la pediatra, cuando, le
preguntaste eso mismo, no sabés a raíz de qué, por ahí alguna clase de
biología. Y te dijo esa palabra. Macroglosia. Dijo esa palabra y después se rió
ella misma de la palabra. Dijo: viste, una palabra tan difícil como
macroglosia, que parece tan importante y que lo único que quiere decir es
lengua grande.
Tu mamá era
así: salía con alguna cosa difícil, solamente para burlarse de eso al momento
siguiente. A tu mamá le importaba muy poco la chapa que daban las palabras
difíciles: macroglosia, esternocleidomastoideo, sulfamida. Carcinoma.
Metástasis. Julito se impacienta, empieza a bajar solo un escalón. Después de
tantos años de no venir a la costa, lo encontraste muy cambiado, está casi tan
alto como la madre, obeso. Tiene una sombra de bozo, muy negro, sobre el labio
y un poco de acné en la cara. Julito se impacienta, salta en el lugar. Mueve
los dedos delante de sus ojos. Grita. Sí, te gusta la playa, dice la madre de
Julito. Te gusta. Y le pasa la mano por el pelo, le acomoda la remera. Y a vos,
¿te gusta? –le pregunta de pronto a tu hijo. Lautaro termina de trepar por la
baranda y se queda quieto, serio, como cada vez que se encuentran con Julito.
Mueve las paletas, la mirada fija en su ojota. ¿Cuántos años tiene?, te
pregunta. Le decís que diez, para once. Cómo se parece a tu mamá, dice. Hoy
tampoco vas a zafar. Tu mamá era una excelente pediatra, vuelve a decirte la
madre de Julito casi en seguida: ella fue la primera en darse cuenta de que el
nene tenía algo. Movés la cabeza medio en diagonal, en un movimiento que no es
ni de afirmación ni de negación sino un poco de ambos, te encontrás moviendo la
cabeza así y le decís que sí, que los chicos eran su pasión, aunque no estás
nunca del todo segura que fuera cierto nada de todo eso. La pasión de tu madre
era el mar, este mar, la única persona que conociste que no se quejaba porque
el agua era fría, no se quejaba de las aguas vivas, no se quejaba del viento.
El mar y este dúplex frente al mar, que llenó de caracoles y cuadros de peces,
de velas azules, y fotos de tu padre, congelado para siempre en aquella juventud
que lucía desde las
fotos, una juventud que no lo abandonó nunca y que lo había hecho incomparable
a cualquier otro hombre vivo. Fotos de vos y tu hermana, de chicas, de cuando
eran tan iguales que nadie, nadie las podía diferenciar. De cuando les preguntaban
en la calle, en el club, sos vos o tu hermana y ustedes se reían y contestaban
soy mi hermana. Este dúplex amarillo que te quedó en herencia hace doce años y
al que hace doce años estás pensando vender y nunca te decidís, nunca es el
momento, ni la gente adecuada, ni la oferta justa.
Aunque tal vez
sí, pensás mejor, sea cierto que tu madre se haya dado cuenta de lo de Julito.
Lautaro entra
corriendo a la casa y vos te quedás en la puerta, viéndolos bajar los
escalones. Ella lo agarra a Julito del brazo. Van despacio, un paso, después el
otro. Cada tanto se paran. Ella le acomoda la remera, el sombrero. Después
caminan otro poco más, cruzan la calle, hacia la playa. Ella levanta mucho el
hombro del lado que está agarrado Julito, tuerce la columna para el otro lado,
como si lo llevara alzado, un poco. A veces, Julito se exalta con el vuelo de
un pájaro, un perro que se le acerca demasiado, y quiere salir corriendo.
Esperala a mamá, escuchás que le dice. Quedate quietito, escuchás que le dice.
Esperala a
mamá, que no puede. Pero él, corre.
Esperame,
escuchás que Lautaro le dice a Clara. Va descalzo y el asfalto le quema la
planta de los pies. No son todavía las tres de la tarde y ahí marchan los dos,
solos hacia la playa. Dicen que es la mejor hora y te acordás de hace mucho, de
cuando tenías, también vos, diecisiete años, y te decís que es cierto, que es
la mejor hora para aparecer por la playa.
Desde la
ventana podés ver cómo caminan separados, exagerando un poco la distancia entre
ellos. Van algo envarados, impostando la autonomía. Se hablan girando el
cuerpo, se miran a la cara con exceso. Pasando la costanera se ven las voleas,
los remates del vóley playero, en el mástil la bandera amarilla y negra que
flamea, y los techos de lona rayada de las carpas. Después, el mar que parece
no terminar nunca. Te parece que el dúplex nuevo, llegando a la esquina,
finalmente se vendió. Sacaron el cartel y hoy temprano viste una mujer muy
rubia que vino con el auto. Estuvo casi toda la mañana. Ahora no está más. La madre
de Julito escucha tangos. Clara se para en medio de la calle, se acomoda mejor
el bolso en el hombro, sacude un poco la melena. Julito debe estar sentado en
el balcón, con las piernas cruzadas en posición de indio, como le enseñaron.
Escuchás su voz, ese uhuhuú que se acerca y se aleja, seguro que se balancea
hacia adelante y hacia atrás. Lalea. Los chicos caminan
hacia la playa, el sol no parece aplastarlos, todo lo contrario. Mueven mucho
los brazos, duros, como los malos actores, unos brazos que terminan en relojes
desmesurados, en incontables pulseras de crin de caballo, cintas de la suerte,
en uñas pintadas de todos los colores. Sentís a tu espalda el ruido hueco de
una pelota que golpea contra la pared. Tal vez no sea una pelota, sino sea el
mismo Julito, que se golpea rítmico, contra la pared. Por momentos parece que
siguiera el compás del dos por cuatro. o tal vez sí sea una pelota y cada tanto
se le escapa y entonces la madre de Julito se levanta, la busca y se la vuelve
a alcanzar y canta, cada tanto, palomita blanca o los mareados. Clara sacude
otra vez el pelo, que este año le llega hasta la cintura, las puntas
desteñidas, casi blancas.
Lautaro, en
patas y sin remera, con el short como se usa ahora, por debajo de las rodillas.
A Lautaro no hay quién le haga poner una remera, el sol le pega en el vello de
la espalda, que refulge, dorado en la piel oscurísima. Levanta un brazo,
fibroso, perfecto, y en la espalda se dibuja el pendular de un omóplato. Saluda
al amigo que lo espera en la esquina. El amigo se acerca, se dan la mano de una
forma que no viste nunca. Clara le da un beso, puede ser en la mejilla, pero te
parece que por ahí no, que por ahí le dio un beso rápido, en los labios, así,
como a la pasada. Se quedan un minuto los tres parados en la esquina, hablan
algo porque los ves mover las manos, después Clara sacude su pelo de sirena,
señala hacia la playa y caminan despacio, hasta que desaparecen de tu vista.
Entrás al cuarto tratando de no hacer ruido. Ale duerme, una pierna estirada,
la otra a medio doblar, el libro tirado en el piso, abierto casi en la misma
página que cuando llegaron de Buenos Aires. Te sacás el short. Te metés entre
las sábanas. El vello de las piernas de Ale en las tuyas.
Los dedos de
tus pies arrastran la espuma fría y el agua sube por tus piernas, lavándolas de
toda preocupación, de todo pecado. Todavía no entendés qué te pasó. Cómo fue
que te metiste en semejante desastre. Por más que pienses, no podes decir cómo
empezó todo esto, ni tampoco cuándo fue que esa voz, esa cara, el olor de ese
hombre se te volvieron necesarios. Y es como una fiebre. Esa imagen, constante,
frente a tus ojos, de sus manos pausadas, de las arrugas debajo de sus ojos
cuando se ríe, la voz rota, su risa. Y es un enorme cansancio, un suplicio vivir
cada día así, con ese hombre plantado en tu cabeza, día y noche, día y noche.
Bañarse, hacer las compras, ir al banco, tomar un colectivo, planchar,
depilarse, hablar por teléfono, comer, llevar unas flores al cementerio,
preparar una torta, llamar al plomero, cargar nafta, ir a la oficina, con él
siempre en la cabeza. Y en la oficina, encontrártelo. A él, que vive, se mueve,
respira, más allá de vos, de tu hambre, de tu control y tu locura. Acá, en la
playa solitaria, te permitís eso: decir su nombre, fuerte, sin miedo.
Mover los
labios, vibrar las cuerdas y componer los sonidos de ese nombre que hace meses
no te deja. Y Ale: Ale, que no te dice nada. Y eso, justamente, es lo más
terrible. Ale, que te mira en silencio. Ale que no te pide explicaciones, no te
insulta, no te escupe. Ale, que espera. Que llama por teléfono a media tarde y
vos corrés a atender y pensás, es él y sabés que él no puede ser, que él a tu
casa no llama, no tiene ninguna razón para llamar, y disimulás la decepción
cuando levantás el tubo y escuchás que es Ale que te llama para nada, o no
sabés si para nada pero como es Ale y no es él, entonces es para nada. Ale, que
te busca en la cama, medio dormido a mitad de la noche, con caricias escritas
en la memoria de todos estos años, y vos que respondés, desesperada. Respondés
con tu cuerpo hambriento, pero no es para Ale esa respuesta ni ese hambre. No
es Ale. No es, no es. No es.
Y quién sabe si
él no se da cuenta o si se da cuenta y disimula, ya no entendés nada y todo es
tan terrible, cualquier opción es terrible, ninguna es menos feroz que otra.
Hace muchas noches que Ale, entre tus piernas, es otro. Con la noche y con la
sombra así lo traicionás. No es Ale, es Pablo, el fantasma de Pablo que te toca
en la noche, por obra de esta fiebre que te está matando, esta fiebre que se
llama Pablo, que está siempre, que no se aplaca nunca. Y Ale que te mira, que
no dice nada. Que espera. Ale que espera, en silencio, con su mirada verde, esa
amabilidad odiosa, esa inercia detestable. Ale que intuye todo y que no plantea
nada. Y su sonrisa de piedra a la mañana al despedirse, su silencio en la cena,
su tristeza al tocarte. Y tu hermana, desde Barcelona, que te dice: estos días,
los dos solos en la playa, pueden ser un reencuentro. Todos abonan a la teoría
del reencuentro, ahora que Clara se fue a vivir con el novio y Lautaro está
estudiando afuera. Como si el desencuentro hubiera estado propiciado por los
chicos, cuando la verdad es que hace tanto tiempo que ellos son la única
argamasa de tu matrimonio. Como decirle a tu hermana que hay días que te
despertás y Ale duerme a tu lado y vos lo mirás dormir, sereno, bello, maduro y
lo único que se te ocurre es preguntarte, quién es este hombre que duerme acá a
mi lado. Quién es, qué piensa, qué hace acá. Cómo es que nos fuimos haciendo
tan ajenos, tan lejanos este hombre y yo, este hombre con el que comemos
juntos, viajamos juntos, quién es este hombre que conoce cada rincón de mi
cuerpo, cada grito de placer y de odio, cada temor, cada miseria mía, quien es,
ahora que los chicos no están entre nosotros, quién es para mí.
Pero vos no
buscabas un reencuentro con Ale sino poner un poco de distancia con ese otro
hombre, que esto se tiene que terminar, te decís una y otra vez, que es una
locura, y vos no estás para hacer cosas locas, acabás de cumplir cuarenta y
cinco, pero no estás tampoco tan segura de que querés que se termine. Tus
piernas siguen caminando, arrastrando todo el mar hacia adelante. Las olas
muertas barren la orilla, tus pies levantan la espuma, la arrojan lejos, y
repetís, ahora que nadie te ve, ni te escucha, Pablo. Como un mantra que lo
aleje, y pulverice su voz, los labios, las manos, y que se lleve con él,
también, los agujeros de tu cuerpo, todos. De lejos, reconocés las siluetas de
la madre de Julito y de Julito que caminan por la orilla. Caminan hacia vos,
despacio. Ella cada tanto se agacha y recoge algo del suelo. Un caracol,
pensás, la pinza de algún cangrejito y lo guarda en el monedero. La miras
caminar con su pelo corto, sin teñir, ya casi totalmente blanco, bermudas
negras hasta la
rodilla, malla entera, azul marino, y volvés a imaginártela en el baño, después
de la ducha, en el trámite de cada mañana de secarse con una toalla que le
traiga algo de sol, de mar hasta esa mata de vello entre las piernas, denso,
sin depilar y ahora, imaginás, debería estar gris, lleno de canas. Pensás en
ella y te vienen a la cabeza una sucesión de actos, fieles, constantes: subir
la persiana, comprar las Manón, tender la ropa al sol. La presencia de Julito,
se te ocurre, es una certeza sólida que no deja vacíos para ideas locas. No
debe quedar lugar para ideas como Pablo. La ves caminar por la playa, el cuerpo
siempre un poco torcido hacia el lado contrario de donde se agarra Julito, como
si lo alzara con la fuerza del hombro, sus alpargatas blancas, su monederito en
la otra mano, la ves caminar, rítmica, eficiente, con esa expresión tranquila
en la cara y se te ocurre una palabra, antigua, casi olvidada: beatífica. La
madre de Julito camina por la playa con una expresión beatífica.
Pensás en su
sexo dormido, predicho, mineral, esa parte de su vida que le sospechás muerta,
el sosiego de esa muerte que en este momento te haría tanta falta. El sol está
subiendo y ya calienta un poco en los hombros. Mirás el mar. La luz fabrica
miles de cucharitas de plata, la piel te arde y el agua está tan fresca. Das un
paso y el agua te cubre los tobillos, otro paso, y ahora te llega hasta los
muslos. Sentís el frío tocándote la punta de los dedos, las muñecas, te
acaricia la entrepierna, te rodea la cintura. Mar adentro se empieza a formar
una ola. Es, apenas, una nada, un doblez. El viento empuja la ola, la infla y
crece, la ves crecer, se levanta frente a vos, vertical, transparente. Te
quedás muy quieta, el agua al pecho, al cuello, la sal te salpica en la boca.
La ola avanza, la cresta ya empieza a desbordar en un rulo. La pared de agua ya
está ahí enfrente, tapándote todo, el sol, el horizonte, todo. Te quedás
quieta. Tan quieta. Respirás hondo y dejás que todo el mar te pase por encima.
Se ahoga. Cada
tanto sentís que se ahoga. Que se agita. La madre de Julito está en el jardín,
hablando con la vecina de al lado. Sostiene la palangana roja donde trae la
ropa que sacó de la cuerda. Después de tantos años sin verla, la encontrás
mucho más gorda. Respira con dificultad, cuando sube los escalones tiene que
parar en cada escalón a descansar, se lleva la mano al pecho. Dice, no seas
malo Julito, esperá que mamá no puede. Julito, sentado en el jardín del
edificio, las piernas dobladas en posición de indio, balancea el cuerpo hacia
adelante y hacia atrás. Una y otra vez. Trenza y destrenza los dedos de las
manos a pocos centímetros de sus ojos, tiene la cabeza levantada y el sol pasa
por entre los dedos haciendo un juego de sombras chinas en su cara. Tiene la
barba crecida, como de unos tres días.
Notás por
primera vez que Julito tiene la barba llena de canas. En la coronilla, el pelo
le ralea. La vecina de enfrene, mientras habla, se mete en la boca pedazos de
pan que arranca de la baguette que trajo de la compra. Mastica despacio, como
si masticar fuera parte de la conversación, cada tanto alza las cejas, mueve la
cabeza o contesta con un sí, un no, un claro y se vuelve a ajustar el nudo del
pareo sobre la malla. Hay mucho viento esta tarde, la madre de Julito se
sostiene con la mano el pelo que se le mete en los ojos. Busca en la palangana
un broche y se agarra con él un mechón de pelo completamente blanco. Pasás con
cuidado, tratando de no golpearlas con la rueda del cochecito de la beba. Ale
se fue al golf. Clara y Eduardo se fueron a la playa y vos aprovechás para
sacar a pasear a la nieta.
Permiso, decís,
buenas tardes. Todavía no te acomodás a la idea de que fuiste abuela; o sí, es
lo más lindo del mundo pero te cuesta que te digan abuela. Un día, cuando Clara
estaba por tener la beba, te encontraste pensando en ponerte un poco de bótox
en la frente, otro día te anotaste en el arte de vivir y en pintura sobre tela.
Hay meses que no te viene el período, y otros en los que te viene tres veces.
Cada tanto tenés los calores. Te empezaron a dar calcio y vitamina D. Vos
pensabas que esto de los calores no te iba a pasar. Hay días que te llevarías
el mundo por delante. Otros, que tenés unas ganas locas de llorar. Permiso,
decís, no querés interrumpir pero el coche es grande, necesitas que se corran
un poco sino, no pasa. Es lo más lindo del mundo ser abuela, pero te cuesta
acomodarte a la idea. O no te cuesta ser
abuela, sino lo que te cuesta es estar en la menopausia. La beba sacude un
piecito y mueve el sonajero que cuelga en la punta del coche. Te parás a
levantar el escarpín caído.
Ese, que
insistís en ponerle a pesar de que es verano, porque se lo tejiste vos,
amarillo, porque Clara y Eduardo no querían saber el sexo. Estás levantando el
escarpín y escuchás justo cuando la madre de Julito dice, te gusta la playa.
¿No, Julito? Ahí vamos, ahí vamos. Y después, a la vecina de enfrente, voy a
llevarlo un rato a la playa, ahora que bajó un poco el sol.
A Julito, in
memoriam
**
-FLAVIA PANTANELLI es
fonoaudióloga y cuentista. Vive en Buenos Aires, Argentina. Empezó a escribir
en los talleres de la municipalidad de San Isidro en 2011. Se formó con los
escritores Bea Lunazzi, Ariel Bermani, Silvia Plager, José María Brindisi,
Pedro Mairal, Osvaldo Bossi, Félix Bruzzone, Elsa Drucaroff, Jorge
Consiglio y Christian Kupchik. Realizó la Formación Intensiva en Escritura
Narrativa de Casa de Letras.
Sus trabajos fueron distinguidos
en concursos municipales, provinciales, nacionales y europeos, como
Manuel Mujica Láinez, Lomas de Zamora, Fundación Victoria Ocampo, Colegio de
Escribanos de Provincia de Buenos Aires, Consejo Federal de Inversiones,
Concurso Federal de Relatos, Cuentos para el andén y otros.
Publica desde 2013 en revistas
literarias y en antologías de nuestro país, Brasil, España y
Estados Unidos. Participa de los proyectos solidarios PH15 (Argentina) y
30 SONRISAS CON HISTORIA (España). Traduce del italiano y realiza trabajos de
edición para editoriales independientes.
En 2015 publicó los siguientes
libros: HACEME LO QUE QUIERAS (Ed. Outsider, Buenos Aires, 2015) y CARNE ROTA
(Modesto Rimba, Buenos Aires, 2015, Segundo premio del Concurso de la
Fundación Victoria Ocampo). Su libro EL EXTRAÑO LENGUAJE DE LAS
CASAS es finalista de la convocatoria de la editorial Pelos de Punta 2016. Su
libro FARALLÓN se encuentra concursando en nuestro país y en España. En
este momento trabaja en su novela MANUAL PARA NO MORIR.
ENTRE OBJETOS*
*De Natalia
Litvinova. litvinova25@hotmail.com
Es culpa del
desorden que tenga pesadillas.
No me gesté
entre objetos y polvo.
Entrecierro los
ojos y voy al vientre.
Nada mejor que
huir hacia lo ajeno.
(Del poemario
“Todo ajeno", Ed. Vaso roto)
-Natalia
Litvinova (Gómel – 1986) Escritora argentina de origen bielorruso, dedicada al
campo de la poesía y de la traducción. Publicó: Esteparia (Ediciones del Dock,
2010), reeditado en España y en Uruguay, Balbuceo de la noche (Melón editora,
2012), Grieta (Gog y Magog ediciones, 2012) reeditado en España y en Costa
Rica, Todo ajeno (Vaso roto, 2013) y Cuerpos textualizados (Letra viva, 2014).
Compiló y tradujo varias antologías de poetas rusos. Siguiente vitalidad
(Audisea, 2015) es su reciente poemario, publicado en Argentina y reeditado en
Chile, México y España.
Fragmentos de
otros*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Una noche de
junio salí del departamento. Me sentía optimista. Mi cuerpo se hundía en el
calor del pasillo. El noveno piso tenía el aroma de una fruta navegando en el
tiempo. Me dirigí al elevador para bajar a la tienda. Tenía antojo de una
limonada para combatir el calor de la noche. Mientras caminaba podía escuchar
el susurro de las cucarachas. Era como el transcurrir de un río muerto. Había
montones de esos bichos por todo el edificio, sobre todo en verano. Trataba de
pensar en otra cosa, deshacer la imagen, cuando vi a un hombre joven afuera del
departamento número 6. Parecía esperar a que le abrieran. Miraba la puerta,
dubitativo, como si tuviera dificultades para reconocer su existencia. En ese
lugar vivía una mujer de unos sesenta años de edad. No sabía su nombre pero a
veces la encontraba en el elevador. Me llamaban la atención el tinte rojo de su
cabello y sus zapatos blancos de tacón. Supuse que el hombre era un visitante
confundido. Para los extraños el edificio era confuso, algunos números no
estaban marcados en los departamentos o no había una secuencia. Podría estar el
número 3, luego seguir el 10 y, adyacente, el número 1. Cuando pasé junto a él,
me detuve y le pregunté:
–¿Buscas a
alguien?
El hombre me
miró un poco sorprendido. Sus ojos chispeaban. Sus manos tenían un leve
temblor.
–No.
Se quedó en
silencio, mordisqueando la siguiente palabra. Sabía que esa negativa era, más
bien, una invitación a seguir indagando. No suelo intercambiar palabras con
extraños, pero el hombre tenía un aura de vulnerabilidad, parecía un niño
perdido en un centro comercial, un objeto extraviado de pronto.
–¿Conoce a la
señora? –me dijo antes de que intentara una nueva pregunta. Su voz, macilenta,
un poco torpe por el nerviosismo, salió como un lamento.
–No la conozco,
sé que vive aquí desde hace varios años.
El hombre me
miró con una mezcla de asombro y preocupación. El silencio, en los siguientes
segundos, fue el de un globo detenido en el cielo.
–Escuche, yo
vivo solo en este departamento, el número seis, desde hace años. Hoy regresé
del bar y me encontré a esta señora. Me saludó con toda naturalidad, como si yo
fuera su esposo, y me empezó a decir un montón de cosas.
–¿Tu
departamento es el número 6 del noveno piso? –pregunté.
–Así es.
Cuando mencionó
el bar pensé que el alcohol era parte de la confusión. Sin embargo, sus
palabras eran firmes. Su gesto, detenido, aún uniforme en su asombro, me seguía
interrogando.
–¿Qué haré?
Salí un momento a despejarme, pero no sé qué hacer.
–¿Pero es tu
departamento?
–Sí. No hay
confusión.
Junto a la
puerta de entrada de cada uno de los departamentos hay una ventana rectangular.
No entra mucha luz y muchos vecinos prefieren tener las cortinas cerradas.
Desvié un poco la mirada hacía ahí. El hombre, comprendiendo mi intención, me
dijo:
–Acérquese,
mire.
Me asomé por la
ventana. Había un resquicio entre las cortinas que permitía ver el interior.
Ahí estaba, en efecto, la mujer que conocía. Estaba de pie, mirando por la
ventana del comedor, dándome la espalda. Distinguí un par de sillones con
cojines de terciopelo, un escritorio de madera y un pequeño librero. La mujer
miraba las luces de la ciudad. Su cabello, a la distancia, semejaba el turbio
contorno de una nube. Me sentí como un improvisado espía. Abandoné la
observación y le dije:
–Esa señora ha
vivido sola aquí desde hace años, pero tú afirmas otra cosa. Estoy confundido
también.
Nos quedamos
indecisos. El calor aumentaba en el pasillo. Casi no corría aire. Olía a
soledad, a cartón viejo. Tuve la idea de decirle adiós y seguir mi camino al
elevador. Sin embargo, comencé a sentirme culpable por no poder ayudarlo;
además, quería llegar al fondo del dilema.
–¿Y si la saco
a la fuerza? –me preguntó
–Hará un
escándalo, te lo aseguro –le dije para disuadirlo.
Meditó mi
respuesta. Sopesó, con un ligero movimiento de cabeza, las posibles
repercusiones.
–Vamos a mi
departamento –le dije dándole una palmada amistosa en el hombro –ahí podremos
pensar mejor.
El hombre
asintió y nos dirigimos a mi puerta. Adentro prendí la luz de la sala. El
hombre dejó su portafolio cerca de la mesa de centro y curioseó el lugar con la
mirada. El nerviosismo había desaparecido o, al menos, estaba apaciguado.
–Tengo un par
de cervezas en el refrigerador –le dije, desde la cocina.
Mientras tiraba
las corcholatas a la basura pensé en la solitaria vida del hombre. Pensé en el
calor que nos mantiene, siempre, al borde la locura. Miré las gotas que
resbalaban en los cuellos de las botellas.
Nos sentamos en
la sala. Para postergar el tema de la mujer le conté que mi esposa había salido
de viaje a un congreso para maestros de inglés. El hombre asintió por cortesía.
Su mente aún estaba nublada. Vivos pensamientos le hacían parpadear más rápido.
Movía los ojos por la sala. Se levantó y dio unos pasos hasta acercarse al
comedor. Exploró, en el librero, una esfera de cristal con un barquito en su
interior. La nave se balanceaba en un mar azul. Abajo se leía: “Recuerdo de Acapulco”.
Había ido con mi esposa hacía un año y el objeto, lo único que habíamos
comprado, estaba medio perdido entre libros y una maceta roja de la que
emergía, tenebrosa, una planta enredadera. Era lo único que prosperaba en la
atmósfera viscosa y caliente.
Mientras
regresaba al sillón le dije que trabajaba como administrador de una fábrica.
Había días en que los papeleos me volvían loco. Papeles y sellos; visitas a
proveedores; interminables llamadas telefónicas. Él me dijo que estaba en busca
de trabajo. Lo habían despedido, justamente, de una fábrica y dedicaba mañanas
y tardes a visitar agencias de empleo. No quise ahondar más para no exacerbar
sus problemas. Puse el ventilador a máxima velocidad. El zumbido nos llevó, por
un instante, a un lugar más calmo. Después de unos minutos de comentarios
triviales nos dimos cuenta de que la noche avanzaba. Apresuró el último trago a
su cerveza y me dijo:
–Tengo que
volver.
–Voy contigo
–le dije sin esperar su aprobación.
La historia se
repitió. Nos asomamos por la ventana. La mujer, ahora, estaba sentada en una
silla del comedor. Había un vaso en la mesa. Nos daba la espalda, como si
presintiera nuestra observación y quisiera preservar, a toda costa, el
misterio.
Regresamos a mi
departamento. Era poco más de medianoche. Parecía que estábamos metidos en el
lento ensamblaje de un sueño. Para distender los pensamientos, jugar un poco
con ideas, le dije:
–Lo único que
puedo pensar es en una anomalía del tiempo.
–¿Cómo?
–murmuró.
–Quizás ella es
tu esposa en un futuro posible, por eso te reconoció…
–O es una loca
que encontró la forma de entrar a mi departamento –continuó él intentando, casi
desesperado, dar con una explicación más lógica.
–Podría ser
–contesté tratando de no llevarle la contraria.
Mientras
volvíamos a nuestro mutismo comencé a burlarme de mi idea. “Vaya cosa. La
mujer, un espejismo; el futuro de este hombre que, de repente, se ha
adelantado”, pensé.
El hombre
miraba la puerta de mi departamento. La miraba como si fuera la orilla de un
universo desconocido. Su gesto parecía estar hecho de escombros. Inició el
movimiento para levantarse del sillón. Sin embargo, a medio camino, se detuvo.
Su rostro, algo turbio, se inclinó un poco. La penumbra y el ventilador
mezclaban nuestras respiraciones. Iba a decirle que olvidara mi teoría, cuando
alzó de nuevo la cabeza, emparejó el torso, y me dijo:
–Creo que la
única explicación a esto tendría que ser fantástica, aunque no sé si es la
suya.
–Podría ser
cualquier cosa –le dije, tratando de llevar las palabras a otro lado.
Él juntó las
manos. Quedaron al descubierto sus uñas opacas y cuadradas. Me preocupé porque
intuí que le añadía detalles a mi teoría. Murmuraba frases ininteligibles,
juntaba pensamientos y trataba de embonarlos como las agrias piezas de un
rompecabezas.
Volvimos al
exterior de su departamento. Nos acercamos a la ventana. Vimos a la mujer salir
de la cocina y, después de echar un vistazo a una esquina del comedor,
dirigirse al estrecho pasillo que conducía a las recámaras. Íbamos a abandonar
la observación, decepcionados una vez más, cuando miramos que una sombra
emergía de la cocina. La sombra, frágil, temblorosa como una vela, antecedió a
la aparición de un hombre. Cuando la luz del comedor lo descubrió por completo
comprobé que su rostro repetía el de mi compañero. La única diferencia eran las
considerables canas, la espalda ligeramente encorvada y los hombros caídos. El
descubrimiento hizo que nos flaquearan las piernas, el cuerpo entero.
Regresamos de
nueva cuenta a mi departamento. Nos sentamos, silenciosos, en los sillones. Él
tenía la mandíbula apretada, los ojos huidizos y brillantes. Si lo que habíamos
visto era real, entonces el tiempo, por una terrible confusión, se había
adelantado. Quizás era un futuro posible, un escenario aún evanescente que
había escapado para instalarse en aquella calurosa noche de junio.
–Tengo que
entrar ahí –dijo él.
–Quizás mañana
ya no esté el viejo –respondí simplemente para no estar callado.
Mientras
caminábamos otra vez a su departamento pensé que mi frase debió haber sido
“quizás mañana ya no estés tú”. También pensaba, sin mucho orden, en un futuro
acaso ineludible que, de repente, se nos presenta en el momento menos
imaginado.
El hombre se
asomó por la ventana rectangular. Yo, un poco atemorizado, decidí esperar. Los
ojos de mi compañero permanecieron muy abiertos, sin ningún pestañeo. Abandonó
la observación y me dijo:
–No hay nadie.
Parecía que
todo había vuelto a la normalidad. Me asomé para comprobar su dicho. En efecto,
la pequeña sala estaba despoblada y el comedor sólo era recorrido por la
bocanada luminosa de la ciudad. Le iba a decir que quizás la mujer –incluso él
mismo– podrían estar en la recámara principal. Sin embargo, su gesto de
triunfo, la premura con que llevó su mano izquierda al bolsillo de su pantalón
para buscar las llaves, me hicieron desistir. Antes de abrir el picaporte me
dirigió una sonrisa que mezclaba tranquilidad y agradecimiento.
La puerta
número 6 se cerró. Quise comprobar si, en realidad, había recuperado su
departamento, así que eché un vistazo a la sala y miré, de nuevo, al hombre
viejo que dejó las llaves sobre la mesa de centro, detuvo la mirada en cada uno
de los objetos del comedor, como si los reconociera después de un largo viaje.
Después caminó, lento y satisfecho, por el pasillo principal hasta desaparecer
de mi vista.
-Alejandro Badillo
(Ciudad de México, 1977)
Es autor de los libros de cuento
Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas
(Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El
clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa
Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y
Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Ha
participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres
y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la
revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas
compilaciones de minificción.
Disfraces*
Ángel gris, te
reconozco.
Tanto tiempo
llevándote mis sueños.
Poniendo en el
camino de mi vida
un peso
consagrado. Sin preguntar
si tenía
fuerzas para llevarlo.
Te niego el
derecho de juzgar.
Hice lo que
pude. Déjame sola.
Quítate el
disfraz de atardecer,
te reconozco. Y
mírame desnuda.
Soy tu lágrima.
Déjame
sola.
*De Miryam
Colombotto Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
*
La fragilidad
de la memoria y la palabra nos vuelve insustanciales, pero creo que es nuestra
condición ser insustanciales o no actuar de acuerdo a esa lógica que
inventamos.
*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
InvenTren
ORTIZ DE ROZAS*
La mujer ya no
era joven. Últimamente le parecía que ya nadie era joven, que los amigos, los
vecinos, los parientes, todos habían ido deslizándose junto con ella por una
cinta que los había dejado así, arrugados, desplanchados, desteñidos, como esos
pantalones de trabajo que se van gastando irremediablemente, salpicados y con
alguna que otra recosida para remendar lo que ya no da más de si.
La ventanilla
no deparaba sorpresas. Tras los campos y los postes alguna casita, alguien
trabajando el campo, el cielo. A veces miraba el paisaje, a veces se miraba a
sí misma etérea en el vidrio sucio, un reflejo de alguien con la mano
sosteniendo la cara, el cabello claro, los ojos mirando sus propios ojos sobre
el sinfín de la llanura.
Otra parada. El
tren se detuvo y leyó el cartel "Ortiz de Rozas". Le molestó la zeta.
Y la repetición de la zeta en los dos apellidos le sugirió la posibilidad de
que la segunda fuese un error, pero no, no creo, se dijo.
El cartel era
antiguo, alguien lo hubiese corregido. Es raro, se dijo, es raro pero es así.
La próxima
estación era la suya. Bueno, falta poco. Pero después de diez minutos y de que
no observase pasajeros subiendo o descendiendo, se preparó para la noticia de
que algún desperfecto había detenido el tren.
Esperó un rato.
Miró por la ventanilla. Allá cerca de la locomotora se veía gente en el andén.
Bueno, la ocasión de estirar las piernas, la posibilidad de enterarse de lo
sucedido. Comenzó a pasar de vagón en vagón hacia el frente, pero luego decidió
hacer el camino por afuera, para recibir un poco del último sol de la tarde. El
último sol pone pelirrojos a los árboles, estira las sombras, hace que el cielo
se transforme en una escenografía.
Algunos hombres
estaban reunidos a la altura de la locomotora. Hablaban entre ellos y uno había
encendido un cigarrillo. Cuando ya estaba cerca, un muchacho de campera negra
escupió en el suelo. Estuvo a punto de regresar, pero se dijo que toda la vida
había escapado ante los gestos desagradables y hoy no. Eso, hoy no. Con los
brazos cruzados siguió caminando despacio hasta que pudo ver que en el suelo,
en el centro del círculo de hombres, había una vieja motoneta caída de lado, y
un hombre con gorra sentado con las piernas abiertas que miraba fijamente sus
propias manos. No decía nada.
La mujer se
acercó al grupo y preguntó que qué es lo que había pasado, pero los hombres la
ignoraron. Su voz era suave, era vieja, era mujer. Los hombres ignoran a las
mujeres viejas de voces débiles.
Con las
mejillas encendidas volvió a preguntar, "Qué pasó". Uno de los
hombres giró un poco el cuerpo y la miró desde arriba pero no se molestó en
contestarle. El
joven de campera negra volvió a escupir.
La mujer sintió
que se arrebolaba y a la vez una ira avasallante y una avasallante vergüenza.
"Me
caí" dijo el hombre de la motocicleta. Después la miró.
"No vi el
tren, me asusté cuando noté que lo tenía cerca, y me caí" Dijo el hombre
que era viejo, que tenía ojos puros y que la miraba. Hacía mucho que nadie la
miraba. Ella pensó que este hombre en el suelo la estaba mirando, pensó que le
había contestado, notó que él la miraba con la cara abierta como la de un niño
que despierta en medio de la noche y vuelve el rostro hallando el de su madre.
"Sana sana
colita de rana" pensó ella. Increíblemente, dijo "sana sana colita de
rana" y los dos rieron.
El grupo de
hombres no se dio cuenta de que se había partido una montaña, no notó que el
cielo se rasgaba, no escuchó caer las piedras de la torre que se derretía en
estrépito. El grupo de hombres no hizo ningún comentario, simplemente
levantaron la motocicleta y lo ayudaron a ponerse de pie.
Era alto,
desgarbado, los pantalones le quedaban un centímetro más cortos de lo que
debiesen. Ella le arregló un poco el gabán, y mientras se subía a la
motocicleta le preguntó que por qué las dos zetas en el nombre de la estación.
Él no sabía.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:
POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA. JUAN TRONCONI. CARLOS
BEGUERIE.
FUNKE. LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A.
BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO.
LOMA VERDE. ESTACIÓN
SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR
OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ. J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY. ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY. LISANDRO OLMOS. INGENIERO
VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA. LA PLATA.
***
Próxima estación para escribir por Ferrocarril Midland:
PLOMER.
KM. 55. ELÍAS ROMERO. KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD. MERLO GÓMEZ. RAFAEL CASTILLO. ISIDRO CASANOVA. JUSTO
VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM 12. LA
SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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